Antes de que los cuelguen (64 page)

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Authors: Joe Abercrombie

BOOK: Antes de que los cuelguen
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—¡Chisss! —Los ojos de Ferro miraron las dos manos enlazadas por las muñecas. Echó la cabeza hacia arriba para asomarse al borde del bloque y luego la volvió a dejar caer hacia la grieta—. Hay que ser realista —susurró. Y, acto seguido, abrió los dedos y dejó de sujetarle la mano.

Logen se vio a sí mismo colgando de un tejado muy por encima de un círculo de hierba amarilla. Se vio a sí mismo resbalando hacia atrás mientras pedía socorro con un hilo de voz. Se acordó de la mano de Ferro cerrándose sobre la suya y tirando de él. Sacudió lentamente la cabeza y agarró la muñeca con más fuerza aún.

Ferro alzó sus ojos amarillos y le miró.

—¡Maldito pálido imbécil!

Jezal tosió, se dio la vuelta en el suelo y escupió polvo. Parpadeando, echó un vistazo a su alrededor. El lugar había cambiado. Parecía haber mucha más luz que antes y el borde de la grieta estaba mucho más cerca. De hecho, lo tenía al lado.

—Uh —exhaló incapaz de articular palabra. La mitad del edificio se había derrumbado. El muro trasero seguía en pie, y también, aunque mutilado a media altura, uno de los pilares de los extremos. Todo lo demás se lo había tragado el abismo. Se levantó tambaleándose y, al apoyar su peso en su pierna mala, contrajo la cara en un gesto de dolor. Entonces vio a Bayaz. Se encontraba tumbado en el suelo apoyado contra una pared cercana.

El rostro desencajado del Mago estaba empapado de sudor, sus ojos brillaban rodeados de negras ojeras, los huesos de la cara se marcaban bajo su piel tensa. A lo que más se parecía era a un cuerpo que llevara muerto una semana. Resultaba difícil de creer que pudiera moverse, pero Jezal vio cómo levantaba con rigidez una mano y señalaba hacia la grieta.

—Vaya a por ellos —dijo con voz ronca.

Los otros.

—¡Eh, aquí! —la voz atragantada de Nuevededos llegaba desde más allá del borde de la brecha. Por lo menos estaba vivo. Montada sobre la grieta había una gran losa inclinada y Jezal avanzó hacia ella con suma cautela, temeroso de que el suelo pudiera ceder bajo sus pies en cualquier momento. Al llegar, se asomó al abismo.

El norteño estaba tumbado sobre el pecho, con la mano izquierda cerca del extremo superior del bloque y el puño derecho casi en la parte de abajo, agarrando con firmeza la muñeca de Ferro. El cuerpo de la mujer quedaba fuera del campo visual y su rostro surcado de cicatrices apenas era visible. Los dos parecían igual de espantados. Una mole de piedra de varias toneladas meciéndose suavemente en precario equilibrio. Saltaba a la vista que en cualquier momento podía resbalar hacia el abismo.

—Haga algo... —susurró Ferro, sin atreverse siquiera a alzar la voz. A Jezal no se le pasó por alto que no le había dicho el qué.

Se chupó la muesca del labio. Si ponía su peso en un extremo, a lo mejor el bloque se nivelaba y ellos podían salir tranquilamente arrastrándose por la superficie. ¿Era posible que fuera tan sencillo? Muy nervioso, frotándose las yemas de los pulgares contra los otros dedos y sintiéndose de pronto débil y sudoroso, alargó con cautela una mano. Luego la posó suavemente sobre el borde irregular del bloque. Nuevededos y Ferro le contemplaban conteniendo la respiración.

Aplicó una presión mínima, y la losa empezó a descender suavemente. Hizo un poco más de fuerza. Sonó un chirrido espeluznante y el bloque entero dio un bandazo.

—¡No lo empuje! —chilló Nuevededos, agarrándose a la superficie lisa con las uñas.

—¿Qué hago entonces? —gritó Jezal.

—¡Tírenos algo!

