Amor a Cuadros

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Authors: Danielle Ganek

BOOK: Amor a Cuadros
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La súbita muerte del pintor Jeffrey Finelli, atropellado el mismo día de la inauguración de su exposición, desata una fiebre inusitada por hacerse con su obra. Su viuda, su sobrina Lulú —modelo de su cuadro más representativo— y Mia, la irónica narradora empleada de la galería, se ven envueltas en una intriga llena de humor y giros insospechados que desvela al lector los secretos del delirante y viciado mundo del arte contemporáneo en Manhattan.

Danielle Ganek

Amor a Cuadros

Colección: Mujeres en la ciudad - 1

ePUB v2.0

GusiX
 
18.08.11

Título original: Lulu meets God and doubts Him

Editor original: Viking, Junio/2007

© Danielle Ganek, 2007

© de la traducción: Pilar de Vicente Serbio, 2008

© Alianza Editorial, S.A., Madrid, 2008

Composición: Grupo Anaya

ISBN: 978-84-206-6595-5

Depósito legal: B. 16.367-2008

Impreso en Cayfosa, S.A.

Printed in Spain

Para David

1

Subasta de otoño. Arte de la posguerra y contemporáneo. Lunes 7:00 p.m.

Noviembre

Comienza la subasta —Damas y caballeros, esta tarde abrimos la subasta de arte de la posguerra y contemporáneo con el lote número uno, bla, bla, bla— y me quedo quieta. Es un juego que me gusta practicar durante las subastas. Me entretengo con el improbable miedo de que, si oso aunque sea rascarme una oreja o si me coloco las gafas sobre la nariz, el subastador lo interpretará como una puja y de repente seré dueña de una obra de arte que no me puedo permitir ni de lejos. Que eso sea imposible sólo lo hace más divertido. Ni siquiera tengo una pala.

Estoy de pie al fondo de la sala, apretujada junto a la prensa y otros mirones. Un hombre gordo con un abrigo arrugado que garabatea nombres y números de palas en una libreta me da un codazo en las costillas, pero me mantengo firme. He elegido mi lugar en la sala de subastas con mucho cuidado. Me imaginaba que aquí atrás sería invisible, de pie en la misma sección de los reporteros, los que fingen ser coleccionistas y otras personas a las que su orgullo no les impide ver una subasta entera de pie.

Arriba, en un anexo, hay otra habitación llena de gente que observa la subasta en una pantalla —¡aquello sí que es Siberia! Pero se pierden ver a los pujantes en acción. Desde donde estoy, lo veo todo. Y espero que nadie me vea a mí.

Sobre todo Simon. Pero ahí está, avanzando por el pasillo central, aferrando la entrada contra el pecho como si alguien fuese a arrebatársela y a desterrarle a observarlo todo de pie desde el fondo de la sala.

Simon llega tarde. La primera pieza, un cowboy de Richard Prince bastante pequeño, siempre una venta fácil, escogida para caldear el ambiente —¡Compra! ¡Compra!— ha sido adjudicada por mucho más de lo que pedían. Se produce una ligera disminución de la tensión que se masca en la abarrotada sala. La burbuja no va a desinflarse esta noche.

Intento esconderme detrás del hombre gordo para que Simon no me vea. No creo que se moleste en mirar hacia aquí; nadie que pudiese resultarle de interés estaría de pie. O eso pienso yo. Me equivoco, como me pasa a menudo cuando se trata de mi antiguo jefe. Sí que mira hacia aquí. Y me ve. Se detiene en mitad del pasillo y nuestras miradas se cruzan. Se pasa la mano por el pelo. Está claro que nuestro encuentro va a quedarse en eso. Este gesto ya resulta demasiado íntimo para Simon.

Continúa andando hacia mí por el pasillo. La de esta noche es la sala de subastas más abarrotada que he visto en mi vida, con los asientos apretujados unos contra otros como en la clase turista de Continental. Simon tiene que sortear piernas en el pasillo para llegar hasta mí.

—Mia McMurray. ¿Se puede saber qué demonios haces aquí?

