Amor a Cuadros (19 page)

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Authors: Danielle Ganek

BOOK: Amor a Cuadros
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—Éste me gusta —anuncia—. Veamos cómo te queda puesto.

—Es demasiado serio —digo, aunque me quito los vaqueros—. No quiero que parezca que quiero seducirlo a toda costa.

—Es sólo una cita de negocios, ¿no es cierto?

Me pongo el vestido.

—Por eso no quiero que parezca que quiero seducirlo a toda costa.

—Si hubiese sido sólo una cita de negocios, habrías ido directamente desde la galería. ¿Por qué te molestaste en venir a casa a cambiarte?

—Quería darme una ducha. —Empiezo a hablar a la defensiva. Me cierro la cremallera del vestido y me giro hacia Azalea.

—Muy bonito —dice—. Muy Audrey Hepburn si lo combinamos con una gargantilla de perlas. Y vamos a hacerte un recogido.

No tengo una gargantilla de perlas. Pero dejo que me haga un recogido. Para cuando suena el timbre, indicando que Zach está abajo, es demasiado tarde para volver a ponerme los vaqueros. Así que voy demasiado arreglada, y eso es algo que odio.

—Guau —dice Zach cuando llego abajo. Inmediatamente me siento ridícula.

Él lleva unos viejos Levi’s, un suéter azul marino y el abrigo abierto, un conjunto mucho más apropiado para la ocasión.

—Estás increíble —dice, con aspecto de estar impresionado.

—No te hagas el sorprendido —digo, casi sin aliento. ¿Cómo es posible que mi mente racional y mi cuerpo puedan tener opiniones tan distintas sobre Zach?

—Me gusta —comenta—. Muy adulto.

—Las apariencias engañan —replico, mientras echamos a andar por la calle.

—¿No te sientes como una persona adulta?

—Ni siquiera me siento como una adolescente sofisticada. Creo que sigo siendo una niña. —¡Oh, Dios!, ¿se puede saber qué estoy diciendo? Parezco una idiota. Zach tiene algo que me hace sentir cómoda, como si pudiera contarle cualquier cosa. Pero al mismo tiempo tengo los nervios de punta, y me da la impresión de que voy a vomitar.

Zach se echa a reír. Se comporta como si yo fuese la persona más encantadora que ha conocido en su vida. Asumo de inmediato que eso quiere decir que anda buscando algo.

—¿Aún tienes ganas de ir a ver alguna exposición? ¿O vamos directamente a por la hamburguesa?

—Lo mismo me da —digo, aunque no me importaría tomarme un respiro del mundillo del arte. Por lo visto, soy toda arte, todo el tiempo. Y eso hace que sea perfectamente consciente de lo insignificante que resultaría cualquier pequeña contribución que pudiera ofrecerle al mundillo del arte por medio de mis cuadros.

—¿Qué tal una exposición? —sugiere—. Hoy le he echado un vistazo a un pintor nuevo. Hace retratos.

—De acuerdo, entonces. Una exposición.

Hay una Vespa verde aparcada frente a mi bloque de apartamentos. Zach la señala y dice:

—¿Te apetece ir a dar una vuelta?

—¿Es tuya? —pregunto, y me echo a reír. No me imagino a Zach sobre un par de ruedas tan europeas.

—Nací salvaje —dice, riéndose de sí mismo—. No puedo permitirme comprarme un coche. Pero tú llevas un vestido, así que será mejor que cojamos un taxi.

Zach para un taxi, y nos subimos juntos.

—El artista al que vamos a ver pasó un tiempo en la cárcel. Por traficar con drogas. Dice que lo encerraron por error. Cuando salió, se dedicó a hacer lo que él llama servicios a la comunidad. Fue a los parques de Zurich donde suelen reunirse los toxicómanos, y encontró a seis mujeres que eran drogadictas. Pintó unos retratos increíbles de ellas, hizo que posasen para él durante dos semanas, a veces más, y anotó todo lo que le contaron sobre sus vidas. Ha escrito un libro que reúne los retratos y las historias.

