Blasfemia (14 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Techno-thriller, ciencia ficción, Intriga

BOOK: Blasfemia
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Le dieron la mano y se presentaron. —Saludos de Willy Becenti.

—¿Conocen a Willy?

La presidenta parecía sorprendida y complacida.

—Un poco. —Ford se rió, avergonzado—. Me ha prestado veinte dólares.

Atcitty sacudió la cabeza.

—Este Willy… Daría los últimos veinte que tuviera a cualquier vagabundo y luego atracaría una tienda de gasolinera para recuperarlos. Pasen y tómense un café.

Tras servirse un café aguado, al estilo navajo, de una cafetera que estaba sobre el mostrador, siguieron a Atcitty a un despacho pequeño, atestado de papeles.

—Bueno, ¿en qué puedo ayudarles? —dijo ella, con una amplia sonrisa.

—Aunque me pese decirlo, venimos a causa del proyecto
Isabella
.

La sonrisa se borró inmediatamente. —Ya.

—Kate es la subdirectora del proyecto, y yo acabo de llegar para actuar de enlace con la comunidad.

Atcitty no dijo nada.

—Señora Atcitty, ya sé que la gente desea saber qué nances ocurre allá arriba.

—Exactamente.

—Necesito que me ayude. Si fuera posible convocar una reunión, aquí en el Centro Comunitario (por ejemplo alguna tarde de esta misma semana), yo traería a Gregory North Hazelius en persona para que respondiera a sus preguntas y explicara qué hacemos.

—Esta semana es demasiado pronto —respondió tras un largo silencio—. Tendría que ser la siguiente. El miércoles.

—Perfecto. Las cosas van a cambiar. De ahora en adelante ha-remos parte de nuestras compras aquí y en Rough Rock. Pondremos gasolina aquí y compraremos la comida y los suministros.

—Wyman, no creo que… —empezó a decir Mercer, antes de que él la silenciase poniéndole una mano en el hombro, suavemente.

—Sin duda eso ayudaría —dijo Atcitty.

Se levantaron y se dieron la mano.

Mientras el jeep dejaba Blue Gap detrás de una nube de polvo, Mercer se volvió hacia Ford.

—El miércoles de la semana próxima será demasiado tarde para impedir la manifestación.

—No tengo la menor intención de impedirla. —Si crees que compraremos en aquel colmado y que cenaremos Doritos, cordero y judías de lata, estás loco. Además, aquí la gasolina cuesta una fortuna.

—Esto no es Nueva York, ni Washington —dijo Ford—. Esto es la Arizona rural, y esta gente son vuestros vecinos. Tenéis que salir y demostrarles que no sois una panda de científicos locos que quieren destruir el mundo. Por otro lado, les conviene au-mentar la clientela.

Ella sacudió la cabeza.

—Kate —dijo Ford—, ¿dónde están tus ideas progresistas? ¿Y tu simpatía por los pobres y los desfavorecidos? —No me sermonees.

—Lo siento —se excusó él—, pero lo necesitas. Te has puesto del lado de los malos y ni siquiera te das cuenta.

Añadió una risita para aligerar el comentario, pero se dio cuenta, aunque tarde, de que había herido los sentimientos de Kate.

Ella le miró fijamente con los labios apretados, antes de girarse hacia la ventanilla. Circularon en silencio por la Dugway, que dejó paso a la larga carretera asfaltada por donde se iba al proyecto
Isabella
.

A medio camino, Ford redujo la velocidad y miró por el retrovisor.

—¿ Ahora qué pasa? —preguntó Kate.

—¡Vaya columna de buitres!

—¿Y qué?

Ford frenó y señaló.

—Mira, marcas frescas de neumáticos que salen de la carretera hacia el oeste, hacia los buitres. Kate no quiso mirar.

—Voy a investigarlo.

—Genial. Ahora tendré que pasarme la mitad de la noche haciendo cálculos.

Ford aparcó a la sombra de un enebro y siguió las marcas, haciendo crujir los guijarros. El calor seguía siendo asfixiante, ya que el suelo devolvía el que había absorbido a lo largo del día. Un coyote huyó a lo lejos, con algo en la boca.

Al fondo había un coche volcado. Varios buitres esperaban en un pino seco. Otro coyote había metido la cabeza por el parabrisas roto y estiraba algo. Al ver a Ford, soltó lo que sujetaba y se escapó, con la lengua colgando, ensangrentada.

Ford bajó hacia el coche por las rocas de arenisca, tapándose la nariz con la camisa para aliviar el hedor a muerto, mezclado con un fuerte olor a gasolina. Los buitres levantaron el vuelo, formando una torpe masa de alas. Ford se puso en cuclillas para ver el interior destrozado del coche.

Había un cadáver embutido en el asiento, de lado. Le faltaban los ojos y los labios. Un brazo, tendido hacia la ventanilla rota, estaba destripado y sin carne, y ya no tenía mano. Sin embargo, a pesar de los destrozos, el cadáver seguía siendo reconocible.

Volkonski.

