Ash, La historia secreta (32 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

BOOK: Ash, La historia secreta
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—Familia. Ya. Dime lo mucho que me importa a mí la familia.

Floria empezó:

—¿Qué...?

—¿Qué? ¿Ordenaré que lo hagan prisionero y no lo maten? ¿Le dejaré escapar, largarse para reclutar hombres en otro sitio, para que pueda volver y enfrentarse a mí? ¿Haré que lo maten? ¿Qué?

—Todo eso.

—Esto es irreal. —Irreal cuando he tenido su cuerpo en mi interior, creer que podría morir con una flecha en la garganta, un archa atravesándole el vientre, que alguien con una daga de misericordia y órdenes específicas mías podría obligarlo a no ser.

—¡Maldita sea, no puedes seguir haciendo caso omiso de esto, niña! Te lo tiraste. Te casaste con él. Es carne de tu carne ante los ojos de Dios.

—Eso es una tontería. Tú no crees en Dios. —Ash podía distinguir, bajo las luces de las antorchas que iluminaban las calles, la tensión repentina grabada en el rostro de la mujer—. Florian, no hay muchas probabilidades de que vaya a ir a denunciarte al obispo local, ¡no te parece! Los soldados, o creen en todo o en nada, y yo tengo de los dos tipos en la compañía.

La mujer siguió bajando por el empedrado a su lado, todo el equilibrio en los hombros: larguirucha y masculina. Hizo un gesto irritado que lo mismo podría haber sido un encogimiento de hombros o un estremecimiento cuando el cañón de asedio de Angelotti hizo estallar humo y llamas dos calles más allá.

—¡Estás casada!

—Hay tiempo suficiente para decidir qué hago con Fernando cuando lo haya sacado a él y su guarnición de ese castillo. —Ash sacudió la cabeza como si pudiera despejarla de algún modo; sacar aquella oscuridad opresiva, antinatural, de su cráneo.

Llamó a su lado al comandante de su escolta cuando llegaron de nuevo a la casa de mando del pueblo y le ordenó que llevara un brasero y comida para los hombres que tenía en la calle, luego volvió a subir con estrépito las escaleras con Floria a su lado y solo para entrar en lo que parecía una compañía entera de personas apretujadas entre estrechas paredes blancas, con los penachos de los yelmos frotando el techo manchado de cera y elevando la voz.

—¡Callaos!

Con eso se hizo el silencio.

La mercenaria miró a su alrededor.

Joscelyn van Mander, con el rostro intenso, las mejillas rojas, enmarcado por el brillo de su celada de acero; dos de sus hombres; luego Robert Anselm; Godfrey, que ya se estaba levantando y dejaba su interrumpida plegaria; Daniel de Quesada con sus ropas europeas que tan mal le quedaban, y un hombre nuevo con túnica y pantalones blancos y un camisote de malla ribeteado, sin armas.

Un visigodo, con insignias de cuero indicativas de rango atadas a los hombros de la cota de malla.
Qa'id
, rescató la mercenaria de sus recuerdos de las campañas en Iberia: un oficial con mando sobre mil. Más o menos el equivalente a las tropas que tenía ella.

—¿Y bien? —dijo ella tras reclamar su lugar detrás de la mesa y sentarse. Apareció Rickard y le sirvió vino muy aguado. Se sumergió sin pensar en el dialecto que había aprendido alrededor de los soldados tunecinos; algo tan automático como llamar a un
hackbutter
arcabucero en las tierras del rey francés, o a un
jifero der Axst
aquí y l'Azza a Angelotti.

—¿Qué os trae aquí,
qa'id
?

—Capitán. —El soldado visigodo se llevó los dedos a la frente—. Me encontré con mi compatriota de Quesada y su escolta en el camino. Decidió volver aquí conmigo, para hablar con vos. Os traigo noticias.

