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Authors: Greg Egan

Axiomático (27 page)

BOOK: Axiomático
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Cuando estemos juntos en Island, ella podrá llegar a sus propias conclusiones, podrá tomar sus propias decisiones. Por ahora, sólo puedo mirar al cielo y esperar que ella esté realmente a salvo en su estasis sin pensamiento.

Por ahora, tengo una vida que vivir con la Loraine de carne y hueso. Tengo que contarle la verdad, evidentemente, y repaso toda la conversación, a su lado, noche tras noche.

DAVID: ¿Cómo podría no preocuparme por ella? ¿Cómo podría dejarla sufrir? ¿Cómo podía abandonar a alguien que, literalmente, se construyó a partir de todas mis razones para amarte?

LORAINE: ¿Una imitación de una imitación? Nadie
sufría
, nadie esperaba a salvarse. No había nadie a quien rescatar, nadie a quien abandonar.

DAVID: ¿Yo no soy
nadie
? ¿Tú no eres
nadie
? Porque eso es lo que jamás tendremos el uno del otro: una imitación, una Copia. Todo lo que llegaremos a conocer es el retrato que cada uno tiene del otro dentro de su propio cráneo.

LORAINE: ¿Eso es lo que crees que soy? ¿Una idea en tu cabeza?

DAVID: ¡No! Pero es todo lo que tengo, y por tanto es todo lo que puedo amar sinceramente. ¿
No lo comprendes
?

Y, milagrosamente, lo comprende. Al final lo comprende.

Noche tras noche.

Cierro los ojos y duermo, aliviado.

Aprendiendo a ser yo

Tenía seis años cuando mis padres me contaron que había una pequeña joya oscura dentro de mi cráneo, aprendiendo a ser yo.

Arañas microscópicas habían tejido una finísima red dorada por todo mi cerebro, de forma que el entrenador de la joya pudiese escuchar los susurros de mis pensamientos. La joya en sí fisgoneaba en mis sentidos y leía los mensajes químicos que portaba mí flujo sanguíneo; veía, oía, olía, gustaba y sentía el mundo exactamente igual que yo, mientras el entrenador examinaba los pensamientos de la joya y los comparaba con los míos. Cuando los pensamientos de la joya eran
incorrectos
, el entrenador —a mayor velocidad que el pensamiento— rehacía ligeramente la joya, alterándola por aquí y por allá, buscando los cambios que corrigiesen sus pensamientos.

¿Por qué? De forma que cuando yo ya no pudiese ser yo, la joya pudiese hacerlo por mí.

Pensé: si oírlo
me
hace sentir extraño y mareado, ¿cómo se sentirá
la joya
? Exactamente de la misma forma, razoné; no sabe que es la joya, y también se pregunta cómo se sentirá la joya, razonando también: "Exactamente de la misma forma; no sabe que es la joya, y también se pregunta cómo se sentirá..."

Y también se pregunta...

(Lo sé, porque
yo
me lo pregunté).

...también se pregunta si es mi yo real, o si de hecho es simplemente la joya aprendiendo a ser yo.

A mis desdeñosos doce años, me hubiese reído de esas preocupaciones infantiles. Todos llevaban la joya, excepto los miembros de minúsculas sectas religiosas, y reflexionar sobre la rareza de la situación me resultaba insoportablemente pretencioso. La joya era la joya, un hecho corriente de la vida, tan normal como los excrementos. Mis amigos y yo contábamos chistes malos sobre la joya, de la misma forma que contábamos chistes malos sobre el sexo, para demostrarnos mutuamente lo cómodos que nos sentíamos con la idea.

Pero no nos sentíamos tan adultos e imperturbables como fingíamos. Un día en el que estábamos ganduleando en el parque, sin ningún plan en particular, un miembro de nuestra pandilla —cuyo nombre he olvidado, pero al que recuerdo como demasiado listo para su propio bien— nos preguntó a cada uno:

—¿Quién eres? ¿La joya o el humano?

Cuando el último hubo respondido, lanzó una risotada y dijo:

—Bien, yo no lo soy. Soy la joya. Así que podéis lamerme el culo, perdedores, porque todos
vosotros
vais a iros por el retrete cósmico... pero yo, yo voy a vivir para siempre.

Le pegamos hasta que sangró.

Para cuando cumplí los catorce años, a pesar —o quizá por eso— de que la joya apenas se mencionaba en el aburrido temario de mi máquina de enseñanza, había pensado bastante más en el tema. La respuesta pedantemente correcta a la pregunta "¿Eres la joya o el humano?" tenía que ser "El humano", porque sólo el cerebro humano era físicamente capaz de responder. La joya recibía las entradas de los sentidos, pero no poseía control del cuerpo, y su respuesta intencional coincidía con lo que efectivamente se decía, sólo porque el dispositivo era una imitación perfecta del cerebro. Decirle al mundo exterior "Soy la joya" —hablando, escribiendo o por cualquier otro método que hiciese uso del cuerpo— era claramente falso (aunque este razonamiento no descartaba
pensarlo
para uno mismo).

