Antología de novelas de anticipación III (15 page)

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Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

BOOK: Antología de novelas de anticipación III
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No obstante, todos ellos tenían una amplia experiencia como viajeros espaciales. El coronel Maxim Krenin, jefe de la expedición y piloto del Pax Mundi, había realizado el vuelo Tierra-Luna cinco veces. Y había participado en numerosos lanzamientos de prueba a la Luna. Lo mismo que el comandante Howard Thrace, segundo piloto. Además de proporcionar un notable ejemplo de colaboración técnica ruso-norteamericana, aquellos dos hombres eran excelentes amigos.

Los otros tres miembros de la expedición, el Profesor Bernard Thompson, representante de Inglaterra, el Profesor Ives Frontenac, representante de Francia, y el doctor Chan S. Chee, representante de China, habían tomado parte en tres lanzamientos importantes, y habían permanecido en órbita un número impresionante de horas. Durante el largo viaje hasta Marte, habían tenido tiempo de sobra para compenetrarse y para planear en detalle sus trabajos de exploración.

Y ahora se encontraban, en su alargado proyectil de titanio, posado como un monumento de la antigüedad sobre el desierto marciano ecuatorial. Habían sido comprobadas las radiaciones, se había analizado la atmósfera al nivel del suelo, y los primeros terrestres estaban a punto de poner los pies sobre las arenas de Marte.

Incluso antes de descender de la nave, sabían de Marte lo suficiente como para sentirse ligeramente humillados por sus propias teorías anteriores y por la opinión general de los científicos de la Tierra.

Durante décadas, los astrónomos terrestres habían asegurado que Marte era prácticamente hostil para la vida... a pesar de la insistente creencia popular en grotescas y complejas formas de vida e incluso inteligencias marcianas.

Marte, afirmaban los astrónomos, con toda la autoridad de hombres capaces de extraer amplias conclusiones de las pruebas más nimias, era un planeta que casi carecía de oxígeno, de agua y de calor. Los llamados canales no eran tales canales, sino simples grietas de origen puramente geológico. Y terminaban sus deducciones asegurando que, debido al clima, las formas de vida más desarrolladas que podrían encontrarse serían similares a los líquenes o, quizás, a los cactus.

Esos, en términos generales, habían sido los puntos de vista de los expedicionarios de las Naciones Unidas... hasta su llegada. Pero incluso antes de aterrizar, mientras orbitaban a unos cien mil metros, pudieron comprobar, entre otras cosas, que los canales eran realmente —o lo habían sido— canales, y que la atmósfera contenía el suficiente oxigeno para que resultara respirable por las formas de vida humanas.

Luego, a medida que descendieron a un órbita menor, hicieron un descubrimiento que pareció eclipsar a todos los demás —excepto quizás a los canales— en significado.

Vieron pirámides: diez enormes pirámides marcianas situadas a gran distancia una de otras sobre las inmensas y desnudas llanuras. El descubrimiento fue algo más que un descubrimiento: fue una revelación. Y la revelación era más significativa, tenía más alcance que cualquier otro descubrimiento en toda la historia del hombre.

Hacía más de cuatro siglos que un desconocido astrónomo polaco, Nicolás Copérnico, había asombrado al mundo con su afirmación de que la Tierra no estaba fija en el centro del cosmos. Pero, eventualmente, el orgullo humano se había recobrado del golpe. Ya que, si bien la Tierra no podía ser considerada ya como única en tamaño, posición o significado, su raza dominante, el Homo Sapiens, seguía siendo el ser más perfecto de la creación. En ninguna otra parte, se dijo, podían existir seres inteligentes. Eso que lo que afirmaron los filósofos y todos los que contribuían al culto del significado humano.

Y durante cuatrocientos años, la cualidad de único del hombre no fue seriamente discutida.

Pero, ahora...

Las noticias acerca de las pirámides marcianas habían sido radiadas ya a la Tierra y a Luna City antes de que la nave de las N.U. aterrizara. E inmediatamente había llegado la orden de abandonar las previstas exploraciones científicas y concentrar todos los esfuerzos en las pirámides. La expedición a Marte era, en términos financieros, una aventura sumamente cara; y como, a fin de cuentas, los que tendrían que rascarse el bolsillo serían los ciudadanos corrientes, se presentaba una oportunidad excepcional de proporcionarles algo realmente espectacular a cambio de su dinero.

La orden no desagradó lo más mínimo a los miembros de la expedición. El misterio de las pirámides era más emocionante que cualquier otro descubrimiento espacial anterior. La existencia de estructuras diseñadas y construidas por seres inteligentes establecía un clima de contacto y comunicación que disminuyó considerablemente la pesada carga de soledad acumulada durante el largo viaje a Marte. Era como si Marte hubiera esperado al Pax Mundi, como si las pirámides fueran una especie de gigantesca bienvenida planetaria.

