Cadenas rotas (37 page)

Read Cadenas rotas Online

Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: Cadenas rotas
4.08Mb size Format: txt, pdf, ePub

Gaviota gruñó cuando un peso se estrelló contra su cintura y se agarró a ella. Stiggur había venido corriendo y había chocado con él.

—¡Voy con vosotros! ¡Ahora ya no podéis dejarme aquí!

—Maldita sea, muchacho, no podemos...

Un rugido sibilante llenó sus oídos. Sus cuerpos se volvieron blancos y se hicieron transparentes, y después el mundo se esfumó en la blancura.

Y un instante después ya no estaban allí.

* * *

—¿Y ahora qué, Var? —preguntó Neith, el amigo más antiguo de Varrius y, desde la muerte del robusto Tomás, su único vínculo con las tierras del sur en las que habían nacido.

El soldado delgado y de negra barba recorrió con la mirada el horizonte que se elevaba por encima de ellos y los bordes del cañón que los rodeaban.

—Para empezar, puedes llamarme comandante, pues en eso me ha convertido el general Gaviota y eso ordenaría la comandante Rakel —dijo después—. Seguiremos adelante tal como ellos habrían deseado y haremos que se sientan orgullosos cuando vuelvan. Todo el mundo está levantado, y de todas maneras ya no falta mucho para el amanecer, así que haz que la trompeta toque diana. Podemos desayunar y aprovechar el día al máximo.

Neith sintió deseos de protestar. ¿Por qué no dormían un rato y se ponían en marcha por la tarde?

Pero un instante después se sorprendió a sí mismo contestando con un «Sí, comandante».

_____ 16 _____

A través de una neblina de color rojizo, Rakel oyó cómo la gruesa puerta de la mazmorra se abría con un crujido. Las cosas ya habían ido muy mal, pero empeoraron.

El torturador giró sobre sus talones, dando la espalda a la pequeña plataforma con ruedas llena de ascuas al rojo vivo y con un atizador enrojecido brillando en su mano.

Aquel hombre, corpulento, no muy alto y de hombros y antebrazos muy robustos, había estado trabajando diligentemente sobre Rakel. Tal vez llevara unos minutos haciéndolo, o tal vez fueran días. Rakel no sabía cuánto tiempo llevaba suspendida allí, con los grilletes de hierro incrustándose en sus muñecas.

El torturador no era ningún sádico. Lo que resultaba más aterrador de todo era que llevaba a cabo su trabajo con una especie de aburrido distanciamiento, como un matarife. Había arrancado tiras de piel de las costillas de Rakel, las había arrojado al suelo y las había pisoteado con sus sucias botas, y después había detenido los ríos de sangre cauterizando sus heridas con un hierro al rojo. El olor a grasa quemada de la piel chamuscada le había dado náuseas y el dolor le había hecho perder el conocimiento, pero hasta el momento no había gritado..., hasta el momento. Rakel sabía que si cedía y empezaba a gritar, tal vez nunca dejara de hacerlo. Entonces perdería su honor y su cordura de un solo golpe, y por eso luchaba y se resistía de la única manera posible.

A diferencia de lo que era habitual en las pesadillas, había mucha luz. El torturador necesitaba mucha luz para trabajar, por lo que las antorchas se alineaban a lo largo de las ennegrecidas paredes de piedra de la mazmorra. Rakel estaba desnuda hasta la cintura, pues el cuero le había sido arrancado junto con la piel. Su cuerpo colgaba de los grilletes con serpientes de sangre deslizándose a lo largo de sus antebrazos, suspendido de tal manera que sus pies apenas rozaban el sucio suelo.

Intentó no concentrarse en lo que la rodeaba, y trató de escapar a una neblina de aturdimiento. Quizá pudiera provocar su muerte mediante un esfuerzo de voluntad...

Un dolor desgarrador en su cadera la despertó. Cuando el dolor disminuyó un poco, Rakel pudo oír voces que sonaban en la lejanía.

No, las voces estaban junto a ella. La pesadilla se agitó con una nueva vida.

