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Authors: Dan Brown

Ángeles y Demonios (60 page)

BOOK: Ángeles y Demonios
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—¡La cita es una metáfora, padre! ¡No existe esa
roca!

Una extraña tristeza invadió al camarlengo.

—Sí que existe la roca, hijo mío. —Señaló el agujero—.
Pietro è
la pietra.

Langdon se quedó de una pieza. Al instante, lo comprendió todo.

La austera sencillez de la situación le produjo escalofríos. Mientras miraba la larga escalera, cayó en la cuenta de que sí había una roca sepultada en la oscuridad.

Pietro è la pietra.

La fe de Pedro en Dios era tan férrea que Jesús llamaba a Pedro «la Roca», el discípulo inconmovible sobre cuyos hombros Jesús construiría su Iglesia. En este mismo lugar, comprendió Langdon (la colina del Vaticano), Pedro había sido crucificado y sepultado. Los primitivos cristianos edificaron un pequeño altar sobre su tumba. Cuando la cristiandad se expandió, el altar aumentó de tamaño, capa tras capa, hasta culminar en esta colosal basílica. Toda la fe católica había sido construida, literalmente, sobre la tumba de san Pedro. La roca.

—La antimateria está en la tumba de san Pedro —dijo el camarlengo con voz cristalina.

Pese al aparente origen sobrenatural de la información, Langdon intuyó una lógica impecable en la situación. Colocar la antimateria sobre la tumba de San Pedro parecía dolorosamente obvio. Los Illuminati, en un acto de desafío simbólico, habían plantado la antimateria en el corazón de la cristiandad, en un sentido literal y simbólico al mismo tiempo.
La infiltración suprema.

—Y si hacen falta pruebas profanas —dijo el camarlengo en tono impaciente—, acabo de encontrar la rejilla abierta. —Señaló el boquete del suelo—. Nunca ha estado abierta. Alguien ha estado ahí abajo... hace poco.

Todo el mundo miró la abertura.

Un instante después, con engañosa agilidad, el camarlengo agarró una lámpara de aceite y se encaminó hacia el hueco.

119

Los escalones de piedra descendían a las entrañas de la tierra.

Voy a morir aquí,
pensó Vittoria, al tiempo que aferraba el pasamanos y seguía a los demás por el estrecho pasadizo. Aunque Langdon había pretendido detener al camarlengo, Chartrand había sujetado a Langdon para impedírselo. Por lo visto, el joven guardia estaba convencido de que el sacerdote sabía lo que hacía.

Tras una breve refriega, Langdon se soltó y persiguió al camarlengo, con Chartrand pisándole los talones. Vittoria había corrido tras ellos.

La pendiente era tan empinada que cualquier paso en falso podía significar una caída mortal. Muy abajo distinguió el resplandor dorado de la lámpara de aceite del camarlengo. Detrás de ella, Vittoria oyó los apresurados movimientos de los reporteros de la BBC. El foco de la cámara proyectaba sombras monstruosas en el pasadizo, además de iluminar a Langdon y Chartrand. Vittoria apenas podía creer que el mundo estuviera siendo testigo de esta locura.
¡Deja de filmar!
De todos modos, sabía que gracias al foco veían los escalones que pisaban.

Mientras la persecución continuaba, los pensamientos de Vittoria se agitaban como una tempestad. ¿Qué estaba haciendo el camarlengo ahí abajo, aunque pudiera encontrar la antimateria? ¡No quedaba tiempo!

Vittoria se sorprendió al caer en la cuenta de que su intuición le estaba diciendo que el camarlengo tal vez estaba en lo cierto. Ocultar la antimateria tres pisos bajo tierra casi parecía una elección noble y piadosa. A una buena profundidad, como en el almacén de materias peligrosas del CERN, la explosión de la antimateria quedaría restringida en parte. No habría onda de calor, ni metralla voladora que hiriera a la gente congregada en la plaza de San Pedro, tan sólo un cráter bíblico en la tierra y una enorme basílica que se hundiría en él.

¿Había sido éste el único acto decente de Kohler? ¿Salvar vidas? Vittoria aún no podía creer que el director hubiera estado implicado. Podía aceptar su odio a la religión, pero esta espantosa conspiración parecía superarle. ¿Era tan profundo el odio de Kohler? ¿Lo bastante para destruir el Vaticano, contratar a un asesino, asesinar a su padre, al Papa y a cuatro cardenales? Se le antojaba impensable. ¿Cómo había podido urdir Kohler esta traición dentro de los propios muros del Vaticano?
Rocher era el infiltrado de Kohler,
pensó Vittoria.
Rocher era un Illuminatus.
No cabía duda de que el capitán Rocher tenía llaves de todo: los aposentos del Papa, 
Il Passetto,
la Necrópolis, la tumba de San Pedro... Podría haber ocultado la antimateria en la tumba del santo, un lugar de acceso muy restringido, y luego ordenado a sus guardias que no perdieran tiempo registrando las zonas prohibidas del Vaticano. Rocher sabía que nadie encontraría jamás el contenedor.

