Ese día Antígono perdió el contacto con la realidad; de pronto se encontraba sólo sobre una cima rocosa que no permitía ningún regreso. Ante él se abría la lóbrega entrada de una caverna; el suelo era resbaladizo, las paredes estaban cubiertas por una especie de vellosidades. Llegó a un pabellón en el cual estatuas sin rostro lo miraban fijamente. Lo miraban sin ojos, y cuando el heleno siguió andando las estatuas se volvieron sobre sus pedestales de piedra para seguirlo con esa no—mirada. El segundo pabellón estaba lleno de excrementos y arena movediza, y pasó una eternidad hasta que el heleno pudo cruzarlo. En el tercer pabellón vio sobre el suelo cubierto de hierba a una mujer que se parecía a Isis, pero también a Tsuniro; su piel no tenía color, y estaba desnuda. La sonrisa de la mujer se contrajo formando un gesto de placer; sólo al tocarla comprendió Antígono que ese gesto reflejaba un dolor inimaginable, un terror infinito y unas náuseas tan profundas como el mar. La mujer no tenía voz. Sobre su delicioso cuerpo pululaban un sinfín de cresas que devoraban su carne. En ese momento, Antígono despertó gritando atragantado, entre un grupo de íberos de ojos hundidos que habían tropezado y caído con él por una pendiente de guijarros.
El ejército se convirtió en un cuerpo palpitante y sangrante que empezaba a descomponerse y sólo se mantenía unido gracias a una cadena de hierro: Aníbal. El estratega estaba en todas partes, abarcaba todo con la mirada; desde Surus, desde un caballo, un peñasco; allí donde él hacía levantarse a uno de veinte hombres caídos, los otros diecinueve se incorporaban por sí mismos; allí donde él aparecía con un puñado de nueces, diez hombres hambrientos reemprendían la marcha; allí donde él se sentaba, cien hombres tumbados se sentaban derechos; allí donde él hacía una broma grosera, treinta hombres exánimes y desesperados volvían a la vida; allí donde él dormía, pero él no dormía. Parecía que no necesitaba dormir. Cuando un paso era atacado, los montañeses huían y el ejército se dejaba caer jadeando en la nieve y el hielo, para descansar, Aníbal reunía a los oficiales, se preocupaba por las provisiones, daba órdenes para defender las cimas, instrucciones para el día siguiente. Una vez ayudó a los dos valientes ancianos, Myrkam y Barmorkar, a bajar de los elefantes, los llevó a una hoguera, indicó a guías celtas cómo debían dar fricciones y cuidar a los miembros de la Gerusía púnica y luego se dirigió hacia los agotados animales para darles de comer y susurrarles lisonjas libias por debajo de las orejas. Aníbal era el corazón, cerebro, yelmo y taparrabo del cuerpo palpitante y herido, y el dios de los soldados; en algún momento dijo Asdrúbal el Cano: «La China tiene suerte. Si el gran Alejandro hubiese sido Aníbal, sus hombres no se hubieran sublevado en el Indo; hubieran seguido avanzando».
Cosas que al comienzo parecían irrealizables, más adelante, cuando comenzaron las verdaderas dificultades, fueron vistas como un paseo por una playa soleada: la acampada nocturna en un largo valle rocoso; la reagrupación de todo el ejército en senderos pedregosos, cuando los bagajes tenían que ser llevados al medio y los hoplitas debían pasar de la retaguardia a la vanguardia para ocupar un paso por la noche; siguió una breve batalla y el lujo de poder descansar en una meseta, junto a una aldea conquistada. Luego ya no hubieron valles, ni mesetas, ni aldeas, ni descanso, salvo breves desfallecimientos entre hielo y rocas.
Fue en el valle del Aqra donde los libios, númidas, gatúlicos, íberos, baleares, púnicos, libiofenicios, helenos, vieron por primera vez lo que significaban realmente esas montañas. Se habían oído muchas cosas, pero la altura de las montañas vistas desde cerca, las masas de nieve que se confundían con el cielo, las horribles cabañas construidas sobre prominencias rocosas, los animales de rebaño y de tiro deformados por el frío, crearon un nuevo terror; los salvajes de cabelleras hirsutas y sin cortar, toda la naturaleza viva e inerte, petrificada por el hielo, todo resultaba mucho más espantoso visto de cerca que en las descripciones oídas antes, todo contribuía a acrecentar el miedo. Cuando el ejército empezó a subir, los hombres advirtieron que los montañeses tenían ocupadas las colinas adelantadas; si hubieran ocupado los valles ocultos y hubieran atacado de pronto, el ejército habría huido desbandado y aquello habría sido una carnicería. Aníbal ordenó hacer alto y envió unos galos a que reconocieran la región; de ellos supo que allí no existía ningún otro paso, de modo que mandó acampar en el valle, entre rocas y peñascos. Los guías celtas informaron al estratega que los montañeses sólo ocupaban el paso de día, y que de noche todos desaparecían en sus casas; al amanecer Aníbal se acercó a las colinas, como si quisiera tomar el paso por la fuerza. Pasó el día allí, ocupado en otros asuntos, como se tenía proyectado. El ejército fortificó el campamento en el mismo lugar en que habían hecho alto. Cuando, al caer la noche, Aníbal advirtió que los montañeses habían bajado de las cimas, dejando en éstas sólo a algunos centinelas aislados, el estratega ordenó que los bagajes, la caballería y la mayor parte de los soldados de a pie retrocedieran; luego marchó a través del paso al frente de sus tropas de élite, ocupando las colinas donde antes habían estado los montañeses.
