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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (49 page)

BOOK: Aníbal
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—Tengo miedo de hacerlo. —Antígono se pasó la lengua por el labio superior—. El recuerdo podría atormentarme toda la noche y robarme la alegría durante la cena. Y si no la alegría, sí la atención.

—¿Atención? ¿A qué tienes que prestar atención? ¿A la fiesta? ¿Los romanos? ¿O los púnicos?

—Sobre todo a los romanos. —Ella pensaba que el heleno era un simple comerciante de Karjedón llamado Antígono. Él disfrutaba con la conversación espontánea entre dos comerciantes, con el cómico acercamiento de un hombre y una mujer; por algún motivo no quería que ella se enterara demasiado pronto de que él era aquel Antígono—. Por suerte no vemos muy a menudo a los romanos, pero a una embajada tan importante no se le puede dejar de lado.

Argíope se dio la vuelta y señaló el puerto de Mastia.

—El
Soplo de Kypris
está anclado allí. Pasaré la noche a bordo, y también la mañana.

—Pasaré a buscarte, o, si se hace muy tarde, a visitarte, para acostumbrarme a tu nombre, Argíope.

Tocaba la tercera señal cuando Antígono llegó al salón de fiestas de la fortaleza. Ante las paredes había estatuas y bustos de mármol lechoso, rojizo y verdoso. Los tapices que colgaban de las paredes procedían de Egipto, Persia, la lejana India y Kart-Hadtha. Las mesas —madera negra tallada y con incrustaciones de marfil y oro— habían sido colocadas formando un rectángulo abierto por uno de los extremos. La abertura permitía a los criados de la cocina servir a los invitados. Diez pasos más allá había un estrado para representaciones.

Junto a las mesas había pesadas sillas de madera revestidas en cuero y amplios y cómodos divanes. Los romanos se habían sentado al final del lado izquierdo, cerca de la abertura. Estaban inmóviles, como petrificados. Con sus togas orladas de púrpura, parecían malas esculturas.

Asdrúbal vestía con seda blanca y una corona de laurel en la cabeza. Antígono casi se atraganta al verlo, pero logró dominarse. Aníbal también estaba irreconocible: un Apolo púnico de rizos y barba negros, vestido con un chitón blanco con orlas de oro. Los demás —Antígono vio a Muttines, Asdrúbal Barca, Maharbal, algunos púnicos que desempeñaban altos cargos en la administración— podían ser confundidos fácilmente con la corte del príncipe de alguna provincia seléucida. Maharbal incluso se había pintado los párpados, y echaba tiernas miradas a Antígono.

Asdrúbal ofreció en el banquete todo lo que Kart-Hadtha en Iberia y el interior del país podían suministrar, y todo lo que podía ofrecer su fantasía. Sobre el estrado se había instalado un grupo de músicos que tocaba entre cada plato del banquete; bailarinas desnudas revoloteaban alrededor de los invitados, en especial de los romanos; bufones y contorsionistas se turnaban con domadores de fieras. Antígono comía y bebía con moderación, y observaba a los senadores.

Eran, hasta donde sabía el heleno, los mismos embajadores que pocas lunas antes habían visitado Kart-Hadtha en Libia. En lugar de viajar directamente de Libia a Iberia, primero habían regresado a Roma para discutir sobre la nueva situación.

Los celtas del norte de Italia se habían unido en una gran federación; los celtas, considerados el próximo objetivo de Roma, marchaban hacia el sur con un poderoso ejército y devastaban regiones de los romanos y sus aliados. Pero las hordas tenían constantes rencillas internas; según las últimas noticias se habían dividido en dos ejércitos, y al hacerlo también habían reducido a la mitad las preocupaciones de Roma.

