—¿Karjedón? —Yo le había pedido consejo y él contestó con señas que no, al tiempo que observaba a los veinticuatro capadocios—. Karjedón no necesitaba guerreros. —Soltó una carcajada—. O, mejor dicho, si los necesita, pero no puede utilizarlos. —Su heleno era limpio, aunque no sin acento.
—Sabemos que tienen las manos atadas —dije en púnico; su rostro se iluminó—. Kart-Hadtha ya no es lo que era. Pero, ¿qué me dices de Ityke, o de Hipu?
Se tomó un momento para pensar.
—Ityke, de preferencia —dijo por fin—. Pero —dijo volviendo a emplear la coiné— me gustaría que os quedarais a pasar esta noche en mi finca. Allí podremos hablar. Por aquí hay muchas viudas jóvenes; y, según he oído, algunos arqueros también saben labrar la tierra.
Iolaos parpadeó.
—¿Viudas? Bien, ya veremos.
Me puse en pie.
—Así, pues, ¿os quedáis? Bien. Os doy las gracias una vez más.
Desaté la bolsa de mi cinturón y se la arrojé a Iolaos; la bolsita hizo un tintineo al caer en manos del capadocio. Los hombres sonrieron emitiendo algunos sonidos de aprobación.
Estaba oscuro; ocupamos nuestras posiciones. El cuerpo de Bostar estaba cubierto por tela blanca sujeta con sogas; una piedra atada a sus pies con una cuerda llevaría a mi amigo hasta el fondo del mar.
Bomílcar dejó el timón de mando en manos del timonel y vino hacia mí. Yo estaba apoyado junto a la puerta del camarote de popa. Los marineros ya habían levado el anda; ahora comían sentados tras el curvo maderamen. Uno de ellos tarareaba una horrible melodía con la boca llena; eran sólo sonidos inconexos. Era una noche de luna llena; todas las estrellas que Bomílcar necesitaba para orientarse podían verse con claridad. La vela estaba un poco en diagonal, henchida por el poderoso viento terral del suroeste que nos empujaba hacia el poniente.
—¿Adónde?
—Alejandría.
—¿Y luego?
Tosí; tenía carraspera.
—Atenas; y de ahí a Bitinia.
—Ay, amigo… ¿Para qué quieres ir allí? —Bomílcar me veía desde un costado.
Sonreí con ironía.
—Quiero visitar a alguien. —Señalé el cuerpo de Bostar, que yacía en medio del barco, sobre algunos paquetes y bultos—. ¿Cuándo quieres hacerlo?
Bomílcar no respondió. Caminó lentamente hacia el cuerpo inerte de su padre y se sentó a su lado.
—¿Antígono de Kaljedón? —La voz era plena y suave, pero de algún modo angustiada.
Yo la miraba desde la mesa. La muchacha estaba de pie, descalza sobre el suelo empedrado del almacén; el obrero que la había traído a mi presencia nos observaba con curiosidad. Lo despedí con un movimiento de la mano; desapareció entre los sacos y bultos.
Ella debía tener dieciséis o diecisiete años. Su chitón estaba deshilachado y sucio. La parte superior de sus brazos, y sus hombros, también visibles, estaban cubiertos de cardenales. También la piel cremosa de uno de sus pómulos estaba inyectada en sangre, y sus ojos negros revelaban dolor.
—No soy de Kaljedón —dije—, sino de Karjedón.
Ella titubeó.
—Pero no pareces púnico, señor; y este mensaje es heleno.
—Soy púnico y heleno. Dame eso. —Extendí la mano.
Casi de mala gana me dio un pedazo de pergamino enrollado y atado con un hilo de lana negro. Cogí el pequeño cuchillo que había en la mesa, corté el hilo y leí.
Gracia de Baal a través de Tanit de Gadir
. Sonreí.
—¿Comprendes, señor?
—Sí, comprendo. —La observé pensativo; mi alegría por el inminente reencuentro se mezclaba con mi desconfianza ante esa maltratada esclava—. ¿Quién te ha dado el mensaje?
—Un hombre se lo dio a mi amo, el capitán del puerto, y mi amo me lo dio a mí.
—¿Cómo sabes que el mensaje es heleno y que no es fácil de comprender?
Encogió los hombros; la suave sonrisa permanecía en su boca, pero no llegaba hasta sus ojos oscuros.
—El capitán del puerto lo leyó y refunfuñó algo. Después me lo dio sin volver a atar el hilo.
—¿De modo que sabes leer?
—Y escribir, señor. Pero el capitán del puerto no lo sabe. —Bajó la mirada; luego volvió a levantar los ojos y me miró.
—Bien. Ahora vete. Ah, una cosa más: ¿te mareas cuando subes a un barco?
Esta vez sonrieron también sus ojos, aunque conteniéndose.
—No señor. Y mi nombre es Corina.
Señalé la brillante luz de la entrada. Ella todavía me lanzó una larga mirada inquisitiva, luego salió al cálido mediodía.
Volví a sentarme a la mesa y cogí la lista de mercancías. Pero mis pensamientos estaban en otra parte.
