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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

Brooklyn Follies (27 page)

BOOK: Brooklyn Follies
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Afortunadamente, no tenía mucha prisa por tomar una decisión. El testamento de Harry estaba a punto de iniciar su laborioso itinerario de trámites, y pasarían meses antes de que las escrituras del edificio pasaran a manos de los beneficiarios. En cuanto a los demás activos de Harry —su exigua cuenta bancaria, algunos valores mobiliarios—, también se encontraban inmovilizados. Tom estaba sentado en una montaña de oro, pero hasta que los abogados de Flynn, Bernstein & Vallara zanjaran los asuntos relacionados con el legado de Harry, la verdad es que se encontraría en peor situación que antes. Privado de su paga semanal, a menos que mantuviera el Brightman’s Attic funcionando a toda máquina, apenas tendría ingreso alguno. Me ofrecí a prestarle dinero, pero se negó a considerarlo. Tampoco se mostró tremendamente impresionado por mi sugerencia de que cerrara la librería durante el verano y se tomara unas largas vacaciones con Lucy y conmigo. Tenía que mantener viva la librería, objetó, se lo debía a Harry. Era una deuda moral, y su sentido del honor lo obligaba a aguantar mecha hasta el final. Muy bien, le dije, pero ¿cómo vas a llevar el negocio tú solo? Rufus se ha marchado, lo que significa que no tienes dependiente. Y no puedes permitirte contratar a nadie, ¿verdad? ¿De dónde vas a sacar dinero para pagarle?

Por primera vez en todos los años que lo conocía, Tom perdió los estribos.

—A tomar por culo, Nathan —exclamó—. ¿A quién coño le importa eso? Ya se me ocurrirá algo. Ocúpate de tus asuntos, ¿vale?

Pero los asuntos de Tom también eran mis asuntos, y me apenaba verlo en una situación tan apurada. Entonces fue cuando me puse al servicio de la causa común: por el salario nominal de un dólar al mes. Sustituiría a Rufus, propuse, y durante el tiempo que fuera necesario suspendería mi jubilación para llevar a cabo la onerosa tarea de dependiente en la planta baja del Brightman’s Attic. Y si Tom así lo deseaba, no tendría inconveniente en llamarle jefe.

Y así fue como empezó una nueva etapa de nuestra vida. Matriculé a Lucy en un cursillo veraniego de bellas artes en el colegio Berkeley Carroll de Lincoln Place, que estaba a siete manzanas y media de casa, y todas las mañanas, después de acompañarla andando hasta allí, volvía dando un paseo por la avenida y me incorporaba a mi puesto tras el mostrador de la librería. Mi trabajo en
El libro del desvarío humano
se resintió del cambio de rutina, pero intenté en lo posible no perder la práctica, garabateando algo a última hora de la noche, cuando Lucy se iba a la cama, aprovechando quince minutos aquí y veinte minutos allá cuando no había mucho movimiento en el local. Muy a mi pesar, los almuerzos cotidianos con Tom se interrumpieron. Sencillamente ya no había tiempo para sentarnos tranquilamente a comer, de manera que, como tantos otros, nos llevábamos al trabajo el almuerzo guardado en bolsas de papel marrón, y en cuestión de minutos nos metíamos entre pecho y espalda los sándwiches y el café frío en algún rincón mal ventilado del Attic. A las cuatro, Tom me relevaba de mis funciones detrás del mostrador para que fuese a recoger a la niña al colegio. Llevaba a Lucy conmigo a la librería y allí se entretenía hasta las seis de la tarde, hora de cerrar, leyendo algunos de los cuatro mil doscientos volúmenes que llenaban las estanterías de la planta baja.