La pirámide más próxima se alzaba a unos tres kilómetros al norte de la nave de las N.U., y sus lados negros, lisos y simétricos, tenían una altura de quinientos metros, aproximadamente. Mientras el coronel Krenin salía de la cámara de descompresión, dirigía un breve mirada a la impresionante mole y luego apoyaba el pie en el primer peldaño de la escalerilla de nylon; su sensación de temor pareció hincharse como una gran burbuja interior.

Luego, repentinamente, el momento histórico había transcurrido antes de que Krenin se diera cuenta. Había puesto ya los pies sobre las arenas de Marte. Detrás de él bajaron el comandante Thrace y los demás. Ninguno de ellos dijo nada durante casi tres minutos. Se limitaron a permanecer de pie, mirando, en silencio.

Súbitamente, el honor de pronunciar las primeras palabras terrestres sobre el planeta recayó en el profesor Thompson. Contempló la pirámide, suspiró profundamente y en Lingua Franca moderna, dijo:

—En este preciso instante, más que cualquier otra cosa necesito un cigarrillo.

—¿Por qué no? —observó suavemente el doctor Chee—. El contenido de oxígeno del aire es suficientemente elevado. Pero no creo que su cigarrillo tenga el mismo sabor.

—Acepte un Gaulloise —dijo el profesor Frontenac.

—Acepte un Stuyvesant —dijo el comandante Thrace.

El inglés enarcó ligeramente las cejas, rebuscó afanosamente en sus propios bolsillos y, por último, aceptó un cigarrillo francés.

—Tenía usted razón —observó al cabo de unos instantes—. Tiene un sabor completamente distinto.

—Caballeros —dijo el coronel Krenin—, el momento requiere un parlamento para ser transmitido a la Tierra, y dado que mi Lingua Franca es menos correcta de lo que debería ser...

Sacó un diminuto aparato de grabación de su mochila y miró esperanzado a sus compañeros.

El profesor Frontenac sonrió.

—Las pirámides son probablemente los restos de una civilización que ya era antigua cuando el hombre terrestre era todavía un ser de las cavernas y de los bosques. Entre nosotros, el doctor Chee representa a una de las más antiguas civilizaciones terrestres... Creo que es el más indicado.

El doctor Chee se inclinó, y luego pronunció un breve discurso dirigido al aparato de grabación de Krenin, a los millones de terrestres que esperaban, y, tal vez, a la posteridad solar. Habló de lo maravilloso del viaje, de lo maravilloso del descubrimiento y de lo solemne del aterrizaje. Pero ni siquiera el ceremonioso lenguaje del doctor Chee pudo evitar el contagio de la excitación infantil que había hecho presa en los miembros de la expedición.

Mientras el doctor Chee estaba hablando, el comandante Thrace trepó por la escalerilla de nylon e hizo girar la pequeña grúa eléctrica encima de la portezuela inferior de la nave. Luego él y el profesor Frontenac se dedicaron a descargar a piezas el vehículo monorrueda de seis plazas que se habían llevado. Al cabo de media hora, el vehículo estaba completamente montado, con su giroestabilizador ronroneando suavemente.

El profesor Thompson hizo pantalla con la mano sobre sus ojos y contempló la pirámide, maciza y sombría bajo el brillante sol de Marte.

—Tal vez debiéramos comer algo antes de aventuramos en cualquier exploración —sugirió.

—¿Tiene usted hambre? —inquirió el doctor Chee.

—No, pero pensé...

—Bajaré algunas raciones de emergencia —gritó el coronel Krenin desde la cámara de descompresión—. En caso necesario podemos comer en la pirámide.

El comandante Thrace estaba observando con atención lo que parecía ser una gran piedra redonda, de unos cincuenta centímetros de altura, que se encontraba a pocos metros de la base de la nave.

—¿Alguien de ustedes se ha fijado en esto antes? —preguntó.

Nadie pudo recordar haberlo visto.

—Mírenlo —dijo el comandante—. Mírenlo de cerca.

La piedra estaba moviéndose muy lentamente sobre la rojiza arena. La vieron avanzar a través de lo que parecía ser una pequeña capa de musgo, pero cuando hubo pasado, la planta ya no estaba allí.

Frontenac se inclinó sobre la roca y la tocó. Luego la golpeó con los dedos. En su rostro había una expresión de indescriptible asombro.

—Vamos a darle media vuelta —sugirió Thrace.

Así lo hicieron. La superficie inferior era blanda. Aquello parecía una mezcla de esponja y caracol. Empezó a contraerse hasta quedar a salvo en el interior de su recia concha protectora.

—¡Maravilloso, soberbio. exquisito! —exclamó Frontenac, en su francés natal—. ¡Qué hermoso animal!

—O planta —añadió secamente Thompson.

—Animal —Insistió el francés—. Según todas las leyes...

—En Marte —le interrumpió Thompson—, las definiciones que estamos acostumbrados a utilizar pueden no ser válidas.

Con suavidad, volvieron a colocar la piedra boca abajo sobre la arena.