Khenu Baal
, Gracia de Baal, Aníbal me estaría esperando en o cerca de un templo de Artemis cuando el sol estuviera sobre la perdida Gadir, en el lejano oeste. Yo albergaba la esperanza de verlo aquí, en Nicomedia, pero dados los confusos acontecimientos y los conatos de guerra entre Bitinia y Pérgamo, ya no estaba seguro de si podría encontrarme con él. Quién sabe qué empresas habría confiado el rey Prusias a su famoso huésped. En la ciudad nadie sabía nada.
Después estaba la muchachita. Parecía muy lista, y podía verse que era instruida; no podía identificar su acento, apenas perceptible. Probablemente era hija de Creta, o de una de las pequeñas islas del sur de la Hélade y había sido tomada prisionera siendo niña, durante la guerra entre Roma y Antíoco. En Karjedón se trataba bien a los esclavos, sin mayores sentimentalismos, sólo como a valiosas mercancías. Durante la guerra los esclavos habían defendido la ciudad, luchando valientemente contra los mercenarios. En la mayoría de las ciudades de la parte helénica de la Oikumene esto hubiera sido impensable; a pesar de todos los años pasados allí, nunca me pude acostumbrar a que los esclavos fuesen tratados peor que animales. La muchacha sabía leer y escribir; mi último escriba —un alejandrino— había estado mareado durante todo el viaje entre Egipto y Bitinia, a pesar de que el sereno mar estival no daba motivos para ello.
Además, era una muchacha hermosa. ¡Ah, la actividad de la carne! Después de ochenta años de vida ésta no sólo se había moderado, sino que había cesado por completo. Pero la subsistencia del deseo sólo puede hallar las quejas de un anciano cuando a éste le faltan oportunidades de afrontar esos deseos.
El alejandrino —que se quedaría en Nicomedia— me había ayudado a terminar la lista de mercancías. La caravana bactriana había dejado la ciudad para poder atravesar la cordillera que marca los límites con Persia antes de que comenzara el invierno. Y para escapar de los territorios de Bitinia—Pérgamo antes de que Prusias y Eumenes consumaran la última locura helénica.
Pescado salado del Ponto Euxino, miel de Colquis, grandes ruedas de queso bitinio, nueces de Paflagonia; a esto se añadían algunas mercancías traídas por caravana: fardos de muselina y seda, cajas de madera cargadas con láminas de carey unos cuantos sacos de cuero llenos de rojas cornalinas, espliego, casia y cinamomo. En conjunto era un buen cargamento. Las tallas en marfil púnicas, los trabajo: en oro y cristal, el aceite ático; todo lo que había descargado en Nicomedia y estaba vendido, y lo que ahora cargaba no me había costado más que ocho décimas partes del producto de la venta, y me produciría una ganancia de casi el doble. Repasé una vez más los ingresos y gastos, marqué algunos fardos y cajas y observé cómo unos tracios empezaban a cargar los carros.
Encontré la cajita tras un tabique de madera al fondo del salón. El polvo de saquito era blanco y olía como debía oler. Saqué de mi bolsa de viaje la maravillosa figura de cristal fabricada en un taller púnico.
La botellita tenía la forma de un cuerpo femenino, sin brazos y sin piernas. Los pechos eran grandes y erguidos. El tapón de corcho estaba adornado con una especie de collar; encima de éste habían tallado en zafiro el rostro delicado de una joven púnica. El parecido era asombroso. Una finísima y larga cadena de oro rodeaba el cuello de la botella y la parte inferior del tapón, manteniéndolos juntos.
Podía usarse esta cadena para colgarse la botellita del cuello.
Mis pensamientos retrocedieron un año y medio, a una época de tristezas y pesares. Dejé escapar un suave suspiro; luego abrí el aro que cerraba la cadena, saqué ésta cuidadosamente por la diminuta abertura, separé el tapón y vertí el polvo blanco dentro de aquel cuerpo de mujer.
Blancos excrementos de paloma formaban dibujos desconcertantes sobre los saledizos de las basas de las parduscas columnas de mármol del portal. El Banco Real, situado por encima de la zona portuaria, era agradablemente fresco. Un guarda del banco provisto de un peto dorado y un monstruoso penacho me condujo a través del barullo del salón.
Hipólito se levantó al verme, salió a mi encuentro, me cogió del antebrazo derecho y despachó al guarda. Luego cerró las pesadas cortinas de lana de Pérgamo entretejida con oro y me ofreció una silla. El cuero era sencillo, pero los apoyabrazos estaban adornados con incrustaciones de marfil.
—Qué gusto volver a verte. —Tiró de una hilacha de su extraño traje (algodón con ribetes de púrpura, sujeto al cuello por dos hebillas doradas y una cadena de oro), y. con una demora finamente calculada, añadió—: Tío.
Esperé a que se hubiera sentado tras su mesa sobrecargada de rollos de papiro y pieles, tenía el rostro gris, los ojos hundidos.
—Dejémoslo así; de lo contrario voy a tener que ponerme a pensar qué tratamiento debo dar al nieto de un primo hermano de mi padre. Pero tienes mal aspecto.
Se observó a si mismo.