Lucy seguía siendo un rompecabezas para mí. En muchos aspectos, era una niña modélica, y cuanto más nos conocíamos, más me gustaba, más disfrutaba de su compañía. Dejando aparte la cuestión de su madre por un momento, había mil cosas positivas que decir de nuestra niña. Desconociendo completamente la vida de la gran ciudad, se había adaptado rápidamente a su nuevo entorno y empezó a sentirse a gusto en el barrio casi de inmediato. Dondequiera que se hallara Carolina Carolina el único idioma que allí hablaban era el inglés. Ahora, cuando íbamos por la Séptima Avenida y pasábamos frente a la tintorería, la tienda de comestibles, la panadería, el salón de belleza, la cafetería, el quiosco de periódicos, la niña se veía asaltada por una plétora de lenguas diferentes. Oía español y coreano, ruso y chino, árabe y griego, japonés, alemán y francés, pero en vez de sentirse intimidada o perpleja, se regocijaba con aquella diversidad de sonidos humanos.

—Yo quiero hablar así —me dijo una mañana al entrar en un establecimiento y ver a una mujer menuda y regordeta gritando a un hombre mayor—.
¡Mira! ¡Mira! ¡Mira! —
decía Lucy, imitando la voz de la mujer con increíble exactitud—.
¡Hombre! ¡Gato! ¡Sucio!
[12]

Un momento después, hacía una interpretación similar de un hombre que llamaba en árabe a alguien que estaba en la acera de enfrente: palabras que yo no habría sido capaz de pronunciar aunque me hubiera ido la vida en ello. La niña tenía oído, y ojos para ver, cabeza para pensar y corazón para sentir. No tuvo la menor dificultad para hacer amigos en el cursillo de verano, y al final de la primera semana ya la habían invitado tres niñas diferentes para jugar en su casa. No rehuía mis besos y abrazos cuando le daba las buenas noches; no era quisquillosa con la comida; rara vez armaba alboroto por algo. A pesar de que cometía muchos errores al hablar (que decidí no corregir), y de su fijación con los dibujos animados de la tele (no tuve más remedio que echar el freno y limitarlos a una hora diaria), no lamenté ni por un momento el hecho de haberme quedado con ella.

—Echas de menos a tu madre, ¿verdad, Lucy? —le pregunté una noche.

—Una enormidad —confirmó ella—. La echo tanto de menos, que se me parte el corazón.

—Tienes ganas de volver a veda, ¿eh?

—Más que nada en el mundo. Todas las noches rezo a Dios para que vuelva conmigo.

—Volverá. Lo único que tienes que hacer es decirme dónde puedo encontrarla.

—No puedo hacer eso, tío Nat. No hago más que repetírtelo una y otra vez, pero parece que no quieres entender lo que te digo.

—Lo entiendo. Sólo que quiero que dejes de estar triste.

—No puedo hablar de eso. Hice una promesa, y si no la cumplo, iré al infierno. El infierno es para siempre, y todavía soy una niña. No estoy preparada para arder durante toda la eternidad.

—El infierno no existe, Lucy. Y no vas a arder, ni siquiera un momento. Todos queremos a tu madre, y lo único que pretendemos es ayudarla.

—No, señor. Así no son las cosas. Por favor, tío Nat. No me hagas más preguntas sobre mamá. No le pasa nada malo, y un día volverá conmigo. Eso es lo que yo sé, yeso es lo único que te voy a decir. Si sigues con lo mismo, volveré a hacer lo que hacía cuando vine. Cerraré la boca, no despegaré los labios y no te diré una palabra. ¿Y qué conseguiremos con eso? Tú y yo nos lo pasamos muy bien hablando. Mientras no me preguntes por mamá, es como más me divierto. Hablando contigo, quiero decir. Eres encantador, tío Nat. Pero no hay por qué estropear las cosas, ¿verdad?

En apariencia, la niña estaba feliz y contenta, pero me inquietaba pensar en el tormento que debía de estar pasando para mantener su secreto. Era demasiado pedir que una niña de nueve años y medio cargara con una responsabilidad tan agobiante. Le estaban haciendo daño, y no se me ocurría una forma de impedirlo. Hablé con Tom acerca de mandada al psiquiatra, pero él pensaba que sería una pérdida de tiempo y dinero. Si Lucy no quería hablar con nosotros, desde luego no hablaría con un extraño.

