Ash, La historia secreta (38 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

BOOK: Ash, La historia secreta
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—Baja la voz. Ya tengo bastantes problemas aquí.

—¿Y yo no? ¡Soy una mujer, cojones!

Demasiado alto. Ash les hizo un gesto a Thomas Rochester y a Michael, uno de los ballesteros, que estaban en la parte posterior de la sala, para que se acercaran.

—Llevadlo fuera, está borracho.

—Sí, jefe.

—¿Por qué tiene que cambiar todo? —quiso saber Floria mientras se zafaba de los dos jóvenes. Thomas Rochester le dio un eficiente puñetazo al cirujano en la base de la espalda, el puño blindado apenas se movió, y mientras el rostro de la mujer se retorcía de dolor, la levantó del suelo junto con Michael y medio la arrastraron fuera.

—Mierda —Ash frunció el ceño—. No pretendía que trataran así a...

—No pondrías ninguna objeción si siguieras pensando que es un hombre. —La mano de Godfrey se aferró a la cruz que reposaba en su pecho, de tamaño considerable. El capuz de la túnica estaba lo bastante adelantado para permitirle a Ash ver un poco de la barba y los labios del sacerdote pero no su expresión.

—Esperaremos aquí a que llegue la Faris —dijo Ash con decisión—. ¿Qué has oído?

—Aquel es el cabeza del gremio de los orfebres. —Le indicó Godfrey con una ligera inclinación de la caperuza—. Allí, hablando con el Medici.

La mirada de Ash buscó por la mesa e identificó a un hombre con una cofia negra de lana y mechones de cabello plateado que se le escapaban bajo la oreja. Se sentaba a muy poca distancia de un hombre ataviado con una túnica italiana y una capucha verde afilada. El Medici estaba sentado con el rostro gris y demacrado.

—Saquearon Florencia también, solo para dejar las cosas claras. —Ash sacudió la cabeza—. Como Venecia. Para decir «no necesitamos esto. No necesitamos el dinero ni las armaduras ni las armas. Podemos seguir subiendo sin parar desde África...». Y creo que pueden.

—¿Acaso importa? —Un hombre con una túnica de estudioso se inclinó ante Ash y luego se irguió, sorprendido, y frunció el ceño al oír aquella inesperada voz de mujer.

Godfrey se interpuso.

—Señor, ¿y vos sois?

—Soy, era..., astrólogo en la corte del Emperador Federico.

Ash no pudo evitar lanzar un bufido de cinismo, mientras sus ojos se trasladaban a la puerta de la sala y a la oscuridad que reinaba más allá.

—Quizá estéis de más, ¿no?

—Dios se ha llevado el sol —dijo el astrólogo—. La dama Venus, la estrella del día, aún puede verse a ciertas horas, así sabemos cuándo llegaría la mañana si no fuera por nuestra maldad. El cielo permanece oscuro y vacío—. El hombre se marchitó un poco—. Este es el segundo advenimiento del Cristo, y su juicio. No he vivido como habría debido. ¿Querréis oírme en confesión, padre?

Godfrey se inclinó, tras el asentimiento de Ash; y la mercenaria observó a los dos hombres mientras buscaban una esquina relativamente tranquila en la sala. El astrólogo se arrodilló. Al poco rato, el sacerdote posó una mano en la frente del hombre en señal de perdón. Luego volvió con Ash.

—Al parecer los turcos tienen espías pagados por aquí —añadió Godfrey—. Cosa que mi astrólogo sabe. Dice que los turcos se sienten muy aliviados.

—¿Aliviados?

—Tras haber tomado las ciudades italianas, los Cantones y el sur de Alemania, los visigodos deben girar hacia el este para golpear el Imperio Turco o bien hacia el oeste contra Europa.