—Sí. Y así es como me siento. Esta economía de guerra… Prusias y sus absurdos planes hacen escasear el dinero y estrechan nuestro campo de acción, y no todos los clientes lo comprenden. Además, listas especiales, impuestos extraordinarios, evaluación de la contribución por intereses acumulados; y todo calculado hasta anteayer. Pero supongo que no has venido a escuchar mis quejas.
Le explico lo que proyecto hacer: liquidación de mi saldo activo, exceptuando un pequeño resto que quedaría en manos del hasta ese momento administrador y en adelante socio de mi negocio. Hipólito se puso a excavar entre sus cosas; finalmente sacó un rollo de un montón que sólo se mantenía sobre la mesa gracias al peso de una reproducción en plomo de la Esfinge.
Mi saldo activo ascendía a cuarenta y cinco talentos, veintisiete minas, cincuenta y cinco dracmas y cuatro óbolos, incluidos los intereses del año en curso. La economía de guerra del rey Prusias no permitía que se liquidara o se sacara del país más de la quinta parte de cualquier fortuna. Las reservas del Banco Real… Once talentos de plata correspondían entonces a un talento de oro; tres talentos de oro a un talento de perlas. Acordamos que se llevarían al barco dos mil cuatrocientas monedas de oro, más o menos la quinta parte de mi saldo; un comerciante llamado Hefestión, que debía dinero al banco y acababa de recibir un cargamento de perlas, seria sutilmente obligado a asumir la responsabilidad de mi saldo activo y a entregarme las perlas —sin la intervención del banco— a espaldas de las ordenanzas de Prusias.
Me enteré además de que el capitán del puerto también tenía deudas con el banco; una esclava cretense no debía costar más de cinco minas, y, para dar más fuerza a mi pretensión de poseer esa esclava, Hipólito me hizo acompañar por un delegado del banco que le recordaría sus deudas al capitán del puerto. Poco antes de la puesta del sol subí a Corina a nuestro barco y le pedí a Bomílcar que le diera algo de comer, agua caliente y ropa fresca. No pude evitar que la muchacha me besara la mano.
La pequeña colina ubicada al oeste de la ciudad ofrecía una espléndida vista de la bahía astaquénica, Nicomedia, el puerto y las montañas. El mar daba forma a un tornasol que cambiaba de verde azulado a negro; las pequeñas barcas de los pescadores nocturnos salían del puerto una tras otra, como ensartadas en un cordel. A la derecha, a los pies de la colina, empezaba el bosque ralo que rodeaba el palacio de Prusias; la blancura de murallas y torres brillaba entre el follaje.
Me senté sobre la basa de una columna caída. Las ruinas del antiguo templo de Artemis eran muy apropiadas para un melancólico reencuentro. Moho y líquenes habían conquistado la mayoría de las piedras; ya sólo una agrietada columna continuaba erguida, en el centro.
Subió la colina muy rápido, casi trotando, ágil como un muchacho. Su respiración apenas si se había acelerado. Apretó su mejilla contra la mía y la mantuvo así un momento; luego me apartó, puso las manos sobre mis hombros y me observó. Los años —él debía tener sesenta y uno, pensé— casi no habían dejado rastro en él. Quizá ahora tenía la nariz más afilada, y las arrugas que rodeaban su ojo izquierdo formaban ahora una red más compacta. Pero su mirada era tan aguda y fría como siempre; sus cabellos apenas habían encanecido, cejas y barba seguían completamente negras.
—Qué alegría volver a verte, viejo amigo. No has envejecido, según veo. —Aníbal sonrió.
—¿Para qué tanto secreto? Pensaba que eras huésped del rey. Bueno, en realidad no sabía si estabas en Nicomedia o si te encontrabas metido en alguna absurda empresa.
—Absurdo, ésa es la palabra. —Señaló a su espalda—. ¿Has visto lo que llaman el puerto militar del príncipe?
Miré hacia allí abajo, donde yacían cuatro viejos trirremes, dos penteras y una multitud de pequeños veleros maltrechos.
—Sí, la excelsa flota. ¿Y qué?
Aníbal sonrió con sarcasmo.
—Prusias hace que me espíen. Tiene un miedo espantoso a todas las artimañas que puedo emplear contra él. Siempre me siguen dos o tres espías. Aquí arriba puedo verlos desde lejos; además, éste es mi habitual paseo nocturno.
—Por eso me enviaste el mensaje secreto. ¿Dónde has estado los últimos años? He oído rumores sobre Armenia.
Aníbal dio un suspiro y se apoyó contra la solitaria columna.
—Si. Estuve con el rey Artaxias, limpié sus bosques y calles de ladrones y proyecté una ciudad para él. Pero… —Señaló la negra superficie de agua que se extendía allí abajo, cubierta por la sombra de las montañas. Más allá, sobre la costa sur, todavía podíamos ver el borde del sol.
—¿Pero qué? ¿El mar?
Aníbal me miró; en la mirada de su único ojo se reflejaba una extraña mezcla de sentimientos. Pena, obstinación, nostalgia, rechazo, desilusión, orgullo…
—Tú también eres así —dijo a media voz.
—Así que fue por eso. No querías abandonar este mar.