Aníbal (23 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal
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Uno de los otros invitados se movió intranquilo.

—Mide tus palabras, meteco. Así no se habla al estratega de Libia.

Antígono echó una mirada a su alrededor; afiló los labios.

—Gloriosos señores del partido aristócrata —dijo burlón—, recibid mi saludo. Pero creo que sólo el dueño de la casa tiene el derecho de reprender a un invitado, no aquellos que le lamen el culo y ensalzan sus vómitos como si de miel se tratase.

Durante el trayecto hasta la fortaleza de Hannón, Antígono había tenido la posibilidad de sopesar los motivos que podía haber tenido Hannón para llamarlo a su presencia. Obviamente, había un espía en el banco; eso era seguro. Pero también era evidente que Hannón había esperado una oportunidad para ligar una conversación a una muda amenaza, que no hacia alusión al espía, pero estaba claramente vinculada con éste. Al terminar la guerra romana, Kart-Hadtha se había sumido en un gran conflicto: «Viejos» contra «Nuevos», Hannón contra Amílcar. El motivo de la invitación de Hannón sólo podía girar en torno a la filiación política de Antígono; tal vez era un intento de sondear las inclinaciones de un meteco que gozaba de cierta importancia y era amigo de Amílcar, para hacerlo quizá renegar de sus convicciones mediante tentaciones, soborno o amenazas.

Antígono calculó el peso de su banco, su fortuna, la fortuna de Amílcar, calculó todas las relaciones y posibilidades, y llegó a la conclusión de que todo ello pesaba demasiado; incluso para Hannón el Grande. Y también para todos los otros que se encontraban allí, los hombres más distinguidos de los «Viejos»: Boshmún, el gran terrateniente; Magón el «Apestoso», dueño de más de la mitad de la producción púnica de púrpura; Bokhamón, administrador superior de las canteras ubicadas más allá de la bahía, además de armador; y Muía, tesorero de Kart-Hadtha y propietario de astilleros en Gadir, Tingis e Igilgili.

Antígono se sentó sobre el diván desocupado. Una de las esclavas le trajo vino y una bandeja con frutas y trozos de asado de formas extrañas. Cuando la esclava se dio la vuelta para marcharse, Antimonio vio, todavía frescas, las estrías del látigo sobre su espalda.

Hannón levantó el vaso.

—No hablemos ya de miel ni de perfumes. Bebamos por los dioses y su gracia: que ésta repose sobre Kart-Hadtha por mucho tiempo.

Antígono no tenía ninguna objeción contra el brindis, así que también bebió.

—Espero que la invitación no te haya importunado —dijo Hannón. Los ojos de serpiente se dirigieron a la nariz de Antígono—. No te esperaba nadie, ¿o sí?

Antígono sonrió con frialdad.

—Tenía cosas urgentes que hablar con Asdrúbal el Bello. Si no me encuentro con él antes de la medianoche, saldrá en mi busca.

—.Ah, si, Asdrúbal. Un joven interesante. ¿Tus intereses con él son puramente comerciales? Vosotros, los helenos, gustáis muy especialmente de la belleza de los muchachos.

—Yo me he criado en Kart-Hadtha, libre de inclinaciones dudosas —dijo Antígono—. No encuentro placer en los muchachos, como tampoco lo encuentro en dar latigazos a las esclavas.

Hannón rió. Se metió un trozo de carne en la boca y dijo, de forma casi ininteligible:

—Qué agradable hablar por fin con un hombre para quien nada significan los rodeos que hace dar la cortesía.

—Eso depende de los paisajes que se vean al dar esos rodeos. Unos invitan a detenerse y contemplarlos; otros son simplemente repugnantes.

Boshmún, acostado a la izquierda de Hannón, dejó escapar una risita reprimida.

—¿No preferiríais dirimir esto con espadas, antes de que se os escalde la lengua? —Era el más viejo de los allí reunidos. El afán de poder, influencia y riqueza había llegado en él a tal grado de saturación, que en su prado interior volvía a haber espacio para la plantita del ingenio.