Sin embargo, en un sentido más amplio, decidí que la pregunta simplemente era equivocada. Mientras la joya y el cerebro humano compartiesen las mismas entradas sensoriales, y mientras el entrenador mantuviese los pensamientos perfectamente sincronizados, sólo había
una
persona,
una
identidad,
una
consciencia. Esta persona única simplemente resultaba poseer la propiedad (muy deseable) de que si la joya
o
el cerebro humano eran destruidos, él o ella sobreviviría sin problemas. La gente siempre había tenido dos pulmones y dos riñones, y durante casi un siglo, muchos habían vivido con dos corazones. Esto era lo mismo: una cuestión de redundancia, una cuestión de robustez, no más.

Ese fue el año en que mis padres decidieron que yo era lo suficientemente maduro como para contarme que los dos habían realizado el cambio tres años antes. Fingí tomármelo con calma, pero les odié apasionadamente por no habérmelo contado en su momento. Habían ocultado la estancia en el hospital con mentiras sobre viajes de negocios al extranjero. Durante tres años había estado viviendo con cabezas-de-joya, y ni siquiera me lo habían dicho. Era
exactamente
lo que yo hubiese esperado de ellos.

—No te parecimos diferentes, ¿no? —me preguntó mi madre.

—No —dije, con sinceridad, pero igualmente hirviendo de resentimiento.

—Es por eso que no te lo contamos —dijo mi padre—. Si hubieses sabido que habíamos cambiado, podrías haber
imaginado
que habíamos cambiado en algo. Como hemos esperado hasta ahora para contártelo, le lo hemos dejado más fácil para convencerte de que somos los mismos de siempre —me paso un brazo por encima y me apretó. Yo casi grité "¡No me
toques
!", pero recordé a tiempo que me había convencido a mí mismo de que la joya no era Nada Importante.

Debería haber supuesto que lo habían hecho, mucho antes de que me lo confesasen; después de todo, desde hacía años sabía que la mayoría de la gente cambiaba al cumplir los treinta. Para entonces, el cerebro orgánico va cuesta abajo, y sería una estupidez hacer que la joya imitase ese declive. Por tanto, rehacen el sistema nervioso; pasan las riendas del cuerpo a la joya y se desactiva al entrenador. Durante una semana, los impulsos de salida del cerebro se comparan con los de la joya, pero a esas alturas la joya es una copia perfecta, y jamás se detectan diferencias.

Se retira el cerebro, se elimina, y se te reemplaza con un tejido esponjoso, con forma de cerebro hasta el nivel de los capilares más pequeños, pero tan incapaz de pensar como un pulmón o un riñón. Ese cerebro de pega retira de la sangre exactamente la misma cantidad de oxígeno y glucosa que el cerebro real, y realiza con fidelidad cierto conjunto de funciones bioquímicas toscas y esenciales. Con el tiempo, al igual que la carne, perecerá y será preciso reemplazarlo.

La joya, sin embargo, es inmortal. A menos que caiga en una explosión nuclear, sobrevivirá durante mil millones de años.

Mis padres eran máquinas. Mis padres eran dioses. No eran nada especial. Les odiaba.

Me enamoré a los dieciséis años, y volví a convertirme en un niño.

Al pasar noches cálidas en la playa con Eva, apenas podía creer que una simple máquina pudiese sentirse como me sentía yo. Sabía perfectamente bien que si mi joya hubiese tenido el control del cuerpo, hubiese pronunciado las mismas palabras que yo, y hubiese ejecutado con igual cariño y dificultad las mismas caricias torpes que yo, pero no podía aceptar que su vida interior fuese tan rica, tan milagrosa, tan deliciosa como la mía. El sexo, aunque agradable, lo podía aceptar como una función puramente mecánica, pero había algo entre nosotros (o eso creía) que no tenía ninguna relación con la lujuria, nada que ver con las palabras, nada que ver con
ninguna
acción tangible de nuestros cuerpos que un espía entre las dunas, armado con binoculares infrarrojas y micrófonos parabólicos, pudiese discernir.

Después de hacer el amor, contemplábamos en silencio el puñado de estrellas visibles, nuestras almas unidas en un lugar secreto que ningún ordenador cristalino podría alcanzar ni aunque lo intentase durante mil millones de años. (Si le hubiese dicho
semejante cosa
a mi sensible y obsceno yo de doce años, éste se hubiese reído hasta sufrir una hemorragia.)

Para entonces sabía que el "entrenador" de la joya no vigilaba todas las neuronas de mi cerebro. No hubiese sido práctico, tanto en términos de manejo de datos, y tampoco por la intrusión física en los tejidos. Uno de esos teoremas decía que la muestra de ciertas neuronas críticas era casi tan válida como una muestra total, y —dadas algunas suposiciones muy razonables que nadie podía demostrar falsas— se podían establecer límites de error con rigor matemático.

