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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

Balas de plata (7 page)

BOOK: Balas de plata
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Olió que más adelante había aguas enlodadas y estancadas. Y no sólo eso. Le olió a él. A su presa. Atravesó dando saltos un bosquecillo de jóvenes alerces y oyó las voces de los urogallos que alzaban el vuelo, sobresaltados, aterrorizados al verla. El hambre le estrujaba el estómago, pero lo reprimió y trató de no pensar en ello. Tenía víctimas mucho más importantes por matar.

Los árboles se acabaron y se encontró en una elevada orilla arenosa desde la que se contemplaba un pequeño lago. El sol descendía: las copas de los árboles todavía eran de un color verde brillante, pero la oscuridad acechaba entre sus raíces. Las luces del norte jugueteaban con el abigarrado crepúsculo, oscurecido aquí y allá por nubes. El reflejo del cuarto creciente flotaba sobre la superficie del lago como un ojo rasgado. Olisqueó el viento que le revolvía las cerdas del lomo y oyó un aullido. El macho se hallaba cerca, muy, muy cerca, y faltaba poco para que la loba pusiera fin a la lucha. Imaginó, con placer, la sangre del macho que le empaparía las fauces y el crujido con que se romperían sus huesos cuando cayera sobre él.

La loba abrió la boca para lanzar un aullido estridente, un cántico de batalla, pero antes de que hubiese empezado siquiera, el macho la atacó por el costado. La hembra se volvió para hacer frente a su ataque, pero ya era demasiado tarde. Había juzgado mal la rapidez y ferocidad del lobo. Éste no perdió tiempo con finitas ni con posturas de dominio, sino que clavó sus enormes dientes en la blanda carne de los cuartos traseros de la hembra. Tiró y retorció hasta abrirle una herida en el costado y la sangre de la loba se derramó por el suelo.

Todo se volvió de color negro. La hembra se desplomó, rodó por el suelo y perdió el conocimiento.

Capítulo 10

Chey se despertó con arena en la boca y el cabello enmarañado y pegado a la cara.

Al abrir los ojos, vio que aún se encontraba en el mismo bosque demencial en el que los árboles crecían en ángulos imprevisibles respecto al suelo. Pero no reconoció el lugar. No estaba cerca de la pequeña casa, ni del claro junto al arroyo, ni del gigantesco abedul en el que se había refugiado. Se sentía, en parte, como si hubiera dormido un rato y, en parte, como si se hubiera desmayado. Como si no hubiera pasado el tiempo y la hubieran transportado de un lugar a otro al instante. Recordaba muy poco, aunque sí comprendía vagamente lo que le había sucedido. Se había transformado en loba. ¡oh!

Madre mía.

Era igual que él. Cuando le había arañado la pierna... ¡oh, madre mía! La había infectado con su maldición.

La maldición...

Pero... no podía ser... entonces, se había convertido en...

La cabeza le dolía tanto que no podía ordenar debidamente sus ideas. Tenía que dejarlas para más tarde, aunque estuviera desesperada por examinarlas. Por descubrir qué era lo que le había ocurrido y, lo que era aún más importante, por ver cómo arreglarlo. Por el momento, las exigencias de su cuerpo tendrían que pasar por delante.

Le dolía todo. Sentía su propio cuerpo débil y torpe. Estaba aterida de frío. Esto último, por lo menos, tenía algún sentido, ya que estaba desnuda.

Recogió las rodillas contra el pecho y se abrazó a ellas con fuerza. Sintió un intenso escalofrío y los brazos le temblaron con tal violencia que no pudo contenerlos. Se levantaron, alejándose del cuerpo, por mucho que ella se esforzara en retenerlos junto a éste, en hacerse pequeña y conservar la temperatura corporal. Y también le ocurría otra cosa. Estaba herida, había estado herida antes de transformarse inesperadamente en loba, y había despertado desnuda en una fronda de altos helechos. Estaba herida, ¿verdad? El lobo le había... el lobo...

