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Authors: Friedrich Nietzsche

Así habló Zaratustra (7 page)

BOOK: Así habló Zaratustra
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¿Qué ocurrió, hermanos míos? Yo me superé a mí mismo, al ser que sufría, yo llevé mi ceniza a la montaña,
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inventé para mí una llama más luminosa. ¡Y he aquí que el fantasma se me desvaneció!

Sufrimiento sería ahora para mí, y tormento para el cura­do, creer en tales fantasmas: sufrimiento sería ahora para mí, y humillación. Así hablo yo a los trasmundanos.

Sufrimiento fue, e impotencia, lo que creó todos los tras­mundos; y aquella breve demencia de la felicidad que sólo ex­perimenta el que más sufre de todos.

Fatiga, que de un solo salto quiere llegar al final, de un salto mortal, una pobre fatiga ignorante, que ya no quiere ni querer: ella fue la que creó todos los dioses y todos los trasmundos.

¡Creedme, hermanos míos! Fue el cuerpo el que desesperó del cuerpo, con los dedos del espíritu trastornado palpaba las últimas paredes.

¡Creedme, hermanos míos! Fue el cuerpo el que desesperó de la tierra, oyó que el vientre del ser le hablaba.

Y entonces quiso meter la cabeza a través de las últimas pa­redes, y no sólo la cabeza
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; quiso pasar a «aquel mundo». Pero «aquel mundo» está bien oculto a los ojos del hombre, aquel inhumano mundo deshumanizado, que es una nada ce­leste; y el vientre del ser no habla en modo alguno al hombre, a no ser en forma de hombre.

En verdad, todo «ser» es difícil de demostrar, y difícil resul­ta hacerlo hablar. Decidme, hermanos míos, ¿no es acaso la más extravagante de todas las cosas la mejor demostrada?

Sí, este yo y la contradicción y confusión del yo continúan hablando acerca de su ser del modo más honesto, este yo que crea, que quiere, que valora, y que es la medida y el valor de las cosas.

Y este ser honestísimo, el yo, habla del cuerpo, y continúa queriendo el cuerpo, aun cuando poetice y fantasee y revolo­tee de un lado para otro con rotas alas.

El yo aprende a hablar con mayor honestidad cada vez: y cuanto más aprende, tantas más palabras y honores encuen­tra para el cuerpo y la tierra.

Mi yo me ha enseñado un nuevo orgullo, y yo se lo enseño a los hombres: ¡a dejar de esconder la cabeza en la arena de las cosas celestes, y a llevarla libremente, una cabeza terrena, la cual es la que crea el sentido de la tierra!

Una nueva voluntad enseño yo a los hombres: ¡querer ese camino que el hombre ha recorrido a ciegas, y llamarlo bue­no y no volver a salirse a hurtadillas de él, como hacen los en­fermos y moribundos!

Enfermos y moribundos eran los que despreciaron el cuer­po y la tierra y los que inventaron las cosas celestes y las gotas de sangre redentoras:
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¡pero incluso estos dulces y sombríos venenos los tomaron del cuerpo y de la tierra!

De su miseria querían escapar, y las estrellas les parecían demasiado lejanas. Entonces suspiraron: «¡Oh, si hubiese ca­minos celestes para deslizarse furtivamente en otro ser y en otra felicidad!», ¡entonces se inventaron sus caminos furtivos y sus pequeños brebajes de sangre!.
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Entonces estos ingratos se imaginaron estar sustraídos a su cuerpo y a esta tierra. Sin embargo, ¿a quién debían las con­vulsiones y delicias de su éxtasis? A su cuerpo y a esta tierra.

Indulgente es Zaratustra con los enfermos. En verdad, no se enoja con sus especies de consuelo y de ingratitud. ¡Que se transformen en convalecientes y en superadores, y que se creen un cuerpo superior!