—¡Lo que sea!

Jezal miró desesperado a su alrededor, pero ahí no había nadie que pudiera ayudarle. De Pielargo y de Quai no había ni rastro. Una de dos, o estaban muertos en el fondo del abismo o habían conseguido escapar a tiempo. Ninguna de las dos cosas le sorprendería en lo más mínimo. Si alguien iba a salvarse, iba a tener que ser él quien lo salvara.

Se quitó la zamarra y se puso a retorcerla hasta formar una especie de soga. Luego la sopesó en su mano e hizo un gesto negativo con la cabeza. Estaba claro que aquello no iba a resultar, ¿pero qué otra posibilidad había? La estiró y luego arrojó un extremo. Chocó con la piedra a unos pocos centímetros de los dedos extendidos de Nuevededos y desprendió una nubecilla de polvo.

—¡Bien, bien, pruebe de nuevo!

Se inclinó hacia la losa cuanto pudo, blandió en alto la zamarra y volvió a lanzarla. Al caer, una de las mangas se desenrolló y quedó justo al alcance de Logen.

—¡Ya! —se la enroscó a la muñeca y el tejido se tensó sobre el borde de la losa.

—¡Ya está! ¡Ahora tire!

Jezal apretó los dientes y se puso a tirar. Las suelas de sus botas resbalaban sobre el polvo, su pierna y su brazo heridos se resentían a causa del esfuerzo. La zamarra avanzaba hacia él con enervante lentitud, deslizándose por la piedra centímetro a centímetro.

—¡Así! —gruñó Nuevededos hombreando por la losa.

—¡Tire! —bufó Ferro, retorciendo las caderas para auparse al borde del la pendiente.

Apretando los ojos hasta casi cerrarlos, resoplando entre dientes, Jezal tiraba con todas sus fuerzas. De pronto, una lanza se estrelló junto a él y, al alzar la cabeza, vio al otro lado de la enorme brecha varias decenas de Cabezas Planas que agitaban sus deformes brazos. Tragó saliva y apartó la vista. No podía permitirse pensar en el peligro. Lo único que importaba era tirar. Tirar y tirar y no dejar de hacerlo por mucho que le doliera. Además, estaba funcionando. Muy poco a poco iban subiendo. Jezal dan Luthar por fin se convertiría en un héroe. De una vez por todas se iba a ganar un puesto de privilegio en aquella maldita expedición.

Entonces se oyó el ruido de un desgarrón.

—¡Mierda! —chilló Logen—. ¡Mierda! —la manga se estaba desprendiendo lentamente de la zamarra, la costura se estiraba, empezaba a soltarse, a deshacerse. Jezal, aterrorizado, exhaló un gemido. Las manos le ardían. ¿Debía seguir tirando o no? Otra puntada se soltó. ¿Cómo de fuerte debía tirar? Y otra puntada más.

—¿Qué hago? —chilló.

—¡Tire, maldita sea, tire!

Con los músculos ardiéndole, Jezal tiró de la zamarra todo lo fuerte que pudo. Ferro estaba ya sobre la losa, tratando de aferrarse a la lisa superficie con las uñas. La mano de Logen ya casi había llegado al otro extremo, ya casi lo tenía a su alcance, sus tres dedos se estiraban y se estiraban para tratar de agarrarlo. Jezal dio otro tirón...

Y se cayó de espaldas: en sus manos colgaba flácido un harapo. La losa se estremeció, emitió un quejido y se levantó de un lado.

Se oyó una especie de gruñido y, acto seguido, Logen resbalaba hacia abajo con la manga arrancada ondeando inútilmente en una mano. No hubo gritos. Sólo el retumbar de las piedras que caían y luego nada. Los dos habían desaparecido por el borde. La gran losa se bamboleó y lentamente recuperó su posición y se quedó quieta, plana y vacía en el borde de la grieta. Jezal la miró con la boca abierta. De su mano temblorosa colgaba aún la zamarra sin manga.