La exposición, en una pequeña galería en los límites de Chelsea, es realmente buena. Las mujeres de los cuadros quedan tan sólo insinuadas por medio de gruesos remolinos de pintura que de alguna manera evocan el dolor y la confusión de la vida de un toxicómano. Me quedo fascinada. Ésa es la clase de cuadros que sueño con poder realizar. Ojalá pudiese.

—Son buenos, ¿verdad? —dice Zach.

—Me gustan mucho. —Eso es decir poco. O tal vez sea decir demasiado. En realidad, no me gustan estos cuadros: me deprimen por completo. No consigo imaginarme pintando algo así. Desde el día en que
Lulú conoce a Dios y duda de Él
colgó por primera vez de la pared frente a mi escritorio, he empezado a cuestionarme qué es lo que una vez me hizo pensar que podría llegar a ser artista.

No quiero contarle todo esto a Zach. Lo que quiero decir es: ¿qué iba a decirle? ¿Piensas que soy la recepcionista de una galería, pero lo que en realidad quiero hacer es —dramático redoble de tambor— pintar?

—No son como las obras de Finelli —dice, observando con atención el cuadro—. Son estilos muy distintos, pero ambos capturan muy bien la figura humana.

Vale, ya es suficiente. ¿Qué pasa con esa hamburguesa?

*

Estamos sentados en un reservado al fondo de un bar mal iluminado y un nombre anodino con un par de cervezas heladas en la mano cuando Zach dice:

—Simon jamás le venderá ese cuadro a Connie.

—No, si puede evitarlo —concedo.

—¿Crees que Finelli de verdad le dijo a Lulú que el retrato era para ella?

Hago una pausa.

—Supongo que sólo podemos saber lo que ella nos dice. Pero Jeffrey me comentó aquella noche que había tenido que prometerle un cuadro para conseguir que viniera a la exposición.

—Un cuadro —apunta—. ¿Qué significa eso? ¿Por qué iba a prometerle un cuadro que ya había vendido? Puede que se refiriese a otro cuadro, a uno de los de su estudio.

Mientras hablan, sus ojos se posan sobre mi cara con expresión amistosa.

—Dane O’Neill dice que podría haber estado hablando en sentido metafórico. Que quería decir: te regalo este cuadro, pero, ya sabes, que no se refería a que pudiese de verdad llevárselo a casa y colgarlo de una pared.

—Eso tiene más sentido —dice—. Seguramente también Simon prefiere esa explicación.

Le pedimos hamburguesas con cebolla a la plancha y patatas fritas a un camarero con una barba larga y grasienta.

—Yo esperaba que se descubriese que Simon asesinó a Jeffrey —digo, porque la cerveza, con el estómago vacío, se me sube directa a la cabeza—. De esa forma, la historia sería más interesante.

—¿Simon? Le daría miedo partirse una uña.

Nos echamos a reír.

—Lo sé —contesto—. Podría despeinarse la melena.

—¿Cómo consigue llevar siempre esos pelos? —pregunta Zach.

Bebo un largo sorbo de mi segunda cerveza, dándome cuenta de lo bien que lo estoy pasando.

—Pero sería una buena historia, ¿no crees? Si lo hubiese matado.

Asiente con la cabeza, sonriendo.

—La historia sería aún mejor si lo hubiese matado Pierre LaReine. Ya verás, si Finelli va a proporcionarle dinero a alguien, no será a Simon. Será a LaReine.

—Lulú va a salir otra vez con él esta noche —le digo—. Dice que, y cito textualmente: «Le resulta imposible resistirse a sus intensos poderes de seducción».

Zach se echa a reír.

—Está hecho un lobo. Con piel de cordero. Quiere echarle mano a lo que sea que hay en ese estudio.

