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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (22 page)

BOOK: Aníbal
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—Mucho. —Lisandro se llevó la escudilla a la boca y sorbió la papilla—. Muchísimo. Sucede, Antígono, que aquí he encontrado todo lo que necesito para los años que me quedan. Excelente trabajo, buenos ayudantes, colaboración, una barca de remos para el lago, vino y charla. Como ya dije: una utopía. Pero quién sabe, quizá sea como tú dices; quizá en la bahía de Mastia me vaya aún mejor. En todo caso, es una idea perturbadora, tendré que pensarlo bien antes de decir sí o no. Pero en lo que toca a los perfumes que se elaborarán en Karjedón si decido irme…

—¿Piensas en algo?

—Hace tres años me enviaste una esclava para que me ayudase.

—Yo no. La administración.

—Es igual. Es una muchacha negra. Cuando llegó tenía diecisiete años, y a los pocos días advertí que era una lástima que estuviera limpiando y ordenando las cosas. Tiene una lengua y una nariz… —Cerró los ojos y aspiró aire a través de los diminutos agujeros de su nariz—. En todos estos años nunca había encontrado a nadie que pudiera ayudarme realmente. Pero ella… Naturalmente, aún le falta la experiencia, pero pronto será mejor de lo que yo he sido. Su nombre es Tsuniro.

El tratado negociado por Amílcar y Lutato Catulo era otra vez muy favorable a Roma. Kart-Hadtha debía desocupar toda Sicilia y todas las islas ubicadas entre Sicilia e Italia; ambas partes se comprometían a no molestar a los aliados de la otra y a no reclutar tropas en los territorios de la otra parte: los mercenarios itálicos, o los siciliotas, no podrían volver a pelear por Kart-Hadtha. Como indemnización de guerra, Kart-Hadtha debía pagar inmediatamente mil talentos, y otros dos mil doscientos talentos en un plazo de diez años, en cuotas iguales. Todos los romanos prisioneros debían ser dejados en libertad de inmediato y sin necesidad de pagar un rescate; por el contrario, los púnicos debían pagar ocho schekels por soldado para retirar sus tropas de Sicilia.

—¡Una montaña de plata! —Bostar se lamentaba y se arrancaba los cabellos—. ¿Cuántos hombres tendrá aún Amílcar… treinta mil? Sólo eso seria… —Se puso a calcular.

Antígono refunfuñó.

—Sesenta y seis talentos. ¿Cuándo decidirás intentar calcular como los antiguos egipcios, en lugar de hacerlo con los dedos y tres o cuatro cuentas?

Bostar caminaba de un lado a otro de la habitación. El púnico, normalmente delgado, parecía ahora más flaco; acababa de recuperarse de una molesta fiebre intestinal. La piel oculta bajo sus cabellos y barba tenía un tono amarillento.

—Ah, y hay más… tres mil doscientos talentos; tendría que subirme mil quinientas veces al otro platillo de la balanza para equilibrar ese peso. Atroz. ¿Quién pagará esa cantidad?

—Tú no.

Bostar dejó de andar un momento.

—No parece afectarte mucho, ¿eh?, heleno alcornoque.

—Púnico cabeza de chorlito. Follacabras. —Contra su voluntad, Antígono tuvo que sonreír; los viejos insultos de su niñez le devolvieron una parte del humor perdido—. ¿Alguna vez te he contado cómo tuve que pagar derechos de aduana por un vino sirio en Takape?

—¿Qué tiene que ver eso con lo que estamos hablando?

—Tiene mucho que ver. Pagué treinta y tres
shiqlus
por derechos de aduana. En la lista oficial del capitán del puerto sólo figuraron diecinueve
shiqlus
pagados por el vino sirio de Rodas. Y aquí, en los archivos de Kart-Hadtha el número de ánforas volvió a disminuir; los derechos de aduana ascendían a sólo ocho
shiqlus
. ¿Cómo crees que funciona todo? ¿Y qué son los tres mil doscientos sesenta y seis talentos de plata comparados con todo lo que los funcionarios y señores del Consejo roban a su propia ciudad? ¿Cuánto ha robado Hannón, el supuestamente grande, en los últimos cinco años?

