Ámbar y Sangre (29 page)

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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico

BOOK: Ámbar y Sangre
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Pero pasaba el tiempo y no los encontraba. Empezaba a preguntarse si todavía irían delante de él. No tenía ninguna forma de saberlo con seguridad. Desde hacía tiempo, ya no se cruzaba con ningún viajero. Se acercaba la noche y no había rastro de ellos. Ya había previsto que tendría que buscarlos después de que oscureciera, así que le había pedido prestado un farol a Laura. Encendió la vela que tenía dentro y con él iluminó el camino mientras seguía andando. Ya tenía experiencia buscando ovejas perdidas por la noche y sabía que era una tarea tediosa, difícil y, a menudo, infructuosa. Tal vez pasara justo a su lado en la oscuridad y ni siquiera se diera cuenta.

La búsqueda habría resultado mucho más sencilla si tuviera a Atta con él. Sin la perra, se preguntaba si no sería más sensato detenerse y proseguir con la búsqueda a la mañana siguiente. Entonces pensó en los tres, solos y desamparados en el camino, y siguió adelante.

Llegó al punto en el que la calzada se dividía. Bajo la luz del farol se veían perfectamente las piedras apiladas y Rhys suspiró aliviado. Era razonable pensar que las había dejado el kender para indicarle el camino que habían seguido, hipótesis que quedó confirmada cuando Rhys vio las huellas de Atta y las de unas botas pequeñas poco después.

Tomó la bifurcación del este y se internó en un bosque. No tardó en llegar cerca de la casa. Iba caminando despacio, atento al camino, en busca de cualquier señal de sus amigos desaparecidos. Cada cierto tiempo se detenía y, en una de estas ocasiones, descubrió la luz titilante, brillando en la noche como una estrella protectora.

Siguió caminando hasta un lugar en el que los matorrales aplastados y las ramas rotas indicaban que sus amigos habían dejado el camino y se habían internado en el bosque. Se dirigían hacia la luz, que supuso que era una vela en una ventana, como una baliza que guiara a aquellos que vagaban entre las tinieblas.

Recorrió el sendero. Las flores se habían cerrado, dormidas. La cabaña estaba arropada por la quietud. En el camino había oído ruidos de animales moviéndose en la oscuridad, y cantos de aves nocturnas. Allí todo era silencio, dulce y sereno. No se sentía inquieto, no percibía amenazas ni peligros. Cuando se acercó más, vio que la cortina de la ventana estaba corrida hacia un lado. La vela ardía sobre una palmatoria de plata en el alféizar de la ventana. A la luz de las brasas, vio a una mujer sentada en una mecedora, abrazando a una niña dormida.

La mujer se balanceaba lentamente. La cabeza de Mina descansaba sobre su pecho. Mina ya era demasiado mayor para que la acunasen como a un bebé y jamás lo habría permitido si estuviera despierta. Pero dormía profundamente y nunca lo sabría.

El rostro de la mujer expresaba un sufrimiento indecible que a Rhys se le clavó en el corazón. Vio a Beleño dormido con la cabeza apoyada en la mesa ya Atta dormitando junto a la chimenea. De repente, no se atrevía a llamar a la puerta, pues no quería molestar a ninguno de ellos. Como ya sabía que sus amigos estaban a salvo, podía dejarlos allí y volver a buscarlos con la llegada del nuevo día.

Ya volvía sobre sus pasos, cuando Atta, bien porque reconoció sus pisadas o bien identificó su olor, ladró para darle la bienvenida. La perra se puso en pie de un salto, corrió a la puerta y empezó a gemir y a arañarla.

—Entra, hermano —lo llamó la mujer—. Estaba esperándote.

Rhys abrió la puerta, que no tenía cerrojo, y entró en la casa. Acarició a Atta, que no sólo meneaba la cola en señal de alegre saludo, sino que agitaba todo el lomo. Beleño se había sobresaltado con el ladrido de Atta, pero

el kender estaba tan exhausto que volvió a dormirse sin llegar a despertarse del todo.

Rhys se detuvo delante de la mujer y le hizo una profunda reverencia, cargada de respeto.

—Entonces es que me conoces —dijo ella, mirándolo con una sonrisa en los labios.

—Así es, Dama Blanca —contestó en voz baja, para no despertar a Mina.

La mujer asintió. Acarició el pelo de Mina y después la besó tiernamente en la frente.

—Así me gustaría consolar a todos los niños que estén perdidos y afligidos esta noche.

La Dama Blanca, como algunos conocían a la diosa Mishakal, se puso de pie y llevó a Mina a la cama. Mishakal la tumbó con delicadeza y la tapó con una colcha. Rhys dio unos golpecitos suaves a Beleño en el hombro.

El kender abrió un ojo y dejó escapar un gran bostezo.

—Vaya, hola, Rhys. Me alegro de que estés vivo. Prueba el bizcocho —le aconsejó Beleño, antes de volver a dormirse.

Mishakal se había quedado contemplando a Mina. Rhys sentía que la emoción se apoderaba de él, tenía el corazón tan henchido que ni siquiera podría hablar, en caso de que lograra encontrar las palabras. Sentía el dolor de la diosa, obligada a entregar al sueño eterno a la hija nacida del júbilo de la creación del mundo, consciente de que esa hija jamás vería la luz que le había dado la vida. Y después había llegado la desgarradora noticia de que cuando su hija había abierto los ojos por primera vez, no había sido luz lo que había visto, sino una despiadada oscuridad.

—No es habitual que un mortal se compadezca de un dios, hermano Rhys. No es habitual que un dios merezca la compasión de un mortal.

—No os compadezco, señora —repuso Rhys—. Siento tristeza por ella y por vos.

—Gracias, hermano, por haberla cuidado. Sé que estás cansado y aquí encontrarás descanso todo el tiempo que quieras. Pero si pudieras olvidar tu cansancio un poco más, hermano, tendríamos que hablar, tú y yo.

Rhys se sentó a la mesa, que todavía estaba cubierta de migas del bizcocho de jengibre.

—Lamento la destrucción que asoló Solace y las vidas que se perdieron, Dama Blanca—dijo Rhys—. Me siento responsable. No debería haber llevado a Mina allí. Sabía que Chemosh estaba buscándola. Tendría que haber imaginado que intentaría llevársela...

—Tú no eres responsable de las acciones de Chemosh, hermano —lo tranquilizó Mishakal—, Fue positivo que tú y Mina estuvierais en Solace cuando Krell os atacó. Si hubieras estado solo, no habrías podido derrotarlo a él ni a sus Guerreros de los Huesos. Tal como ocurrió, mis sacerdotes y los de Majere, los de Kiri-Jolith, los de Gilean y otros más estaban allí para ayudarte.

—Muchos inocentes perdieron la vida en la batalla...

—Y Chemosh tendrá que responder por sus vidas —aseguró Mishakal con dureza—. Rompió el juramento de Gilean al intentar raptar a Mina. Ha provocado la ira de todos los dioses, incluyendo la de sus propios aliados, Sargonnas y Zeboim. Una fuerza de minotauros ya marcha hacia el castillo de Chemosh, cerca de Flotsam, con órdenes de arrasarlo. El Señor de la Muerte ha huido de este mundo y está atrincherado en la Sala de la Muerte. Sus clérigos están siendo perseguidos y destruidos.

—¿Ya a estallar otra guerra? -preguntó Rhys consternado.

—Nadie lo sabe —contestó Mishakal muy seria—. Eso depende de Mina. De las decisiones que tome.

—Perdonadme, Dama Blanca, pero Mina no está preparada para tomar decisiones. Se encuentra muy confundida.

—Yo no estoy tan segura —repuso Mishakal—. Fue Mina quien tomó la decisión de ir a Morada de los Dioses. Ninguno de nosotros se lo sugirió. Su instinto es lo que la atrae hacia allí.

—¿Qué espera encontrar? ¿De verdad va a reunirse con Goldmoon, como ella cree?

-No -contestó Mishakal sonriente-. El espíritu de mi amada servidora, Goldmoon, está muy lejos de aquí, su alma prosigue su viaje. No obstante, Mina sí se dirige a Morada de los Dioses en busca de una madre. Busca a la madre que la creó con alborozo y también busca a la madre oscura, Takhisis, que le dio la vida. Debe decidir a cuál de las dos sigue.

—Y mientras no tome esa decisión, los conflictos religiosos continuarán —concluyó Rhys, afligido.

-Ésa es una triste verdad, hermano. Si Mina tuviera toda una eternidad para decidir, al final encontraría su camino. -Mishakal suspiró-, Pero no tenemos una eternidad. Como tú temes, lo que ha comenzado como un conflicto se convertirá en una guerra total.

—Llevaré a Mina a Morada de los Dioses —prometió Rhys—. La ayudaré a encontrar su camino.

-Tú eres su guía, su guardián y su amigo, hermano. Pero no puedes llevarla a Morada de los Dioses. Únicamente una persona puede hacerlo. Aquel al que el destino de Mina está inextricablemente unido. En caso de que él decida hacerlo. Tiene derecho a negarse.

-No lo entiendo, Dama Blanca.

—Los dioses de la luz hicieron una promesa a la humanidad: los mortales son libres para elegir su propio destino. Todos los mortales.

Rhys percibió el énfasis que daba a la palabra «todos» y lo encontró extraño, como si quisiera incluir a algún mortal que pudiera considerarse excepcional. Preguntándose lo que querría decir, reflexionó sobre sus palabras y de pronto lo comprendió.

-«Todos los mortales» -repitió-. Incluso aquellos que una vez fueron dioses. ¡Os referís a Valthonis!

-Mina se dirige a Morada de los Dioses en busca de su madre, pero también en busca de su padre. Valthonis, quien una vez fue Paladine, no está sujeto al edicto de Gilean. Valthonis es el único que puede ayudarla a encontrar su camino.

-Y Mina ha jurado matar a la única persona que podría salvarla.

-Sargonnas es listo, mucho más listo que Chemosh. Su plan es ofrecerle a Mina que decida: la oscuridad o la luz. Gilean no puede interponerse en esa situación. Y Sargonnas también ofrece una opción a Valthonis. Un amargo dilema para Mina, para Valthonis y para ti, hermano. Con el nuevo día, puedo enviaros a ti y a Mina y a aquellos que decidan acompañaros a encontraros con Valthonis, si todavía estás resuelto a seguir ese camino. Te daré esta noche para que lo pienses, pues podría estar enviándote a tu propia muerte.

—No necesito una noche para pensarlo, Dama Blanca. Estoy decidido —afirmó Rhys—. Haré todo lo que pueda para ayudar tanto a Mina como a Valthonis. No temo por él. No está solo en su camino. Cuenta con los Fieles, sus guardianes voluntarios, que han jurado protegerlo...

—Cierto —lo interrumpió Mishakal con una sonrisa deslumbrante—. Cuidan de él los muchos que lo quieren.

Después suspiró y añadió en voz baja:

-Pero la decisión no es de ellos. La decisión debe ser de Valthonis y de nadie más...

3

Elspeth, la elfa fronteriza, había estado con Valthonis desde el principio. Era uno de los Fieles, aunque a menudo no repararan en ella. Cuando Valthonis había decidido exiliarse del panteón de los dioses, lo había hecho para mantener el equilibrio, roto tras la desaparición de su homologa oscura, Takhisis. Una vez tomada la decisión de ser mortal, había adoptado la forma de un elfo y se había unido a ese pueblo en su amargo exilio de sus tierras ancestrales. No fue él quien pidió tener fieles. Él quería recorrer su penoso camino en soledad. Aquellos que lo acompañaban lo hacían por decisión propia y la gente los había bautizado como «los Fieles».

Todos los Fieles recordaban perfectamente su primer encuentro con el Dios Caminante. Podían decir incluso qué hora del día era y si brillaba el sol o llovía, pues sus palabras les habían llegado al corazón y habían cambiado sus vidas para siempre. Sin embargo, no recordaban haber visto a Elspeth, aunque tenían la certeza de que ella debía de estar con él en ese momento, sencillamente porque no podían recordar ni una sola vez que no lo estuviera.

Elspeth era una mujer de edad indeterminada y siempre vestía la camisa sencilla y tosca y los pantalones de piel característicos de los elfos fronterizos, aquellos elfos que nunca se habían sentido cómodos en la civilización y que preferían habitar las regiones más solitarias y aisladas de Ansalon. Su melena blanca se apoyaba en los hombros. Sus ojos eran de un azul transparente. Tenía un bello rostro, pero siempre impasible; en raras ocasiones demostraba emoción alguna.

Elspeth seguía aislada incluso en compañía de los Fieles. Éstos entendían por qué, o al menos eso creían, y siempre se mostraban amables con ella.

Elspeth era muda. Le habían cortado la lengua. Nadie sabía con certeza cómo había acabado tan horriblemente mutilada, aunque abundaban los rumores. Algunos decían que la habían asaltado y que su atacante le había cortado la lengua para que no pudiera delatarlo. Otros afirmaban que los gobernantes de Silvanesti eran quienes la habían mutilado. Se sabía que cortaban la lengua de todo aquel que se atreviera a hablar en su contra.

El rumor más atroz, y al que no solía dársele crédito, contaba que Elspeth se había cortado la lengua a sí misma. Nadie sabía por qué habría hecho tal cosa