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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (34 page)

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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Safo mostró su acuerdo asintiendo a regañadientes.

—Entonces tú harás de intérprete —declaró Malchus.

Bostar no intentó ocultar su sonrisa de satisfacción.

Sin más demora, se pusieron en marcha. Malchus iba en cabeza, seguido de Bostar y de Safo, que estaba que trinaba. Sus acompañantes iban en la retaguardia, primero los lanceros y por último los
scutarii
. El grupo no había avanzado demasiado cuando sonó un cuerno desde la ladera de la colina más cercana. Rápidamente se oyó la respuesta desde más cerca del pueblo. Se oyeron gritos desde las murallas. Cuando se encontraban a unos cuatrocientos pasos del asentamiento, las puertas principales se abrieron con un crujido y salió una marea de guerreros. Formaron una masa rebelde que bloqueaba la entrada y aguardaron a que los cartagineses se acercaran.

Bostar notó cómo se le encogía el estómago. Miró de reojo a Safo, que desenvainó la espada a medias antes de pensárselo dos veces. «Él también está preocupado», pensó Bostar. Delante, la única muestra de tensión que dio su padre fue la rigidez de la espalda. Bostar se animó al ver la autoconfianza de la que hacía gala Malchus. «Que no se note que tienes miedo —se dijo—. Lo olerán a la legua igual que un lobo huele a una presa.» Respiró hondo y adoptó una expresión glacial. Safo, que se dio cuenta de lo mismo, soltó la empuñadura de la espada. Sus acompañantes marchaban bien juntos detrás de ellos, sabiendo que si había problemas, muchos hombres morirían antes que ellos.

Malchus acercó el caballo a la turba de ausetanos. Asombrados por su seguridad y por el tamaño de la montura, algunos guerreros retrocedieron un poco. La ventaja no duró demasiado. Incitados por los murmullos airados de sus compañeros, los hombres volvieron a dar un paso adelante y alzaron las armas con actitud amenazadora. Les gritaron para desafiarles, pero Malchus no movió ni un músculo.

Como la mayoría de los miembros de las tribus ibéricas, había pocos ausetanos vestidos de forma idéntica. La mayoría llevaban la cabeza descubierta. Otros llevaban unos cascos de bronce en forma de cuenco o con un penacho triple. La mayoría llevaba escudo aunque también variaban en tamaño y forma: altos y con los laterales rectos y el extremo redondeado y ovales o redondos con un tachón de hierro cónico. Todos estaban pintados con serpientes o rombos de colores vivos o con franjas gruesas de color. Los ausetanos también iban armados hasta los dientes. Todos los hombres llevaban por lo menos un
saunion
, pero muchos llevaban dos. Además, cada guerrero portaba un puñal y ya fuera un
kopis
o una típica espada celtíbera con el filo recto.

Malchus volvió la cabeza.

—Diles quiénes somos y por qué estamos aquí.

—Somos cartagineses —anunció Bostar en voz alta—. Venimos en son de paz. —Hizo caso omiso de las risas burlonas que provocó su saludo—. Traemos un mensaje para vuestro jefe de nuestro líder, Aníbal Barca.

—Nunca hemos oído hablar de ese tío —bramó una figura mastodóntica de barba negra. Sus camaradas lanzaron una risotada. Alentado por los demás, el guerrero se abrió camino por entre la muchedumbre. Unos mechones largos y negros como el azabache le caían por debajo del casco de bronce. La túnica de lino negro acolchado no ocultaba los enormes músculos que tenía en el pecho y en la parte superior del brazo, y las grebas que a duras penas le cubrían las pantorrillas del tamaño de un tronco. Era tan enorme que el escudo y el
saunion
parecían juguetes en sus puños exagerados. El guerrero lanzó una ojeada despectiva a los libios y a los
scutarii
, antes de dirigir su fría mirada a Bostar—. Dame un buen motivo por el que no debería mataros a todos ahora mismo —gruñó.

Su desafío fue recibido con gruñidos de acuerdo y los ausetanos dieron un paso adelante.

Bostar se puso tenso, pero consiguió mantener las manos en el regazo, en las riendas. Observó a Safo de reojo y se sintió aliviado al ver que su hermano no sacaba la espada.

—El guía dijo la verdad —masculló Malchus lacónicamente. Alzó la voz—. Dile que traemos un mensaje, y regalos, para su líder de parte de nuestro general. Su jefe no estará muy contento si no oye estas palabras personalmente.

Con cuidado, Bostar repitió las palabras de su padre en íbero. Era exactamente lo que tocaba decir. Durante unos instantes la confusión y la ira se mezclaron en el rostro del grandullón, pero al cabo de un momento se echó hacia atrás. Cuando uno de sus compañeros cuestionó esa acción, el guerrero se limitó a apartarlo de un empujón con un gruñido de irritación. Bostar sintió un gran alivio. Habían superado el primer obstáculo. Fue como presenciar un corrimiento de tierras. Primero un hombre se apartó de en medio, luego un segundo y un tercero, seguidos de varios más, hasta que el proceso cobró vida propia. Pronto el grupo de ausetanos se hubo dispersado y despejaron el camino que conducía a la puerta principal del pueblo con excepción del guerrero de barba negra. Trotó hacia delante para comunicar la noticia de su llegada.

