Azazel (23 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Fantástico

BOOK: Azazel
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En resumen, pues, Vissarion no había muerto por nada existente sobre la Tierra. Él era la primera persona en la Historia que se supiera que había muerto por efecto de un meteorito. Naturalmente, lo mantuve en absoluto secreto, pues Vissarion era un hombre muy reservado y le habría desagradado obtener notoriedad de esa manera. Habría oscurecido todos sus importantes trabajos en cuestiones económicas, y yo no podía permitir tal cosa.

Pero en cada aniversario de su elevación y muerte —como hoy—, pienso: ¡Pobre Vissarion! ¡Pobre Vissarion!

George se enjugó los ojos con el pañuelo, y yo le pregunté:

—¿Y qué fue de la siguiente persona que le sucedió en la presidencia? Debería haber ocupado el puesto durante medio año, y la siguiente durante tres meses, y la siguiente…

—No es necesario que hagas ostentación de tus conocimientos de alta matemática conmigo. Yo no soy uno de tus pobres y sufridos lectores. No sucedió nada de eso. La ironía del asunto radica en que el propio club alteró la ley de la Naturaleza.

—¡Oh! ¿Y cómo lo hicieron?

—Se les ocurrió que el nombre del club, el CRD, «Club de Rendimientos Decrecientes», era de mal agüero y que controlaba la duración del mandato del presidente. Por lo tanto, lo que hicieron fue invertir las iniciales y cambiaron el CRD en CDR.

—¿Y qué significa CDR?

—«Club de Distribuciones Rotativas», naturalmente —dijo George—, y el siguiente presidente lleva ya diez años en el puesto y conserva todo su vigor.

Cuando el camarero volvió con el cambio, George lo cogió en su pañuelo, se guardó pañuelo y billetes en el bolsillo superior con elegante ademán, se levantó y, con un afable movimiento de la mano, se alejó.

Las peleas de primavera

George y yo estábamos mirando el campus universitario que se extendía a la otra orilla del río; después de haber comido a mis expensas hasta hartarse, George se sintió movido a una lacrimosa nostalgia.

—¡Ah, días universitarios, días universitarios! —gimió—. ¿Qué podemos encontrar después en la vida que compense vuestra pérdida?

Le miré, sorprendido.

—¡No me digas que fuiste a la Universidad!

Me dispensó una altiva mirada.

—¿Te das cuenta de que yo soy el presidente más grande que jamás haya tenido la fraternidad de «Fi Fo Fum»?

—Pero ¿cómo pagabas las matrículas y los gastos?

—¡Becas! —respondió—. Llovían sobre mí una vez que demostré mis proezas en las peleas que celebraban nuestras victorias en los dormitorios de los pabellones mixtos. Eso, y un tío rico.

—No sabía que tenías un tío rico, George.

—Después de los seis años que tardé en terminar el programa desacelerado, ya no lo era, por desgracia. Al menos, no mucho. El dinero que pudo salvar del desastre, finalmente lo legó a un hogar para gatos indigentes, haciendo en su testamento varias observaciones acerca de mí, que desdeño repetir. La mía ha sido una vida triste y carente de aprecio.

—En algún momento del lejano futuro —dije— debes contármelo todo, sin omitir detalle.

—Pero el recuerdo de los días universitarios —continuó George— baña toda mi dura vida con un resplandor de oro y perlas. Lo sentí con toda su intensidad hace unos años, cuando volví a visitar el campus de la vieja Universidad Tate.

—¿Te invitaron a volver? —dije, consiguiendo casi ocultar el inequívoco tono de incredulidad que latía en mi voz.

—Se disponían a hacerlo, estoy seguro —respondió George—, pero, en realidad, volví a petición de un querido camarada de mis años estudiantiles, el bueno de Antiochus Schnell.