—Chsss. Hannón tiene orejas en todas partes —dijo Bostar llevándose el dedo a los labios.

—Si mete una oreja en mi banco —dijo Antígono—, pronto la echará de menos. Se la cortaré. —No hablaba particularmente fuerte, pero tampoco en voz baja; la cortina que separaba el despacho de la sala de empleados no estaba completamente cerrada.

Al atardecer, cuando Antígono y Bostar cerraban el banco y se disponían a ir a la ciudad, vieron un carro de un solo eje detenido en la calle. Los dos caballos eran blancos e inmensamente caros; los bordes superiores del carro estaban revestidos en oro. Dos hombres esperaban junto al vehículo; ambos llevaban un peto de cuero con adornos de plata sobre las largas túnicas blancas, y una espada al cinto. Eran jóvenes púnicos. El conductor del carro, un esclavo númida, no levantaba la vista de los caballos.

—¿Cuál de vosotros es el meteco Antígono? —preguntó uno de los púnicos.

—¿Quién quiere saberlo? —dijo Bostar.

—Nos han enviado a invitar a Antígono a un banquete. Hannón el Grande desea su presencia.

Bostar no dejó notar su sobresalto.

—A lo mejor Antígono tiene pensado hacer otra cosa.

El púnico sonrió.

—Sería poco inteligente de su parte; podría… perderse algunas cosas.

Antígono carraspeó y dio un paso hacia delante.

—Eso seria una lástima. Yo soy Antígono. ¿Tu amo desea yerme de inmediato o puedo ir a vestirme como es debido para el banquete?

El púnico hizo un gesto aludiendo al carro.

—No hace falta. Es una pequeña cena; nada que requiera un vestido espléndido.

Antígono subió al carro, haciendo que Bostar subiera tras él.

—Alto, así no, sólo uno. —El púnico que había permanecido callado hasta entonces desenvainó su espada.

—¿Te gustaría seguir viviendo? —murmuró Antígono en númida. De repente tenía en la mano el puñal curvo egipcio que siempre llevaba al cinto—. ¡Entonces, en marcha!

El númida sacudió e hizo chasquear las riendas. Los púnicos armados corrieron algunos pasos tras ellos, luego desistieron y vieron cómo el carro se alejaba. Antígono, firmemente agarrado del borde dorado del carro, se dio la vuelta y gritó:

—No os preocupéis, conozco el camino.

En las inmediaciones del ágora la calle estaba más concurrida; tenían que ir más despacio. Finalmente sólo pudieron avanzar a paso lento, tras un carro de bueyes cargado con ánforas al que seguían dos asnos con odres de agua.

Antimonio tocó al númida en la espalda y estiró la mano hacia las riendas.

—¿Hannón está en su casa de la ciudad? Bien. Baja. Seguiré yo solo. No te preocupes, diré a tu amo que te amenacé con el cuchillo.

El númida bajó de un salto. Bostar murmuró algo y miró hacia delante. La calle se estrechaba al pasar entre dos altos edificios desmoronados que se apoyaban el uno contra el otro a partir de la tercera planta; tras ellos se extendía el mercado de alfareros. Por fin pudieron adelantar al carro de bueyes y los asnos.

—¿Qué tienes en mente?

El carro, conducido por Antígono, pasó casi rozando una torre de bandejas y platos.

—Voy a hacer una visita a Hannón.

—Estás loco.

—No, soy curioso. Siempre he querido conocerlo, pero los púnicos de alcurnia no tratan con metecos, así éstos sean banqueros.

—Heleno tonto. ¿Qué debo hacer con tu cadáver?

Antígono sonrió con sarcasmo.

—Descuartízalo y sácalo a subasta. Te dejaré en el ágora. ¿Puedes hacerme unos recados?