Sin mirar ni a izquierda ni a derecha, Malchus instó a su caballo a que ascendiera por la ladera. El resto del grupo iba detrás, seguido muy de cerca por la multitud de guerreros.

El interior del asentamiento era como cientos de otros que Bostar había visto. Una zona abierta central rodeada de docenas de cabañas de madera y de ladrillo de una sola planta, y las más alejadas estaban construidas contra la empalizada. De muchos tejados salían volutas de humo. Varios niños pequeños y perros jugaban en el suelo, ajenos al dramatismo de la situación. Las gallinas y los cerdos correteaban por ahí en busca de comida. Había mujeres y ancianos en los umbrales de las puertas, mirando impasibles. El olor acre de la orina y las heces, tanto de animales como de personas, dominaba el ambiente. En el extremo más alejado del espacio abierto había una silla de madera con el respaldo alto, ocupada por un hombre en las postrimerías de la mediana edad y flanqueado por diez guerreros con cotas de malla y cascos con un penacho color carmesí. El grandullón barbudo también estaba ahí, muy ocupando contándole algo al jefe entre murmullos.

Sin vacilación, Malchus se dirigió hacia ese grupo. Al llegar ahí, desmontó e indicó a sus hijos que debían hacer lo mismo. Enseguida tres lanceros libios corrieron a tomar las riendas de los caballos. Malchus hizo una gran reverencia ante el jefe. Bostar le imitó rápidamente. Lo más prudente era tratar al líder ausetano con respeto, pensó. Al fin y al cabo, el hombre era el jefe de una tribu. No obstante, tenía toda la pinta de ser un rufián poco fiable. El tejido de la túnica de lino rojo del jefe quizá fuera de calidad y la espada y el puñal que llevaba en el cinto de buena factura, pero los mechones de pelo lacio y grasiento que le colgaban a ambos lados de las mejillas picadas de viruela daban otra cosa que pensar; igual que sus ojos mortecinos y monótonos, que a Bostar le recordaron a los de un lagarto. Safo fue el último en inclinarse desde la cintura. Su gesto fue más superficial que el de los demás. Su insolencia no pasó desapercibida; varios de los guerreros que estaban cerca soltaron un gruñido de ira. Bostar lanzó una mirada a su hermano, pero el daño ya estaba hecho.

El trio de cartagineses y el líder ausetano se contemplaron entre sí durante unos instantes, mientras se juzgaban. El jefe fue el primero en hablar. Dirigió sus palabras a Malchus, que se notaba que era el líder.

—Dice que nuestro mensaje debe de ser importante para impedir que sus hombres se dediquen a su deporte preferido —musitó Bostar.

—Está jugando con nosotros. Intenta atemorizarnos —murmuró Malchus con desprecio—. No piensa matarnos de buenas a primeras porque, si no, sus guerreros ya lo habrían hecho. La noticia de nuestra presencia en la zona debe de haberles llegado antes de que viniéramos, y quiere saber cuál es el motivo de nuestra visita. Dile lo que hemos dicho a los demás líderes. Exagera en cuanto al tamaño de nuestro ejército.

Bostar hizo lo que le pidió y explicó educadamente que Aníbal y su ejército llegarían en el plazo de unos meses con la única intención de dirigirse a la Galia. Habría trabajo bien pagado para los guerreros ausetanos que desearan hacer de guía. Los cartagineses comprarían todo aquello que necesitaran. Se prohibiría el saqueo y el robo de las propiedades de los lugareños o del ganado, bajo pena de muerte. Mientras hablaba, Bostar observaba con detenimiento al jefe, pero fue incapaz de calibrar lo que el hombre estaba pensando. Lo único que podía hacer era continuar con ese talante confiado y seguro de sí mismo. Confiar en la suerte.

Bostar empezó a alabar las virtudes de los distintos grupos que formaban el inmenso ejército de Aníbal, describió a los miles de lanceros y
scutarii
que eran iguales a los que estaban detrás de él; a los honderos y escaramuzadores que debilitaban al enemigo antes de que empezara la lucha verdadera; a la caballería númida que no tenía parangón y cuyos ataques despiadados ningún soldado del mundo soportaba; y los elefantes, capaces de aplastar formaciones de soldados como si fueran leña. Bostar seguía con la descripción cuando el jefe levantó una mano imperiosamente y le hizo callar.

—¿Y cuán grande dices que es este ejército?

—Cien mil hombres. Por lo menos. —En cuanto hubo dado esa cifra, Bostar se dio cuenta de que el líder ausetano no le creía. Se le cayó el alma a los pies. Era una cifra difícil de asimilar, pero el resto de las tribus que había visitado la embajada le habían creído. Bostar pensó que quizá fuera porque eran mucho más pequeños que los ausetanos. En los demás pueblos, los cincuenta soldados cartagineses habían parecido mucho más imponentes que ahí. Aquella tribu era otra cosa; por lo que decían había muchos otros pueblos como aquel. En su conjunto, los ausetanos quizá fueran capaces de movilizar una fuerza de dos o incluso tres mil guerreros, lo cual era todo un logro para Iberia. Imaginar un ejército entre treinta y cincuenta veces mayor exigía un gran esfuerzo de la imaginación.