Partieron de allí al amanecer, al mismo tiempo que el resto del ejército se ponía en marcha. Cuando los montañeses quisieron volver a su puesto de vigilancia, se encontraron de repente con que parte de los enemigos ocupaban las colinas que se levantaban por encima de sus cabezas, mientras el resto del ejército púnico avanzaba por el paso. Esto los paralizó un momento. Pero cuando notaron que en el paso surgía una cierta agitación y vieron que el ejército se sumía en el caos a causa de su propio barullo, sobre todo por los caballos que de pronto se espantaban, los montañeses, familiarizados con todos los senderos y zonas intransitables, bajaron corriendo de los peñascos. El ejército se vio acosado al mismo tiempo por los enemigos y por el terreno; la confusión se acrecentó más debido a los propios soldados que a los enemigos, pues todos querían escapar, como fuese, del inminente peligro.
Lo que más firmeza restaba a la columna de marcha era el comportamiento de los caballos, asustados por el terrible griterío que el eco de los valles hacia aún más intenso. Corrían relinchando de un lado a otro, y cuando recibían un golpe o eran heridos se espantaban de tal modo que pasaban por encima de hombres y todo tipo de bultos de equipaje. Como el paso estaba flanqueado por pendientes cortadas a pique, a uno de los lados, y una escarpada pared de piedra, al otro, muchos animales se vieron arrojados al abismo, lo mismo que un gran número de soldados. Animales de carga rodaron con sus bultos como casas demolidas. Aníbal se mantuvo en su posición un momento, reteniendo a sus hombres para no incrementar aún más la confusión y el tumulto. Cuando vio que los montañeses abrían brechas en las filas del convoy, y que existía el peligro de que el ejército pudiera salir imbatido pero sin los bagajes, el estratega se apresuró en bajar de las cimas; el ataque de Aníbal dispersó al enemigo; la confusión cesó de un momento a otro, como si la huida de los montañeses hubiera despejado el camino. Pronto todo el ejército marchaba tranquilo y sin alboroto a través del paso. Conquistaron un castillo, la principal fortaleza de la región, y algunas aldeas de los alrededores; los rebaños de ganado y los víveres tomados como botín les proporcionaron comida para tres días. Durante esos tres días dejaron atrás una parte considerable del trayecto.
Luego el ejército llegó al territorio de otra tribu, que poseía una gran cantidad de aldeanos para tratarse de una región montañosa. Allí los púnicos no fueron atacados directamente, sino mediante astucias y trampas. Los señores de las pequeñas fortalezas, en su mayoría ancianos, se presentaron ante Aníbal como negociadores y dijeron haber aprendido de la desgracia de los otros; preferían la amistad a la lucha y seguirían todas sus órdenes obedientemente. Aníbal podía coger provisiones, guías y rehenes. El estratega les respondió de forma amistosa, aceptó los rehenes y también las provisiones. Luego siguió a los guías en grupos perfectamente ordenados, pero no como si marcharan a través de un país amigo. El primer grupo estaba formado por los elefantes y jinetes. Aníbal iba tras ellos con sus tropas de élite, sin cesar de mirar hacia todas partes. Cuando llegaron a un camino estrecho que tenía a uno de los lados una amenazadora garganta, los montañeses, emboscados, aparecieron de repente y atacaron tanto por delante como por la retaguardia, luchando cuerpo a cuerpo y también desde lejos, haciendo rodar grandes piedras sobre la columna de marcha. El grueso del ataque se había centrado en la retaguardia púnica. Todos sabían perfectamente que sufrirían una terrible derrota en ese paso estrecho si no reforzaban las partes exteriores de las columnas de marcha. Los montañeses arremetieron por el flanco y pudieron ocupar parte del camino, pues el ejército púnico se había dividido en dos partes; Aníbal pasó la noche sin caballería ni bagajes.
