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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

Balas de plata (4 page)

BOOK: Balas de plata
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—Lobos... —dijo ella—. Han estado a punto de atraparme. Ha habido uno que casi lo ha conseguido. Una jauría de lobos... me seguían...

—¿Lobos? —preguntó él—. ¿Te han atacado unos lobos? —Hablaba en el mismo tono con que podría haberle preguntado si había visto flores silvestres interesantes de camino hacia su campamento.

—Sí. Una jauría entera —dijo—. Y entonces apareció uno muy grande...

—No te preocupes —le respondió él—. Los lobos no atacan a los humanos. Ni siquiera por estos parajes en los que nunca han visto a un ser humano. No lo hacen. No te pareces a los animales que suelen comer. Lo más probable es que tan sólo sintieran curiosidad, o que quisieran jugar contigo. Eso es todo.

Chey pensó que su pierna era una prueba de lo contrario. De todos modos, el lobo que la había atacado no era normal. Se le ocurrió que podía tratar de explicarle lo que le había sucedido, pero no estaba segura de que el hombre fuera a creerla.

—¡Sé muy bien lo que he visto!

Fue incapaz de imaginarse una defensa mejor. No pareció que le causara una gran impresión.

—Yo no —respondió el hombre—. No estaba allí.

Chey cerró los ojos y trató de encontrar algún tipo de racionalidad serena, un despliegue lógico bien trabado que hiciera mella en la surrealista resistencia con la que Dzo se negaba a comprender lo que había sucedido.

—Mira —le dijo, y luego no supo cómo continuar—. No importa. .. no importa lo que yo viera. Me he perdido en este lugar —dijo por fin.

—Sí, eso parece —le contestó el hombre—. ¿Por qué otro motivo ibas a estar aquí?

Chey asintió sin comprender muy bien lo que le decía.

—Tengo un buen problema —añadió—. Estoy herida.

Dzo levantó la mirada, como si en aquel mismo momento hubiera comprendido que le estaba hablando a él. Abrió mucho los ojos y empleó unos instantes en examinarle el tobillo. Chey lo levantó para que pudiera verlo bien, lo acercó al fuego para que alumbrase la mancha de sangre seca que tenía en la pernera del pantalón.

—¡Anda! —dijo por fin—. Eh, oye, perdóname. Es que no estoy acostumbrado a encontrar desconocidos por aquí. Mis... cómo diablos se llamaba eso... mis habilidades sociales están un poquito oxidadas, ¿entiendes?

Le puso sobre el hombro una de sus manos cubiertas con guantes de piel, y faltó poco para que Chey se desplomara. Estaba tan contenta de hallar contacto humano después de todo el tiempo que había pasado sola entre los árboles... pero la mano se apartó al instante y le dio dos o tres palmadas en el hombro.

—Tranquila, tranquila... —dijo, y volvió a apartar la vista de ella.

Chey se preguntó si padecería alguna disminución psíquica, o simplemente estaría desequilibrado por todo el tiempo que había pasado en los bosques. Su supervivencia inmediata dependía de aquel hombre. Estaba a punto de caer en la desesperación. En pugna con sus propias emociones, contó su historia, la misma que había ensayado tantas veces hasta el punto de empezar a creérsela. Se valió de sucesos recientes, reales, para dar forma a los detalles.

—Había emprendido una ruta con helicóptero de apoyo desde los lagos Rae. Era uno de esos viajes de aventura organizados tipo «Al norte del paralelo 60», ¿sabes? Llevan a los grupos hasta el norte, todo lo cerca del Círculo Polar que uno quiera, para ver zonas deshabitadas de verdad, bosques primigenios y cosas de ese estilo. Dejan a los grupos en el bosque con provisiones, les entregan un mapa y luego les dicen dónde van a recogerlos. Después de llegar a nuestro destino, nos habrían transportado por aire hasta Yellowknife para que pasáramos un día en un balneario antes de regresar a la civilización. Los dos primeros días de excursión estuvieron muy bien. Quiero decir que me lo pasé muy bien, aunque hiciera demasiado frío. Pero después, así de pronto, ocurrió el desastre. Me separé del resto del grupo. Me perdí.

