Antología de novelas de anticipación III (6 page)

Read Antología de novelas de anticipación III Online

Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

BOOK: Antología de novelas de anticipación III
3.88Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Mr... ejem... Setter —dijo Happy cerrando los ojos—, represento a la Ohm Electric Rat Trap Company. Nuestro lema es "Ningún hogar sin una ratonera" —Sonrió vacuamente—. Creo que puede interesarle una pequeña demostración, que le haré con mucho gusto. Es decir,
creo
que usted...

La puerta se abrió un poco más y apareció el perro que había recibido a Happy.

—Irish, querido —dijo—, ¿te importaría entrar o salir? La perrera está enfriándose.

—La casa, Maureen, no la perrera.

—Bueno, la casa. Pero ¿por qué no le dices a este señor que entre?

—Sí, ¿quiere usted pasar, caballero? —dijo Irish—. Si es que no le importa encontrar la casa un poco desordenada.

Happy entró y se sentó en el borde de una silla de madera completamente normal. Miró a su alrededor con interés, pero los muebles que vio eran los de una vivienda corriente. No parecía la casa de un perro, aunque no cabía duda de que
era
la casa de un perro.

Irish se instaló cómodamente en un sofá, en tanto que Maureen se disculpaba diciendo que era la hora de dar de mamar a sus cachorros más pequeños.

—¡Qué ganas tengo de destetarlos! —exclamó.

Happy Horman enrojeció.

—Mr. Setter —dijo Happy—, le ruego que me perdone si le parezco curioso, pero me gustaría saber cómo..., es decir, por qué..., bueno, cómo es que vive usted aquí.

—¿Y por qué no? —dijo Irish—. No soy ningún indeseable.

—Pero yo creía que estas casas eran construidas para veteranos.

—Yo soy un veterano —dijo el perro—. ¿Desea ver mi honrosa licencia del Cuerpo K-9?

—¡Oh! Pero para ocupar una de estas viviendas hay que ser estudiante y estar casado...


Estoy
casado, caballero —replicó dignamente Irish—. No creerá usted que estoy viviendo con una cualquiera, ¿verdad?

Happy tosió para disimular su turbación.

—Por favor, Mr. Setter, no he querido decir tal cosa ni muchísimo menos. Pero ¿cómo puede ser usted un estudiante? De la Universidad quiero decir. Todos los estudiantes son de naturaleza humana, y usted... ejem..., siendo un... un canino...

—Puede llamarme perro, no me importa. ¿Le gustaría oír toda la historia?

—Sí, desde luego, me gustaría.

—Empezó alrededor de 1949 —dijo Irish instalándose más cómodamente en el sofá—. Mi dueño (antes de que me convirtiera en mi propio dueño) era el profesor Neil Wendt, el hombre con más conocimientos de física nuclear del país. ¿O debo decir el "homo sapiens" con más conocimientos de física nuclear? —preguntó irónicamente.

Happy dejó oír una risita falsa.

—No comprendí nunca claramente, ni siquiera lo comprendo ahora, lo que estaba haciendo Wendt, pero yo era su compañero inseparable, su fiel amigo. Luego, un día quedé afectado por unas radiaciones, y cuando Wendt me Ilamó dije "Voy". Tal como se lo cuento. No sé quién quedó más sorprendido, si Wendt o yo. Después de los primeros instantes de confusión nos sentamos y hablamos del asunto. Descubrimos que podíamos ayudarnos considerablemente el uno al otro. Yo sugerí unas cuantas mejoras en su personal, ya que en mi calidad de perro había podido enterarme de muchas cosas que hasta entonces no me había sido posible revelar. Y Wendt habló con el rector de la Universidad para que me permitiera matricularme. Obtuve el grado de bachiller. ¿Ha estudiado usted alguna carrera universitaria, caballero?

—Ejem..., no —dijo Happy.

