Antología de novelas de anticipación III (16 page)

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Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

BOOK: Antología de novelas de anticipación III
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—Ha tenido usted ya demasiada —gruñó el doctor Chee.

El coronel Krenin y el comandante Thrace penetraron en el pasillo. Las paredes interiores estaban revestidas con la misma clase de piedra que la losa que se había deslizado para revelar la entrada. Tenía un brillo verdoso, proporcionando una claridad agradable y sedante, gracias a la cual los dos hombres podían ver por dónde andaban. Tras una breve vacilación, avanzaron resueltamente.

El pasillo se extendía en línea recta, descendiendo un poco, y parecía conducir al centro de la base de la pirámide. En ese caso, Krenin y Thrace tenían por delante un largo paseo.

Al principio avanzaron con lentitud y en silencio, como si esperaran que se abriera de repente un hoyo a sus pies, o algo por el estilo. Pero en vista de que no sucedía nada, adquirieron la suficiente confianza como para hacer más rápido su paso. Al cabo de un rato, dieron media vuelta y miraron hacia atrás. La entrada era todavía visible como un diminuto punto de luz, aunque parecía encontrarse a varios kilómetros de distancia.

—La cosa se complica —murmuró en voz baja el comandante Thrace, en inglés.

—¿Decía usted? —inquirió el coronel Krenin en Lingua Franca.

—Lo siento... La situación se está complicando.

—No comparto su opinión —dijo Krenin con una leve sonrisa—. Hasta ahora, todo lo que he visto demuestra orden, inteligencia y determinación.

Súbitamente, Thrace agarró el brazo de su compañero y señaló a la pared que tenían enfrente. Una losa rectangular de piedra negra acababa de aparecer en ella, y sobre la piedra había un dibujo grabado.

Era una representación simbólica del sistema solar. Todos los planetas, excepto dos, aparecían como círculos sobre unas líneas que indicaban sus cursos orbitales. Pero el tercer planeta, la Tierra, estaba representado por una brillante piedra verde; y el cuarto planeta, Marte, por otra piedra roja, más brillante todavía.

Krenin y Thrace estaban más que intrigados, estupefactos.

Al cabo de unos instantes, el comandante Thrace rompió el silencio.

—Será mejor que nos apresuremos —dijo—. Sólo nos quedan cuarenta y cinco minutos y tengo la impresión de que nos aguardan más y mayores sorpresas.

No se equivocaba.

Un poco más adelante descubrieron otra losa negra incrustada en la pared. En ésta aparecían los símbolos de un átomo de hidrógeno, de uno de oxígeno y de uno de carbono. Los dos hombres los contemplaron en silencio unos instantes y luego siguieron avanzando. Las palabras parecían completamente fuera de lugar.

La próxima losa que encontraron mostraba lo que parecía ser la representación de una molécula simple. Después llegó lo que parecía el diseño molecular del ácido desoxiribonueleico. Y después de esto llegó la mayor sorpresa de todas.

Dos losas paralelas, una a cada lado del pasillo. Mostraban a dos seres humanos: un hombre y una mujer. Ambos carecían de pelo.

—Esto es absurdo —murmuró el comandante Thrace.

—Entonces... entonces el hombre no es un producto único de la Tierra —dijo el coronel—. O, quizás...

La idea era demasiado fantástica para ser expresada.

Con un esfuerzo, Thrace consiguió sustraerse al estado de semihipnosis en que parecían haberle sumido los dibujos.

—Tenemos que seguir avanzando —murmuró, de mala gana.

Krenin consultó su reloj de pulsera y suspiró.

—Hay tanto que observar... que considerar...

Continuaron su camino a lo largo del pasillo iluminado por la misma claridad verdosa, sintiéndose como chiquillos atrapados en un misterioso mundo de ensueño que se confundía con la realidad. De repente, se encontraron en una revuelta del pasillo; y al poner pie en ella, se desplegó ante sus ojos el más fantástico de los espectáculos.

