Crawley hizo el esfuerzo de sonreír de oreja a oreja. —Reverendo, anoche vi su programa y estuvo… fenomenal.
Spates asintió, mientras su mano, carnosa y muy cuidada, daba golpecitos en el mantel. —Me acompañó el Señor.
—Estaba pensando si ha habido alguna reacción.
—¡Desde luego! Mi oficina ha recibido más de ochenta mil e-mails durante las últimas veinticuatro horas.
Silencio.
—¿Ocho mil?
—No, ochenta mil.
Crawley se había quedado mudo.
—¿De quién? —acabó preguntando.
—De espectadores, por supuesto.
—¿Me equivoco, o es una reacción poco habitual?
—No se equivoca. La verdad es que el sermón ha puesto el dedo en la llaga. Cuando el gobierno se gasta los impuestos de la gente en desmentir la palabra de Dios, los cristianos hacen oír su voz en todas partes. —Claro.
Crawley sonrió forzadamente. Los congresistas iban a echarse a temblar. Esperó a que el camarero les sirviera las copas.
Spates rodeó el vaso helado con su mano rechoncha, tomó un buen sorbo y volvió a dejarlo sobre la mesa.
Tenemos pendiente lo del donativo que le prometió a la Iglesia de
Dios en máxima audiencia
..
Por supuesto. —Crawley se palpó la americana por encima del bolsillo interior—. Todo a su debido tiempo. Spates bebió otro trago.
"¿Cómo han reaccionado en Washington? Los contactos de Crawley se habían enterado de que varios congresistas también habían recibido una cantidad considerable de e-mails (así como abundantes llamadas telefónicas), pero no tenía sentido alimentar las expectativas de Spates.
—Este tipo de cuestiones requieren cierta insistencia para llegar al núcleo duro de Washington.
—No es lo que han dicho mis espectadores. Muchos de los e-mails iban con copia a Washington.
—Ya, ya, me lo imagino —se apresuró a decir Crawley.
El camarero volvió para tomarles nota.
—Si no le importa —dijo Spates—, preferiría cobrar el donativo antes de que nos traigan la comida. No me gustaría que se manchara de grasa.
—No, no, claro.
Crawley sacó el sobre del bolsillo y lo dejó discretamente en cima de la mesa, pero se estremeció al ver que Spates lo cogía y lo levantaba a la vista de todos. La manga de la americana de Spates dejó a la vista una muñeca carnosa, con un vello tupido, anaranjado. Así que ese era su color auténtico… ¿Cómo era posible que lo que más falso parecía en Spates resultase ser lo único real? ¿se le estaría pasando por alto algo más de aquel hombre, algo importante? Reprimió la irritación.
Spates giró el sobre y lo abrió con una uña esmaltada. Sacó el cheque y lo expuso a la luz para examinarlo atentamente.
—Diez mil dólares —leyó despacio.
—Todo correcto, supongo.
El reverendo volvió a meterlo en el sobre y se lo guardó en la chaqueta.
—¿Usted sabe lo que cuesta mantener mi iglesia? Cinco mil al día. Treinta y cinco mil por semana, y casi dos millones al año.
—Son cifras importantes —dijo Crawley sin parecer impresionado.
—Dediqué a su problema toda una hora de mi sermón, y espero repetirlo este viernes en mi programa
América: mesa redonda
. ¿Suele verlo?
—Nunca me lo pierdo.
Crawley sabía que Spates tenía un programa semanal en el Canal Cristiano, pero nunca lo había visto.
—Pretendo hacer un seguimiento del problema hasta haber despertado la justa indignación de los cristianos en todo el país.
—Se lo agradezco mucho, reverendo.
—Pero para eso, diez mil dólares son una minucia.
«Hay que tener narices», pensó Crawley. ¡Cómo detestaba tratar con gente así!
—Perdone, reverendo, pero yo creía que trataría esta cuestión a cambio de un donativo único.
—Es lo que he hecho: un solo donativo, un solo sermón. De lo que hablo ahora es de establecer una relación.
Spates se acercó el vaso a los labios mojados, apuró la bebida a través de la fila de cubitos, dejó el vaso sobre la mesa y se secó la boca.
—Le he proporcionado un tema muy bueno. A juzgar por la reacción, parece digno de insistir en él, al margen de los aspectos… pecuniarios.
—Amigo mío, estamos en plena guerra contra la fe. Luchamos en varios frentes contra los humanistas seculares. Yo podría cambiar el objetivo de mis tropas en cualquier momento. Si quiere que siga combatiendo en su frente tendrá que aportar algo.
El camarero les sirvió sus filet mignon. Spates lo había pedido muy hecho, por lo que la pieza de carne de treinta y nueve dólares tenía el tamaño, la forma y el color de un disco de hockey. El reverendo juntó las manos y se inclinó hacia el plato. Crawley tardó un poco en entender que no estaba oliendo la comida, sino bendiciéndola.
