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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (32 page)

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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—Estoy segura de que en lo más profundo de su ser lo sabe. Por eso se contuvo y no te llamo «esclavo» hace un rato —repuso Aurelia. Entristeció el semblante—. Obviamente, yo no te veo como tal, pero para todos los demás eres un esclavo.

Hanno estaba a punto de contarle sus planes a Aurelia cuando advirtió movimiento por el rabillo del ojo. Por las puertas abiertas del
tablinum
veía parte del
atrium
. Aparte del recuadro del suelo iluminado por el orificio del tejado, todo estaba en sombras. Ahí Hanno distinguía una figura alta que los observaba. Se apartó de Aurelia de forma instintiva. Cuando Agesandros se colocó bajo la luz, a Hanno se le encogió el estómago de miedo. ¿Qué había visto u oído? ¿Qué iba a hacer?

Aurelia vio al siciliano en el mismo momento. Se levantó orgullosa, preparada para una confrontación en caso necesario.

Para su sorpresa, Agesandros no se les acercó. Esbozó una ligera sonrisa y desapareció por donde había venido.

Hanno y Aurelia volvieron a girarse para estar cara a cara, pero Elira y otro esclavo doméstico aparecieron de la cocina. El breve momento mágico que habían compartido se había esfumado.

—Hablaré con Quintus —dijo Aurelia con tono tranquilizador—. Pase lo que pase, debéis conservar vuestra amistad. Igual que nosotros dos.

Ansioso por dejar las cosas tal como habían sido en el pasado antes de que se marchase de la finca para siempre, Hanno asintió.

—Gracias.

Por desgracia, Aurelia no pudo intentar hacer entrar en razón a su hermano aquel día. Tal como le contó a Hanno más tarde, Quintus se había marchado a Capua sin decir nada a nadie aparte de al esclavo de piernas arqueadas que trabajaba en el establo. Pasó la tarde y se hizo de noche y resultó obvio que no iba a regresar. Hanno no sabía si enfadarse o preocuparse por la situación.

—No te preocupes —le dijo Aurelia antes de retirarse—. Quintus hace esto a veces, cuando necesita tiempo para pensar. Se aloja en casa de Gaius y regresa al cabo de unos días.

Hanno no podía hacer nada. Se tumbó en su petate y soñó con escapar.

Tardó mucho tiempo en dormirse.

11

A la búsqueda de un pasaje seguro

Tras la caída de Saguntum, a Bostar le dio por visitar a sus hombres heridos todas las mañanas. Hablaba con los que estaban conscientes y pasaba la mano por encima de quienes seguían dormidos o nunca se despertarían. Había más de treinta soldados en la tienda grande, de los cuales probablemente la mitad nunca volvería a luchar. A pesar del horror de las heridas de sus soldados, Bostar había empezado a agradecer las bajas. Teniendo en cuenta las circunstancias, habían sido pocas. Habían muerto muchos más saguntinos cuando las tropas de Aníbal habían entrado en la ciudad, aullando como una manada de lobos rabiosos. Durante un día entero, el sonido predominante por todo Saguntum habían sido los gritos. De hombres, mujeres y niños. Bostar apretó los ojos e intentó olvidar, pero no lo consiguió. Masacrar a civiles desarmados y violar a diestro y siniestro no era su manera de hacer la guerra. Si bien no había intentado impedírselo a sus hombres —¿acaso Aníbal no les había prometido rienda suelta?—, Bostar no había participado en la matanza. Malchus, cuyo general había ordenado que custodiara el arcón con oro y plata que habían encontrado en la ciudadela, tampoco. Bostar suspiró. Como era de imaginar, Safo sí.

Al cabo de un momento, Malchus le tocó el hombro y se sobresaltó.

—Es bueno que te levantes temprano para visitarles. —Malchus señaló a los hombres heridos tumbados en las mantas.

