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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (55 page)

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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Zamar inclinó la cabeza agradecido.

—Espera aquí —ordenó Malchus.

Entró rápidamente en la tienda y salió al poco rato con una gran bolsa de piel.

—Esto es en muestra de mi agradecimiento —dijo Malchus. Entregó la bolsa al oficial.

Zamar abrió unos ojos como platos al aceptar el regalo tintineante. Sus hombres intercambiaron miradas exultantes. No importaba lo que había dentro, el peso evidente de la bolsa hablaba por sí solo.

—Gracias, señor. Ha sido un placer poder servirle. —Zamar hizo una reverencia y se retiró.

—Entremos —murmuró Malchus empujando a su hijo al interior de la tienda, donde le mimó como no lo había hecho desde hacía años—. ¿Tienes hambre? ¿Tiene sed?

Hanno aceptó gustoso una copa de vino y se sentó en un taburete de tres patas que le recordaba el de su casa en Cartago. Malchus se sentó enfrente. Ninguno de los dos podía apartar la vista del otro ni dejar de sonreír.

—Cuánto me alegro de verte —dijo Hanno.

—Lo mismo digo —asintió Malchus—. Pensaba que habías muerto. Sobrevivir a una tormenta en el mar… Melcart debe de haberos protegido con su mano a ti y Suniaton. —De pronto Malchus frunció el ceño y preguntó—: ¿Ha muerto Suniaton?

Hanno sonrió.

—¡No! No podía viajar porque está herido, pero le está cuidando una amiga. Pronto partirá hacia Cartago.

El ceño de Malchus se despejó.

—Demos gracias a los dioses. Explícame todo lo ocurrido.

Hanno se rio.

—Lo mismo podría pedirte yo a ti, padre, viéndote aquí en el lado equivocado de los Alpes.

—Es cierto, es una historia que vale la pena contar —reconoció Malchus—, pero primero quiero escuchar la tuya. —En ese momento inclinó la cabeza y sonrió al oír unas voces que se acercaban—. Creo que será mejor que esperemos, a no ser que quieras explicar tu historia dos veces.

A Hanno se le iluminó el semblante.

—¿Son Safo y Bostar?

—Sí. —Su padre le guiñó un ojo—. Quédate aquí sentado. No digas nada hasta que te vean.

Impaciente, Hanno observó a Malchus dirigiéndose hacia la entrada de la tienda.

Al cabo de un momento dos figuras conocidas entraron en la tienda. Hanno tuvo que agarrarse al taburete para no abalanzarse a saludarles.

—Traemos buenas noticias, padre. Al parecer, hay más de diez mil guerreros galos que se dirigen hacia aquí para unirse a nosotros —anunció Bostar.

—Excelente —respondió Malchus distraído.

—¿No te alegras? —preguntó Safo.

—Tenemos un visitante inesperado.

Safo soltó un bufido.

—¿Quién puede ser más interesante que esta información?

Sin decir nada, Malchus dio media vuelta y señaló a Hanno.

Safo palideció.

—¿Hanno?

—¡No! —exclamó Bostar—. ¡No puede ser!

Hanno no pudo aguantarse más y corrió a abrazar a sus hermanos. Bostar le dio un gran abrazo de oso mientras reía y lloraba al mismo tiempo.

—¡Te creíamos muerto!

Riendo, a Hanno le costó deshacerse de su abrazo.

—Debería estarlo, pero los dioses no me olvidaron.

Hanno se acercó a Safo, que le abrazó con torpeza.

«No puede ser que todavía esté enfadado conmigo por lo que sucedió en Cartago, ¿verdad?», se preguntó Hanno.

Safo se separó enseguida de él.

—¿Cómo demonios has llegado hasta aquí? —preguntó.

—¿Dónde esta Suniaton? —inquirió Bostar.

Ambos le lanzaron una retahíla de preguntas.

—Dejad que nos explique toda la historia —les interrumpió Malchus.