Ahora ella también era una loba.

Negó con la cabeza, o quizá simplemente permitió que el temblor le subiera por la nuca, y eso la ayudó un poco. Se sacudió los desagradables y alarmantes pensamientos que acaparaban su atención.

El lobo la había herido en el tobillo. Le había magullado el hueso, si es que no se lo había reto. Pensó que, al correr de aquella manera por el bosque, la herida debía de haber empeorado. Se tanteó la pierna con cuidado, pero no encontró carne dañada. Estiró el cuello para poder verse el tobillo. No tenía ni una sola cicatriz.

Madre mía. Madre mía. El lobo... Powell... esa cosa... había... había acabado con ella, la había... curado de algún modo, pero ¿a qué precio?

Había sufrido otra herida, otro terrible dolor. Apenas lo recordaba, pero si examinaba sus atisbos de recuerdo, si obligaba a su cerebro a pensar de una determinada manera, lograba recuperar destellos que se resolvían en fragmentos de imágenes, aun cuando éstas quedaban a medio formar, sin organización lógica. Lo que recordaba con mayor nitidez eran los sonidos y olores. Le costaba mucho recordarlos, por qué a menudo los sonidos se hallaban en frecuencias que el oído humano no había percibido jamás. Y en cuanto a los olores... su nariz humana, y la parte de su cerebro humano que analizaba los datos que le llegaban desde la nariz, no tenían manera alguna de procesar los olores que apenas recordaba. Pero si recomponía el rompecabezas, si permitía que sus recuerdos se juntaran, podía hacerse una vaga idea de lo que le había ocurrido. Se había transformado en loba. ¿Y qué había pasado luego? Algo malo. Había ocurrido algo violento y había sufrido una herida grave. Había estado convencida, totalmente convencida, con el grado de convicción que sólo tienen los animales, de que iba a morir. La loba no tenía manera de negar los hechos, ni de sustraerse a lo que era obvio. La loba sabía que se desangraría hasta la muerte y que sus heridas eran demasiado graves como para que pudiera sobrevivir. La loba se había echado sobre un costado —era lo único que podía hacer— y había aguardado el fin, había esperado a que desapareciera la luna, el momento en el que se transformaría de nuevo en mujer humana. Su único consuelo, su desagradable y sencillo consuelo, había sido que la mujer humana a la que tanto odiaba también iba a morir.

Pero... no había muerto.

Sino que se había curado por completo.

No le quedaba ninguna cicatriz en el cuerpo. Ni siquiera las antiguas, las que se había hecho en las violentas peleas en el patio del colegio cuando era niña, ni tampoco las que le habían quedado en las manos por culpa del trabajo manual. Los arañazos, cortes y abrasiones que se había hecho cuando andaba perdida en el bosque, que eran muchos, habían desaparecido por completo. ¿Y qué más?

Chey bajó lentamente la mirada hasta su seno izquierdo. Había llevado un tatuaje en ese seno desde los dieciséis años. A veces se había lamentado por ello, y en otras ocasiones lo había apreciado como una muestra de su resolución, de su fuerza de voluntad. Por lo general, apenas se acordaba de que lo tenía. Lo veía cada vez que se miraba al espejo, cada vez que se vestía por las mañanas o se desnudaba para ir a la cama. El tatuaje formaba parte de la imagen que se había hecho de sí misma, parte de su cuerpo.

Pero había desaparecido. Había desaparecido por completo, como si nunca hubiera estado allí.

Se acordó de Powell y de la tersura de su rostro. Tan sólo sus ojos revelaban su verdadera edad. ¿Le ocurriría lo mismo a ella? ¿Conservaría toda la vida su aspecto juvenil, pero con los ojos arrugados por el veneno de la ira?

