Skimmer le echó un vistazo a su reloj y no puede evitar fijarme en que tenía diamantes en lugar de números.
—Tengo que irme. He quedado con… alguien dentro de una hora.
Había quedado con alguien dentro de una hora. Justo después de la puesta de sol. ¿Por qué no decía Piscary y se dejaba de tonterías?
—¿Quieres que te lleve? —dijo Ivy con un tono que parecía casi melancólico, si es que era capaz de dejar que se le notara esa emoción concreta.
Skimmer miró a Ivy, después a mí y luego otra vez a Ivy, el dolor y la decepción asomaron fugazmente en el fondo de sus ojos.
—No —dijo en voz baja—. Viene un taxi a recogerme. —Tragó saliva e intentó recuperar la compostura—. De hecho, creo que ya está ahí.
Yo no oía nada, claro que tampoco tenía el oído de una vampiresa viva.
Skimmer se adelantó con gesto incómodo.
—Encantada de conocerte —me dijo y después se volvió hacia Ivy—. Te llamo después, cielo —dijo con los ojos cerrados y un largo abrazo.
Ivy seguía estupefacta, inmersa en su dilema, y se lo devolvió con gesto atontado.
—Skimmer —dije cuando se separaron y la conmocionada y resignada mujer sacó una fina americana del armario del vestíbulo y se la puso—. No es lo que tú crees.
Skimmer se detuvo con la mano en el pomo de la puerta y miró a Ivy durante un buen rato con una expresión de profundo pesar.
—No es lo que yo piense lo que importa —dijo al abrir la puerta—. Es lo que Ivy quiere.
Abrí la boca para protestar pero ella se fue y cerró la puerta con suavidad a sus espaldas.
La partida de Skimmer dejó un silencio incómodo. Cuando el taxi aceleró por el camino de entrada, miré a Ivy, que seguía plantada en aquella entrada impoluta y blanca, con su elegante decoración que carecía por completo de cualquier tipo de calidez. La embargaba la culpa. Yo sabía que era porque le habían recordado que todavía tenía esperanzas de que algún día yo fuese su sucesora, y al parecer con algún que otro beneficio añadido. Era una posición que creo que Skimmer aspiraba a ocupar, y por eso había vuelto. La miré sin saber muy bien lo que sentía.
—¿Por qué dejaste que creyera que éramos amantes? —le dije, por dentro estaba temblando—. Dios, Ivy. Ni siquiera compartimos sangre y ella piensa que somos amantes.
La expresión de Ivy se volvió ilegible, lo único que traicionó sus emociones fue la tensión apenas perceptible de su mandíbula.
—No es eso lo que piensa, para nada. —Y salió con paso firme de la habitación—. ¿Quieres un poco de zumo? —exclamó.
—No —dije en voz baja mientras la seguía a las entrañas de la casa. Sabía que si seguía insistiendo, lo más probable era que se cerrara todavía más. La conversación no había terminado pero no era buena idea sostenerla delante de Erica. Me dolía la cabeza. Quizá pudiera hacerla hablar si salíamos de compras y nos tomábamos un café y un poco de tarta de queso. Quizá debería mudarme a Tombuctú o las montañas de Tennessee, o algún otro lugar donde no hubiera vampiros. (No me preguntéis. Ese sitio es muy raro, incluso para los inframundanos… que ya es decir mucho).
Erica me seguía de cerca, su cháchara sin sentido era un intento obvio de disimular los temas que había sacado Skimmer. Su voz alegre llenaba de vida aquella casa yerma mientras nos seguía por las grandes habitaciones apenas iluminadas, llenas de muebles de maderas nobles y corrientes frías. Tomé nota de no meter jamás a Erica y Jenks en la misma habitación. No me extrañaba que Ivy no tuviera ningún problema con Jenks. Su hermana estaba cortada por el mismo patrón.
