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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

Brooklyn Follies (25 page)

BOOK: Brooklyn Follies
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Cuando Rufus entró en el despacho, Harry se levantó de la mesa y se puso a aullar. Ya estaba más allá de las palabras: era incapaz de articular una sola frase coherente, y los sonidos que salían de su garganta eran tan espantosos, contó Rufus, tan atroces y cargados de angustia, que él se puso a temblar de miedo. Dryer y Trumbell seguían bajando las escaleras hacia la salida, y sin molestarse siquiera en mirar a Rufus, Harry salió disparado de detrás del escritorio y se lanzó en su persecución. Rufus fue tras él; pero despacio, con precaución, casi paralizado por el pánico. Cuando llegó al pie de las escaleras, Dryer y Trumbell ya habían salido y Harry estaba abriendo la puerta de la librería: todavía gritando, todavía persiguiéndolos. Había un taxi aparcado justo enfrente, con el motor y el taxímetro en marcha, y los dos hombres subieron a la parte de atrás antes de que Harry pudiera alcanzarlos. Agitó el puño hacia el taxi que se alejaba, se detuvo un momento para gritar dos palabras —
¡Criminales! ¡Asesinos!
— y entonces, completamente fuera de sí, echó a correr por la Séptima Avenida con toda la rapidez que le permitían las piernas, chocando con los transeúntes, tropezando, cayendo al suelo, levantándose, pero sin parar un momento hasta que llegó a la siguiente esquina y el taxi se perdió de vista. Rufus lo vio todo desde lejos, siguiendo el borroso contorno de Harry mientras las lágrimas le corrían por la cara.

En el preciso momento en que Harry se detenía, Nancy Mazzuchelli doblaba la misma esquina, y al encontrarse de frente con su antiguo jefe se quedó perpleja viéndolo en tan horrible estado. Tenía las mejillas enrojecidas y brillantes, respiraba con dificultad, se había hecho un desgarrón en el codo de la chaqueta, y el pelo siempre tan repeinado le caía en desordenados mechones en torno al cráneo.

—Harry —exclamó—. ¿Qué te pasa?

—Me han asesinado, Nancy —repuso Harry, sin dejar de jadear y apretándose fuertemente el pecho con la mano—. Me han dado una puñalada en el corazón y me han matado.

Nancy lo rodeó con los brazos y le dio unas suaves palmaditas en la espalda.

—No te preocupes —lo animó—. Todo va a salir bien.

Pero no salió bien. No salió nada bien. Apenas acababa de pronunciar Nancy esas palabras, cuando Harry dejó escapar un tenue y prolongado gemido, y luego ella notó cómo su cuerpo se desmadejaba contra el suyo. Trató de sujetarlo, pero pesaba demasiado, y poco a poco ambos fueron cayendo al suelo. Y así fue como Harry Brightman, anteriormente llamado Harry Dunkel, padre de Flora y ex marido de Bette, murió en una acera de Brooklyn una bochornosa tarde del año 2000, acunado entre los brazos de la Bella y Perfecta Madre.

C
ONTRAATAQUE

Tom condujo tan deprisa que tardamos menos de cinco horas en volver a Park Slope, y paramos frente a la librería justo cuando empezaba a ponerse el sol. Rufus y Nancy nos esperaban en el apartamento de Harry, en la segunda planta, abrazados el uno al otro en la penumbra del dormitorio. Aunque la presencia de Nancy no me extrañó, hasta que Rufus no empezó a contarnos lo que había sucedido unas horas antes, no comprendí lo que estaba haciendo allí. Con tantos asuntos que requerían inmediata atención, ni siquiera se me ocurrió preguntarlo.

Ninguno de los dos conocía a Lucy, así que lo primero fueron las presentaciones. Luego Tom se llevó a la niña al cuarto de estar y la plantó delante de la tele. Normalmente, aquello me habría correspondido a mí, pero creo que Tom estaba tan asustado de encontrarse con la B. P. M. en una situación tan inverosímil que necesitaba retirarse un momento a recobrar el aliento. Su reina había vuelto a surgir milagrosamente a la luz, y sin duda su corazón latía a toda prisa, retumbando locamente en su pecho enamorado.

Rufus estaba mucho más tranquilo que por la tarde, cuando nos llamó por teléfono. La conmoción se le estaba pasando un poco, y se encontraba en condiciones de contar la historia de principio a fin sin demasiadas interrupciones. Estaba sentado en la cama, junto a Nancy, y cada vez que se venía abajo y rompía a llorar, la B. P. M. lo rodeaba con los brazos y lo apretaba firmemente contra ella hasta que el llanto cesaba. A Nancy también se le saltaban las lágrimas de vez en cuando, pero la ternura era su especialidad, y comprendía que de todos los presentes aquella noche en el apartamento, Rufus era el más desesperado, el que más consuelo necesitaba. Mientras hablaba con su pausado y melodioso acento jamaicano, yo no hacía más que pensar en el cadáver de Harry, amortajado en una cámara frigorífica del Hospital Metodista, sólo a unas manzanas de donde nos encontrábamos.