—Si giran hacia el oeste, entonces los turcos quizá se tuvieran que enfrentar a una Europa visigoda en lugar de a una cristiana, pero aparte de eso no hay cambios; bueno —dijo Ash—, dado que el sultán Mehmet
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debe de haber pensado que todo esto era para él, ¡desde luego que se sentirá aliviado!

Había en la sala, vio Ash, unos cuantos hombres nerviosos procedentes de Saboya y Francia, tierras todavía incólumes, desesperados por saber hacia dónde se dirigiría la invasión visigoda a continuación.

—Odio las ciudades —dijo la mercenaria con aire ausente—. Son un peligro de incendio. Aquí no se puede comprar aceite ni bujías ni por todo el oro del mundo. Apuesto a que antes de dos días esta ciudad arde entera.

Esperaba algún comentario sobre su mal humor, dada la confianza que existía tras tantos años de relación. Lo que Godfrey dijo con tono pensativo fue:

—Hablamos como si el sol no fuera a brillar nunca más.

Ash permaneció en silencio.

—Cada vez hace más frío. Atravesé varios campos cuando venía. El trigo se está arruinando, y las parras. Se acerca una gran hambruna... —La voz de Godfrey retumbó en su amplio pecho—. Quizá me haya equivocado. Se acerca el hambre y la pestilencia con ella, y la muerte y la guerra ya están aquí. Estos son los últimos días. Deberíamos estar ocupándonos del estado de nuestras almas, no escarbando entre las ruinas.

—Quiero a la general de los visigodos —dijo Ash con tono especulativo sin hacer caso de lo que decía el sacerdote—. Y la general de los visigodos me está buscando.

—Sí. —Godfrey dudó un momento mientras la veía examinar la sala municipal—. Niña, no estarás a punto de mandarnos salir de aquí.

—Pues sí. —El chispazo de una sonrisa—. Florian y tú. Llévatela. Vete con Michael y Josse, id con Roberto, al campamento, y quedaos allí a menos que tengáis noticias mías. ¿Es que no se te ponen los pelos de punta aquí? Vete.

Lo bueno que tiene estar acostumbrada a dar órdenes es que los demás se acostumbran a obedecerlas. La mercenaria vio que bajo la capucha el rostro de Godfrey Maximillian se suavizaba y adoptaba una expresión de devota despreocupación. Se abrió camino entre la multitud a una velocidad engañosa y se dirigió a las puertas.

Eso me deja con una escolta de cuatro hombres
, concluyó Ash. Yupiii.
Ahora veremos quién es la perra desconfiada aquí
.

Uno se podría quedar por la parte posterior de la sala sin que le ofrecieran una bandeja y un paño para lavarse las manos, por no hablar ya de algo de carne o de los extraños platos extranjeros que se derramaban sobre los manteles de lino amarillentos. Podría seguir esperando, pensó Ash, hasta que los sicofantes que se ocupaban de la instalación de Daniel de Quesada perdieran su primer fervor. Y eso podría llevar días. Semanas.

La mercenaria contempló a los hombres de Francia y Saboya que se reunían en grupos diminutos y parloteaban con ansia.

—Ojalá tuviera el servicio de inteligencia del rey francés. O los banqueros flamencos. —Se volvió hacia Thomas Rochester—. Guido y Simón, a la despensa, a ver si os enteráis de algo; Francis y tú, Thomas, y cuando empiece a volar la mierda por aquí, montamos y nos vamos cagando leches en busca de Anselm, ¿entendido?

Rochester no parecía muy seguro.

—Jefe, esto no tiene buena pinta.

—Lo sé. Deberíamos irnos ahora. Pero... Quizá haya algún privilegio por ser una bastarda de la familia de la Faris. Podríamos conseguir más dinero. —Ash sacudió la cabeza. Las cicatrices blancas de su rostro destacaban oscuras en virtud de su piel pálida—. Solo quiero saberlo.