Tampoco se enoja Zaratustra con el convaleciente si éste mira con delicadeza hacia su ilusión y a medianoche se desli­za furtivamente en torno a la tumba de su dios: mas enferme­dad y cuerpo enfermo continúan siendo para mí también sus lágrimas.

Mucho pueblo enfermo ha habido siempre entre quienes poetizan y tienen la manía de los dioses; odian con furia al hombre del conocimiento y a aquella virtud, la más joven de todas, que se llama: honestidad.

Vuelven siempre la vista hacia tiempos oscuros: entonces, ciertamente, ilusión y fe eran cosas distintas; el delirio de la razón era semejanza con Dios, y la duda era pecado.

Demasiado bien conozco a estos hombres semejantes a Dios: quieren que se crea en ellos, y que la duda sea pecado. Demasiado bien sé igualmente qué es aquello en lo que más creen ellos mismos.

En verdad, no en trasmundos ni en gotas de sangre reden­tora: sino que es en el cuerpo en lo que más creen, y su propio cuerpo es para ellos su cosa en sí.
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Pero cosa enfermiza es para ellos el cuerpo: y con gusto es­caparían de él. Por eso escuchan a los predicadores de la muerte, y ellos mismos predican trasmundos.

Es mejor que oigáis, hermanos míos, la voz del cuerpo sano: es ésta una voz más honesta y más pura.

Con más honestidad y con más pureza habla el cuerpo sano, el cuerpo perfecto y cuadrado:
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y habla del sentido de la tierra.

Así habló Zaratustra.

* * *

De los despreciadores del cuerpo

A los despreciadores del cuerpo quiero decirles mi pala­bra. No deben aprender ni enseñar otras doctrinas, sino tan sólo decir adiós a su propio cuerpo, y así enmudecer.

«Cuerpo soy yo y alma», así habla el niño. ¿Y por qué no hablar como los niños?

Pero el despierto, el sapiente, dice: cuerpo soy yo íntegra­mente, y ninguna otra cosa; y alma es sólo una palabra para designar algo en el cuerpo.

El cuerpo es una gran razón, una pluralidad dotada de un único sentido, una guerra y una paz, un rebaño y un pas­tor.
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Instrumento de tu cuerpo es también tu pequeña razón, hermano mío, a la que llamas «espíritu», un pequeño instru­mento y un pequeño juguete de tu gran razón.

Dices «yo» y estás orgulloso de esa palabra. Pero esa cosa aún más grande, en la que tú no quieres creer; tu cuerpo y su gran razón: ésa no dice yo, pero hace yo.

Lo que el sentido siente, lo que el espíritu conoce, eso nun­ca tiene dentro de sí su final. Pero sentido y espíritu querrían persuadirte de que ellos son el final de todas las cosas: tan va­nidosos son.

Instrumentos y juguetes son el sentido y el espíritu: tras ellos se encuentra todavía el sí-mismo.
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El sí-mismo busca también con los ojos de los sentidos, escucha también con los oídos del espíritu.

El sí-mismo escucha siempre y busca siempre: compara, subyuga, conquista, destruye. El sí-mismo domina y es el do­minador también del yo.

Detrás de tus pensamientos y sentimientos, hermano mío, se encuentra un soberano poderoso, un sabio desconocido, llámase sí-mismo. En tu cuerpo habita, es tu cuerpo.

Hay más razón en tu cuerpo que en tu mejor sabiduría. ¿Y quién sabe para qué necesita tu cuerpo precisamente tu mejor sabiduría?

Tu sí-mismo se ríe de tu yo y de sus orgullosos saltos. «¿Qué son para mí esos saltos y esos vuelos del pensamiento?, se dice. Un rodeo hacia mi meta. Yo soy las andaderas del yo y el apuntador de sus conceptos.»

El sí-mismo dice al yo: «¡siente dolor aquí!» Y el yo sufre y reflexiona sobre cómo dejar de sufrir, y justo para ello debe pensar.

El sí-mismo dice al yo: «¡siente placer aquí!» Y el yo se ale­gra y reflexiona sobre cómo seguir gozando a menudo, y jus­to para ello debe pensar.

