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Authors: Friedrich Nietzsche

Así habló Zaratustra (32 page)

BOOK: Así habló Zaratustra
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dispuesta en su oscuro seno a lanzar el rayo y el redentor resplandor, grávida de rayos que dicen ¡sí!, ríen ¡sí!, dispues­ta a lanzar vaticinadores resplandores fulgurantes:

¡bienaventurado el que está grávido de tales cosas! ¡Y, en verdad, mucho tiempo tiene que estar suspendido de la mon­taña, cual una mala borrasca, quien alguna vez debe encender la luz del futuro!

Oh, cómo no iba yo a anhelar la eternidad y el nupcial ani­llo de los anillos, ¡el anillo del retorno!

Nunca encontré todavía la mujer de quien quisiera tener hijos, a no ser esta mujer a quien yo amo: ¡pues yo te amo, oh eternidad!

¡Pues yo te amo, oh eternidad!

2

Si alguna vez mi cólera destrozó sepulcros, desplazó mojones e hizo rodar viejas tablas, ya rotas, a profundidades cortadas a pico:

Si alguna vez mi escarnio aventó palabras enmohecidas y yo vine como una escoba para arañas cruceras y como viento que limpia viejas y sofocantes criptas funerarias:

Si alguna vez me senté jubiloso allí donde yacen enterra­dos viejos dioses, bendiciendo al mundo, amando al mundo, junto a los monumentos de los viejos calumniadores del mundo,

pues yo amo incluso las iglesias y los sepulcros de dioses, a condición de que el cielo mire con su ojo puro a través de sus derruidos techos; me gusta sentarme, como hierba y roja amapola, sobre derruidas iglesias.
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Oh, ¿cómo no iba yo a anhelar la eternidad y el nupcial ani­llo de los anillos, el anillo del retorno?

Nunca encontré todavía la mujer de quien quisiera tener hijos, a no ser esta mujer a quien yo amo: ¡pues yo te amo, oh eternidad!

¡Pues yo te amo, oh eternidad!

3

Si alguna vez llegó hasta mí un soplo del soplo creador y de aquella celeste necesidad que incluso a los azares obliga a bai­lar ronda de estrellas.

Si alguna vez reí con la risa del rayo creador, al que gruñen­do, pero obediente, sigue el prolongado trueno de la acción: Si alguna vez jugué a los dados con los dioses sobre la divi­na mesa de la tierra, de tal manera que la tierra tembló y se resquebrajó y arrojó resoplando ríos de fuego:

pues una mesa de dioses es la tierra, que tiembla con nue­vas palabras creadoras y con divinas tiradas de dados: Oh, ¿cómo no iba yo a anhelar la eternidad y el nupcial ani­llo de los anillos, el anillo del retorno?

Nunca encontré todavía la mujer de quien quisiera tener hi­jos, a no ser esta mujer a quien yo amo: ¡pues yo te amo, oh eter­nidad!

¡Pues yo te amo, oh eternidad!

4

Si alguna vez bebí a grandes tragos de aquella espumeante y especiada jarra de mezclar en la que se hallan bien mezcladas todas las cosas:

Si alguna vez mi mano derramó las cosas más remotas so­bre las más próximas, y fuego sobre el espíritu, y placer sobre el sufrimiento, y lo más inicuo sobre lo más bondadoso:

Si yo mismo soy un grano de aquella sal redentora que hace que todas las cosas se mezclen bien en aquel jarro:

pues hay una sal que liga lo bueno con lo malvado; y has­ta lo más malvado es digno de servir de condimento y de últi­ma efusión:

Oh, ¿cómo no iba yo a anhelar la eternidad y el nupcial ani­llo de los anillos, el anillo del retorno?

Nunca encontré todavía la mujer de quien quisiera tener hijos, a no ser esta mujer a quien yo amo: ¡pues yo te amo, oh eternidad!

¡Pues yo te amo, oh eternidad!