Como al día siguiente los montañeses no arremetieron con tanta violencia contra las brechas, las tropas púnicas pudieron volver a reunirse y dejar atrás el paso; por suerte las mayores pérdidas fueron de animales, y no de hombres. Desde entonces los montañeses ya sólo atacaron en pequeños grupos, más como salteadores que como guerreros. Arrear a los elefantes a través de los estrechos y escarpados senderos producía grandes pérdidas de tiempo, pero allí donde se encontraban los elefantes la columna de marcha estaba segura, pues los enemigos tenían miedo a esos animales insólitos.
El noveno día llegaron a la cima de los Alpes, marchando casi siempre por caminos equivocados y terrenos escabrosos. En la cima levantaron un campamento en el que pasaron dos días: miseria, lucha, pocas provisiones y ninguna tranquilidad. Animales arriscados habían seguido el rastro dejado por el ejército y ahora llegaban al campamento. Una nevada vino a sumarse a todas las dificultades. El ejército partió al amanecer, marchando a través de una alta capa de nieve; los ataques enemigos ya no eran más que pequeños asaltos y pillajes. Pero el camino de descenso era mucho más arduo de lo que había sido la ascensión, pues los Alpes eran más accidentados por el lado itálico. Casi todo el camino era escarpado, estrecho y resbaladizo, de modo que no podía evitarse caer cuando alguno tropezaba y se quedaba tumbado en el sitio. Hombres y animales caían unos sobre otros. Más adelante llegaron a un peñasco que dejaba un paso muchísimo más estrecho; las paredes de piedra eran tan verticales que ni siquiera un soldado desarmado podía escalarías cogiéndose con las manos de los arbustos y troncos. El peñasco, vertical por naturaleza, había caído desde casi mil pies de altura en un desprendimiento de tierra reciente. Cuando Aníbal vio que los jinetes se habían detenido como si hubieran llegado al final de un camino y preguntó qué detenía la marcha, le respondieron que ese peñasco hacía imposible seguir adelante. El estratega cabalgó en seguida hacia el frente de la columna, para examinar el terreno. En efecto, Aníbal tuvo que conducir dando un rodeo a través de regiones en las que no existían senderos y que nunca habían sido pisadas por nadie. Luego el camino se hizo completamente intransitable. Pues cuando la nieve nueva no formaba una capa muy alta sobre la vieja, los hombres podían andar sobre ésta apoyando los pies con seguridad. Pero como ahora la nieve ya estaba deshecha por el paso de tantos hombres y animales, los soldados tenían que andar sobre hielo, sobre un suelo resbaladizo en el que no se podía pisar con firmeza; y la empinada superficie de las cuestas hacia que los pies resbalaran aún más. Cuando uno quería levantarse haciendo presión con las manos o las rodillas, perdía el apoyo y volvía a caer. No había ni troncos ni raíces en los que uno pudiera apoyarse con las manos o los pies. Así, los hombres avanzaban resbalando sobre hielo liso y nieve derretida. Los animales de carga a menudo rompían el hielo. Cuando apoyaban los cascos para levantarse de la caída se hundían por completo, quedando atrapados en la dura y profunda capa de hielo como en una trampa helada. Finalmente, levantaron un campamento en la cima de las montañas, frente a otra pared de la piedra. Hizo falta un gran esfuerzo para despejar el terreno. Hubo que excavar y retirar una gran cantidad de nieve. Luego se ordenó a los soldados y los pocos zapadores que aún quedaban que fueran al enorme peñasco para hacerlo transitable; era el único camino posible, hacia falta romper la piedra. Para ello talaron los árboles que se levantaban a los alrededores y los apilaron en un enorme montón; cuando se levantó un viento adecuado prendieron fuego a los troncos; el viento avivó las llamas; luego ablandaron la piedra caliente derramando sobre ella el poco vino avinagrado que quedaba y grandes cantidades de agua de deshielo; rompieron a golpes la roca, ahora quebradiza, e hicieron transitables sus pendientes dándoles una ligera curvatura; ahora podían bajar por ella no sólo los animales de carga, sino incluso los elefantes. Pasaron cuatro días en esa peña. A los pies de las montañas había valles y colinas, y también arroyos en las cercanías de los bosques. Se dejó a los animales vagar por los pastos y los extenuados hombres encontraron por fin el merecido descanso. Tres días después ya estaban en la llanura. El ejército había vencido a los Alpes en quince días, con un terrible esfuerzo y pérdidas espantosas. Llegaron a Italia doce mil hoplitas libios, ocho mil soldados de a pie íberos, alrededor de mil soldados de armamento ligero y seis mil jinetes íberos y númidas. Y los treinta y siete elefantes.
SOSILOS DE LACEDEMONIA, AL PIE DE LOS ALPES,
A FILINO DE AKRAGAS, EN SIRACUSA;
POR TRIPLICADO
Viejo amigo, entregaré una copia de esta carta a un arriero de asnos ligur, otra a un comerciante etrusco y otra a un mensajero samnita, esperando que alguna llegue a tus manos. Yo me quedo con una cuarta copia, la quinta la tiene Antígono Karjedonio, quien me ha ayudado a hacer las copias.