¿ O tal vez —pensó, mientras un nuevo escalofrío le recorría el cuerpo— moriría de hipotermia a orillas del pequeño lago? Seguía desnuda, y mientras se examinaba el cuerpo, sentada en el suelo, y trataba de recuperar recuerdos que habría sido mejor dejar enterrados, su inmaculada piel empezaba a ponerse lívida. El cuerpo le tembló hasta el punto de creer que se convulsionaría. La fría arena le quemaba las plantas de los pies. Los dientes le castañeteaban con tal fuerza que tuvo miedo de que se le agrietaran. Tenía que guarecerse en algún lugar. Si no encontraba nada mejor, se enterraría en la arena para mantener la temperatura corporal. ¿Y qué haría luego?, se preguntó. ¿Quedarse allí hasta que la Policía Montada acudiera al rescate?

Madre mía. Aunque la Policía Montada, si es que existía, fuera de verdad hasta allí, ¿la encontrarían en su forma humana, o transformada en loba? ¿Los atacaría? ¿Le dispararían nada más verla, por las buenas? Madre mía.

Se oyó a cierta distancia la bocina de una camioneta. Chey se puso en pie, sorprendida, y gritó:

—¡Eh, aquí!

Pero se arrepintió al instante de haber gritado. En la camioneta debía de viajar Dzo, y tocaba la bocina para que ella lo oyera. No estaba segura de querer que la encontrasen. Tal vez la llevara a la cabaña y le dejara calentarse junto al fuego. Pero también podía ser que ayudase a Powell a decapitarla con el hacha herrumbrosa.

—¿Chica? ¿Eres tú? —preguntó la voz de Dzo entre los árboles—. Eh, venga, ven, que no te haremos daño. Ahora ya no.

Las únicas personas que podían ayudarla a cien kilómetros a la redonda eran las mismas que habían tratado de darle muerte. Habría podido esconderse, o huir. Si escapaba, moriría en el frío de los bosques, o viviría... viviría la vida de una loba. Era demasiado. Demasiado para pensar en ello. Más le valdría afrontar la situación y no tener que enfrentarse a ella sola. Se puso en pie, gesticuló con las manos y gritó, hasta que oyó de nuevo la bocina de la camioneta, que estaba más cerca. Corrió por el bosque, cubriéndose los pechos y el vello cúbico con las manos, y gritó para pedir ayuda. Al fin divisó la camioneta y saludó con el mismo brazo con el que antes se había ocultado los pechos. Luego volvió a taparse en seguida. Vio a Powell en la zona de carga de la camioneta. La miraba con rabia. Se había envuelto el cuerpo con una pesada manta de lana. Dzo conducía la camioneta con la máscara puesta.

Powell se puso en pie sin bajar de la plataforma.

—Tregua —dijo.

—¿Qué? Estoy desnuda y voy a congelarme. No juegues conmigo —le respondió ella.

—Quiero pedirte una tregua. Dejemos de pelear e intentemos llevarnos bien. ¿De acuerdo?

Chey no le respondió. Pero ¿qué otra opción le quedaba? Powell le arrojó un fardo de ropa y una manta verde. Miró hacia otro lado mientras Chey se ponía los pantalones y la camiseta. Dzo no se volvió, pero tampoco daba la impresión de que la contemplara con lujuria. Chey se dio cuenta de que la miraba de la misma manera tanto si estaba desnuda como vestida. Pero cuando trató de subir al asiento del copiloto, Dzo negó con la cabeza y señaló hacia la plataforma con el pulgar.

—Los lobos atrás —dijo—. Si no, después queda el olor en los asientos.

Sin que se le moviera un solo músculo de la cara —tenía el alma demasiado acongojada como para sentir nada—, Chey trepó a la zona de carga. Powell clavó los ojos en ella, pero no le habló. La camioneta arrancó y avanzó entre sacudidas por un sendero que no había sido concebido para el tráfico rodado. Chey tuvo que agarrarse a un lado para no ir dando tumbos por la zona de carga como un paquete sin sujetar. Se envolvió con la manta y trató de no mirar hacia ninguna parte. Al cabo de un rato sus temblores perdieron intensidad.