Hanno se aclaró la garganta. En esos momentos solo podía pensar en la manera en que se había ido de casa aquella fatídica mañana. Se sintió culpable y se disculpó ante Malchus.

—Lo siento, padre —dijo—. No debería haberme marchado como lo hice. Debería haberme quedado y cumplido con mis obligaciones.

—La reunión tampoco era tan importante, como la mayoría de ellas —reconoció Malchus con un suspiro—. Si hubiera sido un poco más comprensivo, quizá te hubieran aburrido menos estos temas. Olvídalo y explícanos cómo sobreviviste a la tormenta.

Hanno respiró hondo y empezó a relatar su aventura. Su padre y sus hermanos estuvieron pendientes de cada una de sus palabras. Cuando explicó el modo en que Suniaton y él habían sido capturados por los piratas, Safo soltó una risita.

—Al final recibieron su justo castigo.

—¿Eh? —Hanno miró a su hermano sin entender nada.

—Después te lo explico —dijo Malchus—. Continúa.

Hanno controló su curiosidad y obedeció. La ira de su familia en contra de los piratas no fue nada en comparación con su reacción cuando explicó cómo había sido comprado por Quintus.

—¡Romano bastardo! —espetó Safo—. ¡Cómo me gustaría tenerle aquí ahora!

A Hanno le sorprendió la fuerza de sus sentimientos en defensa de su amigo.

—¡No todos los romanos son malos! Si no fuera por él y su hermana, hoy no estaría aquí.

Safo se mofó y ni siquiera Bostar parecía convencido de sus palabras. Malchus fue el único que no reaccionó.

—Es cierto —protestó Hanno—. ¡Todavía no habéis oído el resto de la historia!

—Es verdad —reconoció Bostar.

Safo levantó una ceja.

—Sorpréndenos —dijo.

Pasmado ante la rapidez con la que había regresado su ira habitual contra su hermano mayor, Hanno continuó con su historia. Hizo especial hincapié en el modo en que Quintus planificó no solo su fuga, sino también la de Suniaton, así como en la manera en que el joven équite le había acompañado hasta la Galia Cisalpina en lugar de reunirse con su padre en Roma.

—Parece una persona muy honesta, al igual que su hermana, y eso que solo es una chiquilla, lo cual significa que su padre debe de ser un hombre honorable —concedió Malchus, no sin apretar la mandíbula antes de continuar—: Es una lástima que el Senado romano no comparta sus mismos valores morales. Habrás oído que los hijos de puta exigieron que Aníbal fuera entregado para someterse a la «justicia» romana, y además mintieron cuando dijeron que habíamos incumplido el tratado que nos confinaba a la zona sur del río Iberus. ¡Su arrogancia no tiene parangón! Y eso por no hablar de lo ocurrido en Sicilia, Cerdeña y Córcega.

Safo y Bostar emitieron sendos gruñidos de aprobación.

Hanno se entristeció por momentos, pero había llegado la hora de olvidar la amabilidad que había recibido. Las palabras de su padre habían despertado en él viejos resentimientos. Respiró hondo y soltó el aire poco a poco. «Al fin y al cabo, estoy donde anhelaba estar —pensó—. Con mi familia. Con el ejército de Aníbal. Soy soldado de Cartago. Los romanos son nuestros enemigos. Así son las cosas.»

—Tienes razón, padre. ¿Cuál es el plan de Aníbal?

Malchus sonrió maliciosamente.

—¡Atacar! Mañana continuaremos nuestra marcha hacia el este, en busca de sus legiones.

—Yo sé dónde están exactamente —respondió Hanno tratando en vano de no pensar en Quintus.

—Entonces será mejor que te llevemos ante Aníbal —dijo Malchus satisfecho.

—¿Seguro?

—Claro. Querrá que le expliques todo lo que sabes.

Hanno se volvió hacia sus hermanos.

—¡Voy a conocer a Aníbal! —exclamó emocionado.

Bostar sonrió, pero Hanno se percató de la mirada agria de Safo y sintió que resurgían en él viejos resentimientos.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿No te alegras por mí?