No es propio de Simon hablar en voz tan alta. El reportero gordo enseguida empieza a sisear. Veo cabezas que se giran hacia nosotros mientras el subastador acepta pujas para el lote número dos.

—¿Cómo es que has conseguido una entrada? —eleva el tono de voz. Veo que se giran más cabezas.

El reportero le hace un gesto con la mano a Simon para que se quite de en medio. No funciona. Simon nos lanza una mirada de odio, primero a él y luego a mí. Parece que no sabe que más decirme. Le dedico mi sonrisa más amable. No lo veo desde junio. Me pregunto si me ha echado un poquito de menos.

—Tome asiento —dice el gordo con un gruñido. Indica con un gesto la entrada que Simon sigue aferrando contra su pecho.

Eso funciona. Simon me dedica una última mirada fulminante antes de darse la vuelta para buscar su sitio entre las filas de asientos. Doy un paso atrás. El hombre gordo se coloca en el sitio que acabo de dejar libre, y le permito hacerlo. «Gracias», le digo a mi nuevo amigo mientras se acomoda en su posición. No responde.

*

El cuadro de Jeffrey Finelli en el que aparece Lulú está colgado en la sala de subastas. Cubre la pared derecha, por encima de la mesa cubierta de teléfonos atendidos por un creciente grupo de increíblemente atractivos vendedores que trabajan en la casa de subastas. Se encuentra flanqueado, de forma bastante congruente, por Ed Ruscha y Willem de Kooning, dos de mis favoritos. Un Basquiat y un Hirst cuelgan de la pared opuesta, frente al Finelli. El cuadro resplandece, imbuido por el poder del contexto.

El título oficial de la pieza es
Lulú conoce a Dios y duda de Él
. Largo, ¿verdad? Resulta poco práctico. La mayoría de la gente omite la parte de la duda y lo llaman
Lulú y Dios
. O «el de la niña del pincel». O simplemente «el grande». Y no cabe duda de que es grande. Un llamativo remolino de naranja, rosa y amarillo sobre un lienzo sin marco de tres por cuatro metros. En la esquina inferior derecha se encuentra su firma: Finelli. Un garabato con una exagerada «F» y un trazo alargado en la «i» del final.

Se trata de un retrato exquisitamente compuesto de una niña que sostiene un pequeño lienzo en una exhaustivamente detallada mano y un pincel goteante en la otra. El uso de la luz es notable, una luz diáfana y dorada que evoca la de Florencia. La escala le presta intensidad a la pieza, y el remolino de colores la imbuye del inconfundible estilo de Finelli. Pero es la expresión en el rostro de la chica, sabia y tan claramente llena de duda que el título aclaratorio resulta innecesario, la que hace difícil que el espectador desvíe la mirada del cuadro.

La Lulú del lienzo tiene los ojos redondos y grises. Cuando se posan sobre los tuyos, te atrapan. Si te mueves frente a ella, los ojos se mueven contigo, igual que los ojos de la Mona Lisa, sólo que mucho más grandes. Resulta fascinante. Desde su lugar, sobre el público que se ha congregado para la subasta de esta noche, la Lulú de tres por cuatro metros observa el mundillo del arte con una sonrisa irónica, como si la divirtiese el espectáculo que tiene delante. Y es que es todo un espectáculo.

Hay tres tipos de personas constreñidas en las prietas filas de asientos. En primer lugar, por supuesto, están los coleccionistas. Los grandes compradores miran hacia abajo desde sus palcos, como si estuviesen en el ballet. El resto ocupan asientos igual de buenos —o de malos— como lo hayan sido sus últimas compras. Hay coleccionistas apasionados, impulsados por la lujuria, y otros, tan sólo ligeramente cachondos, que buscan divertirse sin comprometerse. Dentro de esta categoría se encuentra un grupo de nuevos ricos de treinta a cuarenta y tantos con aire de estar pasando por una fiebre de compras un sábado por la tarde.

