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na poderosa figura apareció de pronto entre las tiendas y derribó a Antígono al pasar.
—Ah, el meteco. Lo siento. —Magón estiró el brazo y ayudó al heleno a levantarse.
Antígono estaba cubierto de lodo y excrementos de pies a cabeza.
—Si algún día vuelves a hacer esto, púnico, por favor que sea en verano y en un sitio seco.
—Claro, claro. —Magón sonrió divertido—. Y primero pondré a un par de muchachas celtas para que te recojan. —Se quedó mirando cómo Antígono intentaba limpiarse un poco.
—¿No tienes prisa, púnico?
—No; puedo disfrutar del espectáculo. Aníbal todavía no ha regresado.
Aníbal estaba fuera desde esa mañana; nadie sabía exactamente qué estaba planeando el estratega. Era un día horrible, el día siguiente al solsticio de invierno. Un día frío, húmedo y gris; la ribera del Padus, en el que desembocaba el pequeño pero torrentoso Trebia, estaba cubierta por una delgada capa de nieve. La mayoría de los árboles de la región habían sido talados para utilizar la madera en el campamento o como leña; los que aún estaban de pie estiraban ramas peladas hacia un cielo agobiante.
De pronto, Magón puso una mano sobre el hombro de Antígono.
—Gracias por esta maravillosa espada —dijo seriamente—. Nunca hubiera pensado que serías capaz de cruzar las montañas; mereces mi respeto por haberlo hecho. Y sé cuánto te aprecian mis hermanos. Entre nosotros nunca surgirá una gran estima; pero olvidemos las rencillas.
Antígono arrugó la frente.
—Esas rencillas nunca han nacido de mí, Magón.
El hermano de Aníbal asintió, se llevó la mano derecha al corazón, esbozando una media sonrisa, y se marchó. El heleno lo siguió con la mirada, sentía un extraño malestar. Magón era un grande y temible luchador, como jefe de tropa sólo se le podía comparar con los incomparables: Pirro, Amílcar, Aníbal. Antígono no dudaba de que Magón, quien aceptaba gustoso estar a las órdenes de su hermano, podía dirigir un ejército por si mismo. Pero había ese lado oscuro, esa lóbrega crueldad que había hecho que, desde hacía siglos, fenicios y púnicos resultaran odiosos para los helenos. Esta guerra era terrible, como todas las guerras; también Aníbal enviaba tropas a saquear las aldeas, pueblos y sembrados de las tribus aliadas a Roma. También Aníbal mandaba matar cuando no podía convencer. Pero Magón asumía el mando de esas tropas con un cierto placer, y en esto apenas si lo podía superar Aníbal Monómaco. A Antígono a veces le parecía como si en ese cuerpo gigantesco y velludo que tanto le hacia recordar a Amílcar se escondiera también una parte de Hannón el Grande, y no le era difícil imaginar a Magón cumpliendo el papel de Hannón en aquel primer encuentro, muchos años atrás, en la casa de Hannón en Byrsa.
Quería lavarse, pero luego decidió no hacerlo. Todo el campamento estaba cubierto de basura, lodo, desperdicios, sangre encostrada y excrementos. Después del breve descanso posterior al cruce de los Alpes habían estado en constante movimiento, sin que nadie, excepto Aníbal, pudiera abarcar todas las ramificaciones de los acontecimientos. Qué emisarios de qué tribus y pueblos de qué regiones itálicas habían llegado y partido, a qué tribus se habían enviado mensajeros púnicos, cuáles celtas todavía estaban del lado de Roma, dónde había guarniciones romanas… Después de ser derrotadas, las tropas de Publio Cornelio habían intentado defender el puente tendido sobre el Ticinus; luego lo habían incendiado. Aníbal consultó a Asdrúbal el Cano, encargándole que construyera en dos días un puente de barcos y balsas, no sobre el Ticinus, sino sobre el gran Padus. Para mantener verdadero contacto con los celtas dispuestos a unirse al ejército púnico, debía examinarse la cadena de fortificaciones romanas que se extendía a lo largo de la ribera del Padus maniatando a las tribus celtas. Ligures de armamento ligero fueron los primeros en sumarse a los púnicos, tentados por la plata de Iberia y las perspectivas de obtener renombre; la mayoría de los pueblos que habitaban las costas y montañas inmediatas al mar de Sardonia se mantenían del lado de Roma, pero parte de las tribus recordaban sus antiguas leyendas, según las cuales sus antepasados serían originarios del norte de Libia y habrían llegado a las regiones donde vivían actualmente, tras largos viajes a través de Iberia y las Galias. Éstos recibieron a los púnicos, libios y númidas como a parientes lejanos.
Pero los ligures también trajeron noticias que confirmaron las sospechas de Aníbal e incrementaron su admiración por Cornelio Escipión. Tras el combate a orillas del Ticinus, el estratega había supuesto que la caballería romana se habría adelantado a los soldados de a pie y que Cornelio no tardaría en atacar con las legiones. Pero como el ataque no se producía y los exploradores sólo traían noticias de cohortes romanas dispersas y guarniciones de fortalezas, Aníbal sacó ciertas conclusiones que discutió con sus oficiales. Los ligures no hicieron más que confirmarlo todo.