5

Si yo soy amigo del mar y de todo cuanto es de especie mari­na, y cuando más amigo suyo soy es cuando, colérico, él me contradice:

Si en mí hay aquel placer indagador que empuja las velas hacia lo no descubierto, si en mi placer hay un placer de na­vegante:

Si alguna vez mi júbilo gritó: «La costa ha desaparecido, ahora ha caído mi última cadena

lo ilimitado ruge en torno a mí, allá lejos brillan para mí el espacio y el tiempo, ¡bien!, ¡adelante!, ¡viejo corazón!» Oh, ¿cómo no iba yo a anhelar la eternidad y el nupcial ani­llo de los anillos, el anillo del retorno?

Nunca encontré todavía la mujer de quien quisiera tener hijos, a no ser esta mujer a quien yo amo: ¡pues yo te amo, oh eternidad!

¡Pues yo te amo, oh eternidad!

6

Si mi virtud es la virtud de un bailarín, y a menudo he saltado con ambos pies hacia un éxtasis de oro y esmeralda:

Si mi maldad es una maldad riente, que habita entre colinas de rosas y setos de lirios:

dentro de la risa, en efecto, se congrega todo lo malvado, pero santificado y absuelto por su propia bienaventuranza:

Y si mi alfa y mi omega
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es que todo lo pesado se vuelva li­gero, todo cuerpo, bailarín, todo espíritu, pájaro: ¡y en verdad esto es mi alfa y mi omega!

Oh, ¿cómo no iba yo a anhelar la eternidad y el nupcial ani­llo de los anillos, el anillo del retorno?

Nunca encontré.todavía la mujer de quien quisiera tener hijos, a no ser esta mujer a quien yo amo: ¡pues yo te amo, oh eternidad!

¡Pues yo te amo, oh eternidad!

7

Si alguna vez extendí silenciosos cielos encima de mí, y con alas propias volé hacia cielos propios:

Si yo nadé jugando en profundas lejanías de luz, y mi liber­tad alcanzó una sabiduría de pájaro:

y así es como habla la sabiduría de pájaro: «¡Mira, no hay ni arriba ni abajo! ¡Lánzate de acá para allá, hacia adelante, hacia atrás, tú ligero! ¡Canta!, ¡no sigas hablando!

¿Acaso todas las palabras no están hechas para los pesa­dos? ¿No mienten, para quien es ligero, todas las palabras? Canta, ¡no sigas hablando!»

Oh, ¿cómo no lba yo a anhelar la eternidad y el nupcial ani­llo de los anillos, el anillo del retorno?

Nunca encontré todavía la mujer de quien quisiera tener hijos, a no ser esta mujer a quien yo amo: ¡pues yo te amo, oh eternidad!

¡Pues yo te amo, oh eternidad!

Cuarta y última parte
de
Así habló Zaratustra

Ay, ¿en qué lugar del mundo se han cometido tonterías mayores que entre los compasivos? ¿Y qué cosa en el mundo ha provocado más sufri­miento que las tonterías de los compasivos?

¡Ay de todos aquellos que aman y no tienen todavía una altura que esté por encima de su compasión!

Así me dijo el demonio una vez: «También Dios tiene su infierno: es su amor a los hom­bres.»

Y hace poco le oí decir esta frase: «Dios ha muerto; a causa de su compasión por los hom­bres ha muerto Dios».

Así habló Zaratustra (II).

La ofrenda de la miel

Y de nuevo pasaron lunas y años sobre el alma de Zara­tustra, y él no prestaba atención a eso; mas su cabello se vol­vió blanco. Un día, cuando se hallaba sentado sobre una pie­dra
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delante de su caverna y miraba en silencio hacia afuera, desde allí se ve el mar a lo lejos, al otro lado de abismos tor­tuosos sus animales estuvieron dando vueltas, pensativos, a su alrededor y por fin se colocaron delante de él.

«Oh Zaratustra, dijeron, ¿es que buscas con la mirada tu fe­licidad?»
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«¡Qué importa la felicidad!, respondió él, hace ya mucho tiempo que yo no aspiro a la felicidad, aspiro a mi obra.» «Oh Zaratustra, hablaron de nuevo los animales, di­ces eso como quien está sobrado de bien. ¿No yaces tú acaso en un lago de felicidad azul como el cielo?» «Pícaros, respon­dió Zaratustra, y sonrió, ¡qué bien habéis elegido la imagen! Pero también sabéis que mi felicidad es pesada, y no como una fluida ola de agua: me oprime y no quiere despegarse de mí y se parece a pez derretida.»