Chey cerró los ojos. Se esforzó por dominarse. Siguió con su historia.

—Caminaba valle arriba cuando de repente bajó una tromba de agua. La tromba me arrastró, y la mochila se me... bueno, sea como sea, el agua me arrastró hacia abajo y me dejó sin equipo, y sin manera de contactar con el helicóptero para que viniese a recogerme. Sabía que mandarían helicópteros a buscarme, pero esta zona es demasiado extensa y está demasiado deshabitada. No lograrían encontrarme. Si quería sobrevivir, tenía que salir de ahí por mi propio pie.

Dzo asintió, pero no apartaba los ojos de la sartén.

—Tenía que encontrar a otras personas, a alguien que me pudiese llevar a un lugar seguro. Había perdido el mapa de verdad en el torrente, pero conservaba un folleto de la empresa organizadora con un mapa pequeño. Vi que si caminaba hacia el norte en línea recta, llegaría a un lugar llamado Echo Bay.

Estas últimas palabras sí captaron la atención del hombre, aunque no de la manera que Chey había imaginado. Dzo se echó a reír tumultuosamente.

—¿Echo Bay? ¿Y cómo se te ha ocurrido ir precisamente hasta allí?

—Era la única ciudad que salía en el mapa —insistió Chey—. Toma, mira —dijo, y se sacó del bolsillo el folleto estropeado y deteriorado por el agua. Lo frotó contra su propia cadera para alisarlo y se lo enseñó. En el mapa aparecían las carreteras de la zona de Yellowk- nife, y Echo Bay, y el enorme lago que se encontraba detrás de ésta, y extensos espacios en blanco entre todos estos puntos. Chey llevaba varios días en los espacios en blanco—. Se encuentra a orillas del Gran Lago del Oso, en su ribera oriental...

Dzo levantó una mano para interrumpirla.

—Ya sé dónde está, y también sé que tienes el sentido de la orientación hecho un asco, muchacha. Te has apartado unos doscientos kilómetros del camino correcto.

—¿De qué me estás hablando? Anduve hacia el norte desde mi posición inicial. —Agarró la brújula adosada a la cremallera y se la mostró—. Eso es lo que nos contaron al dejarnos aquí: que si caminábamos hacia el norte, llegaríamos a esa ciudad. He seguido la brújula a lo largo de todo el camino.

—¿Que has seguido ese cacharro? —le contestó entre risitas. Se reía de ella—. Esa cosita apunta hacia el norte magnético —le explicó—. Y tú tenías que dirigirte al norte geográfico.

Chey le miró como si no tuviera ni idea de lo que el hombre quería decirle. Dzo suspiró y levantó las manos, como diciendo: «¿Qué vamos a hacer con estos sureños?»

—El norte magnético tiene como punto de referencia los polos del campo magnético de la Tierra, ¿entiendes? La brújula apunta hacia el polo magnético, y siempre apuntará hacia el polo magnético. Pero el campo magnético no está perfectamente alineado con el verdadero eje de la Tierra, la línea imaginaria en torno a la cual se produce el movimiento de rotación. El polo del campo magnético y el eje se encuentran a unos doscientos kilómetros de distancia el uno del otro. Por ello, la brújula no apunta propiamente hacia el norte. Puede que en el sur, de donde provienes tú, nadie haya oído hablar de la diferencia, pero los que estamos tan al norte tenemos que saber compensar la desviación de la brújula. Sabemos muy bien que si la brújula apunta en una dirección determinada, el norte se encontrará siempre un poquito más a la izquierda. ¿Lo entiendes?

—Sí, claro —le respondió Chey, sin entenderlo del todo.

