Los trirremes se acercaban rápidamente. Antígono suspiró, se inclinó, recogió el peto y se lo puso. Había querido esperar hasta el último momento para hacerlo, y ahora las circunstancias le parecían incómodas. Ya podían divisarse los puentes de abordaje, contra los que nadie había ideado aún una defensa. Tres años antes, durante el transcurso del tercer año de la Gran Guerra de Sicilia, había surgido por primera vez una flota romana, construida a imagen de un navío púnico encallado en una costa; y como los romanos nunca hubieran podido reunir la experiencia secular de los púnicos en lo referente al mar y los barcos, los estrategas romanos inventaron estos puentes de abordaje para inundar los barcos enemigos con soldados de a pie y convertir los combates navales en verdaderas batallas terrestres sobre el mar.
El oficial parecía estar pensando algo similar.
—Esta vez no les servirán de nada sus malditos cuervos —dijo a media voz—. No se acercarán lo suficiente como para clavar sus garras en nuestros barcos. —Hizo una señal al capitán.
Un estridente silbido hecho con tres dedos en la boca. Los marineros se alistaron. El oficial se inclinó, recogió una trompeta, se la llevó a la boca y sopló.
Desde hacía ya algún tiempo, los barcos romanos, restos de la gran flota, acostumbraban atacar veleros mercantes frente a las costas libias; y desaparecían apenas divisaban una escuadra de navíos militares. Ahora el almirante de la armada púnica había enviado algunas naves a un viaje nocturno hacia el oeste; éstos se habían detenido ante Hipu, esperando que se reunieran allí un buen número de mercantes con rumbo a Kart-Hadtha, como señuelo. Todo comerciante debía embarcar a un oficial y a un grupo de arqueros, y luego seguir navegando alejado de la costa, como si nada hubiera pasado. El padre de la idea había sido Amílcar, según dijo el oficial.
—¡Recoged las velas! ¡Todo a estribor! —La voz del capitán resonaba sobre el barco; en vano intentó Antígono reconocer una pizca de miedo o inseguridad oculta en esa voz.
Los quince mercantes hicieron la misma maniobra, dejando grandes claros en la doble hilera de barcos.
Las seis penteras púnicas se habían mantenido ocultas tras los mercantes. Ahora dejaban caer los mástiles y velas al tiempo que los largos remos se introducían en el agua. Sólo una fila de remos, pero con cinco hombres en cada remo: era terrible la velocidad y vehemencia con que los barcos podían empezar a moverse después de haber estado casi parados. Atravesaron los claros saliendo al encuentro de los romanos.
—¡Izad las velas! ¡Volved al antiguo rumbo!
El piloto esperó el instante exacto en que las velas empezaron a henchirse y el barco volvió a recibir la presión del viento.
—Tontos —refunfuñó el oficial—. Tontos romanos.
El mercante había vuelto a su rumbo original; los demás lo seguían en doble fila.
—¿Por qué tontos? —Antígono miraba el lugar donde pronto se encontrarían las naves de guerra. El viento desgarraba violentas señales de trompeta.
—Los barcos mercantes suelen sumirse en el mayor desorden cuando se ven atacados por navíos de guerra. Que nosotros no hayamos salido huyendo chocando unos contra otros, como gansos, debería haberlos puesto sobre aviso.
Los mercantes no tardaron en dejar atrás el recién iniciado combate naval; desde la cubierta de popa de las primeras naves ya sólo se divisaba una parte de la escaramuza. Una pentera púnica pasaba entre dos trirremes romanos. Los remos del lado izquierdo se introducían en el agua apenas los del lado derecho salían de ésta. Los romanos no estaban preparados para enfrentarse con un enemigo de su misma talla; Antígono veía el laberinto formado a bordo de los trirremes. La pentera, fuera del alcance de los cuervos emplazados tanto en popa como en proa, se deslizó sobre los remos del navío que tenía a su izquierda. Arqueros gatúlicos y honderos baleares desataron una lluvia de flechas y piedras sobre los romanos; dos pequeñas catapultas orientables barrieron la cubierta del trirreme con trozos de plomo, piedras afiladas y clavos. Al mismo tiempo, otro grupo de gatúlicos disparó flechas incendiarias sobre al navío ubicado a la derecha de la pentera. Fue cuestión de segundos. Dos o tres calderos llenos de pez, aceite y resma volaron desde la popa hasta el trirreme de la izquierda, ya completamente sumido en el caos. Los remos de uno de sus flancos estaban hechos pedazos, y los del otro no habían podido suspender su trabajo con la suficiente rapidez. Grandes llamaradas se levantaban por doquier.
Antígono cerró los ojos un momento. A bordo de la pentera todo eso debía verse y desarrollarse de forma terrible. Imaginó que oía los gritos de los remeros, alcanzados, destrozados, apagados por los de aquellos que salían disparados con espantosa violencia al quebrarse el remo que empuñaban.