A los despreciadores del cuerpo quiero decirles una pala­bra. Su despreciar constituye su apreciar.
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¿Qué es lo que creó el apreciar y el despreciar y el valor y la voluntad?

El sí-mismo creador se creó para sí el apreciar y el despre­ciar, se creó para sí el placer y el dolor. El cuerpo creador se creó para sí el espíritu como una mano de su voluntad.

Incluso en vuestra tontería y en vuestro desprecio, despre­ciadores del cuerpo, servís a vuestro sí-mismo. Yo os digo: también vuestro sí-mismo quiere morir y se aparta de la vida. Ya no es capaz de hacer lo que más quiere: crear por encima de sí. Eso es lo que más quiere, ése es todo su ardiente de­seo.

Para hacer esto, sin embargo, es ya demasiado tarde para él: por ello vuestro sí-mismo quiere hundirse en su ocaso, des­preciadores del cuerpo.

¡Hundirse en su ocaso quiere vuestro sí-mismo, y por ello os convertisteis vosotros en despreciadores del cuerpo! Pues ya no sois capaces de crear por encima de vosotros.

Y por eso os enojáis ahora contra la vida y contra la tierra. Una inconsciente envidia hay en la oblicua mirada de vuestro desprecio.

¡Yo no voy por vuestro camino, despreciadores del cuerpo! ¡Vosotros no sois para mí puentes hacia el superhombre!

Así habló Zaratustra.

* * *

De las alegrías y de las pasiones
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Hermano mío, si tienes una virtud, y esa virtud es la tuya, entonces no la tienes en común con nadie. Ciertamente, tú quieres llamarla por su nombre y acari­ciarla; quieres tirarle de la oreja y divertirte con ella.

¡Y he aquí que tienes su nombre en común con el pueblo y que, con tu virtud, te has convertido en pueblo y en rebaño! Harías mejor en decir: «inexpresable y sin nombre es aque­llo que constituye el tormento y la dulzura de mi alma, y que es incluso el hambre de mis entrañas».

Sea tu virtud demasiado alta para la familiaridad de los nombres: y si tienes que hablar de ella, no te avergüences de balbucear al hacerlo.

Habla y balbucea así: «Éste es mi bien, esto es lo que yo amo, así me agrada del todo, únicamente así quiero yo el bien. No lo quiero como ley de un Dios, no lo quiero como pre­cepto y forzosidad de los hombres: no sea para mí una guía hacia super-tierras y hacia paraísos.

Una virtud terrena es la que yo amo: en ella hay poca inte­ligencia, y lo que menos hay es la razón de todos.

Pero ese pájaro ha construido en mí su nido: por ello lo amo y lo aprieto contra mi pecho; ahora incuba en mí sus áureos huevos.»

Así debes balbucir y alabar tu virtud.

En otro tiempo tenías pasiones y las llamabas malvadas. Pero ahora no tienes más que tus virtudes: han surgido de tus pasiones.

Pusiste tu meta suprema en el corazón de aquellas pasiones: entonces se convirtieron en tus virtudes y alegrías.

Y aunque fueses de la estirpe de los coléricos o de la de los lujuriosos, o de los fanáticos de su fe o de los vengativos:

Al final todas tus pasiones se convirtieron en virtudes y to­dos tus demonios en ángeles.

En otro tiempo tenías perros salvajes en tu mazmorra: pero al final se transformaron en pájaros y en amables canto­ras.

De tus venenos has extraído tu bálsamo, has ordeñado a tu vaca Tribulación; ahora bebes la dulce leche de sus ubres. Y ninguna cosa malvada surgirá ya de ti en el futuro, a no ser el mal que surja de la lucha de tus virtudes.

Hermano mío, si eres afortunado tienes una sola virtud, y nada más que una: así atraviesas con mayor ligereza el puente.