—Hum. Bueno, más tarde me di cuenta de que había cosas más importantes que los libros. Me refiero a la guerra de Corea. De modo que me alisté como buen norteamericano. El Cuerpo K-9 es una unidad excelente, dentro de sus limitaciones, y no tardaron en ascenderme a sargento. Pero tropecé con el sistema de castas. Completamente injusto. Había oído decir que admitían solicitudes para ingresar en la escuela de oficiales y presenté la mía. Mi sargento mayor se rió de mí, pero yo insistí y obtuve una entrevista con el jefe del regimiento. Me recibió muy amablemente, pero se negó a cursar mi solicitud. Dijo que sería una pérdida de tiempo. Las Ordenanzas del Ejército no preveían el caso. ¡Las Ordenanzas del Ejército son un verdadero asco! De modo que me vi obligado a terminar mi carrera militar como simple sargento. Sí, dijeron que para un perro la categoría de sargento era un hecho insólito. Pero si le contara a usted la de atropellos que tuve que aguantar con el mito de la superioridad racial...

—Bueno, ahora ya pasó todo aquello —dijo Happy contemporizador—. Y ha vuelto a ingresar usted en la Universidad. ¿Qué estudia?

—Antropología, desde luego —respondió Irish—. Pero ya hemos hablado bastante de mí. ¿Qué era lo que quería enseñarme, caballero?

—En realidad no creo que pueda interesarle —dijo Happy—. Es algo que para
usted
no tiene ninguna utilidad. Verá, se trata de una ratonera, y presentársela sería como ofrecer unas botas a un zapatero.

—¿Por qué? Desde luego soy perfectamente capaz de cazar ratas por mí mismo. Y es cierto que todavía soy un perro joven, pero no dispongo de tiempo para dedicarme a ese deporte. Creo que voy a echarle un vistazo a su modelo.

Con una sensación de alivio, el vendedor se puso en pie y sacó su ratonera eléctrica. Con un ratón de goma demostró sus posibilidades.

—Me parece estupenda —dijo Irish—. Maureen, ven a echarle una mirada a este aparatito...

El perro hembra se maravilló también de la eficacia de la ratonera.

—Vamos a quedarnos con una, Irish —dijo—. Nos ahorrará una gran cantidad de trabajo.

—Bueno —dijo Irish—. Haga usted un pedido para nosotros, caballero. Muy bien. Ahora tenga la bondad de poner la pluma entre mis dientes y lo firmaré. Gracias.

Happy secó discretamente la saliva que el perro había dejado en su pluma y se dispuso a marcharse.

—Venga a visitarnos cuando guste —dijo Irish—. Podría venir una noche y roer un hueso con nosotros.

Happy se obligó a soltar una risita.

—Es usted un bromista, Mr. Setter —murmuró, y experimentó una intensa sensación de alivio cuando su cliente estalló en un alegre ladrido y cerró la puerta detrás de él.

Happy Horman respiró profundamente y luego se volvió a mirar en dirección a la casa. No se veía a nadie detrás de las ventanas. Happy miró su libro de pedidos. Allí estaba la firma:
I. Setter.
Happy Horman sacudió la cabeza, se encogió de hombros y se encaminó a la casa siguiente.

Llamó. Un joven regordete abrió la puerta.

—Perdone —dijo Happy—. ¿Está su perro en casa?

El ubicuo

Richard Wilson

El capellán dijo:

—Soy un religioso, no un hombre de ciencia, de modo que sólo podré explicarte una parte de lo que tendrías que saber.

Luego tuvo que echarse hacia atrás para esquivar el puño que salió proyectado hacia él a través de los barrotes.

—No existe ningún motivo para que trates de hacerme daño —dijo—. Sólo intento hacerte comprender por qué estás aquí.

—Le mataré a usted —dijo el hombre que estaba detrás de los barrotes. Su rostro se contraía por el odio mientras trataba de alcanzar al capellán, el cual se limitaba a mantenerse a una distancia prudente.

—Ya se han producido demasiadas muertes —dijo el capellán.