—Debemos tener paciencia —concluyó—. Tarde o temprano, no podrá soportado más y lo soltará todo de corrido. Pero no dirá una palabra hasta que le parezca bien.

Seguí el consejo de Tom y de momento me reservé la idea del médico, pero eso no quería decir que tuviera en mucho su opinión. La niña nunca estaría dispuesta a hablar. Era tan tozuda, tan obstinada, tan puñeteramente inquebrantable, que estaba seguro de que podía aguantar eternamente.

Empecé a trabajar con Tom el catorce, tres días después de que esparciéramos las cenizas de Harry en Prospect Park y Rufus volviera a Jamaica con su abuela. Al día siguiente, mi hija regresaba de Inglaterra. Había estado pensando en el quince desde mi desastrosa conversación con la innombrable que dio a luz a mi hija, pero entre la vorágine de acontecimientos que se sucedieron tras nuestra brusca marcha del Chowder Inn, había tenido demasiadas preocupaciones para llevar la cuenta de los días. Estábamos efectivamente a quince de junio, pero entonces yo tenía la cabeza en otra parte y se me pasó la fecha. Tras cerrar la librería a las seis, Tom, Lucy y yo decidimos cenar temprano y fuimos al Café de la calle Dos. Luego, Lucy y yo nos dirigimos a casa, donde pensábamos pasar la velada midiendo nuestras fuerzas al Monopoly. Entonces fue cuando oí el mensaje de Rachel en el contestador. Su avión había aterrizado a la una; había entrado por la puerta de su casa a las tres; había leído mi carta a las cinco. Por su tono de voz cuando pronunciaba la palabra
carta
, comprendí que todo estaba olvidado.

—Gracias, papá —me decía—. No sabes lo importante que esto es para mí. Últimamente estoy pasando una mala racha, y eso es precisamente lo que necesitaba oír. Si ahora puedo contar contigo, creo que seré capaz de superado todo.

A la noche siguiente, Tom se quedó cuidando de Lucy y yo me fui a cenar con Rachel cerca del centro de Manhattan, no muy lejos de mi antiguo despacho en la Mid-Atlantic, la compañía de seguros de vida y accidente. A qué velocidad cambia el mundo a nuestro alrededor; con qué rapidez se suceden los problemas, sin apenas dejarnos un momento para regodearnos con nuestras victorias. Me había pasado casi un mes preocupado por la nota que había enviado a mi hija, distante y enfadada conmigo, rogando para que mis lamentables palabras de disculpa se abrieran camino entre años de resentimiento Y me dieran ocasión de arreglar las cosas. Por algún milagro, la carta había colmado todas las esperanzas que había puesto en ella. Habíamos vuelto a pisar terreno firme, y con toda la acritud del pasado ya olvidada, la cena de aquella noche debería haber sido una reunión gozosa, un momento de bromas, risas y antojadizos recuerdos. Pero en cuanto restablecí mi condición de padre, tuve que ayudar a mi hija a superar la peor situación de su vida adulta. Mi niña pasaba una «mala racha». Atravesaba una crisis, ¿ya quién podía recurrir sino a su padre, por muy ridículo e incompetente que pudiera ser?

Reservé una mesa para dos en La Grenouille, el mismo restaurante francés al estilo neoyorquino, recargado y exageradamente caro, donde (nombre borrado) y yo la llevamos para celebrar su decimoctavo cumpleaños. Se presentó con el collar que le había enviado, gemelo del que tan mal había acabado en el Cosmic Diner, y pese a la alegría que me llevé al ver lo bien que le sentaba, el bonito contraste que ofrecía con la oscuridad de sus ojos y su pelo, no pude evitar al mismo tiempo el recuerdo de aquel otro collar, lo que me produjo varias punzadas de remordimiento al revivir el perjuicio que había causado a Marina González. Cuántas mujeres de veintitantos años, dije para mis adentros, cuántas vidas de mujeres treintañeras girando a mi alrededor. Marina. Honey Chowder. Nancy Mazzucchelli. Aurora. Rachel. De todas las mujeres de ese grupo, mi hija era la que parecía más próspera y equilibrada, la más fuerte, la que menos dificultades podía tener, y sin embargo ahí estaba, sentada a la mesa frente a mí, con lágrimas en los ojos, diciéndome que su matrimonio se estaba viniendo abajo.

