Tal como suponía, Chazarreta entró toda la ropa. En la pileta de la cocina los platos sucios son pocos: o él lavó alguna cosa el fin de semana o comió afuera. Apoya los platos, el vaso y los cubiertos sobre un repasador para que se escurran sin resbalar por la mesada de mármol negro. Va al lavadero y vuelve con el secador de piso y con el balde que tiene adentro los productos de limpieza, el trapo y los guantes de goma. Cuando avanza por el corredor junto al living se da cuenta de que Chazarreta está sentado en el sillón de terciopelo verde, un sillón de un cuerpo, con respaldo alto, que, ella sospecha, es su preferido. Un sillón que mira al ventanal que da al parque. Pero esta mañana las cortinas aún están corridas, o sea que Chazarreta no se sentó allí a mirar el parque sino que está apoltronado en el sillón desde la noche anterior. Aunque el respaldo y la penumbra del ambiente no la dejan verlo, Gladys sabe que el señor Chazarreta está ahí porque su mano izquierda cuelga a un lado del sillón y, debajo de ella, sobre el piso de madera entarugada, el vaso caído y el último whisky derramado.
Buenos días, dice Gladys cuando pasa detrás de él de camino a la planta alta. Lo dice bajo, tanto como para que la escuche si está despierto y no se despierte si está dormido. Chazarreta no responde. Duerme la mona, piensa Gladys, y sigue. Pero antes de subir la escalera se arrepiente. Mejor secar el whisky porque si el líquido humedece el piso encerado durante demasiado tiempo, se va a formar una de esas manchas blancas tan difíciles de hacer desaparecer si no es a fuerza de pasar cera sobre cera. Y Gladys no tiene ganas de empezar la semana encerando el piso. Vuelve sobre sus pasos, saca el trapo del balde, se agacha, levanta el vaso, seca el whisky al costado del sillón de terciopelo y avanza un poco a tientas con el trapo hacia el frente. Pero en seguida el trapo se sumerge en otra mancha, un charco oscuro, ella no sabe qué es; suelta el trapo con rapidez para que la humedad de la que se impregna no llegue a su mano; en cambio toca el líquido, apenas, con la punta del dedo índice: es pegajoso. ¿Sangre?, se pregunta sin terminar de creerlo. Entonces levanta la vista y mira a Chazarreta. Chazarreta está ahí, frente a ella, degollado. Un tajo le atraviesa de lado a lado el cuello que se abre como dos labios casi perfectos. Gladys no sabe qué es lo que ve dentro de ese tajo porque la impresión que le produce la carne roja, la sangre y el amasijo de tejidos y tubos le provoca un gesto de asco que le hace cerrar los ojos, al tiempo que se lleva las manos a la cara como si cerrarlos no fuera suficiente para dejar de ver, mientras su boca se abre debajo de ellas sólo para dejar salir un gemido ahogado.
Sin embargo el asco dura poco, lo vence el miedo. Un miedo que no la paraliza sino que la pone en acción. Por eso Gladys Varela ahora saca las manos de su cara y abre los ojos, se obliga a hacerlo, levanta otra vez la cabeza, mira el cuello desgarrado, la ropa de Chazarreta manchada de sangre, el cuchillo en la mano derecha sobre su regazo y la botella de whisky vacía a un costado de su cuerpo, junto al apoyabrazos. Y no lo piensa dos veces, se levanta, sale corriendo a la calle y grita. Grita sin parar, dispuesta a hacerlo hasta que alguien la escuche.
En el mismo momento en que Gladys Varela está gritando en una calle sin salida del Club de Campo La Maravillosa, Nurit Iscar intenta ordenar su casa. O mejor dicho, su departamento de tres ambientes en el Barrio Norte más pobre, o más venido a menos, French y Larrea. Todavía no sabe que Pedro Chazarreta está muerto. La noticia va a correr rápido, pero no tanto. Si lo supiera estaría con el televisor y la radio encendidos, atenta a las noticias de último momento. O se metería en Internet, en los diarios on line, para obtener detalles de lo que pasó. Pero Nurit Iscar no lo sabe. Aún. Lo va a saber unas horas después.