No había conocido bien a Harry, pero le tenía un cariño bastante peculiar (una mezcla de fascinación, respeto e incredulidad), y si su muerte se hubiera producido en circunstancias distintas, dudo que me hubiese afectado tanto. Más que conmoción, más que tristeza, lo que sentía era una oleada de cólera ante la encerrona tan grotesca que le habían preparado. No me servía de nada el hecho de haber adivinado la traición de Dryer, de que el instinto me hubiera dicho que el chanchullo de Hawthorne no era más que una trampa, un elaborado engaño dentro de otro engaño, y que la revancha había sido el único motivo desde el principio. ¿De qué vale el conocimiento si no se utiliza para impedir que los amigos se precipiten a la destrucción? Había intentado prevenir a Harry, pero no había sido lo bastante enérgico: no había dedicado ni tiempo ni esfuerzos suficientes para hacerle comprender por qué debía romper el trato. Y ahora estaba muerto; asesinado a sangre fría, y asesinado de un modo tal que nunca podría acusarse del crimen a sus asesinos.

Cuando Rufus terminó de hablar, mi primer impulso fue el de tramar a mi vez cierta venganza personal. Tom sólo tenía una idea muy vaga sobre la causa del conflicto con Dryer y Trumbell (sabía que guardaba alguna relación con el negocio de Harry, pero eso era todo), y Rufus y Nancy no sabían absolutamente nada. A diferencia de Tom, nunca habían oído hablar de Gordon Dryer, y ninguno de ellos estaba al corriente del no muy esplendoroso pasado de Harry. No me tomé la molestia de ponerles al corriente de los detalles. No habría tenido sentido alguno. Lo único sensato era llamar por teléfono lo antes posible y asegurarse de que al día siguiente no hubiera ninguna furgoneta aparcada frente a la librería. Dryer y su amiguito podrían haber matado a Harry, pero no iba a consentir que además le robaran.

Pedí a Tom la llave del despacho de abajo, y como en aquellos momentos se encontraba en un estado de extrema perplejidad (lamentando la inesperada muerte de su jefe, temblando de alegría y terror ante la súbita proximidad de la B. P. M., haciendo lo que podía para consolar al poco menos que inconsolable Rufus), distraídamente se la sacó del bolsillo y me la dio. Sólo cuando yo salía por la puerta entró en razón lo suficiente para preguntarme lo que iba a hacer.

—Nada —repuse vagamente—. Sólo voy a comprobar una cosa. Vuelvo enseguida.

Me senté frente al escritorio de Harry y abrí el cajón central, pensando que era el sitio más lógico para guardar el teléfono de Dryer. Estaba dispuesto a llamar a información y averiguar el número de Trumbell si era necesario, pero esperaba ganar algo de tiempo mirando primero en el cajón. Por una vez en la vida, tuve suerte. Pegado a un sobre de tamaño normal había un post-it de color verde con dos palabras escritas a tinta:
Gordon móvil
, seguidas por un número de diez cifras que empezaba con el prefijo 917. Cuando despegué la nota y la puse en la mesa junto al teléfono, vi que en el sobre también había algo escrito:
Para abrir en caso de mi muerte
.

En su interior había doce páginas mecanografiadas y dobladas, un «Testamento y últimas voluntades» preparado por el gabinete de abogados de Flynn, Bernstein y Vallero, de la calle Court, debidamente legalizado con su firma y la de un testigo, y formalizado el 5 de junio de 2000, sólo un día antes de que yo hablara con Harry por teléfono en el Chowder Inn. Eché un vistazo al contenido del documento, y al cabo de tres minutos comprendí lo que había querido decir con su
espléndido gesto
, su
derroche de los derroches
y su
prodigioso salto del ángel hacia la grandeza eterna
. Se refería al testamento que ahora tenía yo entre las manos y que en realidad era algo grandioso, algo del todo espléndido y sorprendente, prueba de que había escuchado mis advertencias con mucha más atención de lo que yo había imaginado. Aunque se había negado a seguir mi consejo, se cubrió ante la posibilidad de que Gordon se volviera contra él, sabiendo que si aquella traición llegaba a consumarse, su vida habría llegado a su fin; si no literalmente, al menos en el sentido de que la devastación interior sería más de lo que podría soportar. Eso es más o menos lo que me había dicho cuando cenamos juntos el uno de junio:
Si tienes razón sobre Gordon, mi vida está acabada de todos modos
. Pensar en Gordon como un traidor en busca de venganza equivalía a pensar en su propia muerte. La primera idea llevaba naturalmente a la segunda, y al final ambas cosas eran una y la misma. De ahí el testamento. Se trataba de un paso demasiado dramático, sin duda, una respuesta casi histérica a la angustia que se removía en su interior, pero ¿quién podría censurarlo por haber adoptado (según sus propias palabras)
ciertas precauciones
? A la luz de lo que había pasado unas horas antes, resultó ser un acto de suprema sabiduría.