Pero el capitán no podía imaginarse que el camarlengo recibiría un
mensaje del cielo.

El mensaje. Éste era el acto de fe que Vittoria aún luchaba por aceptar. ¿Se había
comunicado
Dios con el camarlengo? Su instinto le decía que no, pero ella misma, por su profesión, había estudiado interrelaciones muy peculiares: huevos de la misma puesta de tortugas marinas, llevados a laboratorios separados por miles de kilómetros, que se abrían en el mismo instante, extensiones tan grandes como hectáreas de medusas que palpitaban con un ritmo perfecto, como si formaran una sola mente...
Existen líneas de comunicación invisibles
en todas partes,
pensó.

Pero ¿entre Dios y el hombre?

Ojalá su padre le hubiera transmitido su fe. En una ocasión, le había explicado la comunicación divina en términos científicos, y la había convencido. Aún recordaba el día en que le había visto rezando y le preguntó:

—Padre, ¿por qué te molestas en rezar? Dios no puede contestarte.

Leonardo Vetra había
alzado
la vista con una sonrisa paternal.

—Mi hija la escéptica. ¿Así que no crees que Dios habla al hombre? Déjame traducirlo a tu lenguaje. —Bajó un modelo de un cerebro humano de un estante y lo dejó delante de ella—. Como imagino que sabrás, Vittoria, los seres humanos utilizan un porcentaje muy pequeño de su capacidad cerebral. Sin embargo, si los colocas en situaciones cargadas de emotividad, como traumas físicos, extrema alegría o miedo, profunda meditación, de repente sus neuronas empiezan a dispararse como locas, lo cual da como resultado una clarividencia mental mucho mayor.

—¿Y qué? —repuso Vittoria—. El que tú pienses con lucidez no significa que hables con Dios.

—¡Ajá! —exclamó Vetra—. Y no obstante, soluciones notables a problemas en apariencia insolubles suelen aparecer en estos momentos de clarividencia. Es lo que los gurús llaman conciencia superior; los biólogos, estados alterados, y los psicólogos hipersensibilidad. —Hizo una pausa—. Y los cristianos lo llaman respuesta a una oración. —Sonrió—. A veces, la revelación divina sólo significa adaptar tu cerebro para escuchar lo que tu corazón ya sabe.

Mientras corría en la oscuridad, Vittoria pensó que tal vez su padre tenía razón. ¿Costaba tanto creer que el traumatismo del camarlengo había inducido en su mente un estado en el que había «descubierto» el emplazamiento de la antimateria?

Cada uno de nosotros es Dios,
había dicho Buda.
Cada uno de nosotros lo sabe todo. Sólo necesitamos abrir nuestras mentes para escuchar nuestra propia sabiduría.

Fue en ese momento de clarividencia, mientras Vittoria continuaba descendiendo, cuando sintió que su mente se abría, que su sabiduría ascendía a la superficie... Supo sin el menor asomo de duda cuáles eran las intenciones del camarlengo. Sintió más miedo que nunca.

—¡No, camarlengo! —gritó—. ¡Usted no lo entiende! —Vittoria imaginó la multitud congregada en la plaza de San Pedro y la sangre se le heló en las venas—. Si desplaza la antimateria a la superficie... ¡todo el mundo
morirá!

Langdon avanzaba a grandes zancadas. El pasadizo era angosto, pero ya no sentía claustrofobia. Aquel miedo debilitador de otros tiempos había dado paso a un temor mucho más profundo.

—¡Camarlengo! —Langdon se dio cuenta de que estaba acercándose al resplandor de la lámpara—. ¡Deje la antimateria donde está! ¡No podemos hacer otra cosa!

Nada más pronunciar las palabras, no dio crédito a sus oídos. No sólo había aceptado la divina revelación del emplazamiento de la antimateria, sino que estaba abogando por la destrucción de la basílica de San Pedro, una de las grandes obras arquitectónicas de la tierra, así como de las obras de arte que contenía.

Pero la gente que hay afuera... Es la única solución.

Parecía una cruel ironía que la única manera de salvar a la gente consistiera en destruir San Pedro. Langdon imaginó que el simbolismo divertiría a los Illuminati.

El aire procedente del fondo del túnel era frío y húmedo. En algún lugar de aquellas profundidades se hallaba la sagrada necrópolis, la sepultura de san Pedro y de incontables cristianos de los primeros tiempos. Langdon sintió un escalofrío, y confió en que no estuvieran empeñados en una misión suicida.

De repente, la lámpara del camarlengo pareció detenerse. Langdon no tardó en darle alcance.

El final de la escalera se materializó en la oscuridad. Una puerta de hierro forjado con tres calaveras talladas bloqueaba el paso. El camarlengo estaba abriendo la puerta. Langdon dio un salto y la cerró. Los demás bajaron en tropel por la escalera, pálidos como fantasmas a la luz del foco, sobre todo Glick, cuya lividez se acentuaba a cada paso que daba.

Chartrand agarró a Langdon.

—¡Deje pasar al camarlengo!

