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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

Brooklyn Follies (20 page)

BOOK: Brooklyn Follies
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Quiero recordar los cerúleos atardeceres, los lánguidos y rosáceos amaneceres, los osos gruñendo de noche en el bosque.

Quiero traerlo todo a la memoria. Si todo es demasiado pedir, entonces sólo una parte. No, más que eso. Casi todo. Casi todo, con espacios en blanco para los recuerdos que falten.

El taciturno pero cordial Stanley Chowder, experto segador de césped, astuto jugador de póquer y demonio del pimpón, aficionado al cine clásico norteamericano, veterano de la guerra de Corea, padre de una hija de treinta y dos años, maestra de cuarto de primaria que atiende al inverosímil nombre de Honey
[7]
y vive en Brattleboro. Stanley, de abundante cabellera y límpidos ojos azules, tiene sesenta y siete años pero está en buena forma para su edad. Alrededor de uno ochenta, complexión fuerte y enérgico apretón de manos.

Baja la colina en su coche para recogernos y llevarnos arriba. Tras saludar a Al Hijo y Al Padre, se presenta a sí mismo y luego nos echa una mano para trasladar nuestro equipaje del maletero de mi coche a la parte trasera de su ranchera Volvo. Observo que es rápido de movimientos, sólo le falta correr cuando va y viene de un vehículo a otro. Hay en sus gestos una nerviosa y consumada eficiencia. Stanley no es una persona cachazuda. La inactividad induce a pensar, y los pensamientos pueden resultar peligrosos, como cualquiera que viva solo entenderá enseguida. Tras escuchar el relato que ha hecho Al Padre de la muerte de Peg, veo a Stanley como un personaje perdido y atormentado. Complaciente, generoso en extremo, pero a disgusto consigo mismo: un hombre destrozado tratando de rehacer su vida.

Nos despedimos de los Wilson y les agradecemos su ayuda. Al Hijo promete informamos diariamente sobre los trabajos realizados en mi coche.

Un empinado camino vecinal con árboles a ambos lados; el terreno, lleno de baches; de cuando en cuando, una rama baja roza el parabrisas mientras subimos hacia la cresta de la colina. Stanley se excusa de antemano por los problemas con que podamos encontrarnos en el hostal. Hace dos semanas que está trabajando él solo para ponerlo en condiciones, pero aún queda mucho por hacer. Pensaba abrir para el Cuatro de Julio, pero cuando Al Hijo lo llamó para contarle nuestra apurada situación, no le «habría parecido bien» negarse a alojamos por unos días. Aún no ha contratado personal alguno, pero él mismo hará las camas y se ocupará de que estemos tan cómodos como las circunstancias lo permitan. Ya ha llamado a Brattleboro para hablar con su hija, que ha dicho que vendrá al hostal todos los días para hacernos la cena. Nos asegura que su hija es buena cocinera. Tom y yo le damos las gracias por su amabilidad. Absorto en esos múltiples asuntos, Stanley no se da cuenta de que Lucy no ha pronunciado una sola palabra.

Una mansión blanca de tres pisos con dieciséis habitaciones y un porche que rodea la casa. Un letrero a la entrada del camino dice THE CHOWDER INN, pero en cierto modo comprendo que acabamos de llegar al Hotel Existencia. De momento, decido no comunicar a Tom esa idea.

