Qué pasaría si de pronto Kart-Hadtha declarara como su aliada a alguna ciudad celta del norte de Italia, y aplicara a ésta el Tratado de Lutacio? Además, en el Tratado del Iberos Roma había renunciado a todos los territorios que se encontraban al sur del Iberos. Pero, dijeron los romanos, el Tratado del Iberos no había sido ratificado por el pueblo y el Senado, ni en Roma ni en Cartago. Absurdo, alegaron los púnicos; a diferencia del Tratado de Lutacio, el Tratado del Iberos no preveía una ratificación formal de Roma y Kart-Hadtha. Tanto los decenviros romanos encabezados por Fabio, como el estratega Asdrúbal, gozaban de plenos poderes, y, por otra parte, los años de observancia del tratado equivalían a una ratificación.
Pero en realidad no se trataba de una cuestión legal; cuando los dos romanos llegaron a Kart-Hadtha, Aníbal ya había empezado el sitio de Zakantha, y una vez quedó demostrado que las bases legales de los romanos eran insostenibles, éstos dejaron caer las máscaras, no quisieron oír hablar más de tratados y exigieron sin más ni más que Aníbal les fuese entregado. En este punto de las negociaciones, si aquello eran negociaciones, la postura de Hannón el Grande empujó a más de la mitad de sus propios hombres a sumarse a los bárcidas: el líder de los «Viejos» se sometió a los romanos, ordenó que Aníbal fuese entregado inmediatamente a los romanos, para «que este pequeño fuego no produzca un gran incendio», propuso un gesto de humildad, encarnado en el viaje de una embajada del Consejo a Roma, y la retirada de todas las tropas púnicas de Iberia hasta una nueva frontera, trazada mucho más al sur. a la altura de la nueva Kart-Hadtha. El Consejo de Kart-Hadtha, doblemente irritado por la arrogancia de Roma y el servilismo de Hannón, se opuso a estas propuestas casi por unanimidad.
Antígono había meditado todo mil veces. Al cansancio y el espanto se unía una creciente confusión. El gesto de Sosilos resumía bastante bien la situación. Roma tenía tropas y barcos de guerra, así como los suficientes veleros de transporte; pero Roma estaba en guerra contra Iliria y dejó solos a los aliados de Zakantha, por los que poco antes tantas molestias se había tomado. Durante las dos primeras lunas del sitio, Aníbal dejó todo en manos de Maharbal para marchar con tropas reunidas con premura a las regiones del interior, donde quería someter a dos importantes pueblos antes de que éstos estuvieran completamente preparados para levantarse en armas. Los informantes del estratega habían capturado a espías y alborotadores que trabajaban a las órdenes de Roma. El problema suscitado por orisanos y carpetanos fue arrancado de raíz gracias a la inesperada intervención de Aníbal, pero también gracias a que los íberos carecieron de ayuda romana.
—Si tan sólo supiéramos —dijo Antígono con voz ronca— qué es realmente lo que quiere Roma. ¿Acaso todo este jaleo por Zakantha, la embajada romana, las discusiones sobre los tratados, acaso no han sido más que disputas verbales? ¿Sin consecuencias? Parece excesivo. Pero, ¿por qué han dejado correr nueve meses sin hacer nada, salvo la guerra contra los ilirios? Si realmente quieren poner un pie en Iberia… nunca podrían encontrar una punta de lanza mejor que Zakantha, con el puerto, los campos del interior y la fortaleza. Y ahora ya no queda nada de eso. ¿Para qué entonces todo esto? Es como un sueño confuso del que uno quiere despertar para ordenarlo y pensar en él.
Sosilos señaló hacia los numerosos navíos mercantes.
—Esos de allí no están soñando. Harán buenos negocios.