El soldado visigodo era pequeño, de tez clara, poco más alto que Rickard, con los ojos de un azul muy pálido y había algo en él que le resultaba innegablemente conocido. Ash dijo:

—¿Es vuestro apellido Lebrija?

El joven pareció sobresaltarse.

—Sí.

—Continuad. ¿Qué noticias?

—Habrá otros mensajeros, de vuestra propia gente...

La mirada de Ash se dirigió a Anselm que asintió para confirmarlo.

—Sí. Los he visto. Venía hacia aquí cuando entró Joscelyn.

—Podéis tener el honor de decírmelo —le dijo Ash al
qa'id
visigodo. Odiaba tener que oír la noticia sin estar preparada, odiaba no disponer de unos minutos de aviso, aviso que habría tenido si hubiera sido Robert el que se lo dijera. Dado que Joscelyn van Mander parecía muy preocupado, volvió a hablar en alemán—. ¿Qué ha pasado?

—Federico de Habsburgo ha solicitado los términos de la paz.

Hubo un pequeño silencio, interrumpido sobre todo por el murmullo de Floria:

—Joder.

Y por la pregunta inquieta de Joscelyn van Mander.

—Capitán, ¿qué quiere decir?

—Creo que quiere decir que los territorios del Sacro Emperador Romano se han rendido. —Ash juntó las manos delante de ella—. Maese Anselm, ¿es eso lo que dicen nuestros mensajeros?

—Federico se ha rendido. Todo, desde el Rin hasta el mar está abierto a los ejércitos visigodos. —Con un tono igual de uniforme, Robert Anselm añadió—: Y Venecia ha sido quemada, hasta la línea de agua. Iglesias, casas, almacenes, barcos, los puentes del canal, la Basílica de San Marcos, el palacio del Dux, todo. Un millón, millones de ducados hechos humo.

El silencio se hizo más intenso: mercenarios asombrados ante aquel desperdicio de riquezas, los dos visigodos imbuidos de una silenciosa confianza al quedar asociados a una potencia capaz de provocar tal destrucción.

Federico de Habsburgo se habrá enterado de lo ocurrido en Venecia
, pensó Ash, conmocionada, mientras oía en su cabeza la voz seca, codiciosa del Sacro Emperador Romano;
¡ha decidido no arriesgar las Alemanias!
, y luego, volvió a centrarse de repente en el soldado visigodo, hermano o primo del fallecido Asturio Lebrija; la mercenaria comprendió entonces El Imperio se ha rendido y hemos quedado atrapados en el lado equivocado. La pesadilla de cualquier mercenario.

—¿He de suponer —dijo—, que una fuerza de socorro del ejército visigodo se dirige hacia aquí para ayudar a Fernando?

Su visión de su situación cambia ciento ochenta grados. Ya no es una cuestión de si se siente segura detrás de las murallas del pueblo, y pronto detrás de las murallas del castillo. Ahora la compañía está atrapada entre los hombres de armas visigodos que se acercan por los campos que rodean el pueblo, y los caballeros y arcabuceros de Fernando del Guiz que están en el propio castillo.

Daniel de Quesada habló con la voz cascada:

—Por supuesto. Hemos de ayudar a nuestros aliados.

—Por supuesto. —Se hizo eco el hermano o primo de Lebrija.

Quesada quizá aún no le hubiera dicho al
qa'iá
nada de la muerte de Lebrija, quizá no supiera nada, pensó Ash, y decidió mantenerse callada allí donde las palabras pudieran con toda probabilidad meterla en un lío.

—Me interesará hablar con vuestro capitán cuando llegue —afirmó Ash. Contempló a sus oficiales por el rabillo del ojo y vio que sacaban fuerzas de la confianza de su capitana.

—Nuestro comandante llegará aquí antes de mañana —calculó el soldado visigodo—. Estamos muy ansiosos de hablar con vos. La famosa Ash. Por eso viene hacia aquí nuestro comandante.

Con sol o sin él
, pensó Ash,
no voy a tener el tiempo que quiero para meditar mis decisiones. Me guste o no, está pasando ya
.