—Yo encuentro más agradable charlar con grandes señores que hundirles una espada en el vientre, a ellos o a sus esbirros —dijo Antígono—. Aunque después de tanto entrenamiento tampoco viene mal un poco de práctica.

—No se debe desperdiciar la vida en tonterías. —Hannón hizo un gesto de aburrimiento con la mano—. Hay cosas más importantes. La mala situación de la ciudad, por ejemplo, y los problemas relacionados con ésta.

Antígono dejó en el suelo el vaso medio vacío.

—Me conmueve que tú, señor, compartas las preocupaciones de tantos púnicos y metecos. Nosotros ya hemos pensado cómo se puede distribuir y liquidar la terrible carga de los pagos a Roma.

Hannón se inclinó hacia delante en su asiento.

—¿Lo habéis pensado? ¿Y? ¿Qué posibilidades veis?

Antígono cerró los ojos un momento.

—Una oferta seria. —Volvió a abrir los ojos y los dirigió a aquellos dos puntos de obsidiana—. Todos nosotros, «Viejos» y «Nuevos», púnicos y metecos, nos encontramos en el mismo apuro. Se trata en primer lugar de esos tres mil doscientos talentos. Si la mitad sale de vuestros bolsillos, nosotros pondremos la otra mitad.

Todos callaron, miraron a Antígono fijamente. Finalmente Bokhamón dijo:

—¿Debo cortarme ambas piernas? ¿Tú que dices, Hannón?

Hannón tenía los ojos entrecerrados.

—Sigue hablando, muchacho. ¿Qué más?

Antígono respiró profundamente.

—Colaboración entre «Viejos» y «Nuevos», sin considerar intereses personales. Roma no estará tranquila hasta que una de las dos ciudades no exista: o Roma, o Kart-Hadtha. La próxima guerra sólo es cuestión de cuando, no de quizá. Para que podamos vencerlos, muchas cosas deben cambiar.

Hannón se mordisqueaba el labio inferior; las aberturas de sus ojos se empequeñecieron aún más.

—Te escucho.

—Poner punto final al enriquecimiento de ciudadanos particulares a costa del dinero público. Cuando tú, gran Hannón, eras el supervisor de los ingresos aduaneros del sur, una vez pagué en Takape treinta y tres
shiqlus
de derechos de aduana por un vino sirio. Sólo ocho de esos
shiqlus
están registrados en los rollos y han llegado a Kart-Hadtha.

—Continúo prestándote atención.

—Poner fin al avasallamiento del interior. Kart-Hadtha debe seguir el ejemplo de Roma y convertirse en una nación, no seguir siendo una ciudad. Libios y númidas se unirán a los púnicos, con los mismos derechos que éstos, en una federación dirigida por Kart-Hadtha. Hasta ahora los ingresos del Estado siempre se han sustentado sobre los tributos de las ciudades y aldeas y los impuestos de los campesinos, además de los ingresos aduaneros. Tributos e impuestos serán reducidos a la décima parte; para ello, cada habitante de Kart-Hadtha deberá pagar también una décima parte de sus ingresos al Estado.

Hannón asintió lentamente con la cabeza.

—Las viejas familias pagarán impuestos, ¿eh? Continúa ¿o ya has terminado?

—No; aún hay más. Los miembros del Consejo ya no serán vitalicios, sino elegidos por un plazo determinado, digamos cinco años. Lo mismo los ciento cuatro jueces, los Cinco Señores, etcétera. Deberán rendir cuentas sobre el desempeño de su cargo a la Asamblea. Se tendrá siempre a disposición una cantidad de dinero suficiente para mantener constantemente una flota de persuasión, y se instituirá y entrenará un ejército permanente. Las fuerzas del ejército y la flota se establecerán según las fuerzas de que disponga Roma en cada momento determinado. El almirante de la flota y el estratega del ejército serán elegidos por la Asamblea y los oficiales, también por cinco años, y saldrán de entre los hombres cuya capacidad sea más conocida e importante que su apego al partido al que pertenezcan.