Antígono asintió. El encargado del abastecimiento, Asdrúbal, hijo de Muía, había dispuesto todo de la mejor manera posible, como siempre. Las tropas habían podido saquear algo, pero habían tenido que entregar la mayor parte, y, ¿qué debían hacer los setenta mil soldados con los aproximadamente cuarenta mil prisioneros que Aníbal había dejado en sus manos? Asdrúbal había propuesto venderlos como esclavos y repartir los ingresos entre la tropa.
Roma, Kart-Hadtha, la incendiada Zakantha, los mercaderes, los esclavos, los muertos; todo ello formaba una enmarañada e inextricable danza en el cansado cerebro de Antígono. Y, desde luego, Aníbal, a quien en las últimas lunas sólo había visto en algunos breves encuentros y cuyos planes para el futuro inmediato desconocía. El heleno se levantó muy lentamente, cansado. Se apoyó en la pequeña mesita. La cubierta de popa parecía encabritarse bajo sus pies.
Sosilos lo miraba con los ojos entrecerrados.
—De pronto pareces viejo, amigo de los bárcidas.
Antígono sonrió con amargura.
—Es lo que corresponde a un comerciante que dentro de pocas lunas cumplirá cincuenta años. Y estos pensamientos que bailan en mi cabeza no me hacen más joven, por cierto.
El día siguiente llegaron aún más barcos a la rada de Zakantha. Entre ellos se encontraba el renovado y ampliado
Soplo de Kypris
. Antígono pasó las noches siguientes con Argíope. La damasquina compró algunos pequeños objetos procedentes del saqueo de la ciudad y adquirió por quince minas a cinco zacantinas altas y delgadas a las que podría vender por el doble en cualquier mercado de esclavos, en Rodas, por ejemplo. Pero ésas eran cosas secundarias. La mercancía principal se la mostró a Antígono al atardecer del cuarto día, cuando aquel gran mercado se acercaba a su fin y una parte de los más de seiscientos barcos mercantes, entre grandes y pequeños, ya se habían marchado rumbo a Kart-Hadtha, Ebyssos, Gadir, la nueva Kart-Hadtha, Akragas y Panormos, Siracusa y Leontinos, Epiro, Corinto, Alejandría, y también Massalia, Neapolis, Taras y Regio.
Entre las bonitas baratijas y las mejores joyas —un vaso kipriota de cristal azul, con incrustaciones de hilos de cobre; estatuillas de marfil; amuletos de hierro pintado ibéricos; alhajas de plata— Antígono descubrió un objeto que en un primer momento le causó recelos, pero luego le produjo una extraña excitación. Era una figura sentada de algo más de un brazo de largo, deforme y recubierta de una capa de pez bajo la cual asomaba el yeso.
—¿Qué es esto?
Argíope extendió los brazos.
—No lo sé exactamente. Una copia en yeso de alguna estatua. He pagado dos
shiqlus
por ella. ¿Por qué?
Antígono se mordisqueaba el labio inferior. Se dejó caer sobre el amplio lecho del camarote de popa del
Soplo de Kypris
.
—Mi olfato de comerciante, ya sabes. En el fondo es sólo eso.
Argíope cerró bruscamente la tapa del arcón y se sentó sobre éste. Sólo la estatuilla negra continuaba en sus manos. Era pesada; más pesada de lo que pueden serlo el yeso y la pez juntos.
—¿Qué te dice tu olfato?
Antígono sonrió y puso un dedo en la punta de la nariz de la damasquina.
—¿Estamos hablando como comerciantes, o como amantes?
Ella enarcó las cejas.
—Todavía estoy vestida.
—Eso se puede cambiar. —Antígono se desabrochó el cinturón, lo dejó caer, se quitó de encima el grueso mantón de invierno, húmedo por la niebla, y se sacó el chitón.
Argíope lo observó, soltó una risita divertida y empezó a desnudarse. La estatuilla negra estaba sobre los tablones del suelo, entre las piernas de la damasquina.
—¿Y ahora?
—Si se trata de aquello que apenas me atrevo a creer, sería un buen regalo para Aníbal.