Puesto que estás claramente fascinado por lo que ya te he dicho —dijo George—, permíteme que te hable del bueno de Antiochus Schnell. Era mi compañero inseparable en los viejos tiempos, mi fiel Acates (aunque nunca sabré por qué desperdicio alusiones clásicas con un necio e ignorante como tú). Incluso ahora, aunque ha envejecido mucho más que yo, le recuerdo tal como era en los tiempos en que, juntos, engullíamos carpas, llenábamos cabinas telefónicas con nuestros compinches y quitábamos bragas con diestros giros de muñecas, entre los complacidos chillidos de pecosas estudiantes. En resumen, saboreábamos todos los placeres sublimes de una ilustrada institución.

Por eso, cuando el viejo Antiochus Schnell me pidió que fuera a verle por un asunto de gran importancia, acudí inmediatamente.

—George —dijo—, se trata de mi hijo.

—¿El joven Artaxerxes Schnell?

—El mismo. Es estudiante de segundo curso en la vieja Universidad Tate, pero las cosas no le van nada bien.

Entorné los ojos.

—¿Frecuenta la compañía de gente indeseable? ¿Se ha entrampado? ¿Ha cometido la tontería de caer en las redes de alguna madura camarera de cervecería?

—¡Peor! ¡Mucho peor! —respondió con voz entrecortada el viejo Antiochus Schnell—. Nunca me lo ha dicho él mismo…, supongo que no se atreve; sin embargo, he recibido una horrorizada carta de uno de sus compañeros, escrita con carácter estrictamente confidencial. George, amigo mío, mi pobre hijo…, deja que te lo diga abiertamente, sin recurrir a eufemismos, ¡está estudiando cálculo!

—Estudiando cal… —no me atreví a pronunciar la horrible palabra.

Antiochus Schnell asintió con abatimiento.

—Y también ciencias políticas. En realidad, está asistiendo a clase, y se le ha visto estudiando.

—¡Santo cielo! —exclamé, aterrado.

—No lo puedo creer en el joven Artaxerxes, George. Si su madre se enterase, acabaría con ella. Es una mujer sensible, George, y no goza de buena salud. En nombre de nuestra vieja amistad, te suplico que vayas a la vieja Tate e investigues el asunto. Si el chico se ha dejado seducir por la ciencia, de alguna manera hazle entrar en razón…, por su madre y por él mismo, ya que no por mí.

Con lágrimas en los ojos, le estreché la mano.

—Nada me detendrá —dije—. Absolutamente ninguna consideración me apartará de esta sagrada tarea. Gastaré hasta la última gota de mi sangre si es necesario… Hablando de gastar, necesitaré un cheque.

—¿Un cheque? —musitó con voz temblorosa Antiochus Schnell, que siempre ha sido un hombre muy dado a mantener la cartera cerrada.

—Habitación de hotel —dije—, comidas, bebidas, propinas, inflación y gastos generales. Es para tu hijo, amigo mío, no para mí.

Finalmente, conseguí ese cheque, y una vez que llegué a Tate no esperé mucho para visitar al joven Artaxerxes. Apenas si me permití tomar una buena cena, un coñac excelente, una larga noche de sueño y un sosegado desayuno antes de acudir a su habitación.

Al entrar sufrí una fuerte impresión: las paredes se hallaban cubiertas de estanterías repletas no de diversos y heterogéneos objetos de adorno, ni de nutritivas botellas llenas del arte del vinatero, ni de fotografías de encantadoras jovencitas que inexplicablemente habían perdido sus vestidos…, sino de «libros».

Uno yacía desvergonzadamente abierto sobre la mesa, y yo creo que lo había estado hojeando justo antes de mi llegada. Tenía una sospechosa mancha de polvo en el dedo índice de la mano derecha, que, torpemente, trató de esconder en la espalda.

No obstante, el propio Artaxerxes constituía una impresión mayor aún. Naturalmente, él no me reconoció como viejo amigo de la familia. Yo no le había visto desde hacía nueve años, pero nueve años no habían cambiado mi noble apostura ni mi lozano y abierto semblante. Nueve años antes, sin embargo, Artaxerxes era un joven anodino de diecinueve años. Medía poco más de metro y medio, llevaba gafas grandes y redondas y tenía aspecto encorvado.