—No —susurró. En las historias que él había leído las cosas no ocurrían así.

Bajo las ruinas

—¿Estás vivo, pálido?

Logen desplazó un poco su peso, exhaló un gemido y sintió una punzada de pánico al notar que unas piedras se movían por debajo. De pronto se dio cuenta de que estaba tumbado sobre un montón de escombros y que tenía la arista de una losa clavada en un punto dolorido de su espalda. Distinguió la imagen borrosa de un muro de piedra, cruzado por una línea que separaba la luz de las sombras. Parpadeó y, al tratar de quitarse el polvo de los ojos, sintió una punzada en el brazo que le hizo contraer la cara en un gesto de dolor.

A su lado, arrodillada, estaba Ferro; su rostro moreno manchado por la sangre de una herida que le cruzaba la frente, sus cabellos oscuros llenos de polvo marrón. Detrás de ella se abría una amplia cámara abovedada que se perdía entre las sombras. En el tramo de techo que tenía encima se abría una raja irregular por la que asomaba un cielo azul pálido. Logen, desconcertado, giró su dolorida cabeza. A menos de una zancada de él, las losas en las que estaba caído se proyectaban amputadas sobre el espacio vacío. Muy a lo lejos se distinguía el otro extremo de la gran grieta, un inestable precipicio de roca y tierra, por encima del cual sobresalían las siluetas de varios edificios semiderruidos.

Empezaba a comprender. Estaban debajo del suelo del templo. Cuando se abrió la grieta debió de desgajar los muros de aquel lugar, dejando esa pequeña cornisa en la que habían caído. Ellos y un montón de piedras. No parecía que hubieran caído mucho. Estuvo a punto de sonreír. Seguía vivo.

—Vaya suer...

Ferro le tapó la boca con la mano y pegó su nariz a la suya.

—Chisss —le chistó en voz muy baja, luego, sus ojos amarillos se volvieron hacia arriba y, alargando uno de sus finos dedos, señaló al techo abovedado.

Logen sintió un cosquilleo helador en la piel. Sí, ahora los oía. Shanka. Correteando, armando alboroto, farfullando y chillando justo por encima de ellos. Asintió con la cabeza y Ferro retiró lentamente su mano mugrienta.

Procurando hacer el mínimo ruido posible, gesticulando de dolor, se fue apartando lentamente del montón de escombros y, al levantarse del todo, un reguero de polvo cayó de su zamarra. Luego movió sus miembros, esperando sentir en cualquier momento el latigazo que le indicaría que se había roto el hombro o la pierna o el cráneo.

La zamarra estaba desgarrada, el codo despellejado y dolorido, y entre el antebrazo y la punta de los dedos se extendía un reguero de sangre. Cuando se palpó la cabeza notó que allí también había sangre, igual que debajo de la mandíbula, en la parte que había impactado contra el suelo. También sentía su regusto en la boca. Para no perder la costumbre, debía de haberse mordido la lengua. Era un milagro que aún conservara ese trozo de carne roja. La rodilla le dolía, tenía el cuello rígido y sus costillas estaban cubiertas de cardenales, pero no había ninguna parte de su cuerpo que no pudiera moverse. Siempre y cuando se la obligara a hacerlo.

Llevaba algo enroscado en una mano. La manga de la zamarra de Luthar. Se la sacudió de encima, arrojándola a los escombros que tenía al lado. Ya no servía de nada. Ni tampoco antes. Ferro estaba al otro extremo de la cámara, asomándose a un pasadizo. Arrastrando los pies y haciendo todo tipo de muecas de dolor para tratar de mantenerse en silencio, llegó hasta ella.

—¿Qué habrá sido de los otros? —le susurró. Ferro se encogió de hombros—. ¿No habrán conseguido escapar? —aventuró esperanzado. Ferro alzó una de sus negras cejas y le dirigió una mirada larga y penetrante. Logen hizo una mueca de dolor y se apretó su brazo herido. Ella tenía razón. De momento, los únicos que estaban vivos eran ellos. En materia de suerte, era lo máximo a lo que podían aspirar, y seguramente pasaría bastante tiempo antes de que pudieran tener más.