—Deje que se produzca una más, padre —dijo el preso burlonamente—. Deje que se produzca la suya.

—Eres malo —expresó el capellán sin el menor enojo—. Eres todo maldad. Has matado al doctor y a los otros. No ha sido culpa tuya, pero lo hiciste tú y debes pagarlo, de acuerdo con las leyes de la sociedad. Trataré de explicártelo si quieres escucharme.

Se preguntó si habría una partícula de cordura en el preso. Trató de encontrar la respuesta en los llameantes ojos, pero sólo pudo descubrir un odio ciego.

—Yo mato —dijo el preso—. Eso es lo que hago mejor. Se lo explicaré a
usted
si quiere
usted
escucharme.

—De acuerdo —dijo el capellán. Parecía satisfecho por la respuesta—. No deseo monopolizar las explicaciones. Primero te escucharé a ti, y luego me escucharás tú.

—He matado con un revólver y con una maza, pero el mejor sistema es con las manos. De ese modo el matar es más directo y más satisfactorio. Y el placer, más prolongado.

—Rezaré a Dios para que tenga piedad de tu alma.

El preso escupió.

—Rece por usted. Si pudiera, le mataría. Con mis manos. Le apretaría el cuello hasta que su rostro se congestionara. Súbitamente quedaría usted fláccido, lacio. Estaría usted muerto, y yo me quedaría en paz.

—Hay otros medios de encontrar la paz.

—Pero ninguno tan bueno. Existe el tormento, pero es demasiado sutil para mí. Yo no soy un hombre sutil. Lo único que encuentro satisfactorio es la muerte. Mientras usted viva, aunque sufra, me siento frustrado. Sólo la muerte proporciona la plenitud.

—Por lo menos eres sincero.

—Conozco mis necesidades.

—¿Y sabes por qué?

—No. Ya le he dicho que las sutilezas no me interesan. ¿Se pregunta acaso el hambriento de qué está hecha una rebanada de pan? ¿Se pregunta el que se está ahogando por qué flota un salvavidas?

—Creo lo que dices y lo lamento. Pero tienes que saber por qué estás aquí. Puede que encuentres consuelo en ello. O tal vez algún remordimiento. ¿Sabes
quién
eres?

—Robert Blane. Un nombre insensato. Sería más apropiado que fuera Samuel Hall. ¿Existió realmente?

—¿Samuel Hall?

—Mi nombre es Samuel Hall. ¿Existió?

—No lo sé. Creo que existió, pero que edificaron una leyenda acerca de él. Parece como si tuvieras cierto sentido del humor...

—No tengo el menor sentido del humor. Maté al que lo tenía.

—¿De veras? ¿Recuerdas su nombre?

—No.

—Se llamaba Robert Blane —dijo el capellán—. Fue el primero que mataste.

—No sabía que tuviera el mismo nombre. Aunque esto no hubiera cambiado las cosas, desde luego. Disparé contra él. Se pasaba el tiempo bromeando y riéndose. Creo que era el peor.

—¿Qué es lo que recuerdas anterior a eso?

—Antes de eso no existió nada —dijo Blane—. A los otros los maté después.

—No me refiero a los asesinatos —dijo el capellán—. ¿No recuerdas una época en la cual no deseabas matar?

—Me desperté deseando matar.

—¿Y antes que te despertaras?

—¿Es que hubo un antes? Lo ignoro.

—¿Sabes la edad que tienes, Robert?

—Veintiocho años.

—¿Y no recuerdas nada de los veintisiete primeros años de tu vida?

—Cuando me desperté tenía veintiocho años —insistió Blane.

—Pero entonces hacía veintiocho años que habías
nacido
.

—Supongo que sí; sé muchas cosas que no aprendí después de despertar. Antes de eso tuvo que existir alguna clase de vida. Pero esta conversación me está fastidiando. Acérquese un poco más, padre. Mis deseos de matarle se están haciendo insoportables.

