Antes de que los cuelguen (59 page)

Read Antes de que los cuelguen Online

Authors: Joe Abercrombie

BOOK: Antes de que los cuelguen
11.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

Entonces la mujer dejó escapar un prolongado bufido, alzó el cuchillo y lo clavó en la madera que había junto a la cabeza de Glokta. Luego se levantó y se alejó de él. Glokta cerró los ojos y se quedó unos instantes parado, recobrando el aliento.
Sigo vivo
. Tenía una extraña sensación en la garganta,
¿Alivio o decepción? No es fácil saberlo
.

—Por favor —la voz sonaba tan baja que por un momento creyó que se lo había imaginado. Vitari estaba de pie, de espaldas a él, con la cabeza agachada; sus puños apretados, temblaban.

—¿Cómo?

—Por favor.
Sí, lo ha dicho. Y salta a la vista que le cuesta hacerlo
.

—¿Conque por favor, eh? ¿Acaso cree que está en condiciones de pedir favores? Dígame, ¿por qué habría de salvarla? Vino aquí a espiar para Sult. ¡Desde que llegó no ha hecho otra cosa que interponerse en mi camino! ¡Me cuesta trabajo pensar en alguien en quien confíe menos que en usted, y eso que yo no confío en nadie!

La mujer se volvió hacia él, se llevó una mano a la parte de atrás de la cabeza, agarró las correas de su máscara y se la quitó. Las marcas de la máscara se dibujaban nítidas en su rostro: morenas en los ojos, la frente y el cuello, blancas alrededor de la boca, con una marca rosácea atravesando el caballete de la nariz. Su cara era mucho más suave, mucho más joven y mucho más normal de lo que se había esperado. Ya no parecía temible. Sólo asustada, desesperada. De pronto, Glokta se sintió ridículamente azorado, como si hubiera entrado de improviso en una habitación y hubiera pillado a alguien desnudo. Casi tuvo que apartar la vista cuando ella se arrodilló para ponerse a su altura.

—Por favor —tenía los ojos humedecidos, llorosos, sus labios temblaban como si estuviera a punto de llorar.
¿Un atisbo de las esperanzas secretas que pueden anidar bajo una apariencia corrupta? ¿O una buena actuación sin más?
Glokta sintió una palpitación en un párpado—. No se lo pido por mí —susurró—. Por favor, se lo ruego.

Glokta se llevó una mano al cuello y se lo frotó pensativamente. Cuando la retiró, vio que en la punta de un dedo tenía un poco de sangre: una tenue mancha marrón.
Una mínima incisión. Un simple rasguño. Medio pelo más y en este momento estaría chorreando sangre sobre esta preciosidad de alfombra. Medio pelo más. La vida depende de azares como ése. ¿Por qué habría de salvarla?

Pero sabía por qué.
Porque no suelo salvar a muchos
.

Haciendo una mueca de dolor, se giró sobre el baúl para darle la espalda y permaneció sentado masajeándose la carne entumecida de su pierna izquierda. De pronto, respiró hondo.

—Está bien —dijo.

—No se arrepentirá.

—Ya me he arrepentido. ¡Maldita sea, no aguanto ver llorar a una mujer! ¡Cargue de una vez su equipaje! —se volvió alzando un dedo, pero Vitari ya se había puesto de nuevo la máscara. A través de ella, le miraban entornados unos ojos secos y fieros.
Unos ojos con toda la pinta de poder pasarse cien años sin verter ni una sola lágrima
.

—Descuide —Vitari dio un tirón a la cadena que rodeaba su muñeca, y la hoja con forma de cruz se soltó de la tapa de madera y fue a parar a su mano—. Viajo ligera de equipaje.