Y luego:

Con sol o sin él, sean los Últimos Días o no, no tiene nada que ver conmigo: si permanezco con mi compañía, somos lo bastante fuertes para sobrevivir a esto. La metafísica de esta situación no es problema mío
.

—Muy bien —dijo—. Será mejor que conozca a vuestro comandante y abra las negociaciones.

Rickard le presentó a Bertrand, un posible hermanastro de Philibert, un chiquillo de trece años que estaba muy ocupado creciendo para ocupar un cuerpo demasiado grande para él y que conseguía estar gordo y ser un larguirucho desgarbado, todo a la vez. Entre los dos le colocaron a Ash la armadura y trajeron a Godluc con su mejor barda; los niños se frotaban los ojos por la falta de sueño, a una hora que podría haber sido del amanecer si este tercer día en Guizburg hubiera tenido uno.

—Por lo que sé, el nombre personal de su comandante es en realidad el nombre del rango de esta —dijo Godfrey Maximillian—. Faris
[51]
. Significa «capitán general», general de todas sus fuerzas, algo así.

—¿El rango de esta? ¿Una mujer comandante? —Ash recordó entonces que Asturio Lebrija había dicho «he conocido a mujeres de guerra», y también su sentido del humor, del que carecía por completo su primo Sancho (Godfrey le había informado del nombre y el parentesco)—. ¿Y ahora está aquí? ¿La jefa de toda esta maldita fuerza de invasión?

—Un poco más abajo de Innsbruck.

—Mierda...

Godfrey fue a la puerta y llamó a un hombre que estaba en la sala principal de la casa requisada.

—Carracci, el jefe quiere oírlo por ella misma.

Un hombre de armas con un asombroso cabello rubio blanquecino y el color subido en las mejillas, que se había despojado de todo salvo de un mínimo y desarrapado equipo de soldado de infantería para viajar rápido, entró e hizo una reverencia.

—¡Entré en su mismísima tienda de mando! Es una mujer, jefe. Una mujer lidera su ejército; ¿y sabéis cómo la han hecho buena? Tiene una de esas cabezas parlantes, esas máquinas suyas, que piensa por ella en las batallas... ¡dicen que ella escucha su voz! ¡La oye hablar!

—¡Si es una Cabeza Parlante
[52]
, por supuesto que la oye hablar!

—No, jefe, no la tiene con ella. La oye en su cabeza, como cuando Dios le habla a un sacerdote.

Ash se quedó mirando al alabardero.

—La oye como la voz de un santo; le dice cómo tiene que luchar. Por eso nos venció una mujer. —Carracci dejó de hablar de repente, levantó un hombro y por fin esbozó una amplia sonrisa esperanzada—. Uf. ¿Perdón, jefe?

La oye como si fuera la voz de un santo.

Un latido frío recorrió el estómago de Ash. Era consciente de que parpadeaba, se quedaba mirando algo y no decía nada; helada y conmocionada aún no sabía por qué. Se mojó los labios.

—Joder con el perdón...

Fue una respuesta automática. Estaba claro que el alabardero, Carracci, no había oído que ¡Ash oye voces de santos!, que era el rumor de la compañía: la mayoría (sobre todo los que llevaban años con ella) lo habrían oído.

¿Oye a un santo, esta Faris? ¿Lo oye? ¿O sólo piensa que es un rumor útil? Quemada por bruja no es forma de terminar
...

—Gracias, Carracci —añadió, distraída—. Reúnete con la escolta. Diles que nos vamos dentro de cinco minutos.

Cuando Carracci se fue, ella se volvió hacia Godfrey. Resulta difícil sentirse vulnerable como el encaje y estar atada al acero. La mercenaria se quitó las palabras del alabardero de la cabeza. Su confianza volvió con sus paseos por la pequeña habitación, la mesa de caballete despojada ya de la armadura; se acercó a la ventana, donde se quedó quieta y miró los fuegos de Guizburg.

