—¿Cómo sabrán lo que somos? —pregunta.
—Míranos —digo—. No parecemos ciudadanos ni funcionarios. —Los tres somos jóvenes y vamos sucios y desaliñados. Salta a la vista que somos fugitivos.
—¿Y por qué no os trajo a vivir aquí tu padre? —pregunta Vick.
—La Sociedad tiene razón en algunas cosas —respondo—. Aquí mueres libre, pero más deprisa. En los cañones, los labradores no tienen las medicinas ni la tecnología que la Sociedad tiene fuera. Mi madre no quería eso para mí y mi padre lo respetaba.
Vick asiente.
—Entonces, vamos a buscar a los labradores para pedirles que nos ayuden. Puesto que ayudaron a tu padre.
—Sí —digo—. Y espero que quieran realizar intercambios. Tienen mapas y libros viejos. A menos, antes los tenían.
—¿Y qué tienes tú para intercambiar? —pregunta Vick con aspereza.
—Lo mismo que Eli y tú —respondo—. Información sobre la Sociedad. Hemos vivido dentro del sistema. Hace bastante tiempo que no hay pueblos auténticos en las provincias exteriores y eso significa que los labradores pueden llevar mucho tiempo sin realizar intercambios ni hablar con nadie.
—Si están dispuestos a intercambiar cosas por información —pregunta Eli, que no parece muy convencido—, ¿qué vamos a hacer con todos los escritos y libros viejos que nos den?
—Tú puedes hacer lo que quieras —respondo—. No es obligatorio. Si quieres, puedes elegir otra cosa. A mí me da igual. Pero yo voy a conseguir un mapa para intentar llegar a una de las provincias fronterizas.
—Un momento —dice Eli—. ¿Quieres volver a la Sociedad? ¿Por qué?
—No sería volver —respondo—. Iría por un camino distinto al que hemos venido. Y solo lo haría para mandarle un mensaje. Para que sepa dónde estoy.
—¿Cómo vas a hacerlo? —pregunta Eli—. Aunque consiguieras llegar a las provincias fronterizas, la Sociedad vigila los terminales. Si le mandaras un mensaje, te verían.
—Por eso quiero los escritos del caserío —digo—. Para intercambiárselos a un archivista. Ellos tienen formas de mandar mensajes por otras vías. Pero es caro.
—¿Un archivista? —pregunta Eli, desconcertado.
—Son personas que comercian en el mercado negro —respondo—. Existen desde antes de la Sociedad. Mi padre también comerciaba con ellos.
—Así que ese es tu plan —dice Vick—. No tienes nada más en mente aparte de lo que acabas de contarnos.
—Ahora mismo, no —admito.
—¿Crees que funcionará? —pregunta Eli.
—No lo sé —respondo. Por encima de nosotros, un pájaro comienza a cantar: un chirivín barranqueño. Las notas son claras y evocadoras. Descienden como una cascada por las paredes de roca. Identifico el canto porque mi padre solía imitármelo. Me decía que era el sonido de la Talla.
Esto le encantaba.
Cuando explicaba historias, mezclaba realidad y ficción.
«Todas tienen parte de verdad», aducía cuando mi madre le tomaba el pelo.
«Pero el caserío del cañón es real —decía yo siempre, para asegurarme—. Lo que cuentas sobre él es cierto.»
«Sí —respondía él—. Algún día te llevaré. Ya verás.»
Por eso, cuando aparece ante mí al doblar el siguiente recodo, me quedo clavado al suelo y no doy crédito a mis ojos. Ahí está, tal como él decía, «un pueblo en un tramo más ancho del cañón».
Una sensación de irrealidad me envuelve de pronto como la luz vespertina que se cuela por el techo del cañón. El caserío me parece casi idéntico a como recuerdo que mi padre lo describió en su primera visita: «El sol, al ponerse, lo volvió todo dorado: el puente, los edificios, a las personas, incluso a mí. No me podía creer que aquel sitio fuera real, aunque llevara años oyendo hablar de él. Más adelante, cuando los labradores me enseñaron a escribir, tuve esa misma sensación. Como si el sol estuviera siempre detrás de mí.»
El dorado sol de invierno imprime a las casas y al puente un resplandor anaranjado.
—Está aquí —digo.
—Es real —añade Vick.
Eli sonríe de oreja a oreja.
Las casas más próximas están muy apiñadas, pero más adelante se separan para sortear desprendimientos de rocas y bordear el río. Viviendas. Casas más grandes. Campos diminutos encajados en un tramo donde el cañón se ensancha.
Pero falta algo. Las personas. La calma es absoluta. Vick me mira. También la percibe.
—Hemos llegado demasiado tarde —digo—. Se han marchado.
No hace mucho. Aún veo algunos rastros de los labradores.
También veo señales de que se prepararon para marcharse. Su partida no fue precipitada, sino muy bien planeada. Recogieron todas las manzanas antes de irse: solo quedan unas pocas, ya doradas, en las ramas de los retorcidos manzanos negros. Apenas veo aperos de labranza: imagino que los desmontaron para llevárselos. Solo quedan unas cuantas piezas oxidadas.