Safo parpadeó.

—Sí —murmuró.

—Pues no lo parece —replicó Hanno enfadado.

—Es que no se alegra —aclaró Bostar—. A nuestro hermano le carcomen los celos cuando alguien se gana el favor de nuestro general.

Safo lo miró furioso con las venas del cuello hinchadas.

—¡Que te den!

—¡Safo! —gritó Malchus—. ¡Controla tu lenguaje! Tú también, Bostar. ¿No podéis olvidar vuestras diferencias por un momento, sobre todo en un día tan feliz como hoy?

Avergonzados, Safo y Bostar asintieron.

Malchus tomó a Hanno de la mano.

—Vamos —ordenó por encima del hombro.

Safo y Bostar le siguieron, ignorándose mutuamente.

A Hanno le extrañó la gran animosidad que existía entre sus hermanos. ¿Qué les habría pasado? También le sorprendió la tremenda facilidad que tenía Safo para saltar a la mínima de cambio, pero cuando vio la tienda de Aníbal, Hanno se olvidó de todo ello. Estaba a punto de conocer al mejor general cartaginés de la historia, el hombre que se había atrevido a atacar a Roma en su propio territorio.

«Aunque sea con un ejército de pobres diablos medio famélicos», no pudo evitar pensar Hanno cínicamente. Mientras seguía a su padre, se preguntó cómo iban a hacer frente a los numerosos efectivos romanos.

Enseguida llegaron a la amplia zona abierta que se extendía ante el cuartel general. El lugar era un hervidero de gente. Hanno contempló la escena boquiabierto: alrededor del perímetro había cientos de soldados de todo el Mediterráneo, hombres de los que había oído hablar mucho, pero que jamás había visto. A la infantería númida e íbera se unía la lusitana, mientras que los galos con los pelos de punta y el torso descubierto se codeaban con los honderos baleáricos y los guerreros ligurios. La caballería también contaba con diferentes nacionalidades: íberos, galos y númidas. Delante de la tienda principal se había congregado un nutrido grupo de oficiales que llamaban la atención por sus corazas,
pteryges
y cascos relucientes. Le resultó fácil distinguir a Aníbal entre la multitud por su capa púrpura. Junto a él había un grupo de músicos listos para tocar sus instrumentos: los cuernos y los
carnyxes
, unas trompetas verticales de bronce adornadas con el grabado de un jabalí.

Hanno miró a su padre.

—¿Qué es todo esto?

Safo y Bostar también parecían confusos.

Para su gran frustración, Malchus no respondió y continuó andando hasta el grupo de oficiales, donde le bastó con murmurar unas palabras al oído de uno de los guardaespaldas de Aníbal para que lo condujeran directamente ante el general. Aníbal reconoció a Malchus y sonrió. Hanno tenía la sensación de estar viviendo un sueño que acababa de hacerse realidad.

Malchus saludó al general.

—¿Podríamos hablar un momento, señor?

—Claro, pero tendrá que ser rápido —respondió Aníbal.

—Sí, señor. Ya conocéis a dos de mis hijos, Safo y Bostar —dijo Malchus—. Pero hay un tercero, Hanno.

Aníbal miró a Hanno con curiosidad.

—Creo recordar que pereció en un trágico accidente en el mar.

—Tenéis buena memoria, señor. Después descubrí que, milagrosamente, no había muerto ahogado, sino que él y su amigo fueron capturados por unos piratas que les vendieron como esclavos en Italia.

Aníbal arqueó las cejas.

—¡No me digas que es él!

Malchus sonrió.

—Sí, señor.

—¡Por todos los dioses! —exclamó Aníbal—. ¡Ven aquí!

Hanno, que se sentía cohibido por llevar la ropa sucia y raída, obedeció.

Aníbal le alabó efusivamente durante un buen rato.

—Te pareces mucho a Malchus.

Hanno no respondió. Sentía que el corazón le latía con fuerza, como un pájaro salvaje que deseaba liberarse de la jaula que formaban sus costillas.