Es una distinción tener muchas virtudes, pero es una pesa­da suerte; y más de uno se fue al desierto y se mató porque es­taba cansado de ser batalla y campo de batalla de virtudes.

Hermano mío, ¿son males la guerra y la batalla? Pero ese mal es necesario; necesarios son la envidia y la desconfianza y la calumnia entre tus virtudes.

Mira cómo cada una de tus virtudes codicia lo más alto de todo: quiere tu espíritu íntegro, para que éste sea su heraldo, quiere toda tu fuerza en la cólera, en el odio y en el amor.

Celosa está cada virtud de la otra, y cosa horrible son los ce­los. También las virtudes pueden perecer de celos.

Aquel a quien la llama de los celos lo circunda acaba vol­viendo contra sí mismo el aguijón envenenado, igual que el escorpión.

Ay, hermano mío, ¿no has visto nunca todavía a una virtud calumniarse y acuchillarse a sí misma?

El hombre es algo que tiene que ser superado: y por ello tie­nes que amar tus virtudes; pues perecerás a causa de ellas.

Así habló Zaratustra.

* * *

Del pálido delincuente

Vosotros, jueces y sacrificadores, no queréis matar hasta que el animal haya inclinado la cabeza? Mirad, el pálido delin­cuente ha inclinado la cabeza: en sus ojos habla el gran despre­cio.

«Mi yo es algo que debe ser superado: mi yo es para mí el gran desprecio del hombre»: así dicen esos ojos.

El haberse juzgado a sí mismo constituyó su instante supre­mo: ¡no dejéis que el excelso recaiga en su bajeza!

No hay redención alguna para quien sufre tanto de sí mis­mo, excepto la muerte rápida.

Vuestro matar, jueces, debe ser compasión y no venganza. ¡Y mientras matáis, cuidad de que vosotros mismos justifi­quéis la vida!

No basta con que os reconciliéis con aquel a quien matáis. Vuestra tristeza sea amor al superhombre: ¡así justificáis vuestro seguir viviendo!

«Enemigo» debéis decir, pero no «bellaco»; «enfermo» de­béis decir, pero no «bribón»; «tonto» debéis decir, pero no «pecador».

Y tú, rojo juez, si alguna vez dijeses en voz alta todo lo que has hecho con el pensamiento: todo el mundo gritaría: «¡Fue­ra esa inmundicia y ese gusano venenoso!»

Pero una cosa es el pensamiento, otra la acción, y otra la imagen de la acción. La rueda del motivo no gira entre ellas. Una imagen puso pálido a ese pálido hombre. Cuando rea­lizó su acción él estaba a la altura de ella: mas no soportó la imagen de su acción, una vez cometida ésta.

Desde aquel momento, pues, se vio siempre como autor de una sola acción. Demencia llamo yo a eso: la excepción se in­virtió, convirtiéndose para él en la esencia.

La raya trazada sobre el suelo hechiza a la gallina; el golpe dado por el delincuente hechizó su pobre razón, demencia después de la acción llamo yo a eso.

¡Oíd, jueces! Existe todavía otra demencia: la de antes de la acción. ¡Ay, no me habéis penetrado bastante profundamente en esa alma!

Así habla el rojo juez: «¿por qué este delincuente asesinó? Quería robar». Mas yo os digo: su alma quería sangre, no robo: ¡él estaba sediento de la felicidad del cuchillo!

Pero su pobre razón no comprendía esa demencia y le per­suadió. «¡Qué importa la sangre!, dijo; ¿no quieres al menos cometer también un robo? ¿Tomarte una venganza?»

Y él escuchó a su pobre razón: como plomo pesaba el dis­curso de ella sobre él; entonces robó, al asesinar. No quería avergonzarse de su demencia.

Y ahora el plomo de su culpa vuelve a pesar sobre él, y de nuevo su pobre razón está igual de rígida, igual de paralizada, igual de pesada.

Con sólo que pudiera sacudir su cabeza, su peso rodaría al suelo: mas ¿quién sacude esa cabeza?

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