Antes de que nos conduzcan a nuestras habitaciones, Tom llama a Pamela desde el salón de la planta baja para explicarle lo que nos ha pasado. Stanley está arriba, haciendo las camas. Lucy se aleja hacia el sofá, y un momento después se arrodilla para acariciar al perro de Stanley, un labrador negro de avanzada edad llamado Spot
[8]
. Sin pretenderlo, pienso en Harry y en esa absurda frase que me ronda por la cabeza desde hace dos semanas:
La cruz marca el lugar
. El lugar se ha convertido ahora en un animal de cuatro patas, y mientras veo cómo el perro da unos lametazos a Lucy en la cara, me quedo cerca de Tom por si acaso me pasa el teléfono para que hable con Pamela. No lo hace, pero al escuchar lo que le dice, me sorprende la irritada respuesta de Pamela a la noticia de que nuestra llegada a Burlington se ha retrasado. Cualquiera diría que la avería del coche es culpa nuestra. Como si no ocurrieran imprevistos todo el tiempo. Pero Pamela acaba de pasar hora y media en el supermercado y en este momento «anda de coronilla» en la cocina para tener la cena preparada antes de que lleguemos. Como señal de hospitalidad y bienvenida, se le ha ocurrido una cena por todo lo alto, de muchos platos, que incluye de todo, desde
gazpacho
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hasta tarta de nueces casera, y se molesta, mejor dicho, se pone furiosa al enterarse de que ha estado trabajando para nada. Tom se disculpa una docena de veces, pero ella sigue regañándolo a pesar de todo. ¿Es ésa la nueva y mejorada Pamela de quien tanto he oído hablar? Si se lleva un chasco así cada vez que surge un pequeño contratiempo, ¿qué clase de madre adoptiva va a ser para Lucy? Lo último que la niña necesita es una burguesa neurótica que esté encima de ella todo el tiempo con requerimientos imperiosos y desmedidos.

Incluso antes de que Tom cuelgue el teléfono, decido que la Solución Burlington ha fenecido. Tacho el nombre de Pamela de la lista y me nombro a mí mismo tutor provisional de Lucy. Pero ¿acaso estoy yo más capacitado que Pamela para cuidar de Lucy? No, en múltiples aspectos seguro que no, pero en mi fuero interno sé que soy responsable de ella. Me guste o no.

Tom cuelga y sacude la cabeza.

—Vaya cabreo que ha cogido la señora —observa.

—Olvídate de Pamela —le sugiero.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que no vamos a Burlington.

—Ah. ¿Desde cuándo?

—Desde ahora mismo. Nos quedaremos aquí hasta que arreglen el coche, y luego volveremos a Brooklyn todos juntos.

—¿Y qué piensas hacer con Lucy?

—Se viene a vivir conmigo, a mi apartamento.

—Cuando lo hablamos ayer, me dijiste que no tenías interés alguno.

—He cambiado de idea.

—Así que hemos venido hasta aquí para nada.

—En realidad, no. Mira a tu alrededor, Tom. Hemos aterrizado en el paraíso. Un par de días de descanso y sosiego, y volveremos a casa como nuevos.

Lucy no está a más de tres metros de nosotros cuando intercambiamos esas palabras, y oye hasta la última sílaba de lo que decimos. Cuando me vuelvo a mirarla, me está tirando besos con las dos manos, extendiendo los brazos a cada presión de los labios, como una prima donna en la noche de estreno. Me alegra verla tan contenta, pero también me asusta un poco. ¿Sé acaso dónde me estoy metiendo?

De pronto, recuerdo una frase de una película que vi a finales de los setenta. El título se me escapa, tanto la trama como los personajes han caído en el olvido, pero esas palabras me siguen resonando en la cabeza como si las hubiera oído ayer. «Los niños son un consuelo para todo; salvo para el hecho de tenerlos.»

Mientras Stanley nos lleva al último piso para enseñamos nuestras habitaciones, explica que Peg, la difunta señora Chowder («fallecida hace ya cuatro años»), se encargó de elegir los muebles, la ropa de cama, el papel pintado, las persianas venecianas, las alfombras, las lámparas, las cortinas, así como la multitud de pequeños objetos que se ven sobre las diversas mesas, mesillas y cómodas: tapetes de encaje, ceniceros, palmatorias, libros.

—Una mujer de gusto impecable —concluye.