Luego están los marchantes, como Simon. Le toman el pulso cuidadosamente al mercado por medio de las subastas, si son buenos, olisqueando el viento. Los hay jóvenes, que negocian de forma rudimentaria tratos poco éticos, y mayores, que protegen su territorio, sabiendo que, en el mundo moderno, nuevo equivale a codiciado. También hay marchantes del mercado secundario. Son los que ofrecen las obras que salen a reventa, a diferencia de los galeristas que representan a artistas y venden sus obras en lo que se denomina el mercado primario. Esas son las piezas que puedes comprar, si tienes suerte, al entrar en una galería.

También hay montones y montones de asesores artísticos, que gastan el dinero de otras personas mientras se quedan con una buena comisión y, en ocasiones, con los sobornos de ciertos marchantes. Todos intentan llevarse un pedazo del pastel a cualquier precio. Hasta los más hastiados disfrutan del espectáculo.

Supongo que me incluyo en la tercera categoría. Los mirones. Estamos aquí para admirar. Resulta muy emocionante ver a otra gente gastarse lo que parecen cantidades frívolas y excesivas —o simplemente imposibles— de dinero en algo con un valor tan tenue como una obra de arte. Resulta especialmente emocionante cuando las cifras se vuelven locas y saltan muy por encima de los cálculos del catálogo. Últimamente pasa mucho. Por lo visto, nos encontramos en plena burbuja.

En el grupo de los mirones se incluyen también algunos encargados de museos y colecciones y especialistas en historia del arte, parejas elegantes con distinguidos trajes de chaqueta que son muy cultos y hablan varios idiomas, señoras con abrigos largos de flores que compraron en Bali o con grandes pendientes de plástico de ésos que están a la última pero que son horrorosos, hombres con chaqueta de cuero demasiado calvos o demasiado viejos para llevarlas, aquellos que fingen ser coleccionistas, y guapas jovencitas con vestidos de cóctel BCBG y peinado de peluquería que están más interesadas en pescar un marido que una pieza de vídeo de Matthew Barney a buen precio.

*

—A la una —anuncia el subastador en un inglés británico con un ligero acento alemán de Suiza. En el mundillo internacional del arte hay un montón de acentos maravillosos. El del subastador es un cóctel de influencias europeas, pero domina perfectamente el inglés. Lleva un flamante esmoquin italiano y luce unas anchas patillas y una espesa melena. Se le conoce por su mirada penetrante, que resulta muy efectiva a la hora de sacarles una o dos pujas más a los compradores. Derrochando una confianza arrolladora, se encuentra de pie junto a su pequeño podio, como un predicador junto a su púlpito, dominando la sala. Algunas andamos un pelín coladas por él.

Sobre su cabeza hay un tablero electrónico que convierte las pujas a distintas divisas. Es divertido ver cómo aparecen los precios en yenes y euros y en libras esterlinas. Se ha vendido el lote número siete. Cien mil dólares por encima del cálculo más alto. Hay una tensión en el aire que casi se puede paladear, dulce y agria a la vez, una combinación de ansiedad y regocijo tan sólo por estar allí. La subasta va bien, pero estoy deseando que avance más rápido. Me interesa el cuadro de Lulú, de Jeffrey Finelli. El lote número veintidós.

—Nuevo comprador —dice el subastador, señalando a la bien vestida falange de personal que atiende los teléfonos. Cuando indica de dónde viene el dinero de una puja, sus movimientos tras el podio imitan con elegancia los gestos de los policías de tráfico—. Por teléfono.

El que vende el Finelli es un coleccionista llamado Martin Better, aunque se supone que es un secreto. Como muchos secretos, éste está mal guardado. Todo el que es alguien sabe que el vendedor es Martin Better. Ahora lo veo, en la octava fila, mascando chicle con brío, y con su esposa, Lorette, a su lado. Su perfecto moño rubio atrae la luz mientras ella reprime un bostezo. Me sorprende verla aquí —es la primera vez que va a una subasta—, pero es que tiene un interés personal en la subasta de esta noche. Se pueden comprar muchas joyas con lo que piensan sacarle al Finelli, aunque no superase el cálculo por lo bajo.

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