Cuando volvió a abrir los ojos aparecieron ante él precisamente los remos de estribor; la pentera bajó la velocidad, giró casi sobre el sitio. Los remos de babor se hundieron en el agua; cuatro, cinco, seis poderosos golpes y el broncíneo espolón de proa se incrustó en la popa del segundo navío romano, que ardía en llamas desde hacia ya un largo rato. El cuervo cayó a toda velocidad, pero los garfios no fueron a dar sobre madera, sino sobre el revestimiento de proa de la pentera, arañaron el hierro y cayeron al mar. Los remeros púnicos se apoyaron contra sus maderos, las palas de los remos sacaron espuma, los barcos retrocedieron y empezaron a separarse, dejando el espolón libre. La pentera se deslizó hacia atrás. El agua fluyó hacia el interior del trirreme a través del enorme agujero, inundando la cubierta inferior. El barco no tardó en hundirse; primero la popa, luego ya toda la nave.
Antígono miró a su alrededor. Marineros y arqueros daban voces de alegría. El viejo y experimentado capitán daba volteretas; el ruido de las suelas de corcho sobre las tablas era irritante. El piloto rechinaba los dientes y torcía el cuello intentando ver algo más, y el oficial púnico se había agarrado firmemente a la borda y ahora estaba zapateando sobre el sitio y gritando una y otra vez: «¡Dadles caza! ¡Dadles caza!».
Tres trirremes se habían hundido, otros dos ardían en llamas. Dos intentaron escapar, pero cinco penteras salieron tras ellos, les dieron alcance y formaron un semicírculo a su alrededor. Antígono se dio la vuelta y se quitó el peto de cuero.
—Esta pequeña diversión no estaba prevista —dijo el capitán y añadió en tono de broma—: pero no incrementa el precio del pasaje.
Antígono sonrió cortésmente. Había pagado por el viaje, renunciando a decir que todos los barcos que llevaban el ojo rojo de Melkart en sus velas le pertenecían. Al capitán le hubiera costado mucho trabajo creer aquello a ese muchacho de unos veinte años.
Poco antes del amanecer, cuando doblaron el cabo Kart-Hadtha, se abrió bruscamente la capa de nubes. En su declinar, el sol tapizaba el agua verdosa con una capa de cobre enmohecido, y encendía el tono claro de las casas de la costa oriental de la bahía.
La muralla tras la cual yacía el lujoso suburbio de Megara se extendía a lo largo de la costa; por todas partes podían verse cabezas, y, en lo alto de las torres de vigilancia, inusualmente guarnecidas, se agitaban banderas y lanzas. En algún lugar una trompeta anunciaba la llegada de los barcos. Sobre el enorme muelle exterior y en las naves en él ancladas se había reunido una gran multitud.
—¡Arriad las velas! ¡Remos fuera! —El capitán miró hacia atrás—. Debemos dejar que los héroes pasen primero.
Pasaron las penteras. Una había sufrido ligeros daños, pero no necesitaba ser atoada. El oficial levantó el brazo derecho; alguien respondió al saludo desde la cubierta de popa de la nave militar.
—¡Dadle a los remos!
Los marineros empezaron a remar. El pesado buque mercante se puso lentamente en movimiento y se arrastró tras la pentera dañada, rodeando el muelle que se extendía hacia el sureste y entrando en puerto comercial, de forma rectangular. Los barcos de guerra atravesaron el estrecho paso entre las murallas que rodeaban el puerto militar, Cothón, puerto circular situado en el extremo norte. Una vez hubieron pasado las últimas penteras se levantó la cadena que cerraba la entrada. Las puertas de acero se cerraron con un gran estruendo.
El oficial y los arqueros, que no habían participado en la lucha, fueron los primeros en saltar a tierra. Aún les quedaba un largo camino a través de la ciudad para llegar a la gigantesca muralla occidental, donde se encontraban los cuarteles, cuadras y arsenales. Pero sería un camino agradable, sembrado de alegría y jolgorio.
Antígono llamó a un mozo de cuerda y lo condujo al estrecho camarote situado bajo la cubierta de popa. Se echó al hombro su ligera bolsa de cuero y señaló al mozo un gran paquete envuelto con cuero.
El mozo de cuerda, de procedencia libia, levantó el bulto entre gemidos.
—¿Qué llevas dentro, señor? ¿Plomo?
Antígono sonrió divertido.
—Casi aciertas. Oro.
El mozo de cuerda rió.
—Sí, claro, oro. ¿Adónde, señor?
—Al Banco de Arena.
El mozo murmuró algo, bajó a tierra firme por la inestable pasarela y esperó hasta que Antígono se hubo despedido del capitán y el piloto. Luego el libio echó a andar con energía. Iba descalzo, llevaba una grasienta gorra de lana y su túnica olía a sudor y grasa.