Las botas de Ivy se detuvieron en el suelo pulido cuando dejamos un comedor formal de color azul oscuro y entramos en una cocina espaciosa y llena de luz.
Parpadeé. Ivy se encontró con mi mirada sorprendida y se encogió de hombros. Yo sabía que Ivy había reformado la cocina de la iglesia antes de que yo me mudara y al mirar a mi alrededor, me di cuenta que la había diseñado como la cocina en la que ella había crecido.
La habitación era casi igual de espaciosa; en el centro, la misma isleta con una encimera. Encima, en lugar de mis cucharas de cerámica y mis tinajas de hechizos de cobre, colgaban de los ganchos ollas de hierro fundido y utensilios de metal, pero era un lugar igual de cómodo en el que apoyarse. Había una pesada mesa antigua (gemela de la nuestra) junto a la pared más cercana, justo donde yo la buscaría. Hasta los armarios eran del mismo estilo y las encimeras tenían un color idéntico. El suelo, sin embargo, era de baldosas en lugar de linóleo.
Detrás del fregadero, donde yo tenía una única ventana que daba al cementerio, había unos ventanales que mostraban un largo campo de nieve que se extendía hasta la cinta gris del río Ohio. Los padres de Ivy tenían una propiedad muy grande. Allí abajo se podía poner a pastar a un rebaño entero.
En la cocina pitó una tetera y mi amiga la apartó del fogón. Dejé caer el bolso en la mesa, donde estaría mi silla si estuviera en casa.
—Qué bonito —dije con ironía.
Ivy me lanzó una mirada cauta, estaba claro que se alegraba de que yo hubiera dejado para después la conversación pendiente sobre Skimmer.
—Era más barato hacer las dos cocinas a la vez —dijo y yo asentí. Hacía calor así que me quité el abrigo y lo colgué del respaldo de la silla.
Erica se estiró y se le vio la parte inferior de la espalda, después se apoyó en un solo pie para alcanzar un tarro de cristal medio lleno de lo que parecían galletas de azúcar. Se apoyó en la encimera y se comió una mientras le ofrecía otra a Ivy pero ninguna a mí. Me dio la sensación de que no eran galletas de azúcar sino esos horribles discos que sabían a cartón y que Ivy me había hecho tragar sin descanso la primavera anterior, cuando me estaba recuperando de una pérdida de sangre masiva. Una especie de reconstituyente vampírico que les ayudaba a mantener su… bueno, su estilo de vida.
Empezaron a resonar todavía más unos golpes secos y apagados y me volví hacia lo que había pensado que era la puerta de una despensa. La puerta se abrió y pude ver una escalera que bajaba al sótano. Por ella subía un hombre alto y adusto que salía de entre las sombras.
—Hola, papá —dijo Ivy y yo me erguí con una sonrisa al oír la dulzura de su voz.
—Ivy… —El hombre esbozó una sonrisa radiante mientras ponía una bandeja con dos tazas vacías y diminutas en la mesa. Tenía una voz de ultratumba que hacía juego con su piel: áspera y rugosa. Reconocí la textura, eran las cicatrices que había dejado la Revelación. A unos les había afectado más que a otros y a las brujas, pixies y hadas no les había afectado en absoluto—. Está aquí Skimmer —dijo con dulzura.
—La he visto —dijo Ivy y dudó cuando nadie dijo nada más.
Su padre parecía cansado, pero había una expresión satisfecha en sus ojos castaños cuando le dio a Ivy un abrazo rápido. El cabello negro y suavemente ondulado enmarcaba un rostro serio, marcado por unas pequeñas arrugas que parecían más de inquietud que de la edad. Era obvio que era de él de quien Ivy había heredado su altura. El vampiro vivo era alto, con un refinamiento que hacía que su delgadez fuese agradable y no poco atractiva. Vestía con vaqueros y una camisa informal. Unas líneas pequeñas, casi invisibles, le cruzaban el cuello, y la parte de los brazos que se veía bajo las mangas remangadas tenía las mismas marcas. No debía de ser nada fácil estar casado con una no muerta.