Había vino de Libia, Egipto, Rodas, Lesbos, Siria y el interior de Gadir. Zumo de frutas prensadas, mezclado con vino y suavizado con agua. Agua limpia y burbujeante de manantiales de las montañas de Iberia, traída a Kart-Hadtha en grandes jarras selladas. Sobre las mesas había escudillas de bronce llenas de agua, para lavarse las manos; junto a éstas, paños de lino y estopilla. A cada momento aparecían criados que retiraban las escudillas y paños y traían otros sin usar. Ante los convidados había tenedores de oro de dos dientes, con empuñadura de marfil tallado, y afilados cuchillos de bronce con mangos de cuerno de antílope. Para comenzar se sirvieron bandejas de bronce cubiertas con grandes panes, y repletas de gallinas y patos, palomas, gansos partidos por la mitad y otras aves. A continuación se sirvió pescado —bandejas con anguilas, truchas, carpas y, en una mesa aparte, tres grandes atunes asados y tres peces espada completos. Los lavamanos fueron llenados con agua de rosas; una docena de sirvientes trajeron bandejas con pasteles dulces, horneados en forma de cabezas humanas, pirámides egipcias, serpientes enroscadas, elefantes con colmillos de raíces dulces.

Tras una breve pausa en que los músicos tocaron canciones púnicas y helenas, volvieron a servirse bandejas de plata cubiertas con pan, llenas éstas de mitades de gansos, liebres, patas de cordero, perdices. Jóvenes íberas vestidas con túnicas transparentes cubrieron a los invitados con pétalos de rosa. Los vasos de vidrio, arcilla y cuero fueron retirados y reemplazados por copas de oro y de plata; cada uno de los invitados recibió dos diminutas jarritas de alabastro con diferentes perfumes. Los criados despejaron la mesa especial, colocada en el centro del rectángulo abierto. Acto seguido, cuatro robustos esclavos macedonios trajeron una pesada bandeja de plata bañada en oro en la que un jabalí entero yacía con el lomo hacia abajo; la panza, abierta, ocultaba todo tipo de plantas y animales comestibles: puerros, cebollas, granadas deshuesadas, ciruelas, tordos, zorzales, codornices, huevos con papilla de habas, ostras, mejillones. Trajeron jarras con dulce leche hervida de yegua; bandejas de barro con cangrejos, y agujas de bronce artísticamente curvadas y onduladas para usar como cubierto; cestos tejidos con tiras de marfil, llenos de pasteles dulces y salados; bandejas con tartas maravillosas; cerros de fruta; quesos de cabra, de vaca y de yegua.

El banquete terminó hacia la medianoche. Un hoplita libio de la guardia de honor y cuatro oficiales púnicos guiaron a los romanos a sus habitaciones. Asdrúbal, que parecía haber comido y bebido en exceso pero no tenía aspecto de estar hinchado, ni achispado, llamó a Antígono con una señal.

—Hubiera sido lo mismo si les damos cereales remojados y agua —dijo—. Apenas si han probado un poquito de cada cosa. De todas maneras, deben haber comprendido.

Antígono dejó escapar un débil eructo.

—Ha sido una demostración exquisita, estratega. ¿Cuándo comienzan las negociaciones?

Asdrúbal bostezó.

—A mediodía. Por la mañana habrá un pequeño juego en la bahía, unos cuantos trirremes y penteras. Por favor, ven a las negociaciones, haciéndote pasar por un púnico llamado Bomílcar. No sé si voy a necesitar tu astucia, pero podría ser.

—Desde luego, señor. ¿Puede Bomílcar retirarse?

Asdrúbal reprimió una risita.

—Tú tampoco has comido mucho. Qué desperdicio. Los esclavos lo celebrarán toda la noche; creo que cinco sextas partes de todos esos manjares siguen allí.

—Mientras el espectáculo haya cumplido su misión…

—Creo que lo ha hecho. Pero, ¿por qué quieres marcharte ya, amigo?

Antígono puso la mano sobre el hombro de Asdrúbal.

—Tengo una cita nocturna.

—Ah. —Asdrúbal asintió sonriendo—. Las premuras del cuerpo, ¿eh?