Inmóvil en la entrada de la mazmorra, flanqueado por guardias con antorchas, estaba Sabriam. Su rostro se hallaba envuelto en vendajes, y su voz sonaba pastosa y débil a causa de las drogas o del licor que había tomado para aliviar el dolor de su nariz hecha añicos.

—¡... otras cosas! —exclamó Sabriam en un balbuceo casi incomprensible—. ¡Haz que sienta dolor!

El torturador extendió sus negras manazas delante de él y habló en un tono gimoteante y lleno de servilismo.

—Es fuerte. Es una guerrera, y está acostumbrada al dolor. No gritará ni llorará. Pero si se me conceden unos cuantos días, entonces...

—¿Días? ¡Hazle otras cosas! —se enfureció Sabriam—. ¡Sácale un ojo!

El torturador se encogió de hombros.

—Ya conocéis la ley. No debe haber marcas allí donde la multitud pueda verlas...

—¡Malditos sean esos puercos! ¡Me da igual lo que puedan ver!

Rakel escuchó como si estuviera espiando una conversación entre dos desconocidos. Su cuerpo se hallaba tan saturado de dolor que le parecía tener encima un gigantesco peso de fuego, pero aun así percibió la hipocresía: el consejo estaba dispuesto a ordenar la tortura, mas nunca lo admitía. Quien hubiera sido condenado a la horca debía ir al cadalso como si hubiera sido bien tratado y disfrutara de buena salud, lo cual significaba que los torturadores tenían unas ciertas limitaciones acerca de los sitios sobre los que podían trabajar.

Pero Rakel estaba sufriendo algo más que daños físicos. Su alma estaba recibiendo cicatrices que nunca se curarían. Nunca permitiría que otra persona volviese a tocarla, y probablemente gritaría si alguien se le acercaba.

El torturador intentó negociar, regateando como si estuviera vendiendo pescado.

—Si pudiera trabajar en sus pies, arrancarle las uñas, o meterle astillas debajo de ellas...

—¡No es suficiente! ¡Quiero que sufra! —La voz de Sabriam adquirió una repentina animación—. ¿Qué hay de las ratas?

Ratas... La palabra hizo temblar a Rakel.

—¡Ja! —La carcajada de Sabriam resonó en la mazmorra—. ¿Lo ves? ¡Eso no le ha gustado nada! ¡Ve a buscar unas cuantas ratas! ¡Quiero que grite hasta que se le rompa la garganta!

El torturador se encogió de hombros, metió su atizador en el fuego y pasó junto a Sabriam para salir por la puerta.

Rakel intentó no pensar en las ratas ni en ninguna otra cosa. Pero Sabriam se plantó delante de ella, cogió delicadamente un atizador de hierro y le tocó el pecho con la punta. Todo su cuerpo se encogió, intentando huir del dolor.

Sabriam se rió.

—¡No hay escape, Rakel! Seguirás aquí, torturada más allá de los límites de la resistencia humana, hasta que te ahorquen. Entonces el populacho se reirá al verte bailar en el aire, y yo tendré a tu hijo a mi lado para enseñarle lo que les ocurre a los traidores. ¿Quién sabe? Tal vez lo adopte.

Rakel descubrió que aquélla era la más dolorosa de todas las torturas que había soportado. Su hijo pervertido hasta convertirse en una criatura como Sabriam... Así que había cosas peores que la muerte, y la muerte era su única escapatoria.

Rakel le daría la bienvenida con los brazos abiertos.

El torturador entró en la diminuta mazmorra impregnada por los vapores de la sangre, el sudor y el fuego, gruñendo y trayendo consigo dos jaulas de alambre. La primera estaba repleta de docenas de siluetas grises que chillaban y se agitaban. El torturador dejó una jaula en el suelo y empezó a ocuparse de la segunda jaula. Uno de sus extremos estaba abierto y se curvaba hacia dentro, y estaba provisto de unas gruesas y resistentes tiras de cuero.