—¿Adónde han ido? —pregunta Eli.
—No lo sé —respondo.
¿Queda alguien fuera de la Sociedad?
Pasamos por delante de unos cuantos álamos de Virginia que bordean el río. Un nervudo arbolito crece solo al filo del agua.
—Esperad —digo—. No tardaré mucho.
No aprieto: no quiero matar el árbol. Grabo su nombre en el tronco con mucho cuidado mientras recuerdo, como hago siempre, el día que le sostuve la mano para enseñarle a escribir. Vick y Eli no dicen nada mientras grabo las letras. Aguardan.
Cuando termino, me aparto y miro el árbol.
Raíces poco profundas. Suelo arenisco. La corteza es gris y áspera. El árbol perdió las hojas hace tiempo, pero su nombre aún me parece bonito.
Todos nos sentimos atraídos por las casas. Parece que haga una eternidad que no vemos un lugar construido por personas reales con la intención de quedarse. Las casas están avejentadas y hechas de piedra arenisca y desgastada madera gris. Eli sube las escaleras de una. Vick y yo le seguimos.
—Ky —dice Eli cuando estamos dentro—. ¡Mira!
Lo que veo me obliga a reconsiderar mi opinión. Es posible que la marcha de los labradores sí fuera un poco precipitada. De lo contrario, ¿habrían dejado sus casas así?
Son las paredes las que indican claramente que hubo precipitación. Que faltó tiempo. Están repletas de pinturas y, de haber tenido más tiempo, los labradores las habrían borrado. Dicen y muestran demasiado.
En esta casa, hay un barco pintado en el cielo, varado en una almohada de nubes blancas. El artista ha firmado con su nombre en un rincón de la habitación. Esas letras demuestran que la pintura, las ideas, son suyas. Y, pese a llevar toda mi vida buscando este lugar, aún se me corta la respiración.
El caserío es el lugar donde él aprendió.
A escribir.
Y a pintar.
—Hagamos una parada aquí —sugiere Eli—. Tienen camas. Podríamos quedarnos para siempre.
—¿No se te olvida algo? —pregunta Vick—. Las personas que vivían aquí se marcharon por una razón.
Asiento.
—Tenemos que encontrar un mapa y comida y marcharnos. Echemos una ojeada a las cuevas.
Miramos en todas las cuevas que bordean el cañón. Algunas tienen pinturas en las paredes como las casas, pero no encontramos ni un solo escrito.
Ellos le enseñaron a escribir. Ellos sabían. ¿Dónde pueden haber dejado sus palabras? Es imposible que se las llevaran todas. Ya es casi de noche y los colores de las pinturas grisean conforme mengua la luz. Miro las paredes de la cueva que estamos registrando.
—Esta es rara —dice Eli—. Falta un trozo. —Enfoca una pintura con la linterna. El agua ha dañado las paredes y solo queda el fragmento superior: parte de una cabeza de mujer. Solo se ven los ojos y la frente—. Se parece a mi madre —añade en voz baja.
Lo miro, sorprendido. Porque esa es la palabra que ocupa mi pensamiento en este momento, aunque mi madre jamás estuviera aquí. Y me pregunto si esa palabra, «madre», es tan peligrosa para Eli como lo es para mí. Puede ser incluso más peligrosa que «padre». Porque no siento ira hacia mi madre. Solo vacío, y el vacío es un sentimiento del que no es tan fácil despojarse.
—Sé dónde deben de haber escondido los mapas —dice Eli de pronto.
Percibo un destello de astucia en sus ojos que no había visto y me pregunto si no me caerá tan simpático porque me recuerda a mí y no a Bram. Yo tenía más o menos su edad cuando robé las pastillas rojas a los Carrow.
Cuando me mudé a Oria, me resultaba extraño ver tantas personas saliendo a la vez de sus casas, lugares de trabajo y trenes aéreos. Su modo de dirigirse a los mismos lugares a las mismas horas me ponía nervioso. De manera que imaginaba que las calles eran barrancos secos de mi tierra y las personas eran el agua de lluvia que convertía los cauces secos en ríos. Me decía que las personas vestidas de gris y azul solo eran otra fuerza de la naturaleza en movimiento.
Pero no me sirvió de nada. Me perdí en uno de los distritos, precisamente.
Y Xander me vio utilizar la brújula para tratar de encontrar el camino a casa. Amenazó con delatar a Patrick por dejar que me quedara con ella a menos que robara unas pastillas rojas.
Xander debía de saber que yo era un aberrante. No sé cómo lo supo tan rápido y jamás hablamos de ello después. Pero no importa. Aprendí la lección: no finjas que un lugar es como otro ni busques similitudes. Solo busca lo que hay.
—¿Dónde, Eli? —pregunto.
Él aguarda un momento, sin dejar de sonreír, y también recuerdo el momento de la revelación.
