Amor a Cuadros (14 page)

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Authors: Danielle Ganek

BOOK: Amor a Cuadros
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—¿
Quos párese
, tíos? —le pregunta el actor a sus amigos. Ya les ha dicho lo que tienen que contestar, es parte de su numerito.

—Guay —dice uno de ellos—. A mí me molan.

—Éste es el que quiero —nos anuncia, señalando el
Lulú
—. Me gustan las cosas grandes.

Los dos amigos sueltan una risita ante el ingenioso comentario, por supuesto. No les guardo rencor. Todos hacemos lo que tenemos que hacer para sobrevivir.

El actor no pregunta por el precio. Se acerca a la puerta; pero justo antes de rodear el tabique se gira y hace un gesto con las manos como si fueran pistolas en dirección a Simon.

—Me lo reservas, ¿vale?

No, no, quiero decirle a Simon. Si quieres usar el cuadro en beneficio propio, no es buena idea ofrecérselo a un actor. Lo más inteligente sería convencer a alguien como Martin Better de que comprase la pieza. O a Robert Bain. O dársela a Lulú. Piensa en toda la publicidad que conseguirías con un regalo así. Pero Simon no es muy inteligente. Y él mismo lo dijo: está loquito por ser el marchante de los famosos. Así que le reserva el cuadro de Lulú al actor. Espera, ¿no lo había reservado ya Connie? ¿Y no lo ha reservado también Dane O’Neill? ¿Y Simon no pensaba enviarlo a casa de Martin Better, en Greenwich? Sí, sí y sí. Y todo eso en un día de trabajo aquí, en la Galería Simon Pryce.

7

Tour por las galerías de Chelsea y almuerzo en Bottino

Viernes

Siete segundos. Ése es el tiempo que, por término medio, un espectador pasa mirando un cuadro antes de pasar al próximo, según un estudio realizado en el Museum of Modern Art. En el caso de Finelli, la gente se toma su tiempo. Diez o hasta doce segundos, por lo menos, según mis cálculos, antes de apartar la mirada.

El viernes la galería está más llena de lo que lo ha estado jamás. Eso no quiere decir que se congreguen multitudes frente a la recalcitrante puerta. Pero hay un flujo continuado, más que un goteo, de gente que entra para colocarse frente a la obra maestra de Finelli y contemplarla. Durante al menos siete segundos.

Es casi la hora de almorzar cuando Simon sale de su despacho. Se abre paso entre la gente que hay en la galería, empujando con los brazos. Lleva una carpeta en una mano y el móvil abierto en la otra, y en su rostro se dibuja una expresión que es puro veneno. Con ese semblante parece casi capaz de matar. Puede que mis primeras sospechas fuesen acertadas. Me planteo retomar mi teoría del asesinato.

—¿Cuándo pensabas decirme que Pierre LaReine ha estado aquí?

No tenía intención de olvidarlo. Ayer se me fue el santo al cielo. Pero, ups, supongo que debí haberlo mencionado.

—Perdona.

—Esto es inaceptable —dice. No puede levantar demasiado la voz porque hay gente en la galería, pero se inclina todo lo que puede sobre mi escritorio y me sisea a la cara, dejando escapar saliva de una forma muy desagradable. El aliento le huele a té, menos mal—. Primero intentas vender el cuadro sin mi permiso. ¿Y después te reúnes con Pierre LaReine a mis espaldas?

Intento explicarle que no fue así. La verdad es que simplemente se me ha olvidado decírselo, con todo el revuelo de los últimos días. Después de todo, Dane O’Neill se ofreció a cubrirme el cuerpo de pintura, ¿le cuento también esa parte?

Simon no quiere escucharme.

—La ambición es traicionera —dice—. No seas víctima de las ansias de atención de tu ego.

—Mmm, vale. —Me echo hacia atrás sobre la silla para evitar el chaparrón de saliva.