Para mí, la decoración es un tanto recargada, un nostálgico intento de recrear el ambiente de una Nueva Inglaterra de antaño que en realidad era mucho más severa y apagada que las habitaciones juveniles y agradables que ahora tengo ante los ojos. Pero no importa. Todo parece limpio y cómodo, y hay un elemento que compensa y atenúa la nota dominante en la decoración cursi y desfasada: los cuadros que cuelgan de las paredes. Contrariamente a lo que cabría esperar, no hay una selección de bordados enmarcados, ni acuarelas de pobre ejecución de paisajes nevados de Vermont, ni grabados de Currier e Ives. Las paredes están cubiertas de fotografías en blanco y negro de veinte por veinticinco de antiguas estrellas cómicas de Hollywood. Es la única contribución de Stanley al aspecto de las habitaciones, pero eso es lo que marca la diferencia, inyectando una dosis de ingenio y ligereza en la formalidad del ambiente. De las tres habitaciones que nos ha preparado, una está dedicada a los Hermanos Marx, otra a Buster Keaton, y la última a Laurel y Hardy. Tom y yo dejamos que Lucy elija primero, y la niña se queda con Stan y Ollie al fondo del pasillo. Tom se decide por Buster, y yo acabo en medio de los dos, con Groucho, Harpo, Chico, Zeppo y Margaret Dumont.

Primera inspección del terreno. Inmediatamente después de deshacer el equipaje, salimos a ver el famoso césped de Stanley. Durante varios minutos, me inunda una oleada de sensaciones cambiantes. La impresión de la blanda y bien cuidada hierba bajo los pies. El zumbido de un tábano que me pasa cerca de la oreja. El olor a hierba. El aroma a lilas y madreselva. El rojo vivo de los tulipanes plantados alrededor de la casa. El aire empieza a vibrar, y un momento después una leve brisa me acaricia el rostro.

Paseo con mis tres compañeros y el perro, cavilando sobre cosas absurdas. Stanley nos informa de que la propiedad se extiende a lo largo y ancho de más de cuarenta hectáreas, y me imagino lo fácil que sería construir más casas si la población del Hotel Existencia superase la capacidad del edificio principal. Me estoy contagiando del sueño de Tom y deleitándome con las posibilidades. Veinticinco hectáreas de bosque. Un estanque. Un descuidado huerto de manzanas, una serie de colmenas abandonadas, una cabaña en el bosque para destilar sirope de arce. Y la hierba del césped de Stanley: la preciosa, interminable hierba, que se extiende a todo nuestro alrededor y más allá.

Nunca se hará realidad, digo para mis adentros. El plan de Harry está destinado al fracaso, y aunque no fuera así, ¿por qué doy por sentado que Stanley estaría dispuesto a vender su casa? Pero por otro lado, ¿y si Stanley se queda con nosotros y se asocia a la empresa? ¿Es la clase de persona que comprendería las aspiraciones de Tom? Llego a la conclusión de que tengo que conocerlo mejor, debo pasar todo el tiempo que pueda en su compañía.

Al cabo de unos veinte minutos o así, volvemos a la casa dando un rodeo. Stanley se apresura hacia el garaje para sacarnos unas hamacas, y cuando nos tumbamos, se disculpa y entra en el edificio. Tiene trabajo que hacer, pero los primeros huéspedes de pago del Chowder Inn son libres para holgazanear al sol todo el tiempo que quieran.

Durante unos minutos, miro cómo Lucy corretea por el césped, tirando palos al perro. A mi izquierda, Tom lee una obra dramática de Don DeLillo. Alzo la vista al cielo y observo las nubes que pasan. Un halcón describe un círculo y luego desaparece. Cuando vuelve, cierro los ojos. En cuestión de segundos, me quedo profundamente dormido.

A las cinco de la tarde, Honey Chowder hace su primera aparición, parando frente a la casa con el coche lleno de comestibles y dos cajas de vino. Para entonces, Tom y yo nos hemos levantado de las hamacas y estamos sentados en el porche, hablando de política. Interrumpimos nuestras condenas a Bush II y el Partido Republicano, bajamos los escalones hacia el Honda blanco, y nos presentamos a la hija de Stanley.