—¿Necesitan algo más los señores? —preguntó el camarero.
El reverendo levantó la cabeza, y el vaso.
—Otro. —Observó cómo se alejaba con una mirada suspicaz—. Creo que este hombre es homosexual. Crawley respiró hondo.
Veamos, reverendo, ¿qué clase de relación propone?
—Un toma y daca. Hoy por ti y mañana por mí.
Crawley esperó.
—Digamos que cinco mil por semana le garantizarían que mencione el proyecto
Isabella
en cada sermón, y que esté presente como mínimo en uno de los programas de televisión.
De modo que así estaban las cosas.
—Diez mil al mes— dijo Crawley fríamente—, con un mínimo garantizado de diez minutos sobre la cuestión en cada sermón. En cuanto al programa, espero que el próximo esté dedicado íntegramente al
Isabella
, y que se insista en ello en los siguientes. Recibirá mi donativo al final de cada mes, una vez emitidos los programas. Cada uno de los pagos constará como contribución benéfica, con una carta que lo certifique. Es mi primera, última y única oferta.
El reverendo Don T. Spates le miró, pensativo. Después esbozó una amplia sonrisa y una mano llena de manchas se alzó sobre la mesa, dejando a la vista una vez más el vello anaranjado.
—Amigo mío, hacer negocios con el Señor siempre da más valor al dinero.
El martes, antes de desayunar, Ford estaba sentado en la cocina de su casa mirando fijamente el montón de expedientes. Un cociente intelectual alto no tenía por qué proteger de las vicisitudes de la vida, pero en aquel grupo de personas se apreciaba un volumen de problemas superior al normal: infancias difíciles, padres disfuncionales, problemas de identidad sexual, crisis personales, y hasta un par de bancarrotas. Thibodeaux se psicoanalizaba desde los veinte años, cuando le diagnosticaron el trastorno límite de la personalidad que Ford ya conocía por lecturas anteriores. De adolescente, Cecchini se había metido en una secta. Edelstein había tenido varias depresiones, y St. Vincent era ex alcohólico. En cuanto a Wardlaw, había sufrido estrés postraumático después de ver cómo le volaban la cabeza a su jefe de escuadrón en las montañas de Tora Bora. Corcoran tenía treinta y cuatro años y ya se había casado y divorciado dos veces. A Innes le habían abierto un expediente por mantener relaciones sexuales con pacientes. La única sin una mácula visible en su historial era Rae Chen, Una simple chinoamericana de primera generación cuya familia regentaba un restaurante. También Dolby parecía relativamente normal, salvo por el detalle de haberse criado en uno de los peores barrios de Watts y de que su hermano se había quedado paralítico a usa de una bala perdida durante un tiroteo entre bandas.
El más revelador de los dossieres era el de Kate, que Ford había leído con una especie de fascinación enfermiza y culpable. Su padre se suicidó poco después de la ruptura entre ella y Ford. Se pegó un tiro tras fracasar en los negocios. A partir de ese momento, su madre inició un largo declive físico, y a los setenta años ya estaba en una residencia; no reconocía ni siquiera a su propia hija. Su muerte marcaba el inicio de un paréntesis de dos años en el historial. Kate desapareció, dejando pagados dos años de alquiler de se piso de Texas, y no volvió a dar señales de vida hasta el final de ese período. Lo que más sorprendía a Ford era que ni el FBI ni la Q hubieran podido averiguar su paradero o sus actividades. Kate se había negado a contestar a sus preguntas, a riesgo, incluso, de no cumplir los requisitos de seguridad necesarios para ser subdirectora del proyecto
Isabella
. Hazelius había tenido que interceder, por un motivo nada difícil de adivinar: una relación amorosa, con más amistad que pasión, que había terminado en buenos términos.
Ford guardó los historiales, asqueado porque representaban una invasión de la intimidad y una flagrante intromisión del gobierno en las vidas de la gente. Le extrañó haber podido estar tantos años en la CIA. El monasterio le había cambiado más de lo que pensaba.
Sacó el dossier sobre Hazelius y lo abrió. Ya le había echado un primer vistazo. Empezó a leerlo con más detenimiento. Estaba organizado cronológicamente. Lo leyó en orden, imaginando la trayectoria vital de su protagonista. Sorprendía lo banales que eran sus antecedentes: hijo único de una familia de clase media de Min-nesota, de ascendencia escandinava; el padre era tendero y la madre ama de casa; gente seria y aburrida, buenos feligreses, entre los que parecía difícil que surgiese un genio de los que hacen época. Hazelius tardó muy poco en revelarse como un auténtico niño prodigio: summa cum laude por la Universidad Johns Hopkins a los diecisiete, doctorado en Caltech a los veinte, profesor titular en Columbia a los veintiséis, y premio Nobel a los treinta.