En todos los años que llevo en la galería nunca le he dicho a Simon qué debe hacer. Tengo un instinto de supervivencia bastante fiable, supongo, y desde muy temprano me di cuenta que darle mi opinión a Simon a menudo afectaba de forma negativa a nuestra relación. Y sin embargo hoy, por alguna extraña razón, se me escapan las palabras:

—Creo que deberías darle el cuadro a Lulú.

Si de repente hubiese montado un numerito a lo Dane O’Neill y me hubiese quitado la ropa, no hubiera puesto tal cara de sorpresa. Se incorpora hasta quedar perfectamente recto, con aire presuntuoso.

—¿Qué nombre aparece en esa puerta? Porque esa persona es la que va a decidir qué hacer con ese cuadro.

—Yo sólo creí que...

—¿Tú creíste qué? ¿Creíste que no tenías que contarme que LaReine está afilando las garras? ¿No creíste que fuese importante? Me estoy pensando si no despedirte por eso.

Una idea interesante. Despedirme y mandarme a casa. Igual que cuando terminaban las clases del colegio. Si no fuera por el hecho de que tengo exactamente siete dólares en mi cuenta de ahorro, puede que hasta me gustase la idea. Despido, sí. De hecho, la antigua razón por la que acepté este trabajo —para que me sirviese de entrada al mundillo de las galerías de arte— ya está un poco pasada. Llevo cinco años aquí y no tengo gran cosa que mostrarle a Simon, ni mucho menos a cualquier otro marchante. Y el mundillo del arte no está precisamente a la espera de mi grandiosa aparición, si sabes a lo que me refiero.

Simon me lanza otra mirada de furia y después se gira sobre los talones. No va a despedirme. Por supuesto que no. ¿Cómo era esa palabra que define nuestra relación? ¿Codependencia? Sí, creo que ésa era. Somos codependientes. Unos desequilibrados que se necesitan el uno al otro. La verdad es que me gustaría caerle bien a Simon. Puede que tenga que ver con el hecho de que perdí a mi padre cuando era pequeña. O tal vez quiera seguir aferrándome a la fantasía de que un día voy a entrar por esa puerta con dos o tres lienzos en una bolsa de la compra y sorprender tanto a Simon con mi talento artístico que no pueda evitar echarse a llorar. ¡Ja!

Cuando empecé a trabajar para Simon, creo que pensaba que los marchantes de arte eran una especie de dioses. Bueno, tienen el poder de consagrar. Tú, tú eres un artista. Tú, tú no lo eres. Quería creer que Simon era el Mesías. Lo consideraba el protector de las llaves del reino, la persona que podía hacer que comenzase mi vida, que podía decirme: «Tú, tú eres especial».

Mirando hacia atrás por encima del hombro, el Mesías me dice:

—He vendido el autorretrato. Trescientos mil. A Mark Banashek. Envíale una factura.

A las doce y cuarenta y cinco, dos policías se plantan frente a la puerta. Polis del Departamento de Policía de Nueva York, con sus uniformes azules. Se acabó, pienso. Han venido a arrestar a Simon. ¡Tenía razón en sospechar! Se me queda la boca seca cuando aparcan frente a la puerta. No estoy obligada a darles ninguna información, me digo a mí misma. Sólo tengo que contestar a sus preguntas. Es imposible que Simon Pryce haya asesinado a nadie, puedo decir. Es un tontorrón, les diré, un pobre hombre en todos los sentidos, pero incapaz de matar.

Observo cómo abren la puerta —con las caderas bien— y se acercan a mí. Me quedo inmóvil. Asesinato,
ésa
sí que es una buena historia. Me pregunto cómo se las apañará Simon en la trena. El trullo. ¿Qué aspecto tendrá con un mono naranja? ¿Le obligarán a ser la amiguita de alguien?

No logro ofrecerles ni una sonrisa. Pero tampoco parecen esperar una. Puede que lo sepan todo sobre las galerinas. Pasan por mi lado sin prestarme atención y se acercan serpenteando a la exposición. Entonces hacen algo sorprendente. Contemplan los cuadros. Se quedan unos pocos minutos —casi exactamente siete segundos por pieza, me parece—. Una vez las han visto todas, se dirigen hacia la puerta.