—Por aquí —susurró Ferro señalando hacia la oscuridad.

Logen escrutó la negra apertura y se le cayó el alma a los pies. No soportaba los lugares subterráneos. Le acongojaba sentir encima el peso de una masa de piedra y tierra que podía caérsele encima en cualquier momento. Y, por si fuera poco, no tenían antorchas. Cómo iban a meterse en un sitio que estaba oscuro como boca de lobo y donde apenas habría aire para respirar sin tener ni idea de cuánto debían avanzar ni en qué dirección. Miró con inquietud las piedras cóncavas del techo y tragó saliva. Los túneles eran lugares para los Shanka o para los muertos. Logen no era ninguna de las dos cosas y no tenía ninguna gana de encontrarse ni a unos ni a otros ahí dentro.

—¿Estás segura?

—¿Qué pasa, es que le tienes miedo a la oscuridad?

—Preferiría ver, si fuera posible.

—¿Acaso es posible? —repuso Ferro con desdén—. Quédate si quieres. Puede que dentro de cien años se pase por aquí otra panda de idiotas. ¡Seguro que hacíais muy buenas migas!

Logen asintió y se relamió con amargura sus encías ensangrentadas. Parecían haber pasado siglos desde la última vez que se vieron en un aprieto de semejante calibre: cuando huían de los enmascarados deslizándose por los tejados del Agriont a una altura de vértigo. Parecía haber pasado una eternidad y, sin embargo, las cosas apenas habían cambiado. Pese a haber cabalgado juntos, haber comido juntos y haber afrontado juntos la muerte, Ferro seguía igual de agria y malhumorada que siempre, y tan inaguantable como el día en que partieron. Había tratado de mostrarse paciente, realmente lo había intentado, pero estaba empezando a hartarse.

—¿Qué falta hace? —masculló clavando la vista en los ojos amarillos de Ferro.

—¿Qué falta hace el qué?

—Ser tan hija de puta. ¿Qué falta hace?

Ferro le miró con el ceño fruncido, luego abrió la boca para decir algo, se interrumpió y finalmente se encogió de hombros.

—Deberías haberme soltado.

—¿Eh? —Se había esperado un insulto iracundo. Que le amenazara con un dedo, seguro, tal vez incluso con un puñal. Aquello, en cambio, había sonado un poco a lamento. Pero si era así, no duró mucho.

—¡Deberías haberme soltado, así estaría aquí abajo sola y no te tendría siempre cruzándote en mi camino!

Logen resopló asqueado. Había gente a la que no valía la pena echarle una mano.

—¿Soltarte? ¡No te preocupes! ¡La próxima vez lo haré!

—¡Estupendo! —escupió Ferro, y, acto seguido, se dirigió hacia el túnel hecha una furia y se perdió en la oscuridad. Logen sintió de golpe una punzada de pánico ante la perspectiva de quedarse solo.

—¡Espera! —siseó, y se apresuró a seguirla.

Los últimos resquicios de luz relucían sobre las piedras húmedas del pasadizo, que descendía describiendo una leve pendiente. Ferro avanzaba sin hacer ruido. Logen arrastraba los pies por el polvo y se guiaba deslizando los dedos de su mano izquierda por la pared. A cada paso que daba tenía que hacer un esfuerzo para que las costillas doloridas, el codo despellejado y la mandíbula ensangrentada no le arrancaran un gemido.

La oscuridad crecía por momentos. Las paredes y el suelo se convirtieron primero en meras formas intuidas y luego desaparecieron del todo. La camisa sucia de Ferro era un fantasma gris que flotaba en el aire mortecino que tenía delante. Dio un par de pasos más con sus rodillas debilitadas y, de pronto, ya no la vio. Agitó la mano delante de su cara. Ni rastro. Sólo el chisporroteo de una negrura insondable.

Estaba sepultado. Sepultado en la oscuridad, y solo.

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