Publio Cornelio Escipión había intentado presentar batalla al ejército púnico en el Ródano; sin embargo, encontró los restos abandonados del campamento levantado en el lugar donde el ejército de Aníbal había cruzado el río; Cornelio apenas podía creer que alguien se atreviera a cruzar los Alpes, sobre todo en esa época del año, y afirmó repetidas veces que ningún púnico llegaría con vida a Italia. Como precaución regresó a Liguria con una pequeña parte de sus tropas, sobre todo jinetes. La mayor parte del ejército, y la mayoría de los barcos, bajo el mando de su hermano, Gneo Cornelio Escipión, seguían avanzando hacia el objetivo original: Iberia.
—No podemos tenerlo todo —dijo Aníbal mientras discutían las noticias—. Sempronio ha dejado Sicilia; Kart-Hadtha está a salvo. Hubiera preferido que ningún romano se dirigiera a Iberia, pero… —Calló; esa noche Antígono se escurrió bajo su manta con la desagradable sensación de que Aníbal concedía al ataque a Iberia más importancia de la que quería admitir.
Luego, otra vez marcha, acampada, marcha, acampada… siempre por la orilla sur del Padus, río arriba, bajo lluvias y nevadas, a través de campos mojados y lodosos, de pastizales que más parecían pantanos. El frío era lo bastante intenso como para matar hombres y animales cada noche, pero demasiado moderado como para congelar los ríos y convertir las superficies pantanosas en caminos transitables.
Publio Cornelio había reunido en un pequeño campamento a todas las tropas disponibles de los alrededores, además de guerreros celtas. Cuando, una noche lóbrega, estos últimos abandonaron el campamento y se pasaron a las filas de Aníbal, el romano volvió a ponerse en marcha, avanzando hacia el oeste y cruzando el Trebia. Aníbal despidió a los aproximadamente dos mil doscientos soldados celtas con regalos y palabras amables; explicó a sus oficiales que su amistad y sus refuerzos, en primavera, serían más importantes que unos cuantos desertores en ese momento.
Los celtas anamaros, cuyos territorios se extendían al otro lado del Trebia, pusieron a disposición de los romanos, de buena o mala gana, víveres, animales, madera y otras cosas. Cornelio, seguro tras las murallas del campamento, que se encontraba a unos dos mil pasos de distancia del río, bloqueó el único camino por donde el ejército de Aníbal podía seguir avanzando. Y el paso del Trebia. Las tropas de Tiberio Sempronio habían llegado hacía diez días. Los romanos no necesitaban emprender ninguna acción, podían limitarse a esperar.
Y ahora, desde la mañana de este horrible día, Aníbal estaba fuera. Ni siquiera Magón sabia lo que estaba tramando el estratega. Durante los últimos días y noches diversas patrullas púnicas habían recorrido el país de los anamaros, saqueándolo e incendiándolo. Todo lo que podía ser quemado o robado, no caería en poder de los romanos; además, los púnicos tenían que hacer algo para poder representar el papel de defensores de los celtas fieles a la alianza. ¿Cuándo, cómo, qué? Los ligures y celtas que hasta ahora se habían unido al ejército, casi trece mil hombres entre jinetes y soldados de a pie, completaban el caos de un campamento que ni siquiera Asdrúbal el Cano era capaz de ordenar. Su barullo y agitación terminó por contagiar incluso a las tranquilas y experimentadas tropas que desde la partida de Kart-Hadtha en Iberia habían estado acostumbradas a guardar orden, levantar las tiendas en filas que pudieran abarcarse de una ojeada, proteger esas tiendas, y a cocinar y comer juntos y a horas determinadas, para no desperdiciar leña. Ahora pequeñas hogueras ardían por todas partes. Las tiendas y chozas torcidas se levantaban como caídas del cielo, en líneas zigzagueantes y semicírculos. Sólo había un camino más o menos recto, el que conducía de la puerta del este a la tienda del estratega. Muchos de los celtas habían traído mujeres; las cinco mil mujeres y esclavos varones procedentes de tribus fieles a Roma habían sido instalados en un rincón, al que vallas y puestos de vigilancia separaban del resto del campamento, construido hacia tres días y dotado de terraplenes, empalizadas y parapetos de madera. A pesar de todas las privaciones de la marcha, en la que habían perdido a casi la mitad de sus compañeros, ni siquiera a los soldados más duros de la cálida Libia o de las regiones templadas de Iberia les parecía atractiva la idea de hacer el amor por la fuerza sobre barro helado y rodeados por miles de espectadores. A los celtas seguro que no; pero ellas eran piezas de botín y, como las monedas, armas o leña, tenían un destino y ninguna opinión. Lo mismo que los esclavos.