Bostar suspiró.

—Por supuesto, amo. ¿Cuáles?

—Un mensaje a Casandro y Memnón, diciendo que llegaré tarde a casa. Y antes de volver con tu mujer y tus hijos, ve a ver a Asdrúbal.

—Ah, así que no estás loco del todo.

—Dile dónde estoy. El se preocupará de buscar una guardia de palacio. De repente he sentido como si los hijos de Amílcar pudieran muy bien conducir cien hoplitas.

Bostar tosió.

—Eh, ¿qué piensas de los presagios?

—Nada. ¿Por qué?

El púnico señaló una pared. Poco antes de la puesta de sol, la amplia calle estaba llena de sombras. A la derecha, tras unas mamparas de cristal verde lechoso, unos hombres extraños estaban sentados en la terraza de una taberna: caricaturas deformes, figuras diluidas. Antígono vio a través del cristal un vaso gigantesco que era llevado hacia una cabeza plana y demasiado pequeña. Turbantes que eran montañas de comprimidas nubes de plomo; un puntiagudo sombrero cónico de hilo teñido de rosa crecía hasta convertirse en una aguja que podía agujerear el cielo, transformándose en una mancha al siguiente movimiento de cabeza del bebedor. Mesas que parecían flotar, mientas a su lado caían piernas hinchadas y torcidas, estiradas. Dos labios abultados se curvaban tras una bandeja del tamaño de la plaza del mercado y cargaba con torres inclinadas; el resto del cuerpo de la esclava negra que servía en la taberna era un trasero palpitante dibujado en el cristal verdoso. Sobre la taberna, sobre las sombras, el sol poniente calcaba el tejado del edificio de enfrente. Las dos ventanas superiores, todavía iluminadas por el sol, eran como ojos ciegos; la de la izquierda estaba agujereada por la sombra en forma de espada de un tendedero que sobresalía del otro edificio.

Antígono rió para sí y volvió a poner al trote los caballos. Ante ellos se abría la puerta de la muralla interior que rodeaba Byrsa, la zona del Consejo y la ciudad vieja.

—¿Qué presagio? ¿Te refieres a las sombras o a la distorsión?

—La espada clavada en el ojo de Melkart —dijo Bostar intentando dar a su voz un tono sombrío.

—El ojo seguirá parpadeando. Vamos, baja. Y no te olvides de nada.

La residencia urbana de Hannón el Grande se levantaba en las faldas de Byrsa, bajo el templo de Eshmún. Alrededor del edificio corría una gruesa muralla de una altura similar a la de dos hombres; la puerta estaba guarnecida de herrajes y vigilada por dos hombres armados. Estos sacaron las espadas apenas reconocieron el carro y los caballos.

—¿Dónde…?

Antígono se apeó del carro y arrojó las riendas al guarda de la izquierda.

—Se cayeron en el camino, vienen a pie. Un poco de ejercicio no puede hacerles mal. Soy Antígono. Hannón me aguarda impaciente.

Uno de los guardas dio un agudo silbido. La puerta entornada se abrió; otro guarda armado —también púnico— asomó la cabeza. Tras un breve cambio de palabras con los otros, condujo a Antígono al interior.

Detrás de la muralla había un pequeño parque; bajo los cipreses pacían dos gacelas. El edificio, blanco y de tres plantas, debía cubrir una superficie de cien pasos por lado. Las plantas superiores estaban algo retiradas; la pared exterior de la planta baja no tenía ninguna ventana, y la terraza asentada sobre ésta estaba protegida por un pretil con almenas.

Detrás de una segunda puerta, también guarnecida de herrajes, empezaba un pasillo de suelo enladrillado. A derecha e izquierda del pasillo estaban las habitaciones de los criados; de una de ellas brotaba el sonido de una voz masculina y ruido de armas.

—Parece que Hannón se siente amenazado —dijo Antígono.