Sabriam se frotó los vendajes que cubrían su rostro, intentando calmar los picores que le producían, y se lamió los labios.

—¿Cómo funciona? —preguntó, y su boca formó una sonrisa maliciosa al ver que Rakel no podía contener un estremecimiento.

El torturador colocó el extremo abierto de la jaula sobre el estómago desnudo de Rakel.

—Sujetamos la jaula con las tiras de cuero, y luego abrimos el otro extremo y vamos metiendo ratas. Están hambrientas, así que cuando se encuentren con su carne empezarán a mordisquear y roer. Para matarla, encenderíamos un fuego debajo de un extremo. Entonces las ratas se abrirían paso a través de todo su cuerpo para escapar...

«Muerte, ¿dónde estás? —suplicó Rakel en silencio—. Essa, Diosa de la Muerte, llévame contigo. Ahora, por favor, antes de que pierda el poco honor que me queda...»

Un guardia dijo algo en voz muy baja, y Sabriam masculló una maldición.

—Debo irme. El consejo va a reunirse. Pero volveré... Empieza metiendo una sola rata, a ver qué tal lo hace. Y por todos los dioses, no la mates o te haré todo lo que le has hecho.

—Sí, mi dueño y señor —canturreó el torturador.

Ya había escuchado palabras similares en otras ocasiones, y el que unos aficionados le dijeran cómo tenía que hacer su trabajo no era una experiencia nueva para él.

Rakel sufrió nuevos dolores cuando la fría caja de hierro fue colocada sobre su estómago. Todos los músculos de su cuerpo vibraron, tensos como el metal. Ratas royendo su estómago... ¿Qué podía ser peor que eso?

La respuesta llegó enseguida: su rostro. Rakel había visto personas que eran ahorcadas con sacos tapándoles la cabeza, y que subían al cadalso tambaleándose y tropezando porque estaban ciegas. Se había rumoreado que eran nobles, y que el saco protegía su identidad y el honor de su familia. Rakel por fin conocía la verdad...

El torturador se puso un grueso guante de cuero y sacó una diminuta rata de pelaje sucio y viscoso de la jaula. Después se quedó inmóvil y soltó un gruñido. Una luz brillaba en la oscuridad del pasillo. ¿Sería Sabriam, que había decidido volver?

Pero aquella luz no era la temblorosa claridad amarilla de las antorchas. Era pura, brillante, blanca, radiante.

Era tan potente que se abrió paso a través de los párpados desesperadamente apretados de Rakel y entró en sus ojos. ¿Qué...?

¿O quién?

* * *

El torturador siseó, pues las siluetas eran blancas. Debían de ser fantasmas, almas de personas a las que había matado, pues nadie podía viajar por el éter hasta la casa del consejo, que estaba protegida contra la magia y el deslizamiento de los hechiceros. El hombre retrocedió, sin soltar a la rata que seguía retorciéndose entre sus dedos, y alargó la mano libre hacia un atizador caliente.

Rakel jadeó. Ribeteado de blanco, tan sólido como las paredes de piedra, estaba Gaviota. Stiggur colgaba de su cintura, agarrado a ella igual que un mono. Con él estaban Bardo y Ordando, la capitana de la Compañía Verde..., y Lirio, brillando con la pura y blanca claridad de un ángel.

El resplandor se desvaneció. El grupo que había viajado por el éter tembló con un último parpadeo de claridad y se materializó entre la penumbra, el humo y la luz amarilla de la mazmorra.

Y entonces una docena de cosas ocurrieron a la vez.

El torturador, que estaba mejor preparado para enfrentarse a los problemas inesperados, se lanzó sobre la figura más próxima blandiendo su atizador al rojo vivo.

Gaviota miró a su alrededor y gritó —«¡Rakel!»—, y aquel grito fue el sonido más maravilloso que la guerrera había oído en toda su vida.

Lirio palideció y se tapó la boca con una mano. Stiggur miró a Rakel durante un instante, y después cayó de rodillas y empezó a vomitar. Ordando ladró un juramento.

