Sin embargo, el distintivo olor de las sábanas que me cubrían hasta la barbilla provocó un cosquilleo en mi memoria, abriéndose paso insidiosamente a través de mi cerebro en busca de un pensamiento consciente. Y entonces encontró uno.
—¡Mierda! —gruñí sintiendo un torrente de adrenalina. Entonces me erguí, con los ojos muy abiertos, y un miedo irracional me sacó de golpe de mi aturdimiento. Estaba en el hospital.
—¿Rachel?
Presa del pánico, me giré hacia el sonido de las alas de pixie, con el sudor empezando a gotear sobre mí. Jenks se encontraba a pocos centímetros de mi nariz. Sus diminutos ojos estaban contraídos y asustados, y me infundieron temor.
—Tranquila, Rachel —dijo despidiendo una neblina anaranjada que coloreó mis rodillas dobladas—. Estás bien. ¡Mírame! ¡Estás bien!
Entreabriendo la boca, me concentré en él y me obligué a respirar lentamente. Estaba bien y, tan pronto como lo asimilé, asentí con la cabeza. Unos rizos deshilachados y sucios me cayeron sobre los ojos y me bloquearon la vista; los retiré con una mano temblorosa. El esfuerzo pareció pasarme factura y me dejé caer sobre la cama, ligeramente alzada.
—Lo siento —dije quedamente. Él aterrizó sobre mi rodilla, cubierta por una manta—. Creí que estaba en el hospital.
Jenks me miró con expresión preocupada y sus alas se detuvieron.
—Y lo estás.
—No —dije encontrando el mando y levantando aún más la cabecera de la cama—. Me refiero a que creía… —vacilé—. No importa —me corregí exhalando para librarme de los últimos resquicios de adrenalina. No podía decirle que pensaba que estaba en el ala infantil, donde no era capaz de cruzar la habitación para encender la tele sin que me faltara el aliento. Había sido aquel recuerdo el que me había sacado de golpe de mi estado de ensoñación y arreglé las sábanas para cubrir en la medida de lo posible el camisón blanco y azul diamante. ¡
Genial
!
Robbie viene a vernos por primera vez en ocho años y a mí me ingresan en el hospital
.
Jenks voló hasta la mesita alargada que habían apartado a un lado. Sus alas se detuvieron, y la neblina roja que había estado revoloteando en una de sus alas se convirtió en un trozo de esparadrapo. Recordé vagamente una ambulancia. Tenía puesta una vía, y me vino a la memoria el momento en el que me la colocó el paramédico. Me había dado algo y, después, la nada más absoluta. Me habían puesto vías en otras ocasiones, pero normalmente, cuando el paciente era una bruja, llevaban un amuleto incorporado. Tal vez estaba peor de lo que pensaba.
Mi mirada se detuvo en el reloj, que se encontraba exactamente en el lugar en el que siempre lo ponían. Mediodía. No tenía la sensación de haber estado inconsciente más de una noche. Del frío asfalto al hospital. Había estado allí, y ahora estaba aquí.
Sobre la estrecha mesa de ruedas había una jirafa de peluche, probablemente de mi madre. Los peluches eran muy de su estilo. Junto a él había una pequeña rosa de piedra esculpida. ¿De Bis, quizás? Tomé el peluche entre mis manos, sintiendo la suavidad en las yemas de mis dedos, en un estado de melancolía.
—¿Mia? —pregunté a Jenks.
Las alas del pixie se encorvaron y adquirieron un débil tono azulado.
—Huyó.
Fruncí el ceño y le miré a los ojos, para descubrir que él también tenía el gesto torcido.
—¿Y Remus?
—También. —Recorrió la pequeña distancia que lo separaba de los barrotes de la cama y se posó sobre ellos, resbalando ligeramente—. Golpeó a Ivy con una tubería, aunque solo de refilón. De no ser por eso, lo habríamos capturado.