—Es mi obligación —repuso Bostar con modestia, sabiendo que su padre ya habría visitado a sus hombres heridos.

—Cierto. —Malchus lo miró fijamente con expresión solemne—. Y creo que Aníbal tiene otra para ti. Para nosotros.

A Bostar casi se le sale el corazón del pecho.

—¿Por qué?

—Nos han convocado a todos a la tienda del general. No me han dicho por qué.

Bostar se emocionó.

—¿Lo sabe Safo?

—No, he pensado que podrías decírselo tú.

—¿En serio? —Bostar intentó mostrarse alegre—. Si quieres…

Malchus le dedicó una mirada de complicidad.

—¿Crees que no me he dado cuenta de cómo estáis el uno con el otro últimamente?

—No tiene importancia —mintió Bostar.

—Entonces ¿por qué evitas mi mirada? —preguntó Malchus—. Es por Hanno, ¿verdad?

—Así empezó —respondió Bostar. Comenzó a explicarse pero su padre le cortó.

—Ahora solo sois dos —dijo Malchus entristecido—. La vida es corta. Resolved vuestras diferencias o uno de los dos quizá descubra que es demasiado tarde.

—Tienes razón —repuso Bostar con firmeza—. Lo haré lo mejor posible.

—Como haces siempre —declaró Malchus con orgullo.

Una punzada de tristeza rasgó el corazón de Bostar. «¿Hice lo mejor posible al dejar marchar a Hanno?», se preguntó.

—Me reuniré con vosotros dos fuera del cuartel general dentro de media hora. —Malchus le dejó la misión por cumplir.

Después de decirle al oficial de guardia que le puliera la armadura, Bostar se encaminó directamente a la tienda de Safo. No había mucho tiempo para prepararse y menos para una reconciliación. Pero su padre se lo había pedido, así que iba a intentarlo.

Bostar identificó las hileras de tiendas de la falange de Safo por el estandarte y enseguida localizó la tienda de mayor tamaño, que, al igual que la suya, estaba clavada a la derecha de la unidad. La puerta principal estaba cerrada, lo cual significaba que su hermano estaba o bien todavía en la cama u ocupado con sus quehaceres. Dadas las costumbres que Safo había adoptado últimamente, Bostar se inclinaba por la primera opción.

—¿Safo? —llamó.

No hubo respuesta.

Bostar volvió a intentarlo, más fuerte.

Nada.

Bostar dio un paso atrás.

«Debe de estar con sus hombres», se dijo sorprendido.

—¿Quién es? —preguntó una voz irritada.

—Por supuesto que no —masculló Bostar, dándose la vuelta. Desató la correa que mantenía la puerta de la tienda cerrada.

—¡Safo! ¡Soy yo! —Al cabo de un instante, descorrió las cortinas. La luz del sol inundó el interior y Bostar se tapó la nariz con la mano. El hedor a sudor rancio y vino derramado resultaba intensísimo. Traspasó el umbral y se abrió camino por entre prendas de ropa tiradas por el suelo y enseres varios. Bostar se quedó anonadado al ver que todo estaba sucio. El escudo, la lanza y la espada de Safo eran lo único que estaba limpio. Estaban apoyados contra un soporte de madera a un lado. Se paró delante de la cama de Safo, un revoltijo de mantas y pellejos de animal. Los ojos de sueño de su hermano le observaban desde las profundidades.

—Buenos días —saludó Bostar intentando que el hedor no le afectara. «Ni siquiera se ha lavado», pensó asqueado.

—¿A qué le debo el honor? —preguntó Safo con acritud.

—Nos han convocado a una reunión con Aníbal.

Esbozó una débil sonrisa.

—El general te lo ha dicho a la hora del desayuno, ¿no?

Bostar exhaló un suspiro.

—A pesar de lo que pienses, no le salvé la vida a Aníbal para ganarme sus favores ni darte celos. Ya sabes que no es mi estilo. —Le satisfizo ver que Safo apartaba la mirada. Esperó pero no hubo más respuesta. Bostar continuó—: Papá me ha enviado. Tenemos que estar ahí dentro de menos de media hora.