—Pero ella es preciosa, e inteligente, y muy simpática —digo—. Y se supone que a Pierre le encantan las mujeres guapas. ¿Crees que el estudio es lo único que le interesa?

—Vamos —replica.

—Puede que Lulú logre sacarle partido a la situación.

—A Connie le obsesiona Lulú —explica Zach—. No para de preguntarme si va a venir a su fiesta. Me preguntó qué número calza. ¿Cómo demonios iba a saberlo yo?

Las hamburguesas son gruesas y jugosas, recubiertas de cebolla a la plancha y queso
cheddar
y acompañadas por dos cuencos de crujientes de patatas fritas.

—¿No te alegras de haber cambiado de opinión? —dice, a mitad de un bocado.

Es la hamburguesa más deliciosa que he probado en mi vida. Mastico unos segundos antes de responder para no ponerlo perdido de migas.

—¿A qué te refieres?

—A la hamburguesa —dice, mojando una patata en kétchup—. Porque me has jurado que jamás saldrías con nadie que trabaje en el mundillo del arte.

—¿Eso te dije?

Me señala con la patata.

—Me dijiste que no te llamara.

—¿En serio? —no recuerdo gran cosa de la noche de los tres martinis, pero sí recuerdo haberle dicho que no me llamara—. Creo que aquello fue un intento de tonteo por mi parte.

Sus ojos se clavan en los míos desde el otro extremo de la mesa.

—Está claro que no se me da muy bien —añado.

Extiende el brazo con una servilleta en la mano para limpiarme la mejilla.

—Me da la impresión de que te las apañas bastante bien.

Casi me atraganto con una patata frita al querer contradecir lo que ha dicho.

—Nada más lejos de la realidad. —Rápidamente bebo un sorbo de cerveza, mientras niego con la cabeza.

Me sonríe lentamente y de forma muy sexy. Es una de esas sonrisas en las que también participan los ojos.

—¿Por eso fuiste tan borde la primera vez que fui a la galería?

—No fuiste a la galería —digo, tras darle otro bocado a la hamburguesa—. Nos conocimos en una subasta.

—No —contesta él—. Antes de eso fui a la galería. Te pedí la lista de precios, y tú pusiste los ojos en blanco, exasperada.

—Entonces, seguro que no era yo —afirmo—. Yo intento sin ayuda de nadie hacer desaparecer el mito de que las recepcionistas de las galerías de arte tienen que ser antipáticas.

Se echa a reír. Dios, qué bien suena.

—Durante la subasta me pediste un bolígrafo, y te di el único que tenía —le recordé.

—Vamos —dice, tirándome una servilleta—. Yo nunca me habría presentado en una subasta sin un bolígrafo.

Le devuelvo la servilleta.

—Lo que estás sugiriendo es imposible. No te habría olvidado.

Es cierto. A la perfeccionista que llevo dentro no le gusta nada esta versión de la historia. Y la historia de cómo se conoció una pareja es importante. Espera. Nosotros no vamos a ser pareja, así que ¿por qué iba a ser importante la historia de cómo nos conocimos?

—Dijiste que no podrías confiar en nadie que gane dinero vendiendo obras de arte —prosigue—. Y yo te dije que no gano mucho dinero.

Eso me hace reír.

—Y ¿qué respondí a eso?

—Te reíste, igual que has hecho ahora —repone.

—Ya ves, tenía razón al actuar con cautela —señalo—. Durante toda la conversación me estabas mintiendo. Seguramente tenías tres bolígrafos en el bolsillo.

—Por lo menos tres —concede.

*

Nos quedamos sentados a la mesa hasta después de medianoche. Los chicos que saben hacerte reír tienen algo muy especial. Aunque periódicamente me recuerde a mí misma que ésta es una amistad de negocios y nada más, no puedo evitar pensar que nunca más saldré con alguien que no tenga sentido del humor.

Hace una noche cálida. Es una de esas noches mágicas de Nueva York en las que la primavera hace una tímida aparición en pleno invierno antes de desaparecer por otras cuantas semanas.