Los dos beneficiarios designados en el testamento eran Tom Wood y Rufus Sprague. Ellos heredarían el edificio de la Séptima Avenida junto con el establecimiento comercial llamado Brightman’s Attic, incluidos todos los fondos y bienes pertenecientes a dicho negocio. También se mencionaban otros legados, más modestos —diversos libros, cuadros y alhajas que se dejaban a personas cuyos nombres me resultaban desconocidos—, pero el grueso del patrimonio de Harry correspondería a Tom y Rufus, que debían repartirse a partes iguales todos los ingresos procedentes del Brightman’s Attic. Considerando que el edificio no estaba hipotecado, y teniendo en cuenta el valor de los libros y manuscritos de la habitación donde me encontraba en aquel momento, la herencia ascendía a una pequeña fortuna: más dinero del que ninguno de los dos hubiera soñado jamás. En el último momento posible, Harry había realizado su espléndido gesto, su derroche de los derroches. Se había ocupado de sus chicos.

Entonces me di cuenta de lo mucho que lo había infravalorado. Puede que de mayor se convirtiera en un granuja y un bribón, pero en parte había seguido siendo el niño de diez años que soñaba con rescatar huérfanos de las ciudades bombardeadas de Europa. A pesar de todo su irreverente sarcasmo, de todos sus deslices y engaños, nunca había dejado de creer en los principios del Hotel Existencia. El bueno de Harry Brightman. El divertido Harry Brightman. Si hubiera habido una botella de algo en el escritorio, me habría servido una copa para brindar por su memoria. En cambio, cogí el teléfono y marqué el número de Gordon. A la larga probablemente viniera a ser lo mismo.

No contestó, pero al cuarto tono saltó un mensaje y oí su voz por primera vez: una voz inusitadamente fría y cautelosa, carente de emotividad e inflexión. Afortunadamente, daba otro número donde se le podía localizar (el de Trumbell, supuse), lo que me evitó la molestia de tener que buscarlo. Volví a marcar, plenamente convencido de que no contestarían, imaginando que Dryer y Trumbell estarían de juerga en algún sitio, celebrando su triunfo de aquella tarde en Brooklyn. Justo cuando empezaba a preguntarme si dejaba algún mensaje en el contestador, el teléfono dejó de sonar y oí la voz de Dryer por segunda vez en treinta segundos. Para estar completamente seguro, pregunté si podía hablar con Gordon Dryer, aun cuando no me cabía duda que era él quien estaba al otro lado de la línea.

—Al habla —contestó—. ¿Quién llama?

—Nathan —contesté—. No nos hemos visto nunca, pero creo que ha oído hablar de mí. Soy amigo de Harry Brightman. El adivino.

—No sé de qué me habla.

—Claro que lo sabe. Cuando usted y su amigo han ido hoy a ver a Harry, había alguien al otro lado de la puerta, escuchando su conversación. En un momento dado, Harry mencionó mi nombre. «Debí haber hecho caso a Nathan», dijo él, y usted le preguntó: «¿Quién es Nathan?» Entonces fue cuando Harry le dijo que yo era adivino. ¿Se acuerda ahora? No estamos hablando de un pasado lejano, señor Dryer. Hace sólo unas horas que ha escuchado esas palabras.

—¿Quién es usted?

—Soy el portador de malas noticias. El que reparte amenazas y advertencias, el que dice a la gente lo que tiene que hacer.

—Ah. ¿Y qué es lo que tengo que hacer yo?

—Me gusta tu sarcasmo, Gordon. Oigo la frialdad de tu voz, y se confirma mi impresión sobre tu persona. Te lo agradezco. Gracias por facilitarme tanto la tarea.

—Para acabar con esta conversación no tengo más que colgar el teléfono.

—Pero tú no vas a colgar, ¿verdad? Estás cagado de miedo, y harás cualquier cosa para averiguar lo que yo sé. ¿Acaso me equivoco?

—Tú no sabes nada de nada.

—Te equivocas, Gordon. Deja que cite algunos nombres, y ya veremos si sé o no sé.

—¿Nombres?

—Dunkel Freres. Alec Smith. Nathaniel Hawthorne. Ian Metropolis. Myron Trumbell. ¿Qué te parece? ¿Quieres que siga?

—De acuerdo, así que sabes quién soy. Pues mira qué bien.

—Sí, qué bien. Porque, gracias a lo que sé, estoy en condiciones de conseguir lo que quiero.

—Ah. De modo que es eso. Dinero. Quieres sacar tajada.

—Te equivocas otra vez, Gordon. No quiero dinero. Sólo hay una cosa que puedes hacer por mí. Algo muy fácil. No te quitará ni un minuto de tiempo.

—¿Qué cosa?

—Llama a la empresa de transportes que has contratado para mañana y cancela el servicio. Diles que has cambiado de idea y que ya no necesitas la furgoneta.

—¿Y por qué iba a hacer eso?

—Porque os ha salido el tiro por la culata, Gordon. Todo el asunto se fue a hacer gárgaras cinco minutos después de que salierais de la librería de Harry.

—¿Qué quieres decir?

—Harry ha muerto.

—¿Qué?

—Harry ha muerto. Salió corriendo detrás de vosotros por la Séptima Avenida cuando os marchabais en el taxi. Fue demasiado esfuerzo para él. Le falló el corazón y murió allí mismo, en plena calle.

—No te creo.

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