El hombre meneó la cabeza y se volvió de nuevo hacia la sartén. Le dio la vuelta con los dedos a todo lo que había en ella para que se friera igual por los dos lados.

—Si sigues la brújula, terminarás en Nunavut. Y no sé si te lo creerás, pero esa región aún está más deshabitada que ésta. Ah, muchacha, es como un milagro que todavía estés viva. Teniendo en cuenta lo idiota que pareces.

El hombre hizo una mueca al ver el rostro enfurecido de Chey.

—Eh, cálmate, lo siento, ya te he dicho que no sé tratar con la gente —se excusó—. Por suerte para ambos, sé usar la brújula mejor que tú. —Se rió de nuevo y sacó un trozo pálido y grasiento de la sartén—. Toma, cómetelo —le dijo, y estuvo a punto de echárselo en el regazo—. Estoy seguro de que tampoco te trajiste comida suficiente.

—Gracias —masculló Chey, pero se lo comió de todos modos. No sabía muy bien lo que era aquello, pero en cualquier caso no era carne. Casi no tenía sabor—. ¿Qué es? —le preguntó mientras daba otro bocado.

—Es el interior de la corteza del pino contorcido —le explicó el hombre—. Es comestible, te lo prometo. Es lo único que se puede comer en estas espesuras desiertas.

Chey habría preferido que fuera tocino, pero pensó que no tenía derecho a quejarse. Bueno, un poquito sí.

—¿Y no podrías cazar venado? —le preguntó mientras masticaba la fibrosa sustancia vegetal.

El hombre se envolvió mejor en sus pieles y le respondió con una sonrisa:

—Soy vegetariano.

Capítulo 6

Dzo le permitió que se apoyara en su brazo mientras se alejaban del claro. Chey sintió un inmenso alivio al no tener que apoyar todo su peso en el tobillo herido. Aún sentía en él violentas palpitaciones y estaba aterrada con la idea de que se le pudiera infectar. No quería apoyarlo de nuevo en el suelo, si podía evitarlo. Si tropezaba, o si se soltaba del brazo de Dzo, la caída le dolería mucho, pero el hombre impidió que eso ocurriera. Era más bajo que Chey, quizá midiera diez centímetros menos, pero sus hombros parecían macizos como la roca, y a ella le dio la impresión de que habría podido llevarla a hombros. Se preguntó una vez más quién sería y de dónde vendría. Trató de preguntárselo a él, pero no entendió la respuesta.

—He subido desde las aguas que se encuentran allí abajo —le contó.

—No, pero yo quiero decir de dónde eres originalmente —insistió, con la idea de que tenía que formularle las preguntas con extrema literalidad.

—Buf —dijo, y miró hacia los árboles como si tratara de recordar—. Eso fue hace mucho tiempo. Creo que entonces no había tanta agua. Todo estaba muy seco. —Se encogió de hombros—. Las cosas van cambiando, ¿sabes? Los lugares cambian. Sobre todo aquí arriba. Parece que cada verano sea distinto.

A Chey le dolía demasiado la pierna como para continuar con su interrogatorio. Llegó a la conclusión de que era suficiente con que el hombre estuviese allí y pudiera salvarla, y ambos caminaron en silencio.

Siguieron el curso del torrente. El agua estaba fría y discurría muy cristalina. Las bermejas agujas de los pinos giraban sobre su superficie, quedaban atrapadas en las raíces que afloraban y luego proseguían su camino. Los insectos se deslizaban sobre el agua o caminaban sobre ésta con sus patitas finas como cabellos, más largas que el cuerpo. Como ninguno de ellos la picó, Chey no les prestó atención.