Aparte de su gran inteligencia, era difícil encasillarle. No era el típico universitario estrecho de miras. Sus alumnos de Columbia le adoraban por su ironía, su manera de ser juguetona y por tener un ramalazo místico sorprendente. Tocaba boogie-woogie y piano stride en un grupo que se llamaba los Quarkers, en un antro de a calle Ciento diez que se llenaba de estudiantes entregados. Se llevaba a sus alumnos a locales de
striptease
., y había formulado una teoría bursátil basada en los «atractores extraños» con la que ganó millones antes de vendérsela a un fondo de inversión libre. Tras ganar el premio Nobel por sus investigaciones sobre el entrelazamiento cuántico, se sintió extremadamente cómodo en el papel de heredero de la superestrella de la física Richard Feynman. Sus publicaciones teóricas sobre el carácter incompleto de la teoría cuántica, nada menos que treinta, sacudieron los cimientos de la disciplina. Le otorgaron la medalla Fields de matemáticas, por demostrar la tercera conjetura de Laplace, y era la única persona que había conseguido el Nobel y la Fields. A su lista de premios se añadía el Pulitzer por un libro de poesía, que contenía poemas de una extraña belleza que mezclaban el lenguaje expresivo con las ecuaciones matemáticas y los teoremas científicos. Había organizado un programa de ayuda para facilitar asistencia médica a las niñas de las regiones de la India donde era costumbre dejar morir a las que se ponían enfermas. También había aportado varios millones de dólares a una campaña para erradicar la mutilación genital femenina en África, y había patentado (cosa que a Ford le pareció especialmente cómica) una ratonera mejorada, menos cruel pero igual de eficaz.
Aparecía con frecuencia en la columna de sociedad del
Washington Post
, codeándose con ricos y famosos, siempre fiel a sus trajes de los años setenta con grandes solapas y enormes corbatas, por los que era célebre. Presumía de comprarlos al Ejército de Salvación, y de no pagar nunca más de cinco dólares por ellos. David Letterman le invitaba a menudo a su programa, donde siempre se podía contar con que hiciera declaraciones escandalosas y políticamente incorrectas («verdades desagradables», como las llamaba él), además de explayarse sobre sus proyectos utópicos.
A los treinta y dos años asombró a todo el mundo casándose con la supermodelo y ex conejita de
Playboy
. Astrid Gund, diez años más joven que él, y famosa por su alegre vacuidad. Iban juntos a todas partes, incluso a los debates, donde a Hazelius le brillaban los ojos al oír cómo ella, muy dicharachera, expresaba las más peregrinas y cándidas opiniones políticas, como cuando dijo, en un debate sobre el atentado del 11 -S, una frase ya famosa: «Pero ¿cómo puede ser que se lleve tan mal la gente?».
Por si todo ello fuera poco, en aquella misma etapa Hazelius hizo unas declaraciones tan indignantes para el espíritu de la época que se habían vuelto antológicas, al estilo de las de los Beatles cuando proclamaron ser más famosos que Jesús. Preguntado por un periodista sobre por qué se había casado con una mujer «tan por debajo de usted intelectualmente», Hazelius, ofendido, le contestó duramente: «¿Con quién quiere que me case? ¡Si todo el mundo está por debajo de mí intelectualmente! Al menos Astrid sabe amar, que es más de lo que se puede decir del resto de los seres humanos, que sois unos imbéciles».
El hombre más listo del mundo trataba de imbéciles a todos los demás. El escándalo fue sonado. El
Post
. publicó un titular en su línea:
HAZELIUS DICE AL MUNDO:
SOIS TODOS UNOS IMBECILES
Dando rienda suelta a su ira farisaica, los demagogos de la radio y sus adláteres condenaron en cualquier pulpito y tribuna del país a Hazelius; lo acusaron de antiamericano, antirreligioso, misántropo y miembro de la más despreciable de las especies: la de los elitistas del
establishment
del Este, los que viven tomando jerez en torres de marfil.
Ford dejó los papeles y se sirvió otra taza de café. De momento, el dossier no coincidía con el Hazelius que estaba conociendo, el que medía sus palabras y ejercía de pacificador, diplomático y jefe de equipo. Aún no había oído de sus labios ni una sola opinión política.
Pocos años atrás, Hazelius había sufrido una tragedia. Tal vez era el motivo del cambio. Ford se saltó varios párrafos hasta encontrarla.
Diez años atrás, cuando Hazelius tenía treinta y seis, Astrid falleció súbitamente de una hemorragia cerebral. Él, destrozado, se retiró varios años del mundo, al más puro estilo de Howard Hughes, hasta reaparecer de un modo bastante repentino con el proyecto
Isabella
. En efecto, había cambiado; se alejó de los debates, de las declaraciones ofensivas, de los planes utópicos y de las causas perdidas. Prescindió de sus contactos con la alta sociedad y de sus horribles trajes. Gregory North Hazelius se había hecho mayor.