Glokta contemplaba las luces que se reflejaban en la superficie en calma de la bahía. Fluctuantes fragmentos rojos, amarillos y blancos que centelleaban en las aguas negras. Frost manejaba los remos con ritmo suave y monótono; su pálido rostro, parcialmente iluminado por el parpadeo de los incendios de la ciudad, carecía por completo de expresión. Encorvado detrás de él, Severard miraba el agua con el ceño fruncido. Un poco más allá, en la proa, estaba Vitari, cuya cabeza era poco más que una erizada silueta. Las palas entraban en las aguas y las acariciaban casi sin hacer ruido. El bote apenas parecía moverse. Era más bien como si el oscuro contorno de la península se alejara suavemente de ellos y se fuera perdiendo en la negrura.

¿Qué he hecho? Condenar una ciudad llena de gente a la muerte o a la esclavitud. ¿Y por qué lo he hecho? ¿Por el honor del Rey? ¿Un imbécil babeante incapaz de controlar sus esfínteres, y no digamos ya su país? ¿Por mi orgullo? Ja, hace tiempo que se fue a paseo en compañía de mis dientes. ¿Por obtener la aprobación de Sult? Lo más probable es que mi recompensa sea una soga al cuello seguida de una larga caída.

A lo lejos, recortado sobre el cielo nocturno, alcanzaba a distinguir el contorno aún más oscuro del peñón, con la escarpada forma de la Ciudadela encaramada a su cumbre. Puede que incluso las esbeltas formas de las torretas del Gran Templo. Todo ello camino ya del pasado.

¿Podría haber actuado de otra forma? Sí, podría haber unido mi suerte a la de Eider y los demás. Podría haber entregado la ciudad a los gurkos sin ofrecer resistencia. ¿Habría cambiado eso algo?
Glokta se chupó sus encías desnudas con un gesto de amargura.
El Emperador habría llevado a cabo su purga de todas formas. Y Sult me habría mandado buscar, igual que ha hecho ahora. Unos cambios tan insignificantes que apenas si merece la pena tomarlos en consideración. ¿Qué fue lo que dijo Shickel? Muy pocos son los que eligen
.

Se levantó una brisa fresca y Glokta se subió el cuello de su toga, cruzó los brazos sobre el pecho e hizo una mueca de dolor mientras movía su pie entumecido de atrás adelante para tratar de que le circulara la sangre. La ciudad ya no era más que una masa difusa de puntitos luminosos.

Justo lo que dijo Eider: todo esto sólo para que el Archilector y los suyos puedan señalar un mapa y decir este puntito o aquel otro nos pertenece.
Sus labios se contrajeron formando una sonrisa.
Y después de tantos esfuerzos, de tantos sacrificios, de tantas intrigas y complots y de tanta muerte, ni siquiera hemos logrado conservar la ciudad. Tanto sufrimiento, ¿para qué?

No hubo respuesta, por supuesto. Sólo el pausado ruido de las olas que lamían el costado del bote, el suave crujido de las chumaceras, el relajante golpeteo de los remos en el agua. Quería sentir asco de sí mismo. Remordimiento por lo que había hecho. Compasión por todos aquellos a los que había dejado a merced de los gurkos.
Igual que harían otros hombres. Igual que habría hecho yo mismo hace mucho tiempo
. Pero no era fácil sentir otra cosa que no fuera una inmensa fatiga y el constante fastidio de aquel dolor que nacía en su pierna y subía por su espalda hasta alcanzarle el cuello. Contrajo la cara y se recostó en su asiento de madera, buscando como siempre la postura menos dolorosa.
A fin de cuentas, tampoco tengo por qué castigarme a mí mismo
.

Ya habrá otros que se ocupen de hacerlo dentro de no mucho.

La joya de las ciudades

Al menos ya podía montar a caballo. Esa misma mañana le habían desentablillado y la pierna irritada de Jezal sufría al golpearse contra la ijada de su montura. Notaba las manos torpes y entumecidas al manejar las riendas y, sin la protección del vendaje, el brazo parecía más débil y dolorido. Los dientes aún le latían sordamente cada vez que el caballo plantaba sus pezuñas sobre el camino bacheado. Pero al menos había salido del carro, y eso ya era algo. Últimamente, esos pequeños detalles le producían una enorme alegría.