Antígono dejó la fortaleza y bajó hacia el puerto exterior a través de callejas oscuras. Sobre las pesadas puertas de hierro que cerraban el puerto militar brillaba la luz de unas antorchas; se oían voces apagadas.

El
Alas del Céfiro
flotaba junto al muelle. Antígono subió a bordo, cambió unas palabras con Mastanábal, que aún estaba despierto, se mudó de traje en el camarote de popa, echó al agua el bote salvavidas, ayudado por el capitán, y remó hacia el
Soplo de Kypris
, anclado al otro lado de la bahía.

Argíope lo estaba esperando.

—Vosotros sabéis que puedo romper tratados antiguos y firmar otros nuevos.— Asdrúbal hablaba en heleno.

El portavoz de los diez senadores romanos, Fabio, extendió la mano sobre la mesa.

—Lo sabemos —dijo. Su voz era gruesa y un poco ronca. Hablaba heleno con fluidez, aunque intercalando fragmentos en latín. Como los otros romanos, cuando éstos hablaban, decía Cartago en lugar de Karjedón; y Asdrúbal, por su parte, introducía en la conversación palabras y conceptos púnicos y decía Kart-Hadtha, pero tenía cuidado de llamar siempre Nueva Cartago a la capital ibérica, para evitar confusiones—. Lo sabemos, Asdrúbal; nos enteramos en Cartago.

Antígono, que fue presentado a los romanos como Bomílcar, responsable de los asuntos tributarios y del archivo de Nueva Cartago, estaba sentado al lado de Aníbal. El joven de veintidós años guardaba silencio durante las negociaciones. Dos o tres veces se ajustó las hebillas de los hombros, fijadas al delgado chitón de color claro, hacia calor, los romanos sudaban bajo sus togas. El segundo hijo del Barca, Asdrúbal, que entretanto había cumplido veinte años, también presenciaba la discusión en silencio; Asdrúbal era desde hacía ya mucho tiempo el colaborador más importante del estratega en lo referente a la colonización política y la administración de Iberia. El viejo Bobdal, representante del Consejo de Ancianos de Kart-Hadtha, tomaba parte en las negociaciones como quinto hombre de los púnicos; también él observaba cierta reserva, sólo intervino al final; para asegurar que la metrópolis libia no pondría reparos a los puntos del nuevo tratado, pues éstos no contenían nada que atentara contra la constitución o los deseos de los púnicos.

La astucia de Antígono, como había dicho Asdrúbal, no fue necesaria; el estratega de Libia e Iberia, que había expandido y consolidado el nuevo imperio menos con la espada que con una red de alianzas, venció también a los romanos. El lenguaje, al principio áspero, se hizo cada vez más amable, hasta terminar siendo casi amistoso. Sin embargo, el tono de voz no pudo hacer olvidar la aspereza del tema tratado.

La petición de Roma se basaba en la reevaluación y continuación del antiguo tratado sobre zonas de influencia. Hacía muchas décadas se había fijado como límite un cabo que se levantaba no muy lejos de Mastia. Romanos y helenos del oeste —sobre todo masaliotas— podían instalar puntos de apoyo para el comercio y construir puertos al norte del cabo, los púnicos podían hacerlo al sur. Asdrúbal declaró que el antiguo tratado era inadecuado, pues las circunstancias habían cambiado.

—Hasta ahora lo menos observado —dijo el estratega—. Desde luego; no somos bárbaros, ni atentamos contra el derecho. Pero debéis considerar que ese tratado fue firmado en una época en que Massalia se estaba expandiendo, Roma todavía no era una potencia, y Kart-Hadtha sólo poseía algunos emporios en la costa meridional y el Oeste de Iberia. Entretanto, Massalia ha declinado y se ha convertido en aliada de Roma; nosotros hemos levantado en Iberia un imperio que abarca también el interior, y Roma es una gran potencia marítima que no puede sentirse satisfecha con las restrictivas disposiciones del antiguo tratado.