Se quedó muy quieto, absorbiendo hasta el último detalle con la vista. Después retrocedió con cuidado, para no tocar nada, dio media vuelta y trepó por el barranco. En cuanto pudo, respiró hondo varias veces y volvió corriendo por la carretera. Vio los dos coyotes a lo lejos, recortados contra una colina, gañendo y peleándose por un trozo de carne fofa.

Al llegar al coche, se asomó por la ventanilla abierta. Los rasgos de Kate delataban rencor.

—Es Volkonski —dijo—. Lo siento, Kate. Está muerto.

Kate parpadeó, sin aliento.

—Dios mío. ¿Estás seguro?

Ford asintió con la cabeza.

El labio de Kate tembló.

—¿Un accidente? —preguntó con voz ronca.

—No.

Aguantándose las náuseas, Ford sacó de su bolsillo trasero teléfono móvil y marcó el 911.

15

Lockwood entró en el Despacho Oval, pisando silenciosamente la mullida alfombra. La emoción de estar tan cerca del ojo inmóvil del poder de un mundo que giraba era la misma de siempre.

El presidente de Estados Unidos rodeó el escritorio con la mano tendida, saludándole como un verdadero político.

—¡Stanton! Me alegro de verte. ¿Cómo están Betsy y los niños?

—Muy bien, gracias, señor presidente.

Le cogió el antebrazo sin soltarle la mano, para llevarle a la silla que estaba más cerca del escritorio. Lockwood se sentó y dejó la carpeta sobre las rodillas. Al mirar por las ventanas que daban al este, vio cómo se ponía un sol dorado al fondo de la Rosaleda. En ese momento entró el jefe de gabinete, Roger Morton, que se sentó en otra silla. La tercera la ocupó la secretaria, Jean, lista para tomar notas a la vieja usanza, con una libreta de taquigrafía.

El siguiente en entrar fue un hombre corpulento, con traje azul oscuro, que se acomodó en la silla más próxima sin ser invitado. Era Gordon Galdone, director de la campaña para la reelección del presidente. Lockwood no le soportaba. Desde hacía un tiempo, Galdone tenía el don de la ubicuidad y se le veía en todas partes, en cualquier reunión. No se decidía nada ni sucedía nada sin su beneplácito. El presidente se sentó de nuevo tras el escritorio.

—Bien, Stan, empieza.

—Sí, señor presidente. —Lockwood sacó una carpeta—.

¿Conoce a un telepredicador que se llama Don T. Spates? Tiene una iglesia en Virginia Beach; «
Dios en máxima audiencia
.», se llama.

—¿Ese al que pillaron dando por el mapamundi a dos prostitutas?

Una risa masculina recorrió la sala. De todos era conocido el pintoresco léxico del presidente, que era del sur y había sido abogado procesalista.

—Ese mismo, señor. Se refirió al proyecto
Isabella
en su sermón del domingo para el Canal Cristiano, y se puso hecho una fiera. Su argumento era que el gobierno se ha gastado cuarenta mil millones de dólares de los contribuyentes en intentar desmentir el Génesis.

—El proyecto
Isabella
no tiene nada que ver con el Génesis.

—Por supuesto. El problema es que parece que ha tocado una fibra sensible. Tengo entendido que varios senadores y congresistas están recibiendo e-mails y llamadas telefónicas. Y ahora también nuestra oficina. Es lo suficientemente importante como para merecer alguna respuesta.

El presidente se volvió hacia el jefe de gabinete.

—¿A ti te consta, Roger?

—De momento, tenemos casi veinte mil e-mails registrados, el noventa y seis por ciento en contra.

—¿Veinte mil?

—Sí.

Lockwood miró a Galdone de reojo. Su rostro pétreo no delataba nada en absoluto. Era su táctica, esperar y hablar el último, algo que sacaba de quicio a Lockwood.

—Conviene señalar —dijo Lockwood— que el cincuenta y dos por ciento de los americanos no creen en la evolución, y entre los republicanos confesos asciende al sesenta y ocho por ciento. Este ataque al
Isabella
procede de ese segmento. Podría volverse parti-dista… y desagradable.

—¿De dónde sacas los porcentajes?

—De una encuesta de Gallup.

El presidente sacudió la cabeza.

—Mantendremos nuestra postura. El proyecto
Isabella
es fundamental para que la ciencia y la tecnología de Estados Unidos sigan siendo competitivas en el mundo. Después de varios años rezagados, nos hemos puesto por delante de los europeos y de los japoneses. El proyecto
Isabella
beneficia la economía, el I + D y el comercio. Podría resolver nuestras necesidades de energía y liberarnos de la dependencia del petróleo de Oriente Próximo. Stan, haz un comunicado en ese sentido. Organiza una rueda de prensa y arma un poco de ruido. Mantendremos nuestra postura. —Sí, señor presidente.

Era el turno de Galdone. Movió sus carnes en la silla. —Si hubiera buenas noticias del proyecto
Isabella
no seríamos tan vulnerables. —Se volvió hacia Lockwood—. Doctor Lockwood, ¿podría decirnos cuándo se solucionarán los problemas?