Al final, Safo se incorporó. Hizo una mueca.

—Cielos, me duele la cabeza. Y el sabor de boca es como si se me hubiera muerto algo en el estómago.

Bostar le dio un puntapié a un ánfora que tenía al lado.

—¿Bebiste demasiado?

Safo le dedicó una sonrisa de arrepentimiento y pesadumbre.

—¡Ni la mitad! Algunos de mis hombres saquearon una bodega cuando la ciudad cayó. Hemos mantenido el vino custodiado hasta ahora. Tenías que haber visto el sitio. ¡Hay cosechas de todo el Mediterráneo! —Adoptó una expresión rapaz—. Lástima que las tres hijas no sigan con vida. Nos divertimos de lo lindo con ellas, créeme.

A Bostar le entraron ganas de darle un puñetazo a Safo en la cara, pero en cambio le tendió una mano.

—Levántate. Papá cree que Aníbal tiene una misión para nosotros.

Safo observó el brazo estirado de Bostar durante unos instantes antes de aceptar su mano. Balanceándose ligeramente, miró el caos que reinaba en la tienda.

—Supongo que será mejor que vaya limpiando el peto y el casco. No puedo presentarme ante Aníbal con los pertrechos sucios, ¿no?

—¿No lo puede hacer tu oficial de guardia?

Safo hizo una mueca.

—No, está enfermo.

Bostar frunció el ceño. Safo no estaba en condiciones de lavarse, preparar el uniforme y presentarse ante su general en el tiempo que quedaba. Por un lado, quería dejar que su hermano espabilase. «Es lo que se merece», pensó Bostar. Por otro, sentía que sus desavenencias ya habían durado suficiente. De repente se le ocurrió una idea. Su oficial ya lo tendría todo listo. Solo tardaría unos momentos en prepararse.

—Ve a meter la cabeza en un cubo de agua. Yo te limpiaré la armadura y el casco.

Safo arqueó las cejas.

—Muy amable por tu parte —masculló.

—No te pienses que te lo voy a hacer todos los días —le advirtió Bostar. Dio un empujón a Safo—. Muévete. No quiero que lleguemos tarde. Aníbal debe de tenernos reservado algo especial.

Al oír esas palabras, Safo espabiló.

—Cierto —repuso. Se paró junto a la entrada de la tienda.

Bostar, que ya se disponía a marcharse con el peto sucio de Safo, se paró.

—¿Qué?

—Gracias —dijo Safo.

Bostar asintió.

—De nada.

El aire que los separaba se tornó un poco más liviano y se sonrieron el uno al otro por primera vez desde hacía meses.

Bostar y Safo encontraron a su padre esperándoles cerca de la tienda de Aníbal. Malchus se fijó en lo relucientes que estaban las armaduras y los cascos y les dedicó un asentimiento de aprobación.

—¿De qué va esto, papá? —preguntó Safo.

—Vayamos a averiguarlo —respondió Malchus. Fue el primero en encaminarse hacia la entrada, donde había dos docenas de
scutarii
bien arreglados apostados—. El general nos espera.

El
scutarius
jefe reconoció a Malchus y lo saludó.

—Sígame si es tan amable, caballero.

Mientras los conducían al interior, Bostar le hizo un guiño a Safo, quien le devolvió el gesto. Los dos estaban sumamente emocionados. Aunque se habían reunido con Aníbal en otras ocasiones, aquella era la primera vez que los invitaban a su cuartel general.

Encontraron a Aníbal, a sus hermanos Asdrúbal y Mago, y a otros dos oficiales de alto rango en la sección principal de la tienda, reunidos alrededor de una mesa en la que habían desplegado un gran mapa. El
scutarius
se paró y anunció su llegada.

Aníbal se giró.