Durante todo este tiempo me mantengo rígida e inmóvil en mi sitio, esperando que saquen a Simon a rastras y esposado.

—A tu mujer le van estas cosas, ¿no? —le dice un policía al otro, mientras niega con la cabeza.

—No es lo mío —dice el policía bajito con un marcado acento de Brooklyn—. Pero el cuadro de la chica no está mal.

Y se van. Ni esposas, ni pistolas desenfundadas, ni lecturas de derechos. Tan sólo un par de tipos, de lo más selecto de Nueva York, que miran unos cuadros durante su pausa para el almuerzo. Ahí acabó la corta vida de mi teoría del asesinato.

*

El grupo al que la señora Rachletminoff acompaña en sus visitas guiadas por las galerías y museos de la ciudad llega puntualmente a la una y diez y hace su sexta parada en nuestra galería antes de almorzar en Bottino. La señora Rachletminoff, una mujer achaparrada con un traje de chaqueta de tweed y unos tacones azul marino, que admite que le han hecho «un trabajillo en el contorno de ojos», abre la puerta y les indica con un gesto a sus señoras que pueden pasar.

Su grupo vive en urbanizaciones a las afueras, y se emperifollan para pasar el día en la ciudad. Se nota que están en la recta final de su tour, porque arrastran un poco los pies y cotillean en voz baja mientras esperan a que su guía les explique qué es lo que están mirando. Les sorprende escuchar que el artista acaba de fallecer.

—Era uno de los grandes —dice la Sra. Rachletminoff, con el aire de alguien que ha estudiado en profundidad la obra de Jeffrey, aunque me consta que es la primera vez que ve sus cuadros. Se le llenan los ojos de lágrimas.

—Es terrible —dice una de las señoras.

—Y espeluznante —añade otra, mientras pasea con rapidez la mirada por los cuadros que cuelgan de las paredes.

La señora Rachletminoff deja que hablen un poco y después las congrega a su alrededor con pequeños movimientos de las manos, mientras se coloca a la izquierda de
Lulú conoce a Dios y duda de Él
.

—Son auténticos —oigo decir a una de las señoras. Su amiga, que lleva unas gafas de sol colocadas sobre la cabeza y se acerca unas gafas de leer a los ojos, inspecciona la etiqueta identificativa:

—Se llama
Lulú conoce a Dios y duda de Él
. ¿Qué se supone que quiere decir?

—Odio el título —afirma otra de las mujeres, enfática.

La señora de los dos pares de gafas asiente con la cabeza.

—Por lo menos no bautizó a todos sus cuadros «sin título». Me irrita que hagan eso.

La mujer que ha dicho que son «auténticos» va vestida de rosa de los pies a la cabeza, incluyendo unos zapatos rosa. Lleva un pintalabios rosa, para ir a juego.

—A mí me gustan los títulos. Nos dicen qué es lo que estamos mirando.

—Pero ¿qué es lo que estamos mirando? ¿Dónde está Dios en este cuadro? —pregunta la de las gafas.

—En realidad no se puede
ver
a Dios —explica la señora de rosa, paciente—. Igual que en la vida real.

La de las gafas está empezando a molestarse. —No entiendo qué tiene que ver el título con el cuadro.

—Y no tienes que entenderlo —anuncia la señora enfática para todo el grupo—. Es conceptual.

La señora Rachletminoff indica el cuadro con un gesto elegante, imitando a Vanna White cuando muestra los premios de sus programas. Como muchos en su negocio privado, la señora Rachletminoff posee una anticuada licenciatura en Historia del Arte y unos pocos, aunque modestos, conocimientos concretos sobre el mundo contemporáneo.


Lulú conoce a Dios y duda de Él
. Óleo sobre lienzo. Un retrato. Es una de las obras más impresionantes de la pintura contemporánea que he visto desde hace años. Observamos a esta niña pequeña, sosteniendo su propia obra de arte, un recurso típico en los retratos clásicos. Seguramente era su hija.