—¡No! —gritó Vittoria desde arriba, sin aliento—. ¡Hemos de salir ahora mismo!
¡No podemos
sacar la antimateria de aquí! ¡Si la trasladamos arriba, toda la gente congregada en la plaza
morirá!

El camarlengo habló con voz muy serena.

—Hemos de tener fe. Nos queda poco tiempo.

—Usted no lo entiende —dijo Vittoria—. ¡Una explosión en la superficie será mucho peor que aquí abajo!

El camarlengo la miró, con un brillo de cordura en los ojos.

—¿Quién ha hablado de una explosión en la superficie?

Vittoria le miró fijamente.

—¿La va a
dejar
aquí?

La seguridad del camarlengo era hipnótica.

—Esta noche no habrá más muertes.

—Pero, padre...

—Por favor... Un poco
de fe.
—La voz del camarlengo se convirtió en un susurro—. No les pido que se queden conmigo. Son libres de marcharse. Sólo pido que no se entrometan en Sus designios. Déjenme hacer lo que se me ha ordenado. Voy a salvar a esta Iglesia. Estoy en condiciones de hacerlo. Lo juro por mi vida.

El silencio que siguió fue atronador.

120

Las once y cincuenta y un minutos.

Necrópolis
significa literalmente
ciudad de los muertos.

Lo que había leído Robert Langdon acerca de este lugar no le había preparado para el momento de verlo. El colosal subterráneo estaba lleno de mausoleos semiderruidos, como casitas construidas sobre el suelo de la caverna. El aire olía a muerte. Un laberinto de angostos pasillos serpenteaba entre los monumentos funerarios, en su mayoría construidos de ladrillo con revestimientos de mármol. Al igual que columnas de polvo, incontables pilares de tierra se alzaban, los cuales sostenían un techo de tierra, que colgaba a baja altura sobre el siniestro villorrio.

La ciudad de los muertos,
pensó Langdon, que se sentía atrapado entre el pasmo del erudito y el miedo. Los demás y él se internaron más en los pasadizos.
¿He tomado la decisión equivocada?

Chartrand había sido el primero en rendirse al hechizo del camarlengo. Glick y Macri, a instancias del sacerdote, habían accedido a facilitar luz para la búsqueda, si bien teniendo en cuenta los aplausos que recibirían si salían de allí con vida, sus motivos eran dudosos. Vittoria había sido la menos entusiasta de todos, y Langdon había visto en sus ojos una cautela que cualquiera habría calificado de intuición femenina.

Ahora es demasiado tarde,
pensó, mientras Vittoria y él seguían a los demás.
No podemos volver atrás.

La joven guardaba silencio, pero Langdon sabía que estaban pensando lo mismo.
Nueve minutos no bastan para alejarse del Vaticano si el camarlengo se ha equivocado.

Mientras corrían entre los mausoleos, Langdon notó las piernas cansadas, y reparó con sorpresa en que el grupo estaba ascendiendo una pendiente empinada. Cuando comprendió por qué, la explicación le provocó escalofríos. La topografía que pisaba era la misma de los tiempos de Cristo. ¡Estaba corriendo sobre la colina del Vaticano original! Langdon había oído afirmar a estudiosos del Vaticano que la tumba de San Pedro estaba cerca de la cumbre de dicha colina, y siempre se había preguntado cómo lo sabían. Ahora, lo entendió.
¡La
maldita colina sigue en su sitio!

Langdon experimentó la sensación de que estaba atravesando páginas de la historia. Delante, no lejos de él, se hallaba la tumba de san Pedro, la reliquia cristiana. Costaba imaginar que un modesto altar había señalado el emplazamiento de la tumba original. Ya no era así. A medida que aumentaba la preeminencia de San Pedro, se construyeron nuevos altares sobre el antiguo, y ahora, el homenaje se alzaba a más de ciento treinta metros sobre el suelo, hasta la cúspide de la cúpula de Miguel Ángel, que se hallaba en línea recta sobre la tumba original.

Siguieron ascendiendo por los pasadizos sinuosos. Langdon consultó su reloj.
Ocho minutos.
Empezó a preguntarse si Vittoria y él se reunirían con los cadáveres enterrados en este lugar hasta el fin de los tiempos.

—¡Cuidado! —gritó Glick desde atrás—. ¡Nidos de serpientes!

Langdon los vio a tiempo. Una serie de pequeños huecos aparecían en el sendero. Saltó sobre ellos.

Vittoria le imitó, con semblante inquieto.

—¿Nidos de serpientes?

—En realidad, servían para alimentar a los muertos, pero dejémoslo aquí.

Acababa de darse cuenta de que los huecos eran tubos de libaciones. Los cristianos primitivos creían en la resurrección de la carne, y utilizaban los agujeros para «dar de comer a los muertos» literalmente, vertiendo leche y miel en las criptas subterráneas.

El camarlengo se sentía débil.

Extraía fuerzas de la responsabilidad que sentía para con Dios y los hombres.
Casi hemos llegado.
Sufría dolores increíbles.
La mente
puede causar mucho más dolor que el cuerpo.
Aún se sentía cansado. Sabía que le quedaba muy poco tiempo, pero era precioso.

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