Los senadores pertenecían a los dos grandes grupos que se disputaban la gestación del futuro del Roma. Fabio y otros tres pertenecían a la rancia nobleza terrateniente de Roma, desconfiaban del mar y del comercio, y hubieran preferido hablar de expansión hacia el interior, plazas fuertes, fronterizas y ejércitos. Dos senadores vacilaban entre ambas opciones, los cuatro restantes formaban parte del grupo más reformista, que quería introducir el arte y la filosofía helénicos e impulsar el comercio, con regiones conquistadas, sometidas.

La estrategia de Asdrúbal, como Antígono no tardó en comprender, se basaba en el conocimiento preciso de las discrepancias existentes entre los romanos, y tenía como objetivo agudizarías y aprovecharlas. Mientras escuchaba la ardua discusión, otra pregunta cruzó la cabeza del heleno púnico: ¿Había sido realmente una casualidad que en Italia se desencadenara una guerra contra los celtas en el preciso momento en que Roma empezaba a preocuparse por Iberia? Y: ¿por qué Asdrúbal aludía de pronto a la cesión obligada de Sardonia?

—Naturalmente —dijo el estratega con un dejo de dulzura—, hay muchos púnicos, algunos incluso en esta misma sala, que no han olvidado ese robo. A veces resulta difícil recordar una frase del tratado de paz firmado por Lutacio y Amílcar: «Bajo estas condiciones, haya amistad entre Roma y Kart-Hadtha»…

Fabio carraspeó.

—La amistad, Asdrúbal, es el estado de no guerra. No hay que confundirla con el afecto íntimo.

Asdrúbal observaba, en apariencia distraído, las vetas del tablero de la mesa. Era difícil creer que esa negociación se estuviera realizando en el mismo salón donde la noche anterior se había celebrado el banquete.

—Sin duda es cierto lo que dices, romano. Así, pues, si vuestra amistad hacia Kart-Hadtha no ha disminuido por el hecho de arrebatarnos Sardonia, nuestro desapasionado afecto hacia Roma tampoco disminuirá cuando decidamos.., reavivar viejas amistades en Sardonia, en un momento de debilidad de Roma.

Fabio masticó las palabras de Asdrúbal; los músculos de sus mejillas trabajaban.

—Seria un acto poco amistoso —dijo finalmente.

Asdrúbal asintió.

—No digo que ésa sea nuestra intención. Sólo afirmo que la momentánea debilidad de Roma, que por ahora está ocupada con las hordas celtas, despierta en nosotros pensamientos similares a los que vosotros albergasteis e hicisteis realidad ante la gran debilidad de Kart-Hadtha.

El púnico cambió de tema; habló de comercio, de las ventajas para ambas partes, de autorizaciones para que puedan atracar los barcos romanos y, finalmente, otra vez de Sardonia. Cuando Fabio llevó la conversación a Iberia, Asdrúbal se extendió en un largo y elegante monólogo sobre las cualidades de los príncipes ibéricos, la fertilidad del suelo, los encantos de las mujeres y su gran imaginación para cuestiones amorosas, hasta que los inflexibles y ascéticos romanos empezaron a revolverse en sus asientos. Entonces el estratega volvió a los detalles del comercio internacional, hizo un sinfín de preguntas sobre las operaciones de las grandes casas de comercio de Roma, dio su opinión sobre la calidad de los suelos bañados por el río Padus, al norte de Italia, alabó las excelencias de los faros construidos por los Ptolomeos en las costas de Egipto y en las islas helénicas que les pertenecían.

Antígono había perdido el hilo hacía mucho rato; y ahora suspiraba por una Ariadna. En algún momento, Aníbal sonrió al heleno, disimulando la sonrisa con la mano; el joven bárcida parecía comprender exactamente qué pretendía el estratega y que rumbo estaba siguiendo para llegar a cuál objetivo.

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