El guarda gruñó, pero no dijo nada. El pasillo terminaba en un patio interior dotado de cisternas y comederos para los animales. Atravesando un segundo pasillo llegaron al siguiente patio, recubierto con piedras de colores y rodeado de parterres. De un pozo de mármol decorado brotaba agua que llegaba hasta los parterres a través de unos pequeños canales que pasaban junto a anchos bancos de piedra y por debajo de blancos baldaquines adornados con estatuas de portadores talladas en madera negra.

Una escalera de mármol verde llevaba a la primera planta. El guarda condujo a Antígono a través de un pasillo cuyo suelo estaba recubierto de piedra pulida del color de la piel y de cuyas paredes colgaban tapices granates; el pasillo desembocaba en una galería. En el patio que podía verse debajo de ésta ardía un fogón: el olor a madera resinosa y carne asada se mezclaba con el de fuertes especias, sustancias aromáticas y tufo de vino.

En las paredes, puños de hierro sostenían llameantes antorchas cuya luz hacía más profundo el crepúsculo. Jóvenes esclavas negras, desnudas y chorreando sudor, subían del patio cargando grandes bandejas de bronce con trozos de carne. Las balaustradas de ébano, con refuerzos de marfil tallados en forma de vides, estaban coronadas a ambos lados de la escalera con estatuillas de plata que figuraban grotescos demonios, en cuyos ojos grandes esmeraldas reflejaban la luz. Una hornacina colocada al final del pasillo, frente a la escalera, encerraba siete ánforas de vino de base puntiaguda, de origen egipcio.

A derecha e izquierda de la boca del pasillo había tres divanes de madera de cedro y junco, con preciosas incrustaciones de marfil. Los cojines estaban cubiertos con pieles de leopardo y pesadas mantas de lana bordadas en oro. Una de las camas del lado izquierdo estaba libre.

Hannón estaba acostado en el diván del centro del lado derecho. Llevaba puesta una túnica de seda china que debía haber costado veinte veces su peso en oro; la púrpura del borde estaba adornada con un ribete de oro. Sus pies estaban ocultos bajo una piel de leopardo. En todos los dedos, de uñas puntiagudas, llevaba anillos de oro con piedras verdes, rojas como el vino o azules; lo mismo en ambas orejas. Tenía una de las manos apoyada sobre la barriga, un montículo cubierto por la seda. En la otra mano tenía apoyada la cabeza, que llevaba descubierta. Sus negros cabellos eran medianamente largos y rizados, la barba, bien afeitada; las cejas, depiladas, ya sólo eran dos delgadas líneas. La nariz recta y fina y la boca plena hubieran podido pertenecer a una escultura ática de Apolo; no así los ojos, que dominaban el conjunto del rostro; ojos de serpiente, como hechos de obsidiana etíope.

—Ah, el señor del Banco de Arena. Me alegro de que hayas aceptado mi invitación, Antígono. —Levantó la mano que tenía apoyada en la barriga y señaló el diván vacío.

Antígono inclinó ligeramente la cabeza.

—¿Quién podría rehusar una invitación del gran Hannón? —dijo a media voz—. Agradezco este honor inmerecido. Mis prisas por ver tu rostro eran tan grandes, oh príncipe de los púnicos, que ni siquiera he podido ir a vestirme como es debido.—Dio un tirón a su sencilla túnica de lino—. Además, tus dos emisarios y el conductor se cayeron del carro debido a la premura de mi partida.

Hannón enarcó una de sus delgadas cejas.

—¿No me digas? Bueno, no se habrán cogido bien.

Antígono tocó la vaina de cuero de la que asomaba la empuñadura de su puñal curvo.

—Así es. Señor, estoy fascinado. La magnificencia de tu casa va más allá de toda medida, y me complacería hacer saber a la gente el honor que nos concedes a mí y a mi perfumista Lisandro. —Olisqueó el ambiente—. «Negra aurora de las noches orientales», ¿verdad? ¿Te gustaría leer: «También Hannón el Grande se envuelve con nuestros perfumes»?

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