Bardo, adiestrado desde la infancia en su orden religiosa para combatir el mal, alzó su enorme espada. La gigantesca hoja chocó con el atizador produciendo un ruidoso tintineo metálico, enviándolo por los aires. El atizador se estrelló contra la pared y cayó al suelo, donde empezó a esparcir un potente olor a tierra quemada.

El paladín había atacado primero, y había examinado lo que le rodeaba después. Bardo vio que aquel hombre era un torturador, y su ardiente fervor religioso se convirtió en gélida furia.

—¡El brrazo del único y verrdaderro dios es larrgo y poderroso, y castiga a los pecadorres!

Y, así diciendo, apartó al torturador de un tremendo golpe asestado con el plano de su espada, derribándole y haciendo que cayera como un fardo sobre las sucias losas de piedra.

Los juramentos de mulero de Gaviota se interrumpieron cuando fue hasta Rakel y tiró de las cadenas que la sujetaban al techo, sacudiendo sus muñecas desgarradas sin darse cuenta mientras lo hacía. Frustrado y furioso, el leñador ordenó a todo el mundo que retrocediera y después golpeó las cadenas con su hacha, partiéndolas.

Rakel se derrumbó. Después, y pese a lo vergonzoso que era el llanto en una guerrera de Benalia, lloró abiertamente tanto de alivio como de miedo renovado por su niño, pues el rescate significaba un retorno a la vida y a su miríada de problemas. Estaba más muerta que viva, y lo único que deseaba era arrastrarse hasta lo más profundo de la oscuridad y quedarse allí.

Gaviota intentó levantarla, pero el cuerpo de Rakel estaba tan flácido y desmadejado como un montón de algas marinas. Lirio apartó al leñador y examinó a Rakel para averiguar si alguna de las heridas era mortal.

—Pobrecita —repetía una y otra vez—, pobrecita...

Pero una parte de su espíritu estaba cantando. Habían llegado a tiempo de salvar a Rakel, y todo gracias a ella: a Lirio, una antigua prostituta.

Gaviota estaba tan enfurecido que su grito les ensordeció a todos.

—¿Quién te ha hecho esto? ¿Quién ha sido? ¡Le mataré! ¡Mataré a todos los habitantes de esta ciudad!

El leñador siguió aullando y vociferando, a pesar de que sus gritos no servían de nada. Fue Lirio la que se desgarró las enaguas para formar unos vendajes, Ordando quien encontró la llave de los grilletes que estaba colgada en la pared y los abrió, y Bardo quien acabó con el torturador.

El cansancio y el dolor habían hecho que Rakel perdiera el conocimiento a cada momento para recuperarlo unos instantes después, pero consiguió explicarles que Sabriam había ordenado la tortura, que estaba en la sala del consejo del piso de arriba y que tenía cautivo a su hijo.

—Su nariz... La nariz de Sabriam está vendada. Buscadle... Matadle... Pero encontrad... a mi hijo...

—Oh, por la clemencia de Xia —murmuró Lirio mientras vendaba las heridas de Rakel—. Ya no es necesario que sigas luchando, Rakel. Salvaremos a tu hijo y te sacaremos de aquí. Lo juro.

—¿Puedes llevarnos a la sala del consejo? —preguntó Gaviota—. A través del éter, quiero decir.

—Yo... Eh... —Lirio contuvo el aliento—. Ah... No, no. No puedo sentir ninguna magia. Ha sido utilizada hasta agotarla, o estará protegida, o estamos demasiado abajo. Oh, ya empiezo a fallaros...

—¡No, nada de eso! —ladró secamente Gaviota—. ¡Nunca me he sentido tan orgulloso de ti! Pero necesitamos...

Other books

Abysm by G. S. Jennsen
Nathan's Child by Anne McAllister
The Things She Says by Kat Cantrell
The Deadly Sky by Doris Piserchia
The Walking Dead by Bonansinga, Jay, Kirkman, Robert
SurviRal by Ken Benton
Leon Uris by Exodus
Rayuela by Julio Cortazar