Alarmada, mi cuerpo se puso rígido, pero al ver que no reaccionaba, di por hecho que estaba bien.
—Está más loca que un trol al que le han dado calabazas —dijo con una expresión irónica en su rostro—, pero se encuentra bien. No tiene nada roto. Cuando quiso levantarse, se habían largado. Los siguió hasta una calle concurrida y luego… ¡zas! Por lo visto puentearon un coche e, inexplicablemente, consiguieron sortear los controles policiales de la AFI. Edden está que echa humo por las orejas.
Pues ya somos tres
, me dije a mí misma dejando la jirafa en su sitio. ¡Maldita sea! Podían estar a cientos de kilómetros. Ojalá Audrey estuviera en lo cierto y las banshees nunca abandonaran su ciudad; de lo contrario, no los encontraremos nunca.
Jenks alargó el brazo para recolocarse el trozo de esparadrapo color rojo y me sonrojé al recordar el momento en que le había lanzado el bolso a Edden con él dentro.
—Oye, siento mucho lo de tu ala —me disculpé. Él se me quedó mirando con los ojos de un profundo color verde bajo un mechón de pelo amarillo—. Porque te lo hice yo, ¿verdad? —añadí apuntando hacia la herida con la mirada—. Lo siento.
—Baah, no es nada —dijo arrastrando las palabras mientras volvía a poner el brazo delante de su cuerpo—. Ha servido para que Matalina tenga algo que hacer además de gritarles a los niños. Además, me lo hice en el coche de Edden, persiguiendo a Remus.
No estaba segura de si debía creerle.
—¿Y qué me dices de ti? —preguntó Jenks sentándose con las piernas cruzadas junto a un vaso de agua más grande que su gata—. ¿Te encuentras bien? Tienes el aura… increíblemente delgada.
Alcé una mano y la coloqué frente a mi cara deseando poder vérmela. Entonces advertí el terrible aspecto de la marca demoníaca de mi muñeca y bajé el brazo.
—Fue Holly. Me la succionó junto con mi energía vital. Por eso me desmayé. Creo. ¿Sabes si alguien le ha echado un vistazo a la de Glenn? Probablemente le ocurrió lo mismo.
Jenks asintió con un gesto de la cabeza.
—En cuanto te oyeron murmurar que te habían quitado el aura. Ya se ha despertado. Lo he visto. La tiene llena de agujeros pero, con el tiempo, se irá espesando. Esa niña es espeluznante. Todavía no sabe hablar, y ya es una asesina en toda regla. En realidad, lo normal hubiera sido que te matara. Los doctores no se explican cómo sobreviviste. Ni tampoco por qué te despertaste tres días antes que Glenn. Han estado aquí, mirándote, haciéndose todo tipo de preguntas los unos a los otros y examinando tus cicatrices demoníacas… —Entonces apretó los labios haciendo que me invadiera una terrible sensación de angustia—. Esto no me gusta, Rachel.
—Ni a mí.
Sintiéndome ultrajada, me subí un poco más las sábanas. ¿Me habrían salvado las marcas demoníacas? ¿Era posible que mi alma tuviera mal sabor? Entonces recordé que, mientras Holly me arrebataba el alma como si estuviera apurando los restos de un biberón, burbujas incluidas, había sentido cómo me recorría una especie de sustancia negra. No quería que algo malvado me hubiera salvado la vida. Ya tenía bastante con tener que cargar con las cicatrices. La idea de tener que sentirme agradecida por evitarme una muerte segura me parecía… pervertida.
Las alas de Jenks empezaron a zumbar de forma intermitente y, alzando el vuelo, dijo esforzándose por parecer alegre:
—Tienes visita. Se oyen voces en el vestíbulo.
¿
Edden
?, me pregunté mientras me aseguraba de estar tapada justo en el mismo instante en que el leve golpeteo de la maltrecha puerta daba paso a un suave chirrido.