Capítulo 11

Fueron durante un rato en silencio. Chey se había perdido en pensamientos que no le gustaban, pero que tampoco podía acallar.

—Te hizo daño —dijo Powell por fin.

Chey levantó la mirada con la presteza de un pajarito.

—¿Qué? —murmuró. Faltaba poco para que la histeria se adueñase de ella. Estaba a punto de llorar. No podía conversar en un momento como aquél, no podía hacerse pasar por una criatura social. Del mismo modo en que un animal herido se oculta en su madriguera, su personalidad se había replegado sobre sí misma para lamerse las heridas—. ¿Qué? —preguntó de nuevo—. ¿Él? ¿Quién? ¿Quién me hizo daño?

—Te hizo mucho daño. Me refería a... bueno, a mi lobo. —Su rostro tenía la rigidez de la piedra. Chey se imaginó que Powell habría tenido mucho tiempo para acostumbrarse a aquello. Le hablaba de frente, sin bajar la mirada, sin revolverse siquiera bajo la manta. Gracias a su abundante experiencia, Chey sabía interpretar el lenguaje corporal. Powell tenía que decirle algo desagradable, y lo haría como un hombre, como un hombre con «H» mayúscula—. Trato de pensar en el lobo, en él, como si fuera otro, alguien distinto a mí. Como si no fuéramos la misma criatura. Como si yo dejara de existir cuando él aparece, y viceversa.

—¿Y eso te sirve para llevarlo mejor? —le preguntó Chey, con palabras demasiado rápidas, con voz demasiado aguda y fuerte. También sabía interpretar su propio lenguaje corporal.

—Me ayuda... a veces.

Chey trató de esquivarle la mirada, pero no lo consiguió. Los ojos de Powell se habían adueñado de los suyos.

—Está bien. Entonces... tu lobo... él...

—Creo que te hizo daño. Te mordió, o algo por el estilo. Quería decirte que lo siento. Nunca recuerdo lo que ha ocurrido hasta un rato más tarde, hasta que de nuevo estoy limpio, al calor, y puedo pensar bien.

—Yo creo que preferiría no recordar —le dijo Chey.

—Eso está claro.

Chey se frotó los ojos con las palmas de las manos.

—Me volverá a ocurrir, ¿verdad? —preguntó.

El hombre no dijo nada. Tal vez pensó que la pregunta era retórica, pero también cabía la posibilidad de que no la hubiese comprendido.

—Voy a transformarme de nuevo. Me convertiré de nuevo en esa loba.

—Sí —le respondió él.

—Ocurrirá una y otra vez. Durante todo el tiempo que viva.

Por fin, Powell apartó la mirada. Al verse libre de sus ojos verdes, Chey se sintió mejor.

—Cada vez que salga la luna. Cada vez.

Chey negó con la cabeza y el cabello se le agitó sobre las mejillas. Le pareció que lo tenía pegajoso y grasiento.

—No, escúchame, ahora lo recuerdo... cuando tú... cuando... cuando el lobo me dio el zarpazo, cuando yo estaba en el árbol, no había luna llena. Como mucho llegaba a media luna. No había luna llena.

—Esa tontería de la luna llena se la inventaron en las películas. Cada vez que un destello de luz de luna se asoma al horizonte, aunque sea de luna nueva, aunque no alcancemos a verlo, nos transformamos. No importa que nos encontremos en el fondo de una mina de carbón en el momento de salir la luna. Tampoco importaría que estuviéramos en el fondo de un lago. No hay manera de impedirlo. Cada vez que sale la maldita luna. He estado buscando una manera de curarme...

—No —dijo Chey—. Ahora no, por favor. En este momento no puedo hablar sobre cómo va esto —insistió—. No puedo escucharlo.

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