—Habla, amante. —Argíope se acercó a él, se arrodilló encima de la litera y tiró del calzón del heleno. Él se inclinó hacia delante y rozó con la lengua el pecho izquierdo de la mujer.
—Algunas cosas —dijo Antígono de forma apenas perceptible— adquieren valor sólo por el paso de los años; tú, por ejemplo. No comprendo a los hombres que sólo desean a muchachas jóvenes, en lugar de a mujeres que han vivido y conocen las múltiples posibilidades de esa muerte exquisita que es el amor.
—Si se tiene más de cuarenta años —dijo Argíope—. Pero, ¿adónde quieres llegar? Aparte de los piropos y lo que sigue.
Antígono señaló la estatuilla negra.
—También hay gente que prefiere las estatuas o esculturas nuevas a las antiguas.
—Ah. —La damasquina dejó que sus piernas se balancearan sobre el borde de la litera y observó fijamente la estatuilla de pez y yeso—. ¿Crees que oculta algo especial?
—¿Me permites? —preguntó Antígono desenvainando el viejo puñal egipcio.
Argíope asintió.
—Pero con cuidado.
Antígono empezó a rascar, cortar, perforar. Un gran trozo de yeso recubierto de pez se desprendió de la estatua, luego otro. Finalmente Antígono dejó a un lado el puñal. Levantó la escultura con cuidado, casi con devoción. Argíope se arrodilló detrás de él, apoyando la barbilla sobre su hombro derecho.
—Nadie puede asegurarlo —murmuró el heleno—, pero esto parece auténtico.
—Explícate, amante. Y hazlo de prisa. Hay ciertos asuntos que nos están esperando. —Pasó los brazos alrededor de su cintura.
—El Heracles sentado de Gades —dijo Antígono en voz baja—. Bronce. Unos cien años de antigüedad; es uno de los últimos trabajos del incomparable Lisipo de Sykion.
Argíope estiró las manos hacia la valiosa obra de arte.
—¿Quieres decir que es auténtico?
—Auténtico y de un valor incalculable, de lo contrario, ¿para qué lo ocultaría el propietario bajo este recubrimiento de yeso y pez? Observa, compañera del viento nocturno: las líneas del cuerpo, los músculos, la cabeza larga y delgada. Sólo Lisipo trabajaba así. «No como las personas son, sino como yo las veo.» O los dioses, en este caso. —El heleno balanceaba el torso hacia delante y hacia atrás; con los ojos entrecerrados, pronunció los antiguos versos púnicos:
Amar y ser amado como el Melkart de Gadir: mucho.
Sentarse sosegado como el Melkart de Gadir: siempre.
Morir como el Melkart de Gadir: nunca.
—¿Y tú quieres regalarle este dios a Aníbal? —Argíope dejó la estatuilla en el suelo.
—Si fuera mía… sí.
—¿Dices que tiene un valor incalculable?
—Absolutamente impagable.
—Entonces te lo regalo. —Abrazó a Antígono del cuello, lo hizo caer sobre la litera y cayó con él—. Y ahora…
La llanura que se extendía ante la ciudad no volvió a quedar realmente vacía hasta varios días después. La mayoría de los comerciantes ya habían abandonado la rada y el puerto, aprovechando el favorable viento invernal del noroeste. También Argíope. Con ella, Antígono había levantado tibias murallas para abrigarse de la noche; ahora que ella se había marchado, los asuntos y preguntas sin respuesta volvieron a asediar al heleno. Cada día que pasaba aumentaba su sensación de ser como un trozo de madera flotando a la deriva, al borde de un remolino monstruoso.