Cuando entran estos grupos nadie parece escuchar al guía, así que no me molesto en corregirla. ¿Qué más da que piensen que es su hija o su sobrina? Pero el comentario me hace preguntarme qué aspecto tendría el padre de Lulú. Lulú se parece bastante a su tío sobre todo en esos ojos que tienen.

—¿Qué quiere decir eso de dudar de Dios? —pregunta la de las gafas.

—Es una metáfora —contesta la señora Rachletminoff, con un eco de desdén en la voz.

—¿Cómo se llamaba esa técnica, la que consiste en usar muchos tonos de pintura en capas? —pregunte otra de las mujeres.

No oigo la respuesta. Una de las mujeres anunció en voz alta que tiene hambre, y otra informa a la señora Rachletminoff que van a llegar tarde a Bottino sino se marchan ya.

—¿Vamos a pedir vino? —pregunta la mujer de los dos pares de gafas a las demás. El consenso general parece ser que sí, con toda certeza—. Eso es lo que más me gusta de la clase de arte de los viernes —comenta, frente a una ronda de cabezas que asienten.

—¿Cómo se llamaba el tipo éste? —pregunta alguien, alzando la voz.

—Jeffrey Finelli —dice la señora Rachletminoff mientras echan a andar hacia la salida—. Un talento tremendo, ¿no os parece? ¿No son impresionantes ¿Sentíais la emoción?

Pero las señoras ya están frente a la puerta. El almuerzo las llama.

—A mí no me parecen tan buenos —comenta Enfática al pasar junto a mi escritorio. Cualquiera es crítico de arte.

La señora Rachletminoff les abre la puerta a sus señoras, que salen a la calle. Ya la ha cerrado tras de sí cuando reaparece la mujer de rosa. La mujer tira de la puerta pero no consigue abrirla y me dedica una mirada cáustica que a estas alturas conozco bien. Es una mirada que expresa, con la misma claridad que si lo dijese en voz alta: «Mueve el culo y abre esta maldita puerta antes de que me disloque el brazo; ¿no es ése tu trabajo?».

Le abro la maldita puerta antes de que se disloque el brazo y le indico que pase a la galería. Asumo que se ha olvidado el bolso rosa o que quiere entrar al servicio antes del paseo por la manzana hasta el restaurante, pero me sorprende al preguntar por la lista de precios. Le explico que no tenemos.

—Qué raro. —La señora de rosa me observa con atención como si pensase que he sido yo la que ha cometido el asesinato—. ¿Cuánto cuesta el grande?

—No lo sé —contesto. Estoy diciéndole la verdad, no dándole una evasiva—. Tendría que consultarlo con Simon. Pero me parece que está vendido.

—¿Vendido? —niega con la cabeza, como si no quisiese creerlo. Se le desprende la pintura de los labios—. Si está vendido, deberías saber cuánto ha costado.

Me encojo de hombros.

—Perdone.

—Quiero uno. Uno de los pequeños. ¿Cuándo vais a recibir más?

Le explico que seguramente no vamos a recibir más cuadros, ya que el artista ha fallecido.

—Entonces deben ser muy valiosos —dice, antes de salir muy resuelta de la galería, claramente enfadada. No tiene problemas con la puerta al salir.

*

Da la casualidad que, igual que las señoras que viven en las afueras y que se han pasado la mañana de galería en galería, hoy yo también compro el almuerzo en Bottino. Mi comida consiste en un sándwich de mozzarella y tomate de la tienda de comida para llevar que hay junto al restaurante y que acompaño con mi cuarto capuchino del día. Consigo comerme la mitad antes de que Simon me obligue a dejarlo. Hay demasiada gente en la galería como para que se me permita almorzar. Envuelvo la otra mitad para llevármela a casa luego, aunque sospecho que Simon me la va a pedir más tarde.

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