Entonces los animales se pusieron a dar vueltas de nuevo, pensativos, a su alrededor, y otra vez se colocaron delante de él. «Oh Zaratustra, dijeron, ¿a eso se debe, pues, el que tú mis­mo te estés poniendo cada vez más amarillo y oscuro, aunque tu cabello aparente ser blanco y como de lino? ¡Mira, estás sentado en tu pez!» «¡Qué decís, animales míos, dijo Zara­tustra y se rió, en verdad blasfemé cuando hablé de la pez.
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Lo que a mí me ocurre les ocurre a todos los frutos que ma­duran. La miel que hay en mis venas es lo que vuelve más es­pesa mi sangre y, también, más silenciosa mi alma.» «Así será, oh Zaratustra, respondieron los animales, y se arrima­ron a él; mas ¿no quieres subir hoy a una alta montaña? El aire es puro, y hoy se ve una parte del mundo mayor que nunca.» «Sí, animales míos, respondió él, acertado es vuestro conse­jo y conforme a mi corazón: ¡hoy quiero subir a una alta mon­taña! Pero cuidad de que allí tenga a mano miel, miel de col­mena, amarilla, blanca, buena, fresca como el hielo. Pues sa­bed que allá arriba quiero hacer la ofrenda de la miel.»

Sin embargo, cuando Zaratustra estuvo en la cumbre man­dó a casa a sus animales, que lo habían acompañado, y vio que entonces estaba solo: entonces se rió de todo corazón, miró a su alrededor y habló así:

¡El haber hablado de ofrendas, y de ofrendas de miel, fue sólo una argucia oratoria y, en verdad, una tontería útil! Aquí arri­ba me es lícito hablar con mayor libertad que delante de caver­nas de eremitas y de animales domésticos de eremitas.

¡Por qué hacer una ofrenda! Yo derrocho lo que se me rega­la, yo derrochador de las mil manos: ¡cómo me sería lícito lla­mar a esto todavía hacer una ofrenda!

Y cuando yo pedía miel, lo que pedía era tan sólo un cebo y un dulce y viscoso almíbar, al que son aficionados incluso los osos gruñones y los pájaros extraños, refunfuñadores, malvados.

El mejor cebo, cual lo precisan cazadores y pescadores. Pues si el mundo es cual un oscuro bosque lleno de animales, y jardín de delicias de todos los cazadores furtivos, a mí me parece más bien, y aun mejor, un mar rico y lleno de abismos, un mar lleno de peces y cangrejos de todos los colores, que hasta los dioses sentirían deseos de hacerse pescadores en su orilla y echadores de redes: ¡tan abundante es el mundo en rarezas grandes y pequeñas!

Especialmente el mundo de los hombres, el mar de los hombres; a él lanzo yo ahora mi caña de oro y digo: ¡ábrete, abismo del hombre!

¡Ábrete y arrójame tus peces y tus centelleantes cangrejos! ¡Con mi mejor cebo pesco yo hoy para mí los más raros peces humanos!

Mi propia felicidad arrójola lejos, a todas las latitudes y le­janías, entre el amanecer, el mediodía y el atardecer, a ver si muchos peces humanos aprenden a tirar y morder de mi feli­cidad.

Hasta que, mordiendo mis afilados anzuelos escondidos, tengan que subir a mi altura los más multicolores gobios de los abismos, subir hacia el más maligno de todos los pescadores de hombres.
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Pues eso soy yo a fondo y desde el comienzo, tirando, atra­yendo, levantando, elevando, alguien que tira, que cría y co­rrige, que no en vano se dijo a sí mismo en otro tiempo: «¡Lle­ga a ser el que eres!»
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Así, pues, que los hombres suban ahora hasta mí: pues to­davía aguardo los signos
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de que ha llegado el tiempo de mi descenso, todavía no me hundo yo mismo en mi ocaso como tengo que hacerlo, entre los hombres.

A esto aguardo aquí, astuto y burlón, en las altas montañas, ni impaciente ni paciente, sino más bien como quien ha olvi­dado hasta la paciencia, porque ya no «padece».