La casa está patas para arriba. Restos de vino en varias copas, los diarios del día anterior desarmados, algunas migas en el piso, puchos. Nurit Iscar no fuma, nunca fumó, odia el olor a cigarrillo y espera que permitir que otros lo hagan en su casa sea un acto de amor y no de sometimiento. Aunque a veces se lo cuestiona sin llegar a una conclusión definitiva: ¿amor o sometimiento? Y no sólo con respecto al cigarrillo. El día anterior estuvieron allí sus amigas Paula Sibona y Carmen Terrada —las dos fuman— para el encuentro mensual de cada tercer domingo de mes que desde hace unos años se convirtió en una ceremonia inexcusable. No es que no se encuentren en otros momentos para tomar un café, para ir al cine, para comer juntas o para las otras ceremonias que encubren lo que está oculto detrás de ellas: dejar que el tiempo pase, como irremediablemente pasa, pero en compañía. Sin embargo, el tercer domingo del mes es otra cosa. A veces se les une Viviana Mansini, pero no siempre, lo cual agradecen porque aunque Viviana Mansini se cree intensamente amiga de ellas, a las otras tres no les pasa lo mismo. Cuando Viviana se une al grupo, se habla, antes que nada, de ella; y siempre dice alguna frase que bajo un tono naif encubre una patada en los ovarios para alguna de las presentes. Como cuando Carmen se quejaba de que un pequeño bulto en una teta la había tenido a maltraer hasta que su médico comprobó que era sólo displasia, y Viviana Mansini con tono de ángel caído dijo: Te entiendo, yo me sentí igual hace un par de meses cuando me hicieron esa biopsia, no sé si te acordás, no, no te debés acordar porque sos la única que no me llamó para ver cómo me había dado el resultado. Y en medio del silencio que siguió a su frase, Carmen la miró con cara de «otra vez me la hiciste, hija de puta», pero no dijo nada. En cambio fue Paula Sibona la que salió en su defensa e imitando con esfuerzo el tono angelical de la otra dijo: Es que es obvio que te dio bien, Vivi, si la teta se te ve intacta. Y reforzó lo dicho con sus dos manos imitando garras sobre su propio pecho, moviéndolas levemente hacia arriba y hacia abajo, a una distancia importante como para señalar la exuberancia de las tetas de Viviana Mansini. Pero más allá de librarse de sus ironías, lo que les permite la ausencia de «Vivi» es criticarla. Porque como dice Paula Sibona, criticar a Mansini me produce a esta edad casi tanta adrenalina como cojer. Y ese domingo anterior al lunes en que Pedro Chazarreta aparece degollado, la reunión mensual fue sólo para el círculo íntimo, sin Viviana Mansini, en casa de Nurit Iscar. Van rotando la casa todos los meses, pero la ceremonia es la misma. Se juntan antes del mediodía, la dueña de casa compra todos los diarios —y todos los diarios significa todos los diarios—; entonces, mientras ella cocina su especialidad —lo que para Nurit Iscar nunca va mucho más allá de bifes con ensalada o fideos con crema—, las otras desguazan los diarios y leen las noticias con el objetivo de seleccionar aquellas que van a compartir con las demás en voz alta. El intercambio es con el café de la sobremesa. Pero no se ocupan de cualquier noticia. Cada una, igual que con la comida, tiene su especialidad. Nurit Iscar las noticias policiales, no por nada era considerada hasta hace unos años «la dama negra de la literatura argentina». Aunque eso para ella sea un pasado enterrado y prefiera olvidarlo, cuando sus amigas le reclaman «sangre y muerte» —y mientras no se trate de escribir ficción— ella no se resiste. Si hay sexo, mejor, suele pedirle Paula Sibona. La especialidad de Carmen son las noticias nacionales y su mayor placer encontrar en las declaraciones de los políticos incongruencias, errores de sintaxis y, por qué no, brutalidades. Con el que más se divierte