—Cualquiera creería que estamos bromeando. Pero me quedaré donde estoy hasta que te haya dicho qué te hizo despertar a la edad de veintiocho años en Lost Oaks.

Lost Oaks era una finca. La enorme casa, situada en el centro de sus cincuenta acres, fue edificada en los años de prosperidad posteriores a la Primera Guerra Mundial, abandonada por su propietario en la época de la depresión, y vendida en pública subasta después de la segunda guerra mundial. Para llegar a ella había que recorrer sesenta millas de la carretera de primer orden que cruzaba la ciudad, seguir una carretera de segundo orden durante diez millas más y, finalmente, adentrarse por el descuidado camino particular que finalizaba en las cerradas verjas de hierro que se abrían en una alta pared de piedra.

El hombre que había comprado Lost Oaks en la subasta se llamaba Norvell Antioch y era catedrático de biología de la Universidad, jubilado. Se había llevado con él a un avispado ayudante de laboratorio, Robert Blane. Antioch le dijo a Blane que le había escogido para que fuera su compañero, pero en realidad le convirtió en su conejillo de indias.

Antioch se llevó también de la Universidad la creencia en la que la materia celular contenía en sí misma todos los atributos de un organismo completo. Creía que una célula viva, sacada del tejido muscular del antebrazo, por ejemplo, no sólo poseía las propiedades de las otras células del tejido muscular del antebrazo, sino que, adecuadamente alimentada, podía reproducirse; y las colonias resultantes podían ser inducidas eventualmente a adoptar la forma del ser del cual procedía la célula original.

Y el doctor Antioch, que se había pasado cuarenta años estudiando los nucléolos, la compacta zona del interior del núcleo de una célula, creyó que poseía el secreto de aquel milagro biológico.

Afortunadamente, el doctor Antioch tenía una renta personal, además de su pensión, y esto le permitía dedicar el resto de su vida a aquel objetivo.

Robert Blane cedió de buena gana las células de su antebrazo y ayudó a Antioch a separar una de ellas. Para las manipulaciones posteriores, el doctor Antioch no reclamó su ayuda.

Blane tenía que atender a todo el trabajo de la casa, que no era poco. Había veintidós habitaciones, desde la bodega al desván, y Antioch las utilizaba todas. Dormía en una, comía en otra, leía y redactaba sus notas en una tercera, descansaba viendo películas en otra, ensuciaba todos los cuartos de baño, tiraba la ropa sucia en el vestíbulo y, en una palabra, se portaba como un cerdo.

El pobre Blane tenía que dedicar a la limpieza muchas horas al día. Y además preparaba las comidas, fregaba los platos, iba de compras a la ciudad con la furgoneta, vigilaba los dos generadores para mantenerlos siempre en uso, en previsión de un posible corte de energía en la línea que suministraba electricidad a la finca, volvía a enrollar las películas y lavaba la ropa.

Era un trabajo agotador, y a Blane no le quedaba tiempo para visitar el laboratorio y comprobar los progresos del experimento.

El experimento progresaba satisfactoriamente. Antioch, que en el terreno de las costumbres personales era un cerdo, en el campo de la biología era genial. Había conseguido separar los nucléolos. Lo que hizo a continuación estaba descrito con exactitud en sus notas, en clave.

El resultado final fueron media docena de frascos de cristal tapados. Lo que había dentro de ellos estaba creciendo, evidentemente, ya que cada semana tenía que ser trasvasado a otros frascos de mayor tamaño; luego tuvieron que ser utilizadas grandes jarras, y finalmente unas vasijas enormes.

Other books

Peepshow by Leigh Redhead
Remember Me by Irene N. Watts
Secret Kiss by Melanie Shawn
The Princess and the Duke by Allison Leigh
Frannie in Pieces by Delia Ephron
When a Billion Chinese Jump by Jonathan Watts
Wolves and Angels by Jokinen, Seppo
Unspoken Abandonment by Wood, Bryan