—Ahora debemos ir a la pirámide —dijo el coronel Krenin—. La Tierra desea nuestro primer Informe lo antes posible. He puesto la cámara fotográfica, la cámara de cine y las telecámaras en el monorrueda. ¿Lleva cada uno de ustedes radio portátil y aparato de grabación Individual?

Todos asintieron.

—¿Qué hay de mi ejemplar? —dijo Frontenac—. Me gustaría observarlo.

—Entonces, vigilará usted también la nave —dijo Krenin, sonriendo—. Alguien tiene que quedarse.

El francés adoptó la expresión de la persona que desearía estar en dos lugares a la vez.

Después de una revisión final, el resto de la expedición subió al monorrueda, con el comandante Thrace al volante. Cuando se ponían en marcha hacia la pirámide, vieron al profesor Frontenac arrodillado y con la cabeza muy cerca de la arena. Estaba tratando de descubrir cómo se las arreglaba su «piedra» para avanzar.

El desierto era, en su mayor parte, llano; y el viaje hasta la pirámide apenas duró diez minutos. En el camino, pasaron delante de diversas variedades de plantas, todas pequeñas, y de un curioso rodal de hierba, muy alta, cuyos tallos golpearon al monorrueda con la fuerza de un látigo. Se cruzaron también con varias de las «piedras» que el profesor Frontenac había bautizado provisionalmente con el nombre de «Amigos de Frontenac».

Mientras se acercaban a la base de la enorme pirámide, su excitación se hizo tan intensa que pareció fundirse en una calma completamente anormal. Estaban ebrios de asombro. Se sentían como sonámbulos.

La estructura no sólo dominaba al paisaje, sino que parecía alcanzar el mismo cenit del cielo. Comparadas con aquéllas, las pirámides de Egipto eran simples juguetes.

En primer lugar, dieron la vuelta completa a la base en el monorrueda, contemplando la pirámide, incapaces de encontrar un comentario apropiado o una apropiada explicación. Aquello parecía estar más allá de toda explicación... más allá, incluso, de toda posibilidad. Sin embargo; allí estaba: el mayor monumento que se había ofrecido a la vista del hombre.

La pirámide parecía haber sido construida con capas superpuestas de una especie de basalto negro, cada una de cuyas losas, aunque gastada por la acción de las tormentas de arena y de las ventiscas, aparecía sin grietas ni cuarteamientos. Las capas iban disminuyendo para formar una gigantesca escalinata triangular, ascendiendo hacia la reluciente piedra que se erguía en la cumbre, como una torre proyectada contra el cielo.

Pero en el centro de cada uno de los macizos peldaños, había una brillante losa blanquecina veteada de dorado y anaranjado, verde y plateado: brillante como el cristal de un espejo, más hermosa que cualquier mármol conocido en la Tierra.

La primera de aquellas losas, al igual que la capa de basalto en la cual estaba incrustada, se hallaba medio cubierta por la rojiza arena marciana. Los cuatro hombres se apearon del monorrueda y la contemplaron; y mientras lo hacían, la losa se deslizó silenciosamente hacia atrás, dejando al descubierto la entrada que daba a un pasillo débilmente iluminado.

—Santo cielo —exclamó el profesor Thompson con voz ronca—. ¡Saben que estamos aquí!

El comandante Thrace fue el primero en recobrar el dominio de sí mismo.

—Un mecanismo fotoeléctrico —sugirió—. O tal vez vibradores sensoriales.

—El problema consiste en saber si debemos aceptar o no la invitación —dijo el coronel Krenin.

El doctor Chee sonrió.

—Por lo menos, nos ha sido hecha con amabilidad —dijo.

—Puede ser una trampa —observó el comandante Thrace.

Krenin frunció el ceño.

—Demasiado complicada. Podían habernos eliminado de un modo más eficaz y menos complicado.

El profesor Thompson sonrió.

—«¿Quiere usted pasar a mi salón?», le dijo la araña a la mosca.

El doctor Chee enarcó ligeramente las cejas.

—Resulta difícil apreciar la psicología de una raza capaz de construir pirámides para atrapar a viajeros espaciales —dijo secamente.

El coronel Krenin tomó una decisión.

—Dos de nosotros aceptarán la invitación —dijo— y los otros dos esperarán aquí.

—Lo echaremos a suertes —dijo el comandante. Sacó cuatro cigarrillos, arrancó los filtros de dos de ellos y se llevó una mano a la espalda. Cuando volvió a mostrarla, la tenía cerrada y por ella asomaban las puntas de cuatro cigarrillos—. Aquellos que escojan los dos más cortos se quedarán.

El coronel Krenin fue el primero en escoger: le tocó un cigarrillo largo. Thompson y Chee cogieron los dos cortos.

—Fijaremos un plazo de una hora —dijo el coronel—, Sólo estableceremos contacto por radio en caso de apuro. En ningún caso deben ustedes entrar.

—Buena suerte —dijo el Profesor.

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