es con el Intendente. No puede dirigir una ciudad alguien que no sabe hablar, repite sin cansarse. Y su comentario, lejos de ser elitista, se refiere al desprecio evidente de cierta clase social acomodada —a la que el Intendente pertenece— por el lenguaje (palabra, significado, sintaxis, conjugación verbal, uso de preposiciones, barbarismos), que ella, profesora de lengua y literatura en el secundario desde hace más de treinta años, se niega a aceptar. La elección de lectura de noticias de Paula Sibona —a diferencia de sus amigas y aunque ellas no lo sospechen— no tiene que ver tanto con sus intereses personales como con un acto de amor hacia Nurit Iscar: críticas teatrales, cinematográficas y de otras áreas del espectáculo. Es cierto que Paula es actriz —¿se sigue siendo actriz aunque desde hace casi dos años nadie la llama para ofrecerle un papel?—, una actriz conocida que con los años pasó de protagónicos en telenovelas a hacer de «la madre de», y luego a un olvido injusto. Si hay algo que no le interesa en absoluto a Paula Sibona es leer los diarios. Me cargan mal, dice. Pero igual participa de la reunión con entusiasmo, sostenida por la íntima esperanza de que leer las noticias que ella elige la ayudará a su amiga Nurit a exorcizar un daño que Paula cree que le hicieron. Un dolor. Y aunque no sabe si lo logrará algún día, no se rinde. Porque Nurit Iscar, la dama negra de la literatura argentina, hasta hace cinco años atrás casada y con dos hijos varones terminando el secundario y entrando a la Universidad, se enamoró de otro hombre y, entonces, además de divorciarse, escribió por primera vez una novela de amor. Que para colmo no terminó bien. No terminó bien ni en cuanto a la trama, ni en cuanto a la crítica, ni en cuanto a su aceptación entre quienes esperan con entusiasmo cada nueva novela de Nurit Iscar. Como tampoco terminó bien su propia historia de amor, de la que también prefiere olvidarse. Algunos de sus muchos lectores la siguieron pero no todos, decepcionados por una novela muy diferente de las anteriores, en la que no encontraron lo que fueron a buscar: un muerto. Y entonces la crítica especializada, que hasta ese momento más que meterse con ella la había ignorado, la destrozó. «Intenta ser literaria y es lo que peor le sale.» «Debería haber seguido apostando a las tramas, lo que se supone que Iscar domina, y dejar las metáforas, las pretensiones poéticas y la experimentación con el lenguaje para quienes entienden de eso por formación, intuición o talento, algo que si ella tiene, no le luce.» «Una novela que ojalá pase inadvertida, una novela olvidable.» «Es incomprensible cómo Iscar, que había encontrado la fórmula mágica del best seller, se pone a hacer lo que no sabe: tratar de escribir en serio.» Y muchos otros ejemplos parecidos. Nurit tiene una caja llena de recortes periodísticos relacionados con su última novela:
Sólo si me amas
. Una caja blanca —muy grande, no como las cajas que se usan para guardar cartas de amor, o se usaban—, cruzada por una cinta de raso azul y atada con un moño que nunca más deshizo. Ni piensa deshacer. Conserva la caja, casi, como la prueba de un delito. Aunque no sabe qué delito es ese que cometió: si haber escrito lo que escribió, si haber leído las críticas, o si haberse dejado influir tanto por ellas. Las críticas, sumadas al fracaso de la relación amorosa que la llevó a escribir esa novela y al asesinato de Gloria Echagüe, la mujer de Chazarreta —que Nurit no quiso cubrir para el diario
El Tribuno
porque estaba absorbida por
Sólo si me amas