Aníbal parecía no dormir nunca. El estratega supervisó el reparto del dinero conseguido a la tropa, dictó cartas al Consejo de Kart-Hadtha, a sus hermanos Asdrúbal y Magón —que se encontraban en la región de la desembocadura del Baits, donde habían derrotado a los turdetanos—, envió mensajes por mar y por tierra, deliberó con los oficiales y los hombres de la administración, habló con suboficiales y simples soldados, ordenó talar árboles de los bosques cercanos a Zakantha y los mandó llevar a los astilleros de Zakantha en Iberia, recibió a embajadores y príncipes de tribus ibéricas, reunió las noticias traídas por sus informadores, trasladó a los campamentos de invierno a tropas libias que al mismo tiempo vigilaban determinados lugares, dio de baja a otras tropas y las envió a sus respectivos pueblos ibéricos. Cuando, después de una noche que había pasado bebiendo con Sosilos, el heleno se dirigía de la tienda de éste al puerto, poco antes del amanecer, el heleno vio al estratega y a un grupo de baleares acuclillados junto a una hoguera. Aníbal tenía en la mano una ramita con la que dibujaba algo —¿movimientos de tropas?— en el suelo, aún no congelado del todo. Poco antes del mediodía el hijo del Barca estaba en la playa con una docena de jinetes númidas, de camino hacia el norte. Hacia la medianoche estaba acuclillado sobre los talones junto a una hoguera, dictando al extenuado Sosilos otra carta para el Consejo, en la que llamaba la atención a los púnicos sobre determinadas mercaderías y posibilidades de comercio en el sur de las Galias.
Cada uno de los casi setenta mil soldados había obtenido cien schekels del cuantioso botín, la venta de los supervivientes y los diferentes objetos a los que no podía sacarse provecho de inmediato. Los zacantinos más distinguidos fueron embarcados hacia Kart-Hadtha junto con algunos objetos de valor escogidos; Aníbal mandó que los pertrechos de guerra, monedas, metales para acuñar monedas y el resto del producto de las ventas fueran llevados a Kart-Hadtha en Iberia con una fuerte escolta. Los campesinos, criadores de ganado, pastores y esclavos, de los cuales sólo una pequeña parte había buscado refugio en la ciudad, regresaron de las montañas y campos del interior. Aníbal también se ocupó de ellos, encargó a algunos arquitectos del ejército la planificación y reconstrucción de los canales de regadío, proyectó mejores obras de fortificación y nombró gobernador de Zakantha a un joven oficial llamado Bostar. Éste contaría con cuatro mil libios y mil númidas para defender la ciudad y los campos y volver a hacerlos habitables.
La noche previa a su partida con las últimas tropas hacia el campamento de invierno, el estratega invitó a los salones de la fortaleza de Zakantha, arreglados provisionalmente, a los príncipes y caudillos de las tribus vecinas, los portavoces de los campesinos que habían regresado del interior, los oficiales y funcionarios que quedaban en la ciudad y los últimos comerciantes extranjeros. Asadores abiertos que también servían para dar calor ardían sobre las agrietadas baldosas de las espaciosas salas; antorchas y candiles iluminaban las mesas y a los convidados.
Más tarde, ya muy entrada la noche, sólo quedaban Aníbal y Antígono, el general de caballería Maharbal y Muttines; estaban sentados junto a una chimenea cerrada en la cual madera resinosa crujía y chisporroteaba.
—Se ha terminado: la ciudad, el sitio, el año y la fiesta. —El rostro de Muttines, ajado por los combates, los proyectos y el cansancio, parecía al mismo tiempo demoníaco y frágil bajo la luz de las antorchas. El rostro de un anciano de veintiocho años. También Maharbal tenía el rostro marcado, y lo mismo Bostar, el nuevo gobernador de la ciudad, quien tras hacer una larga ronda se acercó al grupo y se sentó suspirando. Media luna antes de lo más crudo del invierno, las noches de las costas ibéricas eran heladas; el viento procedente de las montañas nevadas del interior silbaba entre las ruinas de la ciudad y se colaba en los salones a través de agujeros y grietas. Antígono se apretó contra el respaldo de madera de su silla y se acurrucó bajo el pesado mantón de lana.