—En una semana, quizá menos. Los tenemos bastante controlados.

—Con alguien como Spates dándole al tamtan y engrasando las pistolas —dijo Galdone—, una semana es mucho.

La doble metáfora hizo que Lockwood se estremeciera. —Señor Galdone, le aseguro que no escatimamos esfuerzos. La cara sebosa de Galdone se movió al hablar. —Una semana —dijo, con clara desaprobación. Lockwood oyó una voz en la puerta del Despacho Oval, y casi se le paró el corazón al ver que hacían pasar a su ayudante personal. Muy grave tenía que ser para que interrumpiese una reunión con el presidente. Entró con una obsequiosidad casi cómica, dio una nota a Lockwood y se fue a toda prisa. Lockwood desdobló el papel con temor.

Intentó tragar saliva, pero no podía. Al principio optó por no decir nada, pero después cambió de idea: cuanto antes, mejor.

—Señor presidente, me notifican que acaban de encontrar a Uno de los científicos del proyecto
Isabella
muerto en un barranco de Red Mesa. Hace una media hora que lo sabe el FBI; ya hay agentes de camino.

—¿Muerto? ¿Cómo?

—Un disparo. En la cabeza.

El presidente le miró sin decir nada. Lockwood nunca le había visto turbado, y se asustó.

16

Cuando llegó la policía tribal navajo, Ford ya había visto cómo se ponía el sol en un remolino de nubes de color bourbon. Cuatro coches patrulla y una camioneta llegaron zumbando por el asfalto brillante, con las luces encendidas; frenaron con sendos chirridos de neumáticos perfectamente calibrados.

Del primer coche bajó un detective navajo fuerte y huesudo, de unos sesenta años, con el pelo gris muy corto, seguido por una patrulla de policías de la nación navajo. El detective, que calzaba botas de vaquero polvorientas y tenía las piernas arqueadas, siguió el rastro de los neumáticos hasta el borde del barranco. Los demás, que le seguían, empezaron a delimitar y a precintar el lugar del crimen.

Hazelius y Wardlaw llegaron en un jeep y aparcaron a un lado de la carretera. Primero observaron en silencio la labor policial. Después Wardlaw se volvió hacia Ford.

—¿Dices que ha sido un disparo?

—A bocajarro en la sien izquierda.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque las marcas de pólvora eran considerables. Wardlaw le dedicó una mirada de recelo, con los ojos entornados.

—¿Ves mucho CSI por la tele? ¿O es que tu hobby es recoger pruebas forenses?

El detective navajo, que ya había precintado la zona, se acercó con una grabadora de voz en la mano. Caminaba muy pausadamente, como si le doliera hacer cada movimiento. En su placa ponía BIA, y tenía el rango de teniente. Llevaba unas gafas de sol de espejo, que le daban aspecto de tonto. Aunque Ford intuyó que de tonto no tenía un pelo.

—¿Quién ha descubierto a la víctima? —preguntó.

—Yo.

Las gafas se volvieron hacia Ford.

—¿Nombre?

—Wyman Ford.

Ford percibía suspicacia en su tono, como si ya hubieran empezado las mentiras.

—¿Cómo le ha encontrado?

Describió las circunstancias.

—Es decir, que al ver los buitres y las rodadas ha decidido caminar medio kilómetro por el desierto con un calor de treinta y ocho grados para investigar, porque sí. Ford asintió con la cabeza.

—Hum…

—Bia tomó unas notas, apretando los labios, hasta que sus gafas se volvieron hacia Hazelius—. ¿Y usted es…?

—Gregory North Hazelius, director del proyecto
Isabella
. Y este es el señor Wardlaw, responsable de seguridad. ¿Dirigirá usted la investigación?

—Solo del lado tribal. La iniciativa correrá a cargo del FBI.

—¿El FBI? ¿Cuándo llegarán?

Bia señaló el cielo con la cabeza.

—Ahora.

Por el sudoeste apareció un helicóptero; el ruido de rotores se fue haciendo más fuerte. Cuando estaba a unos trescientos metros, descendió entre una nube de polvo y aterrizó en la carretera. Bajaron dos hombres. Los dos llevaban gafas de sol, camisas de manga corta y cuello abierto, y gorras de béisbol con las letras FBI cosidas por delante. A pesar de las diferencias de color de piel y estatura, casi parecían gemelos. Llegaron con paso decidido. El alto sacó la placa.

—Agente especial Dan Greer —se presentó—, de la oficina de Plagstaff, al mando de la operación. Y el agente especial Franklin Álvarez. —Volvió a meterse la placa en el bolsillo y saludó a Bia con la cabeza—. Teniente…

Bia le devolvió el saludo.

Hazelius se acercó.

—Yo soy Gregory North Hazelius, director del proyecto
Isabella
. —Dio la mano a Greer—. La víctima era un científico de mi equipo. Quiero saber qué ha pasado, y quiero saberlo ahora mismo.

—Lo sabrá en cuanto haya terminado nuestra investigación.

—Greer se volvió hacia Bia—. ¿Ya está todo precintado?

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