Sus compañeros cabalgaban formando un grupo sombrío y silencioso, con un aspecto tan adusto como el de un cortejo fúnebre, pero Jezal no se lo reprochaba. El lugar no invitaba a la alegría. Una llanura de tierra polvorienta. De grietas abiertas en la roca pelada. De arena y piedras, completamente desprovista de vida. El cielo, una nada blanca e inmóvil, con un aspecto tan pesado como el del plomo, hacía presagiar una lluvia que nunca llegaba a caer. Cabalgaban arrimados al carro como si buscaran un poco de calor: las únicas criaturas de sangre caliente en cientos de kilómetros de gélido desierto, los únicos seres dotados de movimiento en un lugar donde el tiempo parecía haberse detenido, los únicos seres vivos en una tierra muerta.

El camino era amplio, pero las piedras del suelo estaban combadas y agrietadas. Había tramos en los que había desaparecido por completo y otros en los que había sido cubierto por torrentes de barro. A ambos lados, surgiendo de la tierra pelada, se veían unos tocones secos. Bayaz debió de notar que los estaba mirando.

—Una imponente avenida de robles bordeaba este camino a lo largo de treinta kilómetros hasta alcanzar las puertas de la ciudad. En verano sus hojas resplandecían mecidas por el viento de la llanura. Los plantó Juvens con sus propias manos en los Viejos Tiempos, cuando el Imperio era joven, mucho antes incluso de que yo naciera.

Los tocones mutilados tenían un color grisáceo y en sus bordes astillados se adivinaban aún las marcas de las sierras.

—Parece que los hubieran talado hace sólo unos meses.

—Pues fue hace muchos años, muchacho. Cuando Glustrod se apoderó de la ciudad, ordenó que los cortaran para surtir sus hornos.

—Entonces, ¿cómo es que no se han podrido?

—La propia podredumbre no deja de ser un indicio de vida. Y aquí no hay nada vivo.

Jezal tragó saliva y encorvó los hombros mientras los trozos de madera muerta hacía siglos pasaban desfilando lentamente como si fueran una interminable hilera de lápidas.

—No me gusta esto —dijo entre dientes.

—¿Y cree que a mí sí? —Bayaz frunció el entrecejo y le miró con gesto grave—. ¿Acaso cree que a alguno de los aquí presentes le gusta? Un hombre, si quiere ser recordado, tiene que hacer a veces cosas que no le gustan. Es el esfuerzo, no la holganza, lo que permite a un hombre alcanzar el honor y la fama. Es el conflicto, no la paz, lo que proporciona poder y riquezas. ¿O es que eso ha dejado de interesarle?

—No —dijo Jezal—, supongo... —pero ya no estaba tan seguro. Sus ojos recorrieron el mar de tierra muerta. No se atisbaba ni asomo de honor en un lugar como ése, y no digamos ya de riqueza. Y tampoco resultaba fácil imaginar de dónde iba a venir la fama. Las únicas personas que había a cientos de kilómetros a la redonda ya le conocían muy bien. Además, empezaba a preguntarse si una existencia larga, pobre y vivida en la más absoluta oscuridad era verdaderamente algo tan terrible.

Cuando regresara a su país tal vez le pidiera a Ardee que se casara con él. Le divertía imaginarse su sonrisa cuando se lo propusiera. Seguro que pospondría la respuesta para que le corroyera la incertidumbre. Seguro que le tendría en ascuas durante un tiempo. Y seguro que al final decía que sí. Total, ¿qué era lo peor que podía suceder? ¿Que su padre se enfureciera? ¿Que se vieran obligados a vivir de su paga de oficial? ¿Que sus frívolas amistades y los idiotas de sus hermanos se rieran a sus espaldas al verle tan reducido en su estatus social? Casi se le escapa una carcajada al pensar que en tiempos todo ese tipo de cosas le habían parecido razones de mucho peso.

¿Una dura vida de trabajo al lado de la mujer que amaba? ¿Una casa alquilada en un barrio de poca monta con muebles baratos, pero una acogedora chimenea? No habría fama, ni poder, ni riqueza, pero sí un lecho caliente donde estaría Ardee esperándole... No parecía un destino tan terrible ahora que había visto a la muerte de cara, ahora que su sustento se reducía a un cuenco de papilla al día, y bastante agradecido que estaba de poder tenerlo, ahora que dormía solo, bajo el viento y la lluvia.