Como era de esperar, el jefe y sus guardaespaldas intercambiaron una serie de miradas de incredulidad.

—Escoria —susurró Safo enfurecido en cartaginés—. Se cagarán encima cuando vean el ejército.

Bostar, que no sabía qué más hacer, continuó.

—Una prueba de nuestras buenas intenciones. —Chasqueó los dedos y un cuarteto de
scutarii
trotó hacia delante cargado con unas bolsas pesadas y tintineantes y brazadas de cuero enrollado y bien prieto. Colocaron los artículos delante del jefe y regresaron a sus posiciones.

Abrieron y examinaron los regalos a una velocidad inusitada. La avaricia se reflejaba en el rostro de todos los ausetanos que contemplaban la lluvia de monedas de plata que formaban montículos en el suelo. También se oyeron murmullos de apreciación por el armamento resplandeciente que fue apareciendo a medida que desenrollaban los rollos de cuero.

La actitud de Malchus seguía siendo segura, o eso parecía.

—Pregunta al jefe qué respuesta quiere que le llevemos a Aníbal —ordenó a Bostar.

Bostar obedeció.

El jefe ausetano adoptó una expresión pensativa. Durante veinte segundos, permaneció sentado observando las riquezas que tenía ante él. Al final, formuló una breve pregunta.

—Quiere saber qué más puede esperar cuando llegue Aníbal —tradujo Bostar con tristeza.

—Cabrón avaricioso —masculló Safo.

Malchus arqueó las cejas en señal de desaprobación, pero no mostró sorpresa alguna.

—Le puedo prometer otra vez lo mismo y seguro que el desgraciado nos deja marchar —dijo—. Pero no tengo ni idea de si Aníbal estará de acuerdo con mi decisión. Ya hemos repartido una fortuna. —Lanzó una mirada a sus hijos—. ¿Qué os parece?

—Aníbal pensará que somos imbéciles, así de claro —musitó Safo, hinchando las aletas de la nariz—. ¿Las demás tribus aceptan nuestros regalos y estos se llevan el doble?

—No podemos ofrecerle más o el hijo de perra pensará que somos pan comido —reconoció Bostar. Frunció el ceño—. ¡La buena voluntad de Aníbal debería ser más que suficiente para él!

—Pero no creo que lo sea —afirmó Malchus con expresión sombría—. Si no lo hemos conseguido con tal cantidad de plata y armas, una promesa vaga no servirá de nada.

Bostar no veía ninguna opción que no supusiera una humillación en toda regla. Aunque él y sus compañeros eran pocos, representaban a una gran potencia, no como esos matones que les rodeaban. Acceder a las demandas del jefe pondría de manifiesto el miedo que sentían y, por extensión, la debilidad de su general. Entrecerró los ojos cuando se le ocurrió una idea.

—Podrías prometerle una reunión en privado con Aníbal —propuso—. Sugiérele que una alianza entre su pueblo y Cartago resultaría beneficiosa para ambos.

—No tenemos autoridad suficiente para conceder algo así —objetó Safo.

—Por supuesto que no —repuso Bostar con tono mordaz—. Pero tampoco es dar marcha atrás.

—Me gusta —dijo Malchus con un suspiro. Miró a Safo, que se encogió de hombros enfurruñado—. Creo que es nuestra mejor opción. Díselo.

Bostar tradujo la respuesta con tranquilidad.

El jefe enseguida frunció el ceño y escupió una respuesta larga y airada. Habló tan rápido que Malchus y Safo tuvieron problemas para entenderle. Bostar no se molestó en traducir antes de responder. Los guardaespaldas del líder y el enorme guerrero avanzaron al unísono. Al mismo tiempo, los hombres que habían seguido a los cartagineses al interior se abrieron en abanico a ambos lados del grupo.

—Por todos los dioses, ¿qué ha dicho? —preguntó Malchus.

Bostar hizo una mueca.

—Que los ausetanos no tienen necesidad de aliarse con el hijo piojoso de una puta fenicia.

Safo apretó los puños.

—¿Cómo has respondido?

—Le he dicho que si se disculpaba de forma sincera e inmediata quizás Aníbal le mostrara clemencia cuando llegue el ejército. De lo contrario, él y toda la tribu pueden contar con ser aniquilados.

Malchus le dio una palmadita en el brazo.

—¡Bien dicho!

Hasta Safo le dedicó una mirada de admiración, aunque fuera a regañadientes.

Malchus contempló el círculo de guerreros que los rodeaban.

—Por lo que parece, nuestro camino acaba aquí —dijo con voz dura—. Nunca tendremos la oportunidad de vengar a Hanno. Pero podemos morir con dignidad. ¡Como hombres! —Se giró hacia los escoltas y repitió sus palabras. Le satisfizo ver que todos sujetaban las armas.

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