Súbitamente, se encontraron en una cueva lo bastante grande como para contener a la mayor de las catedrales de la Tierra. Estaba bañada por la misma claridad verdosa que el pasillo, pero ésta era más intensa a ras de suelo, hasta el punto de que, por un instante, los dos hombres experimentaron la sensación de andar sobre un gran océano subterráneo.

Luego, la sensación oceánica dio paso a una sublime revelación: una sensación de espacio infinito y de infinita belleza. Era como si hubieran sido engullidos por una nube de música insonora que brotaba de todas partes envuelta en oleadas de luz.

Durante un brevísimo instante, los dos hombres experimentaron la sensación de que se estaban muriendo. Y luego, inmediatamente, la sensación de que habían vuelto a nacer.

Las paredes de la cueva estaban vivas con cuadros sólidos, que aparecían y desaparecían en una magnífica sinfonía visual. Allí, por un instante, contemplaron en toda su terrible grandeza el nacimiento del sistema solar. Los planetas fluían de un inmenso útero solar para instalarse en las oscuras inmensidades del espacio. Luego, la visión se disolvió en una representación de océanos muertos, de monstruosos volcanes y de deslumbrantes ríos de rocas; de explosiones, y cataclismos y diluvios; de flotantes islas continentales y desesperados eones de hirviente lluvia.

De nuevo cambiaron los cuadros.

Ahora contemplaban las entrañas de los mares furiosos, y asistían al alumbramiento de la vida. Vieron la vida y la muerte de miríadas de seres diminutos; los fantásticos siglos de mortandad provocados por las aguas al retirarse; la inevitable, ciega y valerosa conquista de la tierra.

Vieron bosque y desierto, glaciar y tundra. Vieron los grandes reptiles enzarzados en titánica lucha. Vieron monstruosas alas de las que brotaban repentinamente brillantes plumas, transformando a los asesinos de afilados dientes en verdaderas aves del paraíso. Vieron la creación del hombre, y el nacimiento de la unidad tribal...

Vieron el alborear de la civilización, ciudades que brotaban como extrañas flores de piedra en las llanuras y en los valles. Vieron la muerte y el descubrimiento, la guerra y la adoración; las plagas, el fuego, las inundaciones y el hambre. Contemplaron el interminable conflicto del hombre contra la naturaleza, la tragedia vital del hombre contra el hombre... La era de la gloria, y la era de las máquinas... Y también la era de la destrucción, cuando la oscuridad cayó desde el aire...

Luego, súbitamente, las paredes de la cueva quedaron lisas. La saga visual de la creación se disolvió en las profundidades de una verde eternidad.

Y luego resonó una voz. La voz no procedía de ninguna parte, y, sin embargo, estaba en todas partes, resonando en el interior de la cueva como un trueno, susurrando como el viento a través de la hierba en verano. No era la voz de un hombre, ni la voz de una mujer. Era simplemente una voz.

»La muerte del cuarto planeta saluda a los vivientes del tercer planeta —dijo la voz—. Los hijos de la estrella saludan a los hijos de la estrella.

»Este saludo nuestro llega a través de cincuenta mil vueltas planetarias alrededor de la estrella que es nuestro sol. Pero dejad que estas palabras sean para vosotros algo más que el eco de unos lejanos fantasmas, ya que ellas son las que unen inseparablemente al tercer y al cuarto planeta.

»En las pirámides que hemos construido os hemos dejado el único regalo posible: la historia de nuestra raza. Hubo una época en que nosotros, los del cuarto planeta, vivimos en un mundo verde y agradable. Éramos una raza fuerte y poderosa, y habíamos domeñado para nuestras necesidades las energías de los elementos y las fantásticas energías del sol. Incluso habíamos penetrado los secretos de la propia vida, de modo que la inmortalidad era nuestra. Pero ya habéis visto lo que queda de nuestra grandeza: el estéril desierto, y las pirámides en las cuales perdura aún nuestro recuerdo.