—No lo entiendo —le dije—. La última vez que te vi, todo iba bien. Terrence se portaba estupendamente. Tú estabas de maravilla. Acababais de celebrar vuestro segundo aniversario, y me aseguraste que habían sido los dos años más felices de tu vida. ¿Cuándo fue eso? ¿A finales de marzo? ¿Primeros de abril? Un matrimonio no se desmorona tan rápidamente. Si los cónyuges están enamorados, no.

—Yo sigo enamorada —contestó Rachel—. Quien me preocupa es Terrence.

—Ese tío te persiguió por medio mundo para convencerte de que te casaras con él. ¿Recuerdas? Fue él quien andaba detrás de ti. Al principio, ni siquiera estabas segura de que te gustara.

—Eso fue hace mucho tiempo. Te hablo de ahora.

—La última vez que hablamos de ahora, me dijiste que estabais pensando en tener hijos. Aseguraste que Terrence se moría de ganas de ser padre. No de ser padre en abstracto, sino de ser padre de un hijo tuyo. Eso es lo que los hombres dicen cuando están enamorados de la mujer con la que viven.

—Lo sé. Eso es lo que yo pensaba, también. Pero entonces fuimos a Inglaterra.

—Norteamérica, Inglaterra. ¿Qué más da? Seguís siendo los mismos, dondequiera que estéis.

—Quizá sea verdad. Pero Georgina no está en Norteamérica. Vive en Inglaterra.

—Ah. De manera que es eso. ¿Por qué no has empezado por ahí?

—Es difícil. Con sólo mencionar su nombre se me revuelve el estómago.

—Si te sirve de consuelo, me parece un nombre ridículo. Georgina. Me hace pensar en una chica victoriana, de esas que se ríen tontamente, con tirabuzones rubios y mejillas coloradotas.

—Es morena, poquita cosa, de pelo grasiento y piel basta.

—A mí no me parece una rival de mucho peso.

—Terrence y ella fueron juntos a la universidad. Fue su primer amor. Luego ella se enamoró de otro y rompió con él. Entonces fue cuando vino a Estados Unidos. Se quedó muy deprimido, papá. Me dijo que había pensado en suicidarse.

—Y ahora ese otro ha desaparecido de escena.

—No estoy segura. Lo único que sé es que cuando estuvimos en Londres, fuimos a cenar los tres, y Terrence no podía apartar los ojos de Georgina. Era como si yo no estuviera allí. Y después, no dejaba de hablar de ella. Georgina es tan inteligente. Georgina es tan divertida. Georgina es tan buena persona. Dos días después, salieron a comer juntos. Luego fuimos a Cornwall a ver a sus padres, pero a los tres o cuatro días cogió el tren y se marchó a Londres para hablar con su editor sobre el libro que está escribiendo. O eso dijo. Yo creo que volvió para estar con la estúpida de Georgina Watson, el amor de su vida. Fue tan horrible. Me dejó allí tirada, en el campo, con sus padres, que son de derechas y antisemitas, y no tuve más remedio que fingir que estaba disfrutando muchísimo. Se acostó con ella. Estoy segura. Se acostó con ella, y ahora ya no me quiere.

—¿Se lo has preguntado?

—Ya lo creo que se lo he preguntado. En cuanto volvió a casa de sus padres. Tuvimos una pelea horrible. La peor que hemos tenido desde que nos conocemos.

—¿Y qué te dijo?

—Lo negó. Dijo que tenía celos y me imaginaba cosas.

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