—¡Marsh-man! —exclamó Jenks dirigiéndose hacia la puerta y dejando tras de sí una estela de polvo brillante—. ¿Qué tal te va? Rachel se alegra mucho de verte.
Con las cejas arqueadas, eché una mirada de soslayo al pixie. ¿
Me alegro de verlo
? Apenas entró, me senté más derecha y lo saludé tímidamente con la mano. Llevaba el abrigo abierto, dejando al descubierto una camisa de franela con una brizna de pelo negro y rizado que asomaba por debajo del cuello. El informal corte de la camisa de leñador se adaptaba perfectamente a sus anchos hombros de nadador y marcaba su estilizada cintura al llevar los faldones por dentro del pantalón. Sostenía un ramo de flores en cada mano y, cuando se detuvo delante de mí, me dio la impresión de que se sentía incómodo.
—Hola, Rachel —dijo con una sonrisa insegura, como si no supiera lo que estaba haciendo allí—. ¿Encontraste lo que buscabas en el centro comercial?
Solté una carcajada y me erguí un poco más. Sabía muy bien el aspecto que tenía vestida de azul diamante, y no se podía decir que me quedara bien.
—Gracias —dije con amargura—. Lo siento mucho. Echó a correr y decidí perseguirla. ¡
Qué imbécil
!
—Y comprobaste cómo se las gastan las banshees —dijo dejando los ramos y sentándose en el borde de la cama—. ¿Te encuentras bien? No me dejaron subir a la ambulancia. Estabas delirando. —Entonces dudó unos instantes—. ¿De veras robaste el pez al señor Ray?
Parpadeé.
—¡Ah, sí! Pero creía que pertenecía a los Howlers.
Aparté la vista de su expresión preocupada y me quedé mirando los ramos. Uno de ellos era de margaritas de color malva; el otro parecía el típico arreglo de claveles que se regala el día de la madre.
—Gracias —dije estirando el brazo para tocarlas—. Son preciosas, pero no hacía falta que me trajeras flores. Por cierto, ¿te han ofrecido un dos por uno?
Lo dije en un tono desenfadado y Marshal sonrió.
—No te hagas ilusiones por lo de las flores. Si no te las llego a traer, mi madre me habría arrancado la piel a tiras. Además, solo uno de los ramos es mío. El de las margaritas lo tenían abajo y, como llevaba tu nombre, decidí subírtelo.
Desvié la mirada hacia la tarjeta del ramo, que estaba guardada en un sobre, y asentí. Es posible que fueran de Robbie. Quizás pretendía advertirme de que si seguía así me seguiría enviando flores, pero tal vez tuviera que hacerlo a un lugar aún más tétrico que un hospital.
—Gracias —repetí.
De pronto dio un respingo, como si se acabara de acordar de algo.
—También te he traído esto —dijo metiendo la mano en un bolsillo del abrigo y sacando un pálido tomate de invierno. Era una tradición inframundana y, al verlo, en mis labios se dibujó una amplia sonrisa—. Para que te dé salud —explicó. Acto seguido, se giró hacia la puerta cerrada y añadió—: Ummm, estás en la planta de los humanos, así que ten cuidado de dónde lo pones.
Sintiendo el frío tacto de la hortaliza en mis dedos, mi sonrisa se desvaneció. ¿
Por qué me han puesto en la planta de los humanos
?
El zumbido de las alas de Jenks aumentó de volumen y, justo en ese momento, alzó el vuelo.
—Tengo que irme —comentó—. Prometí a Ivy que la avisaría cuando te despertaras.
—Jenks, ¿se encuentra bien? —pregunté. Desgraciadamente, para cuando quise terminar la frase, ya se había ido. Poniendo los ojos en blanco, me incliné para poner el tomate sobre la mesita y mis rodillas se chocaron contra las de Marshal. Entonces miré las flores y en mi mente saltaron las alarmas. Estaba sentado demasiado cerca para mi gusto.