—¿Cuánto pesas? —le pregunté de improviso.

—Cuarenta y cuatro kilos —susurró.

Le miré con sincera compasión. Era un tipejo endeble de cuarenta y cuatro kilos, objeto natural de la burla e irrisión de los demás.

Luego, se me ablandó el corazón al pensar: ¡Pobre muchacho, pobre muchacho! Con un cuerpo así, ¿podría tomar parte en alguna de las actividades esenciales para una adecuada educación universitaria? ¿Rugby? ¿Carreras? ¿Lucha libre? Cuando otros muchachos exclamaban: «Tenemos este viejo granero, podemos cosernos nuestras propias ropas, vamos a montar una comedia musical», ¿qué podía hacer «él»? Con unos pulmones como los suyos, ¿podría cantar de forma que no fuese como una delicada soprano?

Es lógico que se viese obligado, contra su voluntad, a dejarse deslizar en la infamia.

Con suavidad, casi tiernamente, le dije:

—Artaxerxes, muchacho, ¿es verdad que estás estudiando cálculo y economía política?

Asintió con la cabeza.

—Y también antropología.

Sofoqué una exclamación de disgusto.

—¿Y es verdad que asistes a clases? —pregunté.

—Lo siento, señor, pero así es. Al final de este año haré la lista del decano.

Había una lágrima delatora en la comisura de uno de sus ojos, y en medio de mi horror, albergué alguna esperanza en que, por lo menos, reconociera el abismo de depravación en que había caído.

—Hijo mío —le dije—, ¿es que no puedes apartarte de esas despreciables prácticas y retornar a una pura e inmaculada vida universitaria?

—No puedo —sollozó—. He ido demasiado lejos. Nadie puede ayudarme.

Yo pugnaba desesperadamente por hallar alguna solución.

—¿No hay en esta Universidad una mujer decente que pueda ocuparse de ti? En el pasado, el amor de una buena mujer ha obrado milagros, y seguro que puede volver a hacerlo.

Se le iluminaron los ojos. Era obvio que yo había puesto el dedo en la llaga.

—Philomel Kribb —dijo con voz entrecortada—. Ella es el sol, la luna y las estrellas que brillan sobre el mar de mi alma.

—Ah —dije, percibiendo la emoción oculta tras su controlada fraseología—. ¿Lo sabe ella?

—¿Cómo puedo decírselo? El peso de su desprecio me aplastaría.

—¿No renunciarías al cálculo para anular ese desprecio?

Inclinó la cabeza.

—Soy débil…, débil.

Me separé de él, decidido a encontrar inmediatamente a Philomel Kribb.

No me costó mucho trabajo. En Secretaría, rápidamente averigüé que se estaba especializando como animadora de espectáculos deportivos, con una dedicación secundaria a la música coral. La encontré en el local de ensayos.

Esperé pacientemente a que terminaran los complicados y briosos pasos y los melodiosos grititos, luego pedí que me indicaran quién era Philomel: se trataba de una muchacha rubia de mediana estatura, reluciente de salud y de transpiración y poseedora de una figura que me hizo fruncir los labios en signo de aprobación. Era obvio que bajo la académica perversión de Artaxerxes latía una oscura comprensión de cuáles eran los debidos intereses de un estudiante.

Una vez que hubo salido de la ducha y se hubo puesto su vistoso y escueto vestido estudiantil, vino a mi encuentro, con aire tan fresco y radiante como un prado cubierto de rocío.

Inmediatamente fui al grano y le dije:

—El joven Artaxerxes considera que tú eres la iluminación astronómica de su vida.

Me pareció que sus ojos se enternecían un poco.

—Pobre Artaxerxes. Necesita mucha ayuda.