—Creo que tienes razón, Godfrey. Van a ofrecemos un contrato.

—He hablado con viajeros procedentes de varios monasterios de este lado de las montañas. Como ya he dicho, no puedo tener una idea real de su número pero hay al menos otro ejército visigodo luchando en Iberia.

Ash siguió dándole la espalda.

—Voces. Dicen que oye voces. Qué extraño.

—Solo un rumor, tiene su utilidad.

—¡Como si yo no lo supiera!

—Los santos son una cosa —dijo Godfrey—. Afirmar que es una voz milagrosa de una máquina, otra muy distinta. Quizá piensen que es un demonio. Podría ser un demonio.

—Sí.

—Ash...

—No tenemos tiempo de preocuparnos por esto, ¿de acuerdo? —Se volvió y miró furiosa a Godfrey —¿De acuerdo?

Él la contempló, con los ojos castaños tranquilos. No asintió.

Ash dijo:

—Tenemos que decidirnos rápido, si resulta que los visigodos nos hacen una oferta. Fernando y sus hombres solo están esperando a tenernos atrapados entre el martillo y el yunque. Entonces arriba el puente levadizo de su castillo, salen disparados y nos cogen por la espalda. Yupiiii —dijo con tono severo y luego esbozó una amplia sonrisa que le dedicó al sacerdote por encima del hombro blindado—. ¿No crees que se pondrá enfermo si tenemos un contrato con el mismo lado? Nosotros somos mercenarios pero él es un traidor despojado de sus derechos. Todavía considero mío ese castillo.

—No cuentes tus castillos antes de irrumpir en ellos.

—Debería ser un proverbio, ¿no te parece? —Se puso seria—. Estamos entre el martillo y el yunque. Esperemos que nos necesiten de su lado más de lo que necesitan deshacerse de nosotros. De otro modo debería haber decidido salir de aquí en lugar de quedarnos. Y lo de aquí arriba será corto y sangriento.

La ancha mano del sacerdote se posó sobre la hombrera izquierda de la mujer.

—Ya se derrama mucha sangre allí donde los visigodos se enfrentan a los gremios, arriba, cerca del lago Lucerna. Lo más probable es que su comandante compre cualquier fuerza de lucha que pueda, sobre todo una que tenga conocimientos de la zona.

—Y luego nos ponen a nosotros en primera línea para que muramos en lugar de sus hombres, ya sé cómo va. —Se movió con cuidado al volverse; una armadura se puede considerar un arma en sí misma, si solo llevas una túnica de lana marrón plisada y unas sandalias. La mano de Godfrey se alejó de las afiladas placas de metal. La joven se encontró con la mirada castaña del sacerdote.

—Es sorprendente a lo que se puede acostumbrar uno. Una semana, diez días... La pregunta que nadie quiere hacer, por supuesto, es... y después del sol, ¿qué? ¿Qué más puede pasar? —Ash se arrodilló con rigidez—. Bendecidme antes de salir a caballo. Me gustaría estar en estado de gracia en estos momentos.

La voz del hombre, profunda y conocida, cantó una bendición.

—Cabalga conmigo. —Le pidió un abrir y cerrar de ojos después de que él hubo terminado y se dirigió a las escaleras. Godfrey la siguió por las escaleras y salió con ella del pueblo.

Ash montó y cabalgó por las calles, con sus oficiales y su escolta, hombres de armas y perros. Tiró de las riendas de Godluc cuando pasó una procesión y atascó la estrecha calle, hombres y mujeres lamentándose, los jubones y faldas de lana rasgadas a propósito, los rostros manchados de ceniza. Mercaderes y artesanos. Niños con los pies desnudos y ensangrentados, vestidos de blanco, que llevaban una Virgen entre velas de cera verde. Sacerdotes del pueblo los azotaban con látigos con púas de acero. Ash se quitó el yelmo y esperó a que la multitud pasara tambaleándose, sollozando y rezando.

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