Nadie se movió. Antígono cruzó los brazos y observó a Hannón. La cara del púnico era como una máscara.

—¿Son ésas las exigencias de los «Nuevos»? —dijo finalmente Hannón.

—No. Son las reflexiones de un meteco con quien los «Nuevos» quizá estarían de acuerdo, si los «Viejos» no guardaran el futuro para si mismos.

—Estás reclamando una revolución —dijo Muía. Las comisuras de sus labios apuntaban hacia abajo—. La desvalorización de todas las cosas, la anulación de los derechos de los Grandes. ¡La castración de la ciudad!

—Hay una respuesta corta a tus propuestas —refunfuñó Bokhamón—. La cruz.

Hannón levantó la mano derecha. Las piedras de sus anillos brillaron.

—Calma, amigos. No debemos precipitarnos. Él está ahora aquí, pero Asdrúbal lo espera. No empecemos las disputas de la paz con un acto de ligereza que nos costaría más que lo que podría producirnos. —Se llevó un dedo a la nariz. Luego se volvió hacia un sirviente que había aparecido en la puerta como si lo hubieran llamado—. Que preparen la alberca de agua de mar. Antígono, ha sido muy interesante charlar contigo. Tus propuestas son lo que ha dicho Muía, y merecen lo que ha propuesto Bokhamón. Serian el fin de todo aquello que ha hecho grande a Kart-Hadtha. El fin de todo aquello por lo que luchamos. Y se basan en una suposición falsa. Roma no es distinta de Siracusa y Alejandría, sólo un poco más poderosa, y esto únicamente de momento. También Roma desea la paz y el comercio. Y si hay que pagar un precio muy alto para mantener la paz, lo pagaremos. Ningún precio es demasiado alto si permite comerciar en paz y llevar la tranquilidad al campo.

Antígono asintió. Cansado, dijo:

—Así, pues, paz a cualquier precio, ¿incluso al precio de la propia decadencia?

Hannón hizo una señal negativa al tiempo que se ponía de pie.

—¿Quién habla de decadencia? Nos acostumbraremos a Roma. Pero ven, quiero mostraros algo a ti y a los otros.

Antígono siguió al púnico; los otros cuatro «Viejos» los siguieron a distancia.

—Ah, había olvidado algo —dijo Antígono mientras caminaban por un pasillo que conducía a una amplia galería—. Retira la oreja que tienes en mi banco.

Hannón lo miró por encima del hombro, sonriendo.

—¿Y si no lo hago?

—Te la arrancaré y la echaré por encima de la muralla.

Hannón se detuvo, aún en el pasillo.

—Habrá que pensarlo —dijo lentamente—. Está relacionado con lo que verás dentro de un momento. Siempre hay alguien que causa algún daño a otro.

Antígono sonrió con frialdad.

—Un fenómeno natural de los negocios.

—Que a muchos les gustaría eliminar. La ciudad está llena de cuchillos, y los cuchillos también pueden ser empleados contra los parientes de esos que hacen daño a otros. Tu hijo se llama Memnón, ¿verdad?

Antígono se encogió de hombros.

—La ciudad está llena de personas, gran Hannón. Muchos miles de metecos, por ejemplo. ¿Qué tan fácil sería que uno de ellos se equivocara al elaborar el agua perfumada y mezclara en ella algún veneno? En el puerto hay buenos buceadores. ¿Cómo podría yo impedirles que se sumergieran por la noche, localizaran determinados barcos y perforaran sus cascos? ¿Quién sabe de cuál de los edificios bajo los cuales pasa tu silla de manos podría desprenderse un bloque de piedra? Mercaderes helenos de Corinto, Atenas, Alejandría o Massalia podrían decidir de repente dejar de hacer negocios contigo. Y, ¿qué dios impedirá que un hombre malvado ofrezca tanto oro a un guarda que éste dirija la espada contra su propio señor?