—, la llevaron a hacer la gran Salinger versión subdesarrollada, femenina y policial, y encerrarse para siempre lejos del mundo al que pertenecía hasta ese momento. Sin embargo, a diferencia de Salinger, ella no tenía ni tanta fama ni ahorros suficientes ni derechos por cobrar a repetición para que el encierro se autoabasteciera solo, así que tuvo que buscar un trabajo que le permitiera pagar la luz, el gas, hacer las compras en el supermercado y esas cosas para las cuales uno necesita tener un sueldo o dinero en la cuenta. O en la billetera. Y como lo único que sabe hacer es escribir —aunque ella sienta que después de las críticas su habilidad para la escritura también entró en contradicción—, eso hace. Pero a nombre de otros, como escritora fantasma. O ghost writer. Nurit prefiere el término en castellano, algo que aplaude su amiga Carmen Terrada, que aún hoy defiende el uso del idioma propio frente a la invasión angloparlante, una lucha que sabe perdida pero también romántica. Entonces, como Paula Sibona no se resigna a que su amiga no vuelva a hacer lo que le gusta —escribir novelas propias— intenta una y otra vez demostrarle la pequeñez de algunas críticas que parecen hechas más para halago y notoriedad de quien las escribe, que para ninguna otra cosa. Algo así como la fama que consiguieron Lee Harvey Oswald o Mark David Chapman. Y Carmen Terrada recurre a otra comparación más erudita: Que Jean Genet haya dejado de escribir cinco años por el prólogo/libro donde su amigo Sartre «lo desnudó», usando sus mismas palabras, vaya y pase, pero ni ellos son Jean-Paul, ni vos Genet, querida amiga.
Ahora, después de vaciar los ceniceros y ventilar para que se vaya el olor a pucho, Nurit Iscar barre. Y luego lava algunos platos que quedaron de la noche anterior, pone el mantel dentro del lavarropas que va a encender más tarde, cuando se junte algo de ropa, y mete los desparramados diarios del domingo en una bolsa negra de consorcio que en unos minutos llevará al pasillo junto con la basura. Hace tareas idénticas a las que, nada más que un rato antes, Gladys Varela también hacía para su patrón, Pedro Chazarreta. Pero en este momento, mientras Nurit Iscar anuda la bolsa de plástico negra con los diarios, Gladys Varela no está haciendo nada. O sí, llora, sentada en el carrito a batería que condujo hasta ahí uno de los guardias de La Maravillosa, cinco minutos después de que un vecino llamó para advertir que una mujer —una doméstica, dijo— gritaba como loca en medio de la calle. Le ofrecieron subir a la camioneta que llegó un poco más tarde, con el encargado de Seguridad y tres guardias más y llevarla a la enfermería. Pero ella no piensa moverse hasta que no venga la policía en serio. La Bonaerense. No se va a mover ni medio milímetro, dice. Y esta vez los guardias también parecen más precavidos. El que se quemó con leche cuando ve una vaca llora, le contesta el encargado de Seguridad a un vecino que acaba de preguntarle por qué nadie está adentro con el muerto. Ninguno que tenga buena memoria, va a cometer los mismos errores que cometieron los guardias que asistieron a esa casa el día de la muerte de Gloria Echagüe, tres años atrás. No van a acercarse a la escena del crimen ni van a dejar que nadie se acerque, no van a mover ni un pelo que se encuentre a metros alrededor de donde está el degollado, mucho menos van a dejar que alguien limpie la sangre, ni acomode el cadáver sobre una cama, ni van a hacerle caso a ningún pedido de quien sea para que no avisen a la policía con el argumento de que todo fue «sólo un accidente». Si es necesario, no van a dejar que nadie respire hasta que llegue el patrullero. Ese error ya lo cometieron antes. Y aunque nadie lo dice, aunque guardias, vecinos, algún jardinero, la empleada de la casa de enfrente y Gladys Varela apenas se miren en silencio mientras esperan que llegue la Policía Bonaerense y el fiscal, todos tienen la extraña sensación de que alguien les está dando la oportunidad de que, esta vez, hagan las cosas bien.