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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (57 page)

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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El caballo levantó las orejas. Sus alegres relinchos despertaron de nuevo sus lágrimas, que volvieran a sus ojos con fuerza redoblada. Aurelia se tranquilizó pensando en lo único que podía consolarla: «Al menos Quintus está sano y salvo en Iberia —susurró—. Que los dioses le protejan.»

Fabricius estaba reunido con Publio, por lo que Quintus no vio a su padre hasta más tarde. Cuando le habló del alarmismo de sus camaradas, su reacción contundente no se hizo esperar.

—A pesar de los rumores, Publio está bien y podrá volver a la acción en un par de meses. Tampoco es cierto el rumor de que la flota cartaginesa haya atacado a Sempronio Longo, porque Publio me lo hubiera dicho, al igual que me hubiera informado sobre cualquier rebelión boya. En cuanto a los malos presagios, ¿lo han visto con sus propios ojos? —Fabricius se rio mientras Quintus negaba con la cabeza—. Claro que no, aparte de ese ternero, que debe de ser un engendro de la naturaleza, nadie ha visto nada. Quizá sea cierto que las gallinas del templo de Júpiter no estén comiendo, pero eso es normal. Las aves de corral son criaturas débiles que enferman fácilmente, sobre todo en este clima. —Acto seguido, Fabricius se llevó la mano a la cabeza y, después, al corazón y la espada—. Confía en esto antes de preocuparte por lo que digan los demás.

La actitud de Fabricius animó a Quintus, que además se sentía agradecido por el hecho de que su padre no hubiera vuelto a mencionar su intención de enviarle de regreso a casa. No había dicho nada más al respecto desde la derrota de Ticinus. No sabía si era a causa del número de jinetes que habían perdido o porque Fabricius había aceptado la idea de que sirviera en la caballería. Quintus no lo sabía, ni le importaba. Sus ánimos también se debían al vino y el cocido que su padre le había servido, por lo que abandonó su tienda sintiéndose mucho mejor que cuando había llegado.

No obstante, el buen humor no le duró mucho. El aire contra el que tuvo que luchar para volver a su tienda era mucho más fuerte que antes. Las ráfagas de viento le atravesaron la capa y le helaron los huesos. Era fácil imaginar que los dioses hubieran enviado la tormenta como castigo. Al poco rato empezó a nevar. Las preocupaciones que Quintus había conseguido olvidar durante un rato, regresaron con fuerza.

Los pocos soldados que había en el exterior desaparecieron rápidamente de su vista. El propio Quintus estaba impaciente por meterse debajo de las mantas, donde podría intentar olvidar. Por eso le sorprendió tanto ver a los cenómanos fuera. Estaban en corros alrededor de las hogueras, cantando en voz baja y triste rodeándose los hombros con los brazos. Quintus pensó que estarían llorando a sus muertos y no les hizo mayor caso.

Licinius fue el primero en hablarle cuando entró en la tienda.

—Siento lo de antes —murmuró desde las profundidades de sus mantas—. Debería haber mantenido la boca cerrada.

—No te preocupes. Todos estábamos desanimados —contestó Quintus quitándose la capa húmeda y yendo a su esterilla, que estaba junto a la de Calatinus, quien también le miró con ojos arrepentidos—. Quizás os interese saber que Publio no sabe nada acerca del ataque de una flota cartaginesa en Sicilia.

Calatinus esbozó una sonrisa avergonzada.

—Pues si él no ha oído nada, no hay nada de qué preocuparse.

—¿Y los boyos? —preguntó Cincius con ferocidad.

Quintus sonrió.

—Nada. Son buenas noticias, ¿no?

El ceño fruncido de Cincius se despejó lentamente.

—Excelentes —reconoció Calatinus sentándose—. Ahora solo tenemos que esperar a que llegue Longo.

—Creo que deberíamos brindar por ese día —anunció Cincius. Inclinó la cabeza ante Quintus como para indicar que su discusión ya estaba olvidada—. ¿Alguien se apunta?