—Me alegro de que hayas venido a casa —dijo el hombre, sus ojos se posaron en mí por un instante, en mí y en la cruz que llevaba en la pulsera de dijes, antes de regresar a su hija con una calidez obvia—. Tu madre subirá en un momento. Quiere hablar contigo. Skimmer la puso de un humor raro.
—No. —Ivy se apartó de su abrazo—. Quería preguntarte algo, nada más.
El vampiro asintió una vez y sus labios finos adoptaron una expresión de decepción resignada. Sentí un ligero cosquilleo en la cicatriz demoníaca cuando el vampiro vertió el agua humeante en una segunda tetera. El estrépito de la porcelana se oyó por toda la cocina. Me crucé de brazos y me apoyé en la mesa para distanciarme. Esperaba que el cosquilleo fuera una sensación que persistiera tras el encuentro con Skimmer y no procediera del padre de Ivy. No me parecía que fuera él. Parecía demasiado tranquilo para estar luchando contra la necesidad de calmar el hambre.
—Papá —dijo Ivy al notar mi incomodidad—. Te presento a Rachel. Rachel, mi padre.
Como si fuera consciente del cosquilleo de mi cicatriz, el padre de Ivy se quedó en el otro extremo de la cocina, le quitó las galletas a Erica y las volvió a meter en el tarro de cristal. La chica resopló y después hizo una mueca al ver la ceja alzada de su padre.
—Es un placer conocerte —dijo al mirarme otra vez.
—Hola, señor Randal —dije, no me hacía gracia la forma que tenía de mirarnos a Ivy y a mí, allí de pie y juntas. De repente me sentí como si estuviera en una cita y tuviera que conocer a los padres, y me puse colorada. No me gustó la sonrisa de complicidad de aquel hombre. Y al parecer a Ivy tampoco.
—Déjalo ya, papá. —Ivy sacó una silla y se sentó—. Rachel es mi compañera de piso, no mi pareja.
—Pues será mejor que te asegures de que Skimmer lo sabe. —Su estrecho pecho se movió cuando respiró hondo para inhalar las emociones que había en el aire—. Vino hasta aquí por ti. Lo dejó todo. Piénsalo bien antes de rechazar algo así. Viene de muy buena familia. Un linaje milenario ininterrumpido no es nada fácil de encontrar.
La tensión me cayó encima como una losa y sentí que me ponía rígida.
—Oh, Dios —gimió Erica con la mano metida otra vez en el tarro de las galletas—. No empieces papá. Acabamos de tener una buena en el vestíbulo.
Con una sonrisa que dejó al descubierto sus dientes, el vampiro estiró la mano para quitarle la galleta a su hija y le dio un mordisco.
—¿No tienes que estar dentro de nada en el trabajo? —dijo cuando tragó.
La joven vampiresa zangoloteó un poco.
—Papi, quiero ir al concierto. Van todos mis amigos.
Yo alcé las cejas. Ivy sacudió la cabeza con un movimiento apenas perceptible, una respuesta privada a mi pregunta sobre si deberíamos decirle que nosotras íbamos y que podríamos echarle un ojo.
—No —dijo su padre mientras se limpiaba las migas al terminar la galleta.
—Pero, papi…
El vampiro abrió el tarro y sacó tres más.
—No sabes controlarte bien…
Erica resopló y se derrumbó contra la encimera.
—A mi control no le pasa nada —dijo de mal humor.
Su padre se irguió y los primeros indicios de una mirada acerada le tensaron la cara.
—Erica, ahora mismo tienes las hormonas revolucionadas. Una noche eres capaz de controlarte en una situación estresante y a la siguiente pierdes el control viendo la tele. No llevas las fundas como se supone que debes hacer y no quiero que vincules a alguien a ti sin querer.