Mientras caminamos, hablamos de nosotros mismos. Zach me habla de su pasión por la fotografía y me pregunta cómo acabé trabajando en la galería. En vez de intentar evitar tener que darle una respuesta, le digo la verdad.

—Soy, mmm, bueno, soy artista. Pintora.

Sé que hay muchísimas personas que son perfectamente capaces de pronunciar esas palabras con absoluta comodidad, pero esta breve confesión me sale con voz vacilante y avergonzada, como si acabara de contarle un secreto muy personal. Supongo que así ha sido.

Zach se limita a asentir con la cabeza y me pregunta qué me gusta pintar.

—Me encantaría ver tu trabajo —dice. Es música para mis oídos. El único problema es que no tengo ningún trabajo que enseñarle.

Me acompaña a casa a través del SoHo, donde hay grupos de gente reunida a las puertas de los restaurantes y donde todo el mundo parece reír. Cruzamos la calle Houston, y Zach me coge de la mano cuando echamos a correr justo antes de que el semáforo del otro lado de la calle cambie de verde a rojo. A la puerta de mi edificio, nos quedamos el uno frente al otro.

Ya me he dicho a mí misma que no puedo permitir que suba a mi apartamento. No me lo pide. Me besa en la mejilla y dice:

—Buenas noches, McMurray.

Eso es todo. Pero me parece que es lo más apropiado. Totalmente en contra de mi voluntad, parece que estoy enamorándome un poquito de Zach Roberts. El hecho de que, por lo visto, no tengo ni voz ni voto en este asunto me desconcierta.

11

Recepción del museo en honor de Dane O’Neill en casa de Constance y Andrew Kantor

Finales de marzo

Simon y yo somos los primeros en llegar al apartamento de los Kantor en Park Avenue.

—Maldita sea —dice Simon—. Tienes que organizar mejor nuestro tiempo. Llegamos temprano.

Está de un humor de perros. Aún no ha vendido
Lulú conoce a Dios
, y le preocupa que el interés por el cuadro pueda estar decayendo. Es hora de pasar página y ocuparse de otros negocios. No tengo que recordarte que ha sido el propio Simon el que ha provocado esta situación al decidir esperar para vender porque así pensaba aumentar sus beneficios. Es caprichoso y cambia constantemente de opinión, así que no me molesto en recordarle que fue él el que dijo que debíamos salir hacia la parte alta de la ciudad antes de las seis. Le entrego mi abrigo y mi paraguas a un hombre vestido de esmoquin y me dirijo a la barra.

En ocasiones Simon concierta citas en algunos de estos acontecimientos, calculados para establecer contactos comerciales y que en nuestra rama de negocio suelen pasar por reuniones sociales. Siempre hay chicas de las casas de subastas o de las galerías, editoras de Publicaciones Conde Nast, o guapas relaciones públicas que se dejan cautivar lo bastante por su acento y su melena, y por el hecho de que Simon sea dueño de una galería, como para convencerse a sí mismas de que la fría indiferencia que éste desprende es en realidad encanto, y acceden a colgarse, de su brazo durante una fiesta.

A veces son hombres jóvenes, aunque a estos últimos no los llama citas. Y no les permite colgarse de su brazo.

Pero por lo general Simon prefiere que le acompañe yo. Insiste en que es parte de mi trabajo, y tiene razón, supongo. No le gusta malgastar su tiempo con una cita cuando puede pasarse la fiesta convenciendo a un cliente potencial. También insiste en que
yo
intente convencer a clientes potenciales, lo cual hago lo mejor que puedo. El hecho de que Simon se empeñe en que hable con los clientes, aunque mis habilidades a este respecto son más bien inexistentes, indica que mi jefe no es ninguna lumbrera para los negocios. Siempre anda rondándome en las fiestas, implorándome que «me mezcle, que me mezcle».

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