Recorrió el salón durante un rato. Arrinconó a un mercader y discutió el precio de varios productos para compensar la pérdida de mulas y equipaje en las afueras de Génova. El coste de las carretas de repuesto la dejó asustada, hasta que el hombre le dio el precio de los caballos ya domesticados.
Robar quizá sea mejor que comprar
, pensó la mercenaria y no por primera vez.

Una ráfaga de sirvientes pasó a su lado sustituyendo las velas quemadas y los faroles agotados, así que se apretó contra la pared para dejarles paso y le dio a alguien en las rodillas con la vaina de la espada,

—Perdón... —Se giró, se detuvo y se quedó mirando a Fernando del Guiz—. ¡Hijo de puta!

—¿Cómo está mi madre? —inquirió él con suavidad.

La joven bufó y pensó:
pretende hacerme reír
.

Al darse cuenta se quedó sin palabras. Se apartó un poco de la multitud y se quedó mirando su rostro: Fernando del Guiz con cota de malla militar visigoda y sobrevesta, y un corte de pelo que le hacía parecer extrañamente joven.

—¡Por el puto
Christus Imperator
! ¿Qué quieres? —Ash vio que Thomas Rochester, que todavía estaba finalizando la transacción con el mercader, le dirigía una mirada llena de curiosidad; la mercenaria sacudió la cabeza—. Fernando... no: ¿qué? ¿Qué? ¿Qué vas a tener que decirme tú a mí?

—Estás muy enfadada —comentó él. Su voz procedía de algún lugar por encima de ella, por encima de las cabezas de la multitud que él miraba; y luego, de repente, el joven bajó los ojos y la empaló con su mirada—. No tengo nada que decirte, campesina.

—Cojonudo. Ser noble no evitó que te pasaras a los visigodos, ¿verdad? Eres un traidor. Creí que era mentira. —La ira que la impulsaba se agotó, se secó cuando vio que los ojos de él se estremecían. La mercenaria se quedó callada por un momento.

Él empezó a girarse.

—¿Por qué? —Quiso saber Ash.

—¿Por qué?

—Tú... sigo sin entenderlo. Eres un señor feudal. Aunque fueran a hacerte prisionero, habrían pagado un rescate por ti. O te habrían mantenido a salvo en cualquier castillo. Joder, tenías hombres con armas y armaduras contigo, podrías haberte librado, huido...

—¿De un ejército? —Ahora había cierto humor en su expresión.

Ash puso un brazo cubierto de acero delante del cuerpo del hombre para que Fernando del Guiz tuviera que empujarla para llegar al cuerpo central de la sala.

—No te encontraste con ningún ejército. Eso son solo rumores. Godfrey me trajo la verdad. Te encontraste con un escuadrón de ocho hombres, ocho hombres. Ni siquiera intentaste luchar. Te rendiste y ya está.

—Mi pellejo vale más para mí que tu buena opinión. —El tono de Fernando era sardónico—. No sabía que os importaba, mi señora esposa.

—¡Y no me importa! Yo... Bueno, gracias a eso has conseguido un lugar en esta corte. Con los ganadores. —Señaló con un gesto la sala—. Muy taimado. Y corrías un buen riesgo. Claro que los nobles del Emperador son todos políticos... Debería haberme acordado.

—¡No fue...! —Fernando la miraba furioso. La luz de las velas mostraba el labio superior del joven perlado de sudor.

—¿No fue qué? —preguntó Ash en voz más baja.

—¡No fue una traición política! —Una extraña expresión le cruzó la cara bajo la engañosa luz de las velas. El joven aguantó la mirada femenina—. ¡Mataron a Matthias! ¡Le clavaron una lanza en el estómago y se cayó del caballo gritando! Le dispararon a Otto un virote de ballesta, y a tres caballos...

Ash se obligó a bajar la voz hasta convertirla en un susurro ronco e indignado.