—¡Papá! —exclamó la chica, se le había puesto la cara de un color rojo apagado de pura vergüenza.
Mientras sacaba dos vasos del armario, Ivy lanzó una risita. Mi inquietud se evaporó un poco.
—Ya sé… —dijo su padre con la cabeza inclinada y una mano levantada—. Muchos de tus amigos tienen sombras y parece muy divertido tener a alguien detrás de ti, buscando tu atención y siempre pendiente de ti. Eres el centro de su mundo y solo ven por tus ojos. Pero Erica, las sombras vinculadas dan mucho trabajo. No son animalitos que puedas pasarle a un amigo cuando te cansas de ellos. Necesitan confianza y atención. Eres demasiado joven para tener ese tipo de responsabilidad.
—¡Papá, calla ya! —dijo Erica, obviamente mortificada. Ivy sacó un cartón de zumo de naranja de la nevera así que me senté. Me pregunté hasta qué punto lo decía por Erica o si era su forma de asustarme y apartarme de su hija mayor. Pues estaba funcionando y tampoco era que necesitara que me animaran mucho.
La expresión del vampiro vivo se hizo dura.
—No tienes ningún cuidado —dijo con aquella voz grave y en ese momento dura—. Estás corriendo riesgos que podrían ponerte en una posición en la que no quieres estar todavía. No creas que no sé que te quitas las fundas en cuanto dejas esta casa. Pues no vas a ir a ese concierto.
—¡No es justo! —gritó la chica con el pelo de punta agitándose en el aire—. ¡Estoy sacando todo sobresalientes y encima trabajo a tiempo parcial! ¡Es solo un concierto! ¡Pero si no va a haber nada de azufre!
El vampiro sacudió la cabeza y su hija resopló.
—Hasta que ese azufre nocivo no salga de las calles, usted estará en casa antes del amanecer, jovencita. No pienso ir a las nimbas municipales a identificar y recoger a un miembro de mi familia. Ya lo hice una vez y no estoy dispuesto a volver hacerlo de nuevo.
—¡Papá!
Ivy le dio a su padre un vaso de zumo y después se sentó con el suyo en una silla junto a la mía.
—Yo voy al concierto —dijo mientras cruzaba las piernas.
Erica ahogó un grito e hizo tintinear toda su bisutería al dar un salto.
—¡Papi! —exclamó—. Ivy va. No voy a tomar azufre y no voy a morder a nadie. ¡Te lo prometo! ¡Oh, Dios! ¡Déjame ir, por favor!
El padre de Ivy la miró con las cejas levantadas. Su hija mayor se encogió de hombros y Erica contuvo el aliento.
—Si a tu madre le parece bien, a mí también —dijo al fin.
—¡Gracias, papá! —chilló Erica. Se abalanzó sobre él y estuvo a punto de derribar a su altísimo padre. Entre un estrépito de botas, abrió de un tirón la puerta del sótano y se lanzó escaleras abajo como una tromba. La puerta se cerró despacio y los gritos de Erica se apagaron un tanto.
El hombre suspiró y se le movieron un poco los delgados hombros.
—¿Cuánto tiempo ibas a dejarla suplicar antes de decirme que tú también ibas? —le preguntó a su hija con ironía.
Ivy sonrió con los ojos clavados en el zumo.
—Lo suficiente como para que me escuche cuando le diga que se ponga las fundas o puedo cambiar de opinión.
Se alzó una risita divertida.
—Aprendes bien, pequeño saltamontes —dijo el vampiro fingiendo un acento fuerte.
Se oyeron unos golpes secos en las escaleras y Erica salió como un huracán, con los ojos negros de emoción y las cadenas meciéndose en su cuello.
—¡Ha dicho que sí! ¡Tengo que irme! ¡Te quiero, papi! ¡Gracias, Ivy! —Hizo un par de orejas de conejo con los dedos encogidos y dijo—: ¡Besitos, besitos! —Después salió disparada de la habitación.