No muy lejos del torrente encontraron un camino de leñadores visiblemente abandonado. Chey no sintió un gran entusiasmo: no estaba empedrado y su abrupta superficie hacía pensar que nadie lo había cuidado desde hacía años. En su mayor parte no era más que un tortuoso sendero, una franja cubierta de pinaza entre árboles que no estaban tan cerca entre sí como los demás. Había que mirar con atención para verlo bien, pero Dzo le aseguró que para los animales del bosque era como una autopista de seis carriles.

—Tengo un amigo que vive a unos veinte kilómetros de aquí. Te curará en seguida —le aseguró al preguntarle ella adonde se dirigían.

—¿Veinte kilómetros? —dijo Chey, jadeando. Tal como estaba su tobillo, tendría suerte si lograba dar veinte pasos más.

El hombre asintió, sin tratar de convencerla de que sería capaz de recorrer el camino. Y luego la llevó hasta otro claro donde le aguardaba su camioneta. Al ver el vehículo, Chey sintió tal alivio que, a pesar de hallarse deshidratada, las lágrimas le afloraron a los ojos.

Parecía que, después de todo, no moriría en el bosque.

La camioneta apenas tenía ninguna cualidad positiva, aparte de su mera existencia. El chasis era de color de herrumbre vieja, más marrón que rojo. La plataforma de carga estaba cubierta de mugre, hojas muertas y restos orgánicos, y en la ventana del copiloto no había cristal , sino un plástico amarillento, sujeto con varias capas de cinta adhesiva transparente. Chey no había visto en su vida un vehículo tan viejo y decrépito que aún pudiese funcionar. Pero cuando Dzo giró el viejo destornillador metido en la cerradura de contacto, el motor se encendió sin problemas y, tan pronto como se hubieron puesto en marcha, las cadenas de los neumáticos se aferraron al suelo nevado y se mantuvieron firmes.

Descendieron por el sendero a no más de quince kilómetros por hora. Dzo sujetaba distraídamente el volante con una mano, mientras con la otra golpeteaba lenta y rítmicamente por fuera de la portezuela, como si quisiera medir el tiempo. El tortuoso camino serpenteaba en una y otra dirección, y en algunos momentos parecía volver sobre sí mismo. Chey tenía una y otra vez la sensación de que los árboles estaban a punto de cerrarse sobre el camino y les impedirían ir más allá, pero entonces la camioneta doblaba un nuevo recodo y las ramas muertas rozaban y arañaban el capó, y el sendero no terminaba. Dzo no habló, y Chey tampoco tenía mucho que decir. Sin apenas darse cuenta, recostó la cabeza contra el asiento y se durmió.

La camioneta frenó de pronto, y entonces su cabeza dio una sacudida y se despertó. Por un instante no se acordó de dónde estaba, ni de lo que le había ocurrido, pero todo le vino de golpe a la cabeza en el mismo momento en que su tobillo le dio una punzada y sintió un dolor abrumador que le irradió hasta la cadera. Miró en tomo y vio que la luz había cambiado. Debía de haber dormido durante varias horas. Aunque el plástico de la ventana deformaba las imágenes del exterior, lo cierto es que se parecían mucho a lo que había visto antes: árboles que crecían en ángulos extraños y un terreno cubierto de maleza. Pero al otro lado, a la izquierda, alguien había cortado los árboles para dejar un pequeño claro. En medio de éste se levantaba una cabaña de madera con persianas de color rojo, una letrina a un lado y dos cobertizos bajos en el otro. Un humo azulado salía de uno de los cobertizos, por debajo de sus aleros mal encajados, y en un primer momento Chey pensó que se trataba de un incendio. Pero al ver que Dzo no se alarmaba, llegó a la conclusión de que aquello debía de ser normal. Tal vez se tratara de un ahumadero para curar carne, o de una sauna, o algo por el estilo.

—¿Es aquí donde vives? —le preguntó Chey.

—No —le respondió su salvador—. Es la casa de mi amigo. Ya te lo había dicho. Yo suelo dormir al raso, pero él es un hombre civilizado y le gustan las camas con almohada.

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