—Jesucristo, Fernando, tú no eres como el puto Matthias. A ti te habrían dado cuartel. ¿Y qué pasa con todo ese equipo tan mono? ¡Llevabas una armadura completa, por el amor de Cristo, contra unos campesinos visigodos ataviados con túnicas! ¡No me digas que no pudiste salir de allí luchando! ¡Ni siquiera intentaste largarte de allí a porrazos!

—¡No pude!

La mercenaria se lo quedó mirando: la repentina y desnuda honestidad que se reflejaba en su rostro.

—No pude hacerlo —repitió Fernando, más bajo y con una sonrisa que le hizo envejecer el rostro; parecía angustiado—. Me llené las calzas y me caí del caballo, me quedé tirado delante del sargento campesino y le rogué que no me matara. Le entregué al embajador a cambio de mi vida...

—Tú...

—Me rendí —dijo Fernando—, porque tenía miedo.

Ash siguió mirándolo.

—Jesucristo.

—Y no me arrepiento. —Fernando se limpió la cara con la mano desnuda y la sacó húmeda—. ¿Qué te importa a ti?

—Yo... —Ash dudó. Dejó caer el brazo, ya no le bloqueaba el paso—. No lo sé. Nada, supongo. Soy un mercenario; no soy uno de tus siervos ni tu rey; no es a mí a quien has traicionado.

—No lo entiendes, ¿verdad? —Fernando del Guiz no se movió de donde estaba—. Había hombres con ballestas. Puntas de flecha de acero tan gruesas como mi pulgar... vi un virote atravesándole a Otto la cara, en todo el ojo,
¡bang!
Le explotó la cabeza. Matthias se estaba sujetando las entrañas con las manos. Hombres con lanzas, como las lanzas con las que yo he cazado, con las que he destripado a los animales, y me iban a destripar a mí. Estaba rodeado de locos.

—Soldados —lo corrigió Ash de forma automática. Sacudió la cabeza, perpleja—. Todo el mundo se caga cuando va a luchar. Yo me cago. Thomas Rochester, aquel de allí, se ha cagado; como la mayoría de mis hombres. Es lo que nunca ponen en las crónicas. Pero, no me jodas, ¡no tienes que rendirte cuando todavía hay posibilidades de luchar!

—Tú no.

Aquella expresión intensa lo envejecía: un joven que de repente se había hecho mayor.
He estado en tu cama
, pensó Ash de repente, y
tengo la sensación de no conocerte en absoluto
.

Él dijo:

—Tú tienes valor físico. Yo no lo supe hasta ese momento... He librado torneos, combates cuerpo a cuerpo... la guerra es diferente.

Ash lo miró con una expresión de total incomprensión.

—Pues claro que lo
es
.

Se miraron fijamente.

—¿Me estás diciendo que hiciste esto porque eres un cobarde?

Por toda respuesta, Fernando del Guiz se volvió y se alejó caminando. La luz cambiante de las velas ocultó su expresión.

Ash abrió la boca para llamarlo y no dijo nada, no pudo pensar en nada, durante un buen rato, nada que quisiera decir.

Por encima del ruido confuso de las conversaciones y del crujido de los papeles que se estaban firmando, la mercenaria oyó el reloj de la torre de Basilea que daba las cuatro de la tarde.

—Ya es suficiente. —Le hizo una señal a Rochester y se quitó decidida a del Guiz de la cabeza—. No sé dónde estará la Faris-General, pero no va a venir aquí. Trae a los chicos.

Thomas Rochester sacó a los hombres de armas de los establos, las cocinas y la cama de una criada (respectivamente). Ash mandó a Guido a que fuera por los caballos. Ella salió del salón municipal entre Rochester y otro ballestero, Francis, dos metros de alto, un hombre fornido que daba la sensación de no necesitar una manivela para cargar un arco: seguro que era capaz de hacerlo con los dientes. El cielo estaba oscuro sobre el patio. Negro. Ni todos los gritos de los mozos de cuadra y los cascos de los caballos sobre las piedras podrían tapar el silencio que se filtraba desde las alturas.

Francis se persignó.

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