Ya debes haber oído lo que no se puede describir. Hemos realizado un milagro, es decir, no nosotros, sino él, el príncipe de todos los estrategas, desafiador de los dioses, terror de Roma, asombro del cosmos, maestro de las armas, domador de las fieras, señor y protector de los hombres, vencedor de la Moira, Aníbal. Las pérdidas han sido terribles; el agotamiento, insoportable; los tormentos, indecibles; pero el futuro ha cambiado. Aníbal ha apoyado a los tambaleantes, ha levantado a los caídos, ha dado valor a los vacilantes y fuerza a los débiles. Cuando ya no podíamos arrastrarnos él nos hacia alargar el paso; cuando aludes y enemigos desmembraban el ejército, él volvía a unir sus partes; cuando el camino, que no era tal, se estrechaba y nos encajonaba, él hacía volar los peñascos; cuando la pétrea infinitud del hielo acumulado nos arrastraba a la desesperación, él nos llevaba a una cumbre y nos mostraba las verdes llanuras de Italia. Salimos de las montañas arrastrándonos, enfermos, andrajosos y casi locos, y estábamos rodeados de enemigos; pero Aníbal marchó al frente de los últimos hombres capaces de luchar y tomó por asalto la ciudad de los taurinos, aliados de Roma. Publio Cornelio Escipión apareció con jinetes frescos, y Aníbal condujo a la batalla a sus espíritus hambrientos montados sobre esqueletos de caballo: un ejército romano vencido en suelo itálico, el cónsul herido, retirado de la batalla por su joven hijo. Un ejército romano vencido sobre suelo itálico, oh Filmo.
Hace sólo unos cuantos años Roma sometió a los celtas del norte de Italia; ciudades fueron convertidas en sembrados, aldeas ardieron, hombres y mujeres, niños y ancianos, fueron matados a miles. Roma empezó la construcción de carreteras y fortalezas, tomó rehenes de entre los supervivientes, robó reses y propiedades, esparció tropas por toda la región. El Senado dijo que tras ese terrible castigo nunca más osaría un celta levantar la cabeza contra Roma. Pero los príncipes de los boios y los insubros nos envían alimentos y ropas, madera y ganado de matanza; están pasando revista a sus tropas, y en invierno nos darán no sólo pastos, sino también caballos, no sólo caballos, sino también jinetes, no sólo jinetes, sino también armas, no sólo armas, sino también soldados de a pie. Los samnitas, sometidos por Roma después de una guerra terrible, nos envían mensajeros en secreto; brutios y campanios cruzan Italia por caminos ocultos para venir al norte a ver al hombre que ha vencido a las montañas y ha de liberar a los pueblos y ciudades de Italia del yugo romano. Nadie esperaba esto, ni siquiera el mismo Aníbal; de pronto vuelven a arder en el país las hogueras pisoteadas por las legiones.
Pero de momento se acerca el invierno, y será terrible. Las llanuras están cubiertas de nieve; los habitantes del país dicen que hace décadas que no se daba un invierno tan fuerte. Pero antes del invierno hay aún algo más y quizás éste sea el triunfo más grande de Aníbal.
Tiberio Sempronio Longo, listo para conquistar Libia, ha dejado Lilibea con la mayor parte de sus tropas. Kart-Hadtha ya no está amenazada. Dentro de pocos días se presentará aquí, reunirá a las guarniciones de los lugares vecinos y nos atacará. Tiene que hacerlo, pues el año llega a su fin, y con él su consulado; si quiere ganar la gloria, sólo le quedan pocos días. Esa es nuestra posibilidad, la posibilidad de Aníbal. Todos los que conocen a las legiones temen el encuentro; un ejército consular con tropas de los aliados y reforzado por lo que queda de la caballería de Cornelio. Pero eso fue lo que dijo el estratega cuando arengaba a sus hombres antes del primer choque contra Publio a orillas del río Ticinus: ¿Quién podrá venceros, a vosotros que habéis vencido a los Alpes y ganado fama inmortal?
Oh Filmo, tú has visto muchas cosas cuando cabalgabas con Amílcar; pero esto, esto no lo ha visto nadie. Y nadie podrá comprender jamás qué es lo que ha sucedido en las últimas lunas. Cinco lunas han pasado desde el cruce del Iberos, y Aníbal ha conquistado el norte de Iberia, ha superado los Pirineos, ha atravesado el sur de las Galias, ha cruzado el Ródano, ha vencido a los Alpes, ha derrotado a la caballería de Cornelio. En cinco lunas, amigo. Cinco lunas.