—Podría aprovechar la que le diera una buena mujer —señalé.

—Lo sé —dijo—, y yo soy tan buena como la que más…, eso dicen, al menos. —Se ruborizó—. Pero ¿qué puedo hacer? Yo no puedo ir contra la biología. Bullwhip Costigan humilla constantemente a Artaxerxes. Se burla de él en público, le da empujones, tira al suelo sus estúpidos libros, todo ello entre las crueles risas de los presentes. Ya sabe lo que ocurre en el aire hirviente de la primavera.

—Ah, sí —dije emocionado, recordando los felices tiempos y las muchas, muchísimas veces que yo había custodiado las chaquetas de los contendientes—. ¡Las peleas de primavera!

Philomel suspiró.

—He esperado mucho tiempo que, de alguna manera, Artaxerxes hiciera frente a Bullwhip…, un taburete le ayudaría, naturalmente, habida cuenta de que Bullwhip mide 1,95; no obstante, por alguna razón, Artaxerxes se niega a hacerlo. Tanto estudiar —se estremeció— debilita la fibra moral.

—Indudablemente, pero si tú le ayudaras a salir del agujero…

—Oh, señor, él está profundamente hundido, y es un muchacho bueno y considerado, y yo le ayudaría si pudiese, pero el equipamiento genético de mi cuerpo impone su influencia y me llama al lado de Bullwhip, Es guapo, musculoso y dominador, y esas cualidades dejan su impronta natural en mi entusiasmado corazón de animadora.

—¿Y si Artaxerxes humillase a Bullwhip?

—Una animadora —dijo, y se irguió orgullosamente, ofreciendo una espectacular ostentación de esplendor frontal— debe seguir a su corazón, que, inevitablemente, se apartaría del humillado y alcanzaría hacia el humillador.

Sencillas palabras, que yo sabía que brotaban del alma de la honesta muchacha.

Estaba claro lo que debía hacer. Si Artaxerxes hacía caso omiso de la insignificante diferencia de cuarenta y cinco centímetros y cincuenta kilos, y arrojaba al fango a Bullwhip Costigan, Philomel sería de Artaxerxes y le convertiría en un auténtico hombre, que se pasaría la vida entregado a la útil tarea de beber cerveza y ver la televisión.

Estaba claro: era un caso para Azazel.

No sé si te he hablado alguna vez de Azazel, pero es un ser de otro tiempo y lugar, de dos centímetros de estatura; al que puedo llamar a mi lado mediante conjuros y hechizos secretos que sólo yo conozco.

Azazel posee poderes muy superiores a los nuestros; sin embargo, carece de cualidades sociales, pues es una criatura extraordinariamente egoísta, que constantemente antepone sus triviales ocupaciones a mis importantes necesidades.

Esta vez, cuando apareció, estaba tendido de costado, con los diminutos ojos cerrados y acariciando lentamente el aire vacío ante él con suaves y lánguidos movimientos de su cola.

—«Poderoso» —dije, pues él insiste en que se le dé ese tratamiento.

Abrió los ojos, y, al instante, emitió estridentes silbidos en la gama más alta de mi audición. Muy desagradable.

—¿Dónde está Astaroth? —exclamó—. ¿Dónde está mi preciosa Astaroth, que en este mismo momento se encontraba en mis brazos?

Luego, reparó en mi presencia y dijo, rechinando los dientes:

—¡Oh, eres tú! ¿Te das cuenta de que me has llamado a tu lado en el preciso momento en que Astaroth…? Pero eso no viene al caso.

—En efecto —dije—. No obstante, considera que, una vez me hayas prestado una pequeña ayuda, puedes volver a tu propio continuo medio minuto después de tu marcha. Para entonces, Astaroth habrá tenido tiempo de sentirse molesta por tu súbita ausencia, pero no furiosa todavía. Tu reaparición le llenará de alegría, y lo que estuvierais haciendo, se puede hacer por segunda vez.

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