»Es cierto que casi conquistamos la inmortalidad; pero el precio que pagamos por ella fue demasiado elevado, ya que, al final, nos convertimos en casi totalmente estériles. Es cierto también que teníamos bajo nuestro dominio un ilimitado poder físico. Pero nuestro poder espiritual no estaba a la misma altura; y luchando por filosofías cuya debilidad quedaba demostrada por el hecho de que tenían que ser defendidas mediante el empleo de la fuerza, acabamos por destruir nuestra raza y las riquezas vivientes de nuestro hogar planetario. Habíamos conquistado las fuerzas de la naturaleza, pero fuimos derrotados por las fuerzas de nuestros propios corazones.

»Sin embargo, antes de que se perdiera todo, y en un breve período de lucidez, reunimos a los escasos jóvenes que nos quedaban. Decididos a que nuestra raza no desapareciera definitivamente, construimos naves de transporte capaces de viajar a través del espacio. Y entonces trasladamos nuestros bienes más preciados —nuestros hijos— a vuestro mundo.

»Los dejamos allí, en los bosques del tercer planeta, para que renacieran física y espiritualmente a una nueva vida en un mundo nuevo.

»Vosotros, los que estáis escuchado estas palabras, puede que seáis descendientes suyos. También vosotros os habréis convertido en dueños de un ilimitado poder físico. Rogamos porque vuestro espíritu esté a la altura de vuestro poder físico.

»Rogamos, también, que aceptéis esto, el cuarto planeta, y en armonía de esfuerzos y unidad de propósitos, utilicéis vuestra habilidad y vuestras energías en devolverle la verde fertilidad que floreció hace muchísimo tiempo. Vosotros sois nuestro futuro... Bienvenidos al hogar...»

Todo volvió a quedar silencioso e inmóvil. Los dos hombres se miraron el uno al otro. Las ideas y las sensaciones que les poseían estaban más allá del alcance de las palabras. De repente, se arrodillaron durante unos instantes como si la cueva se hubiera convertido en un templo, como si su silenciosa acción de gracias pudiera ser oída por alguien. Luego regresaron al pasillo andando lentamente...

El coronel Krenin y el comandante Thrace salieron del interior de la pirámide diez minutos después del plazo de una hora que se habían fijado.

El doctor Chee y el Profesor Thompson dieron suelta a su reciente ansiedad y a su actual curiosidad en un torrente de preguntas; pero cuando vieron la expresión de los rostros de los dos hombres silenciosos, todas las preguntas murieron.

—Hemos encontrado la explicación —dijo el comandante Thrace, al final.

—¿Qué explicación? —inquirió amablemente el doctor Chee.

Sus compañeros estaban tan anormalmente tranquilos, que parecían encontrarse bajo los efectos de algo terrible.

—Sólo hay una explicación —dijo el coronel Krenin—. Ahora les toca a ustedes. Entren, y la encontrarán.

—¿No hay peligro? —preguntó el Profesor Thompson.

El coronel Krenin sonrió. Parecía estar contemplando algo a muchos millones de millas de distancia, o quizás a muchos miles de años.

—Solamente para nuestro orgullo —respondió el coronel en voz baja.

Thompson y Chee no podían hacer más que una cosa: entrar en la pirámide. Y eso fue lo que hicieron, mientras el coronel y el comandante les esperaban.

Súbitamente, el comandante Thrace dijo:

—Acabo de recordar una cosa. ¿Cómo es posible que comprendiera usted la Voz? Hablaba en inglés...

El coronel sacudió la cabeza.

—No, hablaba en ruso.

El comandante meditó unos segundos.

—Ni en ruso ni en inglés —dijo. Y luego añadió—: Después de todo, creo que nunca volveremos a ser los mismos hombres.