—¿Cómo has logrado escapar?

—El hijo de mi dueño me dejó marchar, señor.

—¡Por la barba de Melcart! ¿Es esto cierto? ¿Por qué?

—Le salvé la vida en una ocasión, señor.

—Interesante —comentó Aníbal acariciándose la barbilla—. ¿Vienes de lejos?

—No, señor. Me liberó cerca de Placentia.

—Bienvenido a nuestro campamento. Tu padre y tus hermanos son unos oficiales valiosos. Espero que tú también lo seas.

Hanno se inclinó e hizo una torpe reverencia.

—Lo haré lo mejor que pueda, señor.

Seguidamente, Aníbal hizo ademán de despacharle.

—Esperad, señor —dijo Malchus impaciente—. Hanno está tan emocionado de haberos conocido que se ha olvidado de decir que Publio y su ejército están acampados en Placentia.

Aníbal lo miró con gran interés.

—¿Publio, dices? ¿Uno de los Escipiones?

—Sí, señor —respondió Hanno, consciente de que todos los oficiales a su alrededor le estaban escuchando—. Cuando no consiguió darle alcance en el Rhodanus, regresó rápidamente a Italia.

Se oyó un grito de consternación generalizado.

—¿Y ha traído consigo a todo su ejército? —preguntó Aníbal tranquilo.

—No, señor. Ha enviado a su ejército a Iberia bajo el mando de su hermano.

—Es un general astuto —dijo Aníbal, dejando escapar un lento suspiro—. A Asdrúbal y a Hanno les espera una cruda batalla. Supongo que era de imaginar.

Aníbal volvió a clavar sus ojos oscuros en Hanno.

—¿Cuál es el plan de Publio?

—Ha construido un puente sobre el Padus. El día que me fugué tenía previsto marchar hacia el oeste.

Aníbal se inclinó hacia delante.

—¿Y cuándo fue eso?

—Hace tres días, señor.

—Así que no puede estar muy lejos. ¡Excelentes noticias! —exclamó Aníbal chocando el puño contra la palma de su mano—. ¿Qué efectivos tiene?

Hanno procedió a explicar lo mejor posible todo lo que había visto y oído desde que partió de Roma.

—Buen trabajo, jovencito —sentenció Aníbal una vez hubo acabado, lo cual hizo sonrojar a Hanno hasta las orejas—. Pronto nos enfrentaremos a nuestra primera gran prueba, pero por ahora tenemos otro asunto de que ocuparnos. Si lo deseas, puedes quedarte a mirar aquí conmigo.

Hanno dio las gracias tartamudeando y contempló junto a Aníbal, Malchus y sus hermanos cómo docenas de prisioneros eran traídos ante ellos.

—¿Quiénes son? —preguntó Hanno.

—Alóbroges y voconcios que tomamos prisioneros en los Alpes —contestó su padre.

A Hanno se le encogió el estómago. Los hombres parecían aterrorizados.

El sonido de los cuernos y los
carnyxes
de los músicos impidió que siguieran conversando. Cuando acabó la música, Aníbal dio un paso hacia delante. Un silencio expectante cayó sobre las tropas mientras unos esclavos traían unas bandejas de bronce que contenían brillantes cotas de malla, cascos, brazaletes y collares de oro, capas decoradas con piel de lobo y espadas con empuñaduras brillantes.

Aníbal dejó que los prisioneros contemplaran un rato el tesoro antes de hablar.

—Habéis sido traídos aquí para tomar una sencilla decisión. —Aníbal hizo una pausa para que su mensaje fuera traducido—. Ofrezco a seis hombres la posibilidad de ganarse la libertad. Os dividiréis en parejas y tendréis que luchar entre vosotros hasta la muerte. Los tres que sobrevivan recibirán un buen caballo, podrán elegir lo que quieran de estas bandejas y tendrán la garantía de que podrán salir de aquí ilesos. Los que no deseen participar, serán vendidos como esclavos. —Aníbal hizo otra pausa para la traducción.

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