Abrí la mano para enseñar a Xander las dos pastillas rojas que había robado. Él creía que no podría hacerlo. Yo quería que supiera que él y yo éramos iguales aunque yo fuera un aberrante. Solo por una vez, quería que alguien lo supiera antes de comenzar a vivir fingiéndome inferior a todos los que me rodeaban. Por un instante, me sentí poderoso. Me sentí como mi padre.
—Donde no llega el agua —responde Eli sin despegar los ojos de la pintura casi borrada de la mujer—. Las cuevas no están aquí abajo. Tienen que estar muy arriba.
—Tendría que haberlo sabido —digo mientras salimos rápidamente de la cueva y escudriñamos las paredes del cañón.
Mi padre me habló de las crecidas. A veces, los labradores veían que el caudal del río aumentaba y las anticipaban. Otras, cuando eran repentinas, apenas avisaban. Los labradores tenían que construir y cultivar en el suelo del cañón donde había espacio, pero, cuando se producía una crecida, se trasladaban a las cuevas situadas a mayor altitud.
«La línea que separa la vida y la muerte es sutil en la Talla —decía mi padre—. Hay que confiar en no cruzarla nunca.»
Ahora que las buscamos, hay señales de antiguas crecidas por doquier: marcas de sedimento en las paredes del cañón, árboles muertos incrustados en grietas a causa de la violencia y la velocidad del agua. La fuerza que se necesitaría para hacer eso podría doblegar incluso a la Sociedad.
—Siempre he pensado que era más seguro enterrar las cosas —opina Vick.
—No siempre —digo mientras recuerdo la Loma—. A veces, es más seguro llevarlas lo más alto posible.
Tardamos casi una hora en encontrar el sendero que buscamos. Desde abajo, es casi imposible de ver: los labradores lo excavaron en un peñasco de tal forma que se confunde con las erosionadas paredes de roca. Lo seguimos conforme gana altura y rodeamos el peñasco por un recodo que no era visible desde abajo. Imagino que tampoco lo sería desde el cielo. Solo alguien que se atreviera a subir hasta aquí y se fijara bien podría verlo.
Las cuevas están al final del sendero.
Son el lugar ideal para guardar cosas: alto y escondido. Y seco. Vick entra en la primera.
—¿Hay comida? —pregunta Eli mientras le ruge el estómago.
Sonrío. Hemos racionado cuidadosamente nuestros víveres, pero nos hemos tropezado con el caserío justo a tiempo.
—No —responde Vick—. Ky, mira esto.
Entro y descubro que la cueva solo contiene unas cuantas cajas y contenedores grandes. Cerca de la entrada, veo marcas y pisadas donde alguien, no hace mucho, ha sacado algunos contenedores y se los ha llevado.
He visto cajas como estas.
—Ten cuidado —digo a Vick mientras abro una con cautela y miro dentro. Cables. Teclados. Explosivos. Por lo que parece, todos fabricados por la Sociedad.
¿Es posible que los labradores estuvieran confabulados con la Sociedad? No parece probable. Pero podrían haber robado o adquirido estos productos en el mercado negro. Se tardarían años en reunir un alijo que llenara una cueva como esta.
¿Dónde está lo que falta?
Eli se acerca por detrás y levanto el brazo para detenerlo.
—Se parece a lo que hay dentro de nuestros abrigos —dice—. ¿Cogemos algo?
—No —respondo—. Tú sigue buscando comida. Y no te olvides del mapa.
Eli sale de la cueva.
Vick vacila.
—Podría venirnos bien —dice mientras señala el material—. Tú sabrías utilizarlo, ¿no?
—Podría intentarlo —respondo—. Pero preferiría no hacerlo. Es mejor que usemos el sitio que nos queda en las mochilas para llevar comida y escritos si los encontramos. —Lo que no digo es que los cables siempre traen problemas. Creo que la fascinación de mi padre por ellos fue, en parte, lo que le acarreó la muerte. Él pensaba que podía ser como Sísifo y volver las armas de la Sociedad contra ella.
Por supuesto, yo traté de hacer lo mismo con los otros señuelos cuando truqué sus pistolas antes de que escapáramos a la Talla. Y lo más probable es que a ellos les fuera igual de mal que al pueblo de mi padre.
—Es peligroso intentar intercambiar esto. Ni siquiera sé si los archivistas todavía lo tocan.
Vick niega con la cabeza pero no discute. Se adentra más en la cueva y saca uno de los rollos de recio plástico.
—¿Sabes qué son? —pregunta.
—¿Alguna clase de refugio? —aventuro mientras me fijo mejor. Dentro, veo cuerdas y finos tubos enrollados.
—Barcas —dice—. Las he visto iguales en la base militar donde vivía.
Nunca había dado tanta información sobre su pasado y aguardo por si quiere decir algo más.
Pero oímos la voz de Eli, rebosante de entusiasmo.
—¡Si queréis comida, aquí está! —grita.
Lo encontramos en la cueva contigua, comiéndose una manzana.
—Esto sería lo que pesaba demasiado para cargarlo —dice—. Hay manzanas y cereales de todo tipo. Y muchas semillas.
—A lo mejor lo dejaron almacenado por si tenían que volver —aventura Vick—. Pensaron en todo.