—Ummm, ha sido todo un detalle que vinieras a verme —dije, nerviosa—. De todos modos, no voy a estar aquí mucho tiempo. Estaba a punto de levantarme para ir a atosigar a las enfermeras.
Era consciente de que hablaba sin ton ni son para evitar que se creara un silencio incómodo e, impulsivamente, retiré las sábanas y, tras levantar las rodillas, pasé las piernas por delante de él para poner los pies en el suelo. Entonces me quedé paralizada al ver los estúpidos calcetines antideslizantes de hospital. ¡Maldición! Tenía puesta una sonda y, lo que es peor, el pequeño esfuerzo había hecho que me mareara.
—Cálmate, Rachel —dijo Marshal, que ya se había puesto en pie, sujetándome los hombros con las manos—. No creo que estés lista para levantarte. Tienes el aura hecha jirones.
El embriagador aroma a secuoya, que conseguía superponerse a los olores estériles del hospital, invadió mis sentidos.
—Estoy bien, Marshal. Estoy bien —me quejé apenas desapareció el mareo. Era como si, cada vez que me movía, dejara atrás una parte de mí y, hasta que no lograba alcanzarme, estuviera desnuda. Exhausta, me senté con los pies colgando y apoyé la cabeza en su pecho mientras intentaba no desmayarme. Entonces apoyó sus manos en mí y me sentí increíblemente bien. No de un modo sexual, (¡Dios! Estaba en una cama de hospital con el pelo estropajoso y vestida con un camisón azul diamante), sino, más bien, como si su preocupación me ayudara a recobrar las fuerzas.
Después de que sus insistentes y nerviosas manos me ayudaran a tumbarme de nuevo, me rodeó con la manta. Me quedé quieta y dejé que se ocupara de mí. Probablemente, mi actitud alimentó su complejo de caballero andante, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Si mi aura estaba hecha trizas, lo más seguro es me estuviera ayudando a recuperar una parte. Los gestos de cariño genuinos ayudaban a reparar los desgarros, de la misma manera que la energía negativa de alguien que me cayera mal podría aumentar el daño.
—De verdad —dije mientras me entregaba el enorme vaso de agua helada como si aquello fuera a mejorar las cosas—, estoy bien. Solo tengo que evitar los movimientos bruscos.
No obstante, las manos me temblaban y sentía náuseas. El agua parecía ayudar, así que tomé un buen trago notando cómo me bajaba por la garganta.
—Si se entera que te he dejado poner los pies en el suelo, Ivy me romperá uno a uno todos los dedos —rezongó, cogiendo de nuevo el vaso cuando se lo tendí—. Y ahora, sé buena durante los próximos veinte minutos y no hagas que me meta en un lío, ¿vale?
Intenté esbozar una sonrisa, pero por dentro estaba temblando. La fatiga se estaba apoderando de mí, trayéndome a la memoria los años que pasé entrando y saliendo de los hospitales.
—Ni siquiera sé muy bien lo que pasó —me quejé—. Quiero decir, recuerdo que todo se volvió negro, pero luego… ¡zas!
Marshal volvió a sentarse en el borde de la cama como si pensara que iba a intentar levantarme de nuevo.
—No me extraña. Es una banshee, Rachel. ¿En qué estabas pensando? Tienes suerte de seguir con vida.
Levanté el hombro derecho y lo dejé caer de nuevo. ¿Quién más tenía alguna posibilidad de atraparla? Probablemente había sido Edden el que había hecho que me ingresaran. Y quizá esa era la razón por la que estaba en la planta de los humanos. Podía pasar la convalecencia en casa por mucho menos dinero. David se iba a cabrear de lo lindo cuando me subieran la prima de la póliza.
Recordando a Marshal, suspiré.
—Así es, una banshee. Y su hija. Y su marido el asesino. Ni más ni menos que en el centro comercial.
Él esbozó una sonrisa en la que se percibía un pequeño atisbo de orgullo.