Su sonrisa se ensanchó. Hasta el picor de la piel irritada que le cruzaba la mandíbula le resultaba casi grato. La verdad, no parecía una vida tan mala.

Ante ellos se alzaban verticales las enormes murallas: encostradas de almenas rotas, ampolladas de torres derruidas, surcadas de negras cicatrices, recubiertas de una pátina de humedad. Un acantilado de piedra negra que trazaba una amplia curva y se perdía en la lejanía en medio de la persistente llovizna. La tierra pelada que se extendía ante ellas estaba encharcada de agua parda y sembrada de cascotes del tamaño de un ataúd.

—Aulcus —masculló Bayaz encajando con fuerza las mandíbulas—. La joya de las ciudades.

—No parece que brille mucho —refunfuñó Ferro.

Tampoco se lo parecía a Logen. El cenagoso camino moría en un pasadizo destartalado y poblado de densas sombras, cuyas puertas debían de haberse perdido hacía mucho tiempo. La visión de aquella negra apertura le producía una sensación de angustia. Un sentimiento enfermizo similar al que le embargó cuando miró por la puerta abierta de la Casa del Creador. Era como si estuviera mirando el interior de una tumba, la suya muy posiblemente. Sólo pensaba en darse la vuelta y no regresar nunca a aquel lugar. Su montura soltó un suave relincho y retrocedió un paso, a la vez que arrojaba una vaharada a la brumosa llovizna. Recorrer los varios centenares de kilómetros sembrados de peligros que conducían al mar se le antojaba de pronto más sencillo que salvar las pocas zancadas que le separaban del arco de entrada.

—¿Está seguro de esto? —interrogó a Bayaz en un murmullo.

—¿Que si estoy seguro? ¡Pues claro que no! ¡Les he hecho cruzar las interminables leguas de esa llanura desolada por puro capricho! ¡Me he pasado años preparando este viaje y reuniendo este grupo integrado por personas traídas de todos los rincones del Círculo del Mundo con la única intención de divertirme un poco! No hay ningún problema si ahora nos damos tranquilamente la vuelta y regresamos dando tumbos hasta Calcis. ¿Que si estoy seguro? —sacudió la cabeza, espoleó su montura y se dirigió hacia la negra abertura.

Logen se encogió de hombros.

—Sólo era una pregunta —el arco se fue haciendo más y más amplio hasta que finalmente se los tragó a todos. El eco de los cascos de los caballos resonaba por el largo túnel, retumbando en torno a ellos en la oscuridad. El peso de las piedras que les rodeaban por todas partes resultaba tan opresivo que casi parecía dificultar la respiración. Logen agachó la cabeza y miró con el ceño fruncido el punto de luz que se vislumbraba al fondo, cuyo diámetro iba creciendo poco a poco. Luego volvió la vista hacia un lado y se cruzó con la mirada de Luthar, que tenía el cabello pegado a la cara y se humedecía los labios con nerviosismo.

Un instante después salían a cielo abierto.

—Dios bendito —exhaló Pielargo—, Dios bendito...

Unos edificios colosales se alzaban a ambos lados de una plaza inmensa. Entre el vapor de la lluvia emergían como fantasmas esbeltos pilares y altas techumbres, imponentes columnas y grandiosos muros, todos ellos hechos para seres gigantescos. Logen estaba boquiabierto. Todos lo estaban. El minúsculo grupo se apiñaba en medio de aquel espacio inconmensurable como ovejas asustadas que aguardaran en un valle pelado la aparición de los lobos.

Other books

The White Road-CP-4 by John Connolly
Damned for Eternity by Jerrice Owens
Gone Missing by Camy Tang
La conquista de la felicidad by Bertrand Russell
The House on Fortune Street by Margot Livesey
Not Without You by Harriet Evans
Gator Bait by Jana DeLeon
The Wicked Baron by Sarah Mallory