Antígono vio a Magón desaparecer en el redil de las mujeres; carcajadas se abrieron paso entre los gruñidos, era la voz de Monómaco. El viento helado, que había cesado, volvió a soplar con más fuerza; una breve nevada cayó sobre el campamento. Luego el viento cambió de dirección y trajo el olor repugnante de las letrinas y dehesas. Algunos de los elefantes estaban enfermos, al igual que muchos caballos. Antígono se abrió paso a través de íberos cubiertos de mugre y celtas embarrados.
Frente a la puerta del este se encontró con Maharbal y Muttines, quienes estaban caminando a lo largo de la cadena de centinelas.
—Algo tiene que pasar, ¿sabes alguna cosa, Tigo? —dijo el libiofenicio cuando Antígono hubo llegado hasta ellos.
—No podemos avanzar teniendo a los romanos a nuestra espalda —dijo Maharbal—. Tampoco podemos retroceder, si no queremos volver a dejarles la región libre. Además, ¿retroceder adónde? —Sacó la bota derecha del charco que siempre se formaba cuando uno se detenía en algún lugar, observó el agujero de la suela, por alguna extraña razón limpio de barro, y tiró violentamente de su manto de lana.
Jinetes númidas se acercaron procedentes de la colina que se levantaba río arriba; el Trebia fluía a unos ocho mil pasos al este del campamento. Antígono sólo pudo reconocer a Aníbal, que cabalgaba en el centro de la tropa, por su caballo casi negro. El estratega arrojó las riendas a otro jinete, desmontó y caminó hacia los guardas. Ya de cerca, Antígono advirtió que el estratega tenía la cara pintada con cal y ocre. Su barba despedía un brillo rojizo, y en la cabeza llevaba una peluca celta casi rubia.
—¿Dónde está Magón? —preguntó. Apenas parecía cansado; sin embargo, había pasado por lo menos diez horas sobre el lomo de su caballo, o quién sabe dónde.
—En el campamento, supongo. —Maharbal señaló hacia atrás con el pulgar.
—Está jodiendo, si quieres una respuesta más precisa —dijo Antígono.
—Ah. Para eso debería coger un par de piernas romanas. —Aníbal se pasó la mano por la cara y se escupió en la palma de la mano, también embadurnada—. Ahora sé lo que quería saber.
Muttines pareció levantar las orejas. A veces Antígono pensaba que el libiofenicio, quien estaba al mando de una parte de la caballería, se estaba transformando poco a poco en un caballo.
—¿Cornelio?
Aníbal asintió.
—Publio Cornelio continúa enfermo: la herida y el clima. Sempronio tiene el mando supremo. Eso está bien. Venid.
El estratega gritó algunas órdenes a los guardas; cuatro de ellos corrieron al campamento.
Media hora después, poco antes de la presunta puesta del invisible sol, empezó la reunión de oficiales. Aníbal se había lavado y quitado el disfraz. Informó de la excursión que había realizado hasta las puertas del campamento romano, disfrazado de ropavejero celta.
—Bien, a los hechos —dijo luego—. Cornelio, el mejor hombre de Roma, ya no cuenta. Sempronio es vanidoso y descuidado, a pesar de toda la prudencia que ha mostrado en Sicilia. Querrá ganar renombre en el campo de batalla antes de la elección de los nuevos cónsules. Me parece que deberíamos darle una oportunidad.
—¿Cómo? —Magón se inclinó hacia delante.
—Tú, hermano, lo ayudarás de un modo muy especial. Cuando hayamos terminado aquí, escoge cien libios y cien númidas, hombres buenos y resistentes, y llévalos a la puerta del este. Nos encontraremos allí. He encontrado una estupenda emboscada, es decir, si la tendemos bien.
Aníbal calló un momento.
—No será fácil. Los romanos han reunido todo lo que han podido encontrar. Dos ejércitos consulares completos, con dos legiones romanas y dos legiones de aliados cada uno, esto es dos veces ocho mil romanos y dos veces diez mil latinos. A la caballería habitual se suman alrededor de dos mil hombres que escaparon del asunto del Ticinus. Así pues, dieciséis mil romanos, veinte mil aliados, más unos cuatro mil celtas (cenomanos) y otros cuatro mil jinetes. Sempronio sabe que es muy superior a nosotros en número. Yo sé que nosotros —Aníbal miró uno a uno los rostros de los presentes— a excepción de los celtas, tenemos a los soldados más duros y, sobre todo, a los mejores oficiales. Pasemos a lo siguiente.
El estratega desarrolló su plan; no pasó mucho tiempo hasta que todos estuvieron convencidos e incluso entusiasmados. Asdrúbal el Cano y Antígono fueron los primeros en salir de la tienda, para reunir todo el aceite disponible y prepararlo.
Magón y sus hombres se pusieron en marcha antes de la medianoche. Previamente, Aníbal había dado un pequeño discurso indicando a los cien númidas y cien libios que cada uno de ellos debía escoger a otros nueve hombres. Mil soldados de a pie y mil jinetes marcharon de noche hacia el sureste. Un pequeño afluente del Trebia, de orillas pobladas de arbustos, maleza colgante, grupos de árboles y matas, corría al sur de ambos campamentos; los hombres de Magón debían esconderse allí y esperar. Los otros oficiales volvieron a reunirse en la tienda del estratega.