El coronel Krenin contempló, pensativo, el estéril desierto marciano.

—No, no seremos los mismos —dijo—. Después entrará el Profesor Frontenac. Y más tarde utilizaremos las cámaras y los aparatos de grabación. Cuando regresemos a la Tierra, los distintos pueblos no volverán a ser los mismos.

El comandante Thrace arrastró ociosamente los pies por las secas arenas rojizas. Hizo diminutas montañas y empezó a proyectar una red de carreteras.

Al final, dijo:

—¿Cree usted que valdrá la pena que reclamemos este desierto?

—Tenemos que hacerlo —respondió el coronel Krenin sencillamente—. Es nuestro hogar.

El color surgido del Espacio

Howard P. Lovecraft

Al Oeste de Arkham, las colinas se yerguen selváticas, y hay valles con profundos bosques en los cuales no ha resonado nunca el ruido de un hacha. Hay angostas y oscuras cañadas donde los árboles se inclinan fantásticamente, y donde discurren estrechos arroyuelos que nunca han captado el reflejo de la luz del sol. En las laderas menos agrestes hay casas de labor, antiguas y rocosas, con edificaciones cubiertas de musgo, rumiando eternamente en los misterios de la Nueva Inglaterra; pero todas ellas están ahora vacías, con las amplias chimeneas desmoronándose y las paredes pandeándose debajo de los techos a la holandesa.

Sus antiguos moradores se marcharon, y a los extranjeros no les gusta vivir allí. Los francocanadienses lo han intentado, los italianos lo han intentado, y los polacos llegaron y se marcharon. Y ello no es debido a nada que pueda ser oído, o visto, o tocado, sino a causa de algo puramente imaginario. El lugar no es bueno para la imaginación, y no aporta sueños tranquilizadores por la noche. Esto debe ser lo que mantiene a los extranjeros lejos del lugar, ya que el viejo Ammi Pierce no les ha contado nunca lo que él recuerda de los extraños días. Ammi, cuya cabeza ha estado un poco desequilibrada durante años, es el único que sigue allí, y el único que habla de los extraños días; y se atreve a hacerlo, porque su casa está muy próxima al campo abierto y a los caminos que rodean a Arkham.

En otra época había un camino sobre las colinas y a través de los valles, que corría en línea recta donde ahora hay un marchito erial; pero la gente dejó de utilizarlo y se abrió un nuevo camino que daba un rodeo hacia el sur. Entre la selvatiquez del erial pueden encontrarse aún huellas del antiguo camino, a pesar de que la maleza lo ha invadido todo. Luego, los oscuros bosques se aclaran y el erial muere a orillas de unas aguas azules cuya superficie refleja el cielo y reluce al sol. Y los secretos de los extraños días se funden con los secretos de las profundidades; se funden con la oculta erudición del viejo océano, y con todo el misterio de la primitiva tierra.

Cuando llegué a las colinas y valles para acotar los terrenos destinados a la nueva alberca, me dijeron que el lugar estaba embrujado. Esto me dijeron en Arkham, y como se trata de un pueblo muy antiguo lleno de leyendas de brujas, pensé que lo de embrujado debía ser algo que las abuelas habían susurrado a los chiquillos a través de los siglos. El nombre de "marchito erial" me pareció muy raro y teatral, y me pregunté cómo habría llegado a formar parte de las tradiciones de un pueblo puritano. Luego vi con mis propios ojos aquellas cañadas y laderas, y ya no me extrañó que estuvieran rodeadas de una leyenda de misterio. Las vi por la mañana, pero a pesar de ello estaban sumidas en la sombra. Los árboles crecían demasiado juntos, y sus troncos eran demasiado grandes tratándose de árboles de Nueva Inglaterra. En las oscuras avenidas del bosque había demasiado silencio, y el suelo estaba demasiado blando con el húmedo musgo y los restos de infinitos años de descomposición.

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