Es una mujer robusta, con el rostro salpicado de pecas, brazos fornidos y un apretón de manos que tritura los huesos. Rebosa seguridad en sí misma, sentido del humor y buena voluntad. Un poco autoritaria, quizá, pero ¿qué cabe esperar de una maestra de cuarto de primaria? Tiene una voz fuerte y algo ronca, pero me gusta su predisposición a la risa, su falta de complejos ante la dimensión de su personalidad. Llego a la conclusión de que es una chica competente, habilidosa, y sin duda divertida en la cama. No es guapa, pero tampoco fea. Radiantes ojos azules, labios carnosos, abundante cabellera entre rubia y cobriza. Mientras la ayudamos a descargar las bolsas de comestibles del maletero del coche, veo que mira a Tom con algo más que una distante curiosidad. El muy zopenco no nota nada, pero empiezo a preguntarme si esa joven mandona e inteligente no es la respuesta a mis oraciones. No una etérea B. P. M., sino una mujer soltera desesperada por cazar a un hombre. Un tornado. Una moza ansiosa, con mucha labia. Una apisonadora capaz de aplanar a nuestro muchacho.

Por segunda vez esta tarde, decido reservarme lo que pienso y no decir nada a Tom.

Tal como nos ha prometido Stanley, Honey nos prepara una cena excelente. Sopa de berros, lomo de cerdo asado, judías verdes con almendras, y de postre
créme caramel
, todo ello generosamente regado con buen vino. Siento una punzada de remordimiento por Pamela y el abortado festín que nos estaba preparando, pero dudo que el menú de Burlington hubiera podido superar lo que guarnece la mesa del Chowder Inn.

La victoriosa Lucy, ya liberada de su amenazante cautiverio, se presenta a cenar con su vestido de cuadros rojos y blancos, los zapatos negros de charol y los calcetines de volantes. No sé si es que a Stanley no le afecta el comportamiento de los demás o si es demasiado discreto, pero sigue sin hacer comentarios sobre el silencio de Lucy. Llevamos diez minutos comiendo, sin embargo, cuando su hija, mujer perspicaz y sin pelos en la lengua empieza a hacer preguntas.

—¿Qué le pasa a esta niña? ¿Es que no sabe hablar?

—Claro que sabe —contesto—. Lo que pasa es que no quiere.

—¿Que no quiere hablar? —se extraña Honey—. ¿Qué significa eso?

—Es una prueba —explico, soltando la primera mentira que se me pasa por la cabeza—. Lucy y yo estábamos hablando el otro día sobre cosas difíciles, y llegamos a la conclusión de que no hablar es de las cosas más difíciles que se pueden hacer. Lucy acordó no decir una palabra en tres días. Si cumple su palabra, le he prometido que le daré cincuenta dólares. ¿No es así, Lucy?

Lucy asiente con la cabeza.

—¿Y cuántos días te quedan? —continúo.

Lucy levanta dos dedos.

Ah, digo para mis adentros, ahí lo tenemos. Por fin ha confesado la niña. Dentro de dos días concluirá la tortura.

Honey entorna los ojos, a la vez recelosa y alarmada. Al fin y al cabo trabaja con niños, y nota que algo falla. Pero yo soy un desconocido para ella, y en lugar de insistir sobre el extraño y morboso juego que he inventado con la pequeña, aborda el problema desde otro punto de vista.

—¿Por qué no está en el colegio esta niña? —pregunta—. Estamos a lunes, cinco de junio. Hasta dentro de tres semanas no empiezan las vacaciones de verano.

—Porque… —empiezo a decir, tratando apresuradamente de inventar otra bola—.. Lucy va a un colegio privado… y el curso es más corto que en los colegios públicos. El viernes fue su último día de clase.

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