—¡Malchus, Bostar y Safo, bienvenidos!

Padre e hijos le saludaron secamente.

—Ya conocéis a mi hermano Asdrúbal —dijo Aníbal, asintiendo hacia el hombre corpulento y amenazador de complexión colorada y labios gruesos que estaba a su lado—. Y a Mago. —Señaló a la figura alta y delgada cuyo rostro y ojos ávidos y perspicaces amenazaban con dejarlo a uno clavado en el sitio—. Él es Maharbal, mi comandante de caballería, y Hanno, uno de mis mejores oficiales de infantería. —El primer hombre tenía una mata de pelo negro y rebelde y una sonrisa fácil, mientras que el otro tenía una mirada imperturbable pero leal.

El trío volvió a saludar.

—Durante muchos años, Malchus ha sido como mis ojos y oídos en Cartago —explicó Aníbal—. Sin embargo, cuando llegó el momento de que primero sus hijos y luego él se reunieran conmigo aquí en Iberia, me supuso un placer inmenso. Todos ellos son buenos hombres, todos han demostrado su valía en más de una ocasión durante el asedio; la última vez cuando Bostar me salvó la vida.

Los oficiales mostraron su reconocimiento en voz alta.

Malchus inclinó la cabeza, mientras que Bostar se sonrojó por la atención que le dispensaban. Era consciente de que Safo, que estaba a su lado, estaba furioso. Bostar maldijo en su interior y rezó por que la frágil paz que reinaba entre él y su hermano no acabara de romperse.

Aníbal dio una palmada.

—¡Manos a la obra! Sentaos con nosotros.

Se acercaron a la mesa ansiosos y los demás les hicieron sitio.

Rápidamente Bostar se fijó en la costa ondulante de África y Cartago, su ciudad. La isla de Sicilia, que casi unía su patria a su archienemigo, Italia.

—Obviamente, estamos aquí, en Saguntum. —Aníbal dio un golpecito a media altura de la costa este de la península Ibérica con el dedo índice de la mano derecha—. Y nuestro destino está aquí. —Dio un golpe en la forma de bota de Italia—. ¿Cuál es la mejor manera de atacar?

Nadie dijo nada.

Para el orgullo cartaginés suponía una afrenta que Roma disfrutara de la supremacía del oeste del Mediterráneo, territorio que históricamente había pertenecido a Cartago. Transportar al ejército por barco sería una estupidez supina. Sin embargo, nadie osaba sugerir la única alternativa.

Aníbal tomó la iniciativa.

—No habrá ningún ataque por mar. Aunque tomáramos la ruta corta a Genua, nuestra empresa podría quedar en nada en una única batalla. —Movió el dedo hacia el noreste, por el río Iberus, hasta la «cintura» estrecha que unía Iberia con la Galia—. Tomaremos esta ruta. —Aníbal continuó por los Alpes, donde se paró un momento antes de cruzar a la Galia Cisalpina y de ahí al norte de Italia.

A Bostar se le aceleró el corazón. Aunque Malchus le había hablado del plan de Aníbal, la osadía del general seguía cortándole la respiración. Miró a Safo y se dio cuenta de que su hermano compartía ese sentimiento. Su padre, sin embargo, permanecía impertérrito. «¿Cuánto sabe?», se preguntó Bostar. Personalmente, él no tenía ni idea de cómo se conseguiría una hazaña tan inmensa como la que Aníbal acababa de sugerir.

Aníbal vio que Safo se echaba hacia delante con impaciencia. Arqueó una ceja.

—¿Cuándo nos marchamos, señor?

—En primavera. Hasta entonces nuestros aliados íberos tienen permiso para regresar con sus familias y el resto del ejército puede descansar en Cartago Nova. —Vio la mirada de decepción de Safo y se rio por lo bajo—. ¡Venga ya! El invierno no es un buen momento para librar guerras y ya lo tenemos lo bastante crudo.

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