Mi destino me deja tiempo, en efecto: ¿acaso me ha olvida­do? ¿O está sentado a la sombra detrás de una gran piedra y se dedica a cazar moscas?

Y, en verdad, le estoy reconocido, a mi eterno destino, de que no me urja ni me apremie y me deje tiempo para bromas y maldades: de modo que hoy he subido a esta alta montaña a pescar peces.

¿Ha pescado un hombre alguna vez peces sobre altas mon­tañas? Y aunque sea una tontería lo que yo quiero y hago aquí arriba: mejor es esto que no volverme solemne allá abajo, a fuerza de aguardar, y verde y amarillo...

Uno que resopla afectadamente de cólera a fuerza de aguardar, una santa tempestad rugiente que baja de las mon­tañas, un impaciente que grita a los valles: «¡Oíd, u os azoto con el látigo de Dios!»

No es que yo me enoje por esto con tales coléricos: ¡me ha­cen reír bastante! ¡Impacientes tienen que estar esos grandes tambores ruidosos, que o hablan hoy o no hablan nunca!

Mas yo y mi destino no hablamos al Hoy, tampoco habla­mos al Nunca: para hablar tenemos paciencia, y tiempo, y más que tiempo. Pues un día tiene él que venir,
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y no le será lícito pasar de largo.

¿Quién tiene que venir un día, y no le será lícito pasar de largo? Nuestro gran Hazar, es decir, nuestro grande y remo­to reino del hombre, el reino de Zaratustra de los mil años.
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¿A qué distancia se encuentra ese algo «lejano»? ¡Qué me importa eso! Mas no por ello es para mí menos firme, con ambos pies estoy yo seguro sobre ese fundamento,

sobre un fundamento eterno, sobre una dura roca primi­tiva,
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sobre estas montañas primitivas, las más elevadas y duras de todas, a las que acuden todos los vientos como a una divisoria meteorológica, preguntando por el ¿dónde? y por el ¿de dónde? y por el ¿hacia dónde?

¡Ríe aquí, ríe, luminosa y saludable maldad mía! ¡Desde las altas montañas arroja hacia abajo tu centelleante risotada burlona! ¡Pesca para mí con tu centelleo los más hermosos peces humanos!

Y lo que en todos los mares a mí me pertenece, mi en-mí y para-mí
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en todas las cosas, péscame eso y sácalo fuera, sube eso hasta mí: eso es lo que aguardo yo, el más maligno de todos los pescadores.

¡Lejos, lejos, anzuelo mío! ¡Dentro, hacia abajo, cebo de mi felicidad! ¡Deja caer gota a gota tu más dulce rocío, miel de mi corazón! ¡Muerde, anzuelo mío, en el vientre de toda negra tribulación!

¡Lejos, lejos, ojos míos! ¡Oh, cuántos mares a mi alrededor, cuántos futuros humanos que alborean! Y por encima de mí ¡qué calma rosada! ¡Qué silencio despejado de nubes!

* * *

El grito de socorro
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Al día siguiente estaba sentado Zaratustra de nuevo en su piedra delante de la caverna mientras los animales andaban fuera errantes por el mundo para traer nuevo alimento, también nueva miel: pues Zaratustra había consumido y de­rrochado la vieja miel hasta la última gota. Y mientras se ha­llaba así sentado, con un bastón en la mano, y dibujaba sobre la tierra la sombra de su figura, reflexionando, y, ¡en verdad!, no sobre sí mismo ni sobre su sombra, de pronto se asustó y se sobresaltó: pues junto a su sombra veía otra sombra distin­ta. Y al mirar rápidamente a su alrededor y levantarse, he aquí que junto a él estaba el adivino, el mismo a quien en otro tiempo había dado de comer y de beber en su mesa,
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el anunciador de la gran fatiga, que enseñaba: «Todo es idénti­co, nada vale la pena, el mundo carece de sentido, el saber es­trangula».
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Pero su rostro había cambiado entretanto; y cuando Zaratustra le miró a los ojos, su corazón volvió a asustarse: tantos eran los malos presagios y los rayos ceni­cientos que cruzaban por aquella cara.

BOOK: Así habló Zaratustra
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