Todos respondieron a una y Quintus gimió.

—Ya noto la resaca.

—¿Qué más da? ¡Dudo que vayamos a entrar en acción muy pronto! —Cincius se levantó de un salto y se dirigió a la mesa donde guardaban la comida y la bebida.

—Es cierto —murmuró Quintus—. Entonces, ¿por qué no?

Los cuatro camaradas se fueron tarde a dormir, pero a pesar de su estado de embriaguez, a Quintus le asaltaron las pesadillas. La más terrible fue una en la que varios escuadrones de númidas le perseguían por un campo abierto. Al final, empapado de sudor, se incorporó. La tienda estaba oscura y helada, pero Quintus agradeció el aire frío que le golpeó la cara y los brazos y le hizo olvidar durante un momento el terrible dolor de cabeza que sentía. Miró el brasero, pero apenas quedaban unas brasas encendidas. Bostezó y apartó las mantas. Si alimentaba el fuego ahora, quizá durara hasta la mañana siguiente.

Quintus se levantó y oyó un leve sonido afuera. Sorprendido, aguzó el oído. Era el crujido inconfundible de unas pisadas en la nieve, pero no era el paso mesurado de un centinela, sino de alguien que se movía con sumo cuidado. Alguien que no deseaba ser oído.

Instintivamente, cogió la espada. Las siguientes tiendas se encontraban a unos seis pasos de distancia a ambos lados y por detrás. Por delante, un estrecho sendero aumentaba esa distancia a diez pasos, y de ahí procedía el sonido. Quintus avanzó descalzo. Estaba totalmente alerta. Oyó unos cuchicheos. Notó que le subía la adrenalina. Algo no iba bien. A tientas en la oscuridad, fue hacia Calatinus y le agarró el hombro.

—Despierta —susurró.

Quintus obtuvo un gruñido irritado por toda respuesta.

De pronto, el ruido del exterior se detuvo.

Quintus notó que le latía el corazón de miedo. Quizás había atraído la atención de los que se hallaban al otro lado de la tienda de piel. Soltó la túnica de Calatinus e intentó ponerse las sandalias. Le resbalaron los dedos sobre los complejos cordones y soltó una maldición, pero por fin estaba calzado.

Se incorporó y distinguió el leve sonido de una voz al ser sofocada. Y otra más. Hubo más murmullos y un grito ahogado. Esta vez Quintus corrió al lecho de Licinius. Quizá no estuviera tan borracho. Le tapó la boca al tarentino y lo sacudió con fuerza.

—¡Despierta! —susurró—. ¡Nos están atacando!

Quintus vislumbró el blanco de los ojos aterrados de Licinius al abrirse. Asintió en señal de comprensión y Quintus sacó la mano.

—Escucha —susurró.

Durante un momento no oyeron nada, pero pronto distinguieron un grito entrecortado seguido del sonido reconocible de una espada que se clava en la carne y sale de nuevo. Quintus y Licinius intercambiaron una mirada horrorizada y se levantaron de un salto.

—¡A las armas! ¡A las armas! —gritaron al unísono.

Calatinus por fin se despertó.

—¿Qué pasa? —farfulló.

—¡Maldita sea! ¡Levántate! ¡Coge la espada! —gritó Quintus—. ¡Tú también, Cincius! ¡Rápido! —Quintus se maldijo por no haber dado antes la voz de alarma.

En respuesta a sus gritos, alguien rajó de arriba abajo la parte delantera de la tienda, desgarró la piel y entró. Quintus no se lo pensó dos veces. Corrió hacia él y le clavó la espada en la barriga. El hombre se dobló gritando de dolor. Apareció un segundo intruso.

Quintus le clavó la espada en el cuello y la sangre comenzó a salir a borbotes. El intruso se desplomó gritando. Por desgracia, había un tercer hombre cerca, y un cuarto. Las fuertes voces guturales del exterior revelaron que contaban con numerosos refuerzos.