Al principio, declaré que
dentro de esos errores
, por pequeños que fuesen, se encontraba la diferencia entre el cerebro y la joya, entre el humano y la máquina, entre el amor y su imitación. Eva, sin embargo, me señaló muy pronto que era absurdo realizar una distinción radical y cualitativa en base a la densidad de muestreo; si el siguiente modelo de entrenador muestreaba más neuronas y reducía a la mitad la tasa de error, ¿la joya
estaría
entonces a "medio camino" entre "humano" y "máquina"? En teoría —y finalmente en la práctica— la tasa de error se podía reducir por debajo de cualquier valor, por pequeño que fuese, que yo pudiese establecer, ¿Creía realmente que la discrepancia de uno entre mil millones era tan importante... cuando todos los seres humanos perdían permanentemente miles de neuronas todos los días por atrición natural?

Evidentemente, ella tenía razón, pero pronto encontré otra defensa, más plausible, para mi posición. Las neuronas vivas, argumentaba, poseían mucha más estructura interna que los toscos conmutadores ópticos que ejecutaban la misma función en la llamada "red neuronal" de la joya. Que la neurona se disparase o no sólo reflejaba un nivel de sus comportamientos; ¿quién sabía lo que las sutilezas de la bioquímica —la mecánica cuántica de las moléculas orgánicas específicas que intervenían— contribuían a la naturaleza de la consciencia humana? Copiar la topología neuronal abstracta no era suficiente. Cierto, la joya podía pasar el fatuo test de Turing —ningún observador externo podía distinguirla de un humano— pero eso no demostraba que
ser
una joya se sintiese igual que
ser
humano.

Eva me preguntó:

—¿Significa eso que jamás cambiarás? ¿Harás que retiren la joya? ¿Te dejarás
morir
cuando tu cerebro empiece a pudrirse?

—Quizá —dije—. Mejor morir a los noventa o a los cien que matarme a los treinta y dejar que una máquina vaya por ahí, ocupando mi lugar, fingiendo ser yo.

—¿Cómo sabes que
yo
no he cambiado? —preguntó, provocadora —. ¿Cómo sabes que no estoy simplemente "fingiendo ser yo"?

—Sé que no has cambiado —dije, con suficiencia—. Simplemente
lo sé.

—¿Cómo? Tendría el mismo aspecto. Hablaría de la misma forma. Actuaría de la misma forma en toda ocasión. Hoy en día la gente cambia cada vez más joven. ¿
Cómo sabes que no he cambiado
?

Me volví hacia ella y la miré a los ojos.

—Telepatía. Magia. La comunión de las almas.

Mi yo de doce años empezó a mofarse, pero para entonces ya sabía cómo alejarle.

A los diecinueve, a pesar de estar estudiando económicas, me matriculé en un curso de filosofía. Pero aparentemente el departamento de filosofía no tenía nada que decir sobre el Dispositivo Ndoli, conocido habitualmente como "la joya". (Ndoli en realidad lo había llamado "el
dual
", pero el mote accidental y homofónico había ganado
[1]
) Hablaban de Platón, Descartes y Marx, hablaban de San Agustín y —cuando se sentían especialmente modernos y atrevidos— de Sartre, pero si habían oído hablar de Gödel, Turing, Hamsun o Kim, se negaban a admitirlo. Por pura frustración, en un ensayo sobre Descartes, propuse que la idea de que la consciencia humana era un "software" que podía "implementarse" igual de bien sobre un cerebro orgánico o sobre un cristal óptico era en realidad un retroceso al dualismo cartesiano: escribiendo "software" en lugar de "alma". Mi tutor superpuso una línea roja, perfecta, diagonal y luminosa sobre cada párrafo que trataba de esa idea, y escribió en el margen (con letras Times verticales, en negrita y de veinte puntos, con un parpadeo desdeñoso de dos hercios): ¡IRRELEVANTE!

Dejé la filosofía y me matriculé en una unidad sobre ingeniería de cristales ópticos para no especialistas. Aprendí mucha mecánica cuántica de estado sólido. Aprendí mucha matemática fascinante. Aprendí que una red neuronal es un dispositivo empleado exclusivamente para resolver problemas que son demasiado difíciles para
comprender.
Una red neuronal lo suficientemente flexible se puede configurar por retroalimentación para imitar casi cualquier sistema —para producir el mismo patrón de salidas dado el mismo patrón de entrada— pero lograrlo no arroja ninguna luz sobre la naturaleza del sistema que se emula.

—La comprensión —nos dijo el profesor— es un concepto sobrevalorado. Nadie
comprende
realmente cómo un óvulo fertilizado se convierte en un humano. ¿Qué deberíamos hacer? ¿Dejar de tener hijos hasta que la ontogénesis se pueda describir por medio de un conjunto de ecuaciones diferenciales?

Debía admitir que tenía parte de razón.

Para entonces tenía claro que nadie disponía de la respuesta que ansiaba, y que era muy improbable que yo diese con ella; mis capacidades intelectuales eran, como mucho, mediocres. Se reducía a una simple elección: podía malgastar el tiempo preocupándome de los misterios de la consciencia, o, como todos los demás, podía dejar de preocuparme y seguir con mi vida.

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