Antígono lo siguió con los ojos muy abiertos y las aletas nasales dilatadas. El conocía los puertos de Alejandría, el puerto fluvial de Pa'alipotra, la capital del Soberano hindú Ashoka, ubicada a orillas del Ganges, los puertos de Taprobane y de las Costas del Incienso árabes, de la nueva Berenice y la antiquísima Gadir, pero el puerto comercial de Kart-Hadtha era único. Pescado fresco, pescado algo pasado, asadura de atún en oscura agua salobre, esmalte sobre madera seca, barcas arruinadas, algas podridas, sal y pez caliente, sudor de miles de hombres, rocío alquitranado, los humores de piezas de hierro aherrumbradas y húmedas, caballos, bosta de caballos, el olor de los bueyes de tiro… Antígono aspiraba todo aquello, también los extraños aromas procedentes de un cobertizo donde se habían roto algunas botellas de agua perfumada. Un estibador borracho eructaba vino, vomitaba en la dársena. Al sur, las dos piezas del puente volvían a juntarse rechinando; carros cruzaban la entrada al puerto. El ruido áspero de las alzaprimas con sus pesos de piedra; pronto se empezarían a descargar los lingotes de hierro.
La parte este, entre el puerto, la muralla costera y el muelle exterior, era el mundo de los astilleros, talleres, almacenes, depósitos. Hombres de taparrabos rojos iban de un lado a otro sobre un pequeño velero de carga amarrado sobre una grada; en el cobertizo contiguo retumbaban golpes de martillos. La barca podía ser botada al mar con sólo retirar unas cuantas cuñas.
En la orilla occidental, entre la ciudad y las dársenas, estaban los graneros, almacenes de tránsito, comercios de exportación, talleres de accesorios, tabernas.
Y el banco. El nombre «Banco de Arena» había sido en un primer momento una broma. Pero «arena» era también una de las muchas palabras de uso corriente con que se llamaba al dinero, sobre todo a las pequeñas monedas de cobre, bronce y electro. Y además ya había suficientes nombres como «Establecimiento para la Próspera Circulación Monetaria» o «Banco para el Fomento de la Desconfianza entre Púnicos y Helenos». Había tantos como cambistas libres, diferentes bancos estatales —de Kart-Hadtha, de Alejandría, de Massalia, de Pérgamo—, bancos de grandes señores púnicos y algunas organizaciones tras las cuales se escondían asociaciones de comerciantes o terratenientes. Pero el Banco de Arena era el único que pertenecía a un meteco; era el banco que tenía el nombre más llamativo; y Antígono —con autorización de la clase sacerdotal— había elegido el símbolo más vistoso. En realidad no hubiera necesitado la autorización sacerdotal, pero ésta no podía hacerle ningún daño. El símbolo era un emblema transformado, un giro verbal convertido en imagen: el signo de la bondadosa madre Tanit —un torso romboide con pechos y cabeza sobre el cual aparecían la luna y la media luna— se transformó en una vulva estilizada, casi triangular; luna y media luna, introducidas dentro del triángulo y alterándose la posición de la una respecto de la otra, se convirtieron en un ojo y una ceja. «¡Ojo rojo de Melkart!», una exclamación de estupor, a veces una maldición, pero nunca un emblema del «Rey de la Ciudad», y por tanto no sujeta a la necesidad de una autorización sacerdotal.
Todo ello constituía el símbolo del Banco de Arena, y «coño mirón», como había murmurado el mozo de cuerda, era otra de sus denominaciones anodinas.
Habían hecho falta testaferros púnicos y caros exvotos al templo. Antígono no creía en los dioses; sin embargo, creía en la posibilidad de los sacerdotes de estimular la admisión de un banco nuevo mediante unas palabras propicias dichas en el momento preciso. Por eso se había presentado en el templo cuando, después de la muerte de su padre, Arístides, quiso entrar en el mundo de los negocios con la parte heredada de la fortuna de su padre y con sus propios bienes; tenía entonces dieciocho años. Entre sus primeros clientes se contaban muchas hetairas de Kart-Hadtha, a quienes él, bajo el signo de Tanit y Melkart, concedió no el cuatro sino el cuatro y medio por ciento de interés por sus haberes, lo cual divirtió y dio mucho que hablar a la ciudad.
El edificio se encontraba en la muralla que separaba el puerto de la ciudad. Tenía algunas dependencias comerciales al lado del malecón y otras en la calle habitada que llevaba del puerto al ágora. Sólo los empleados podían pasar de unas a otras; el resto de la gente tenía que utilizar las salidas vigiladas que daban al distrito portuario.
Bostar estaba en las dependencias del malecón. Dio un estridente chillido cuando vio a su amigo, saltó sobre la larga mesa de mármol, se abrió paso entre los clientes y abrazó a Antígono.
—Tú… de dónde… cuándo… ah, que alegría volver a verte. ¿Cómo…?
—Despacio, despacio. —Antígono reía.
—Hueles muy mal —dijo Bostar—. Llevas el cabello demasiado largo, no hablemos ya de la barba. Necesitas un baño, agua perfumada, ropas frescas y un corte de pelo.
Dibujó una amplia sonrisa y cogió a Antígono por los hombros.
—Para todo habrá tiempo. Pero primero… —Se volvió hacia el mozo de cuerda y le hizo una señal. Bostar levantó la parte móvil del tablero de la mesa y pasó a través de ésta. Una vez que la pesada carga hubo sido dejada en el depósito de Bostar, Antígono arrojó al libio medio schekel, casi el doble de lo que el mozo ganaba en un día normal.