—¡Son puñeteros galos! —chilló Licinius.

Quintus no entendía nada. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Habían conseguido los cartagineses escalar las murallas? Esquivó una espada y contraatacó con el
gladius
, satisfecho por el aullido de dolor que produjo. Licinius se unió a él. Juntos, resistieron desesperados la oleada de guerreros que intentaba entrar en la tienda, pero estaba claro que iban a fracasar en el intento. Los nuevos enemigos llevaban escudos mientras que ellos vestían camisa de dormir.

Quintus percibió a su izquierda el sonido de una tela al rasgarse.

—¡Los hijos de puta están intentando cortar la tienda para entrar! ¡Calatinus! ¡Cincius! ¡Abrid un agujero en uno de los paneles de atrás! —gritó por encima del hombro—. ¡Tenemos que salir de aquí!

Quintus no obtuvo respuesta. Se le encogió el estómago. ¿Era posible que sus camaradas ya hubieran muerto?

—¡Vamos! —bramó Calatinus al cabo de un momento.

Quintus sintió un gran alivio.

—¿Listo? —preguntó gritando a Licinius.

—¡Sí!

—¡Pues vamos! —Quintus blandió la espada a diestro y siniestro contra su oponente más cercano antes de dar media vuelta y correr hacia la parte posterior de la tienda con Licinius pisándole los talones. Alcanzó la abertura en unas zancadas, forzó su cuerpo por él y aterrizó a los pies de sus compañeros, que le ayudaron a incorporarse. Quintus miró hacia dentro y vio horrorizado cómo Licinius tropezaba y caía de rodillas casi al alcance de su mano. Quintus no tuvo tiempo de reaccionar. Los galos se abalanzaron sobre su camarada como perros sobre un jabalí acorralado. Recibió una lluvia de espadas, puñales e incluso un hacha. La tenue luz no impidió que Quintus viera los borbotones de sangre que salieron de cada una de las terribles heridas mortales. Licinius se desplomó sobre el suelo de la tienda sin mediar palabra.

—¡Cabrones! —chilló Quintus que, ansioso por vengar a su amigo, saltó hacia delante.

Unos brazos fuertes le sujetaron.

—¡No seas idiota! ¡Está muerto! ¡Tenemos que ponernos a salvo! —gruñó Cincius.

Calatinus y él lo arrastraron rápidamente hacia la oscuridad.

Nadie les persiguió.

—¡Soltadme! —gritó Quintus.

—¿No intentarás volver? —insistió Calatinus.

—Lo juro —respondió Quintus furioso.

Le soltaron.

Quintus miró horrorizado el caos que reinaba a su alrededor. Algunas tiendas ardían y sus llamas iluminaban la escena. Varios grupos de guerreros galos corrían de un lado a otro atacando a los confusos équites y legionarios romanos que surgían de sus tiendas medio desnudos.

—No parece que sea un ataque a gran escala —comentó Quintus al poco rato—. No son suficientes.

—Algunos de los cabrones ya se han dado a la fuga —señaló Calatinus.

Quintus miró con los ojos entrecerrados.

—¿Qué llevan en las manos?

Cuando se dio cuenta, sintió arcadas y su estómago vomitó todo el vino agrio que tenía en el interior.

—¡Putos perros! —gritó Cincius—. ¡Son cabezas! ¡Han decapitado a los muertos!

Quintus levantó la vista con los ojos llorosos. Solo distinguía los regueros de sangre que los galos habían dejado tras de sí en la inmaculada nieve blanca.

Cincius y Calatinus comenzaron a gemir de miedo.

Con un gran esfuerzo, Quintus se tranquilizó.

—¡Silencio! —susurró.

Para su gran sorpresa, ambos le obedecieron. Pálidos, esperaron a que hablara.

Quintus no siguió su instinto natural de salir corriendo en busca de su padre. La vida de estos dos hombres estaba en sus manos y ellos debían ser su prioridad.

—Vayamos al
intervallum
—dijo—. Allí es donde irá todo el mundo. Ahí podremos luchar mejor contra estos cabrones.

—Pero vamos descalzos —protestó Cincius.

Quintus se molestó ante su protesta, pero si no dejaba que sus compañeros se pusieran las
caligae
de algún cadáver cercano, se les congelarían los pies.

—¿A qué esperáis? ¡Coged también un escudo!

Era imprescindible tener un escudo.

—¿Y la cota de malla? —preguntó Calatinus junto a un legionario muerto—. Es de mi talla más o menos.

—¡No seas idiota! ¡No podemos perder tiempo! Tendremos que conformarnos con los escudos y las espadas.

Impaciente, esperó a que estuvieran listos.

—Seguidme.

Quintus empezó a correr atento a la aparición de algún guerrero galo. Fue directamente al
intervallum
, una zona abierta situada en el centro del campamento donde solían reunirse las legiones antes de iniciar una marcha o ir al campo de batalla. Ahora era el lugar donde se habían reagrupado los ensangrentados supervivientes del ataque furtivo. Muchos habían tenido la misma idea que Quintus, por lo que la zona estaba repleta de cientos de legionarios y équites desorganizados. Había pocos que estuvieran completamente vestidos, pero la mayoría había sido lo bastante precavida como para coger un arma antes de huir de las tiendas.

Por fortuna, era en ocasiones como esta cuando salía a relucir la disciplina de los oficiales como los centuriones que, reconocibles incluso sin sus característicos cascos, daban órdenes con el semblante tranquilo y formaban a los soldados en filas regulares. Quintus y sus compañeros se unieron al grupo más cercano. En ese momento no importaba que no fueran soldados de infantería. Los centuriones no tardaron en agrupar sus fuerzas. Cada sexto soldado recibió una de las pocas antorchas disponibles. No era mucho, pero tendría que servir hasta que hubieran contenido el ataque.

Acto seguido, escudriñaron las avenidas y filas de tiendas en busca de los galos, pero se llevaron una gran decepción al ver el poco éxito de su misión que les impedía colmar su sed de venganza. Al parecer, la mayoría se había dado a la fuga cuando sonó la voz de alarma. A pesar de ello, no se detuvo la búsqueda hasta que se hubo peinado toda la zona.

Su peor hallazgo fueron los numerosos cuerpos decapitados. Quintus sabía que los galos coleccionaban este tipo de trofeos de guerra, pero nunca lo había visto con sus propios ojos, del mismo modo que jamás había visto tanta sangre. Los cuerpos estaban rodeados de enormes charcos de sangre, al igual que las huellas de los galos a su alrededor.

—¡Por Júpiter! Esto parecerá un matadero mañana cuando amanezca —masculló Calatinus.

—Pobres diablos —añadió Cincius—. La mayoría no tuvo ninguna oportunidad.

Quintus sintió una nueva arcada al pensar en su padre, que dormía en su tienda, pero ya solo le quedaba bilis en el estómago.

—¿Estás bien? —preguntó Calatinus preocupado.

—Estoy bien —gruñó Quintus. Intentó controlar sus náuseas mientras estudiaba todos y cada uno de los cuerpos que se iban encontrando y suplicó a los dioses que entre ellos no estuviera el de su padre. Para gran alivio suyo, no vio ninguno que se pareciera a Fabricius, pero eso no significa nada, ya que solo habían cubierto una pequeña parte del campamento. Solo podría estar seguro cuando amaneciera.

Los centuriones mantuvieron a los soldados alerta durante el resto de la noche y solo les permitieron ir a sus tiendas para recoger su ropa y armadura. Preparados para la batalla, los legionarios y los équites esperaron hasta el amanecer, cuando ya estuvo claro que no habría más ataques. Por fin los hombres pudieron descansar y regresar a sus respectivas unidades. La operación de limpieza llevaría todo el día. Quintus aprovechó el momento para ir en busca de su padre, al que milagrosamente encontró en su tienda. Los ojos se le llenaron de lágrimas al entrar.

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