Hannón arrugó la frente.

—En lo que has dicho hay muchas cosas dignas de consideración. Cuando dos personas disponen del mismo número de flechas, lo mejor que pueden hacer es dejarlas en la aljaba.

—Algo así.

Hannón volvió el rostro y siguió andando hacia la galería. Su voz era suave y muy aguda.

—De momento paz, a tu precio y al mío, meteco. Pero hay otra cosa. Esta es la primera vez que un estúpido heleno me obliga a tratarlo como a uno de mis iguales. Te odiaré por ello hasta el fin de mis días. Quiero mostrarte tres cosas que turbarán tu corazón de heleno. Y sólo podrás marcharte cuando hayas visto todo hasta el final. —Murmuró dos o tres palabras de soslayo.

A Antígono se le erizaron los pelillos de la nuca, su corazón empezó a latir violentamente. Cuando entró en la galería, caminando detrás del púnico, dos de los guardas de Hannón lo flanquearon; las puntas de sus espadas se tocaron muy cerca de la garganta de Antígono. Además de los guardas, había también dos robustos púnicos de rostro vacío. Éstos sujetaban con firmeza a un esclavo negro desnudo. El mentón y el torso del esclavo estaban cubiertos de sangre encostrada, la boca, contraída de dolor, los ojos, cerrados. Si aquellos hombres no lo hubieran estado sosteniendo, se hubiera desplomado. Un poco apartado de la escena, un tercer púnico sostenía una antorcha encendida. El perfume salado del mar llenaba el ambiente.

—Este sujeto —dijo Hannón—, ha hablado en voz muy alta esta tarde, y decía cosas que me desagradan. Me ha molestado mientras yo dormitaba y soñaba con la antigua y futura grandeza de Kart-Hadtha. ¿Comprendes, meteco?

—Comprendo —dijo Antígono apretando los dientes.

—Bien, bien. Le hemos quitado la posibilidad de repetir semejantes tonterías. Lástima que no hayas comido de tu plato; su lengua estaba allí. Asada. —Levantó la mano.

Uno de los púnicos tiró hacia atrás la cabeza del negro, el otro le tapó la nariz con la mano. Cuando el hombre abrió la boca, el tercer púnico la iluminó con la antorcha. Antígono vio el interior mutilado y enrojecido de la boca, y cerró los ojos. Se tambaleó. Las puntas de las espadas le tocaron la garganta.

—Hazme el favor de abrir los ojos —dijo Hannón—. Ahora que se ha convertido en un silencioso amigo de la casa, quisiera que conozca a otros amigos silenciosos.

El hombre profirió un sonido gutural e intentó liberarse. Los robustos púnicos lo agarraron firmemente, lo levantaron y lo empujaron por encima de la balaustrada.

Abajo, iluminada por antorchas, había una piscina llena de agua que ocupaba casi todo el patio. El esclavo agitó brazos y piernas como intentando asirse al aire que lo envolvía, cayó a la piscina, se hundió. El agua pareció empezar a hervir. Los lomos de grandes peces cortaban la superficie.

—Ay, las murenas están hambrientas —dijo Hannón—. Es una feliz coincidencia.

La cabeza del esclavo volvió a salir a la superficie. Su boca profirió un grito largo y gutural, el grito más espantoso de cuantos Antígono había escuchado antes. Las puntas de las espadas tintinearon suavemente. Iluminada por las antorchas, la piscina cambió de color; espuma roja golpeó contra los bordes.

—Bien, pasemos a otra cosa. Ven, meteco. Volvamos a los cómodos divanes.

—Hannón salió de las galerías. Los dos guardas continuaban a ambos lados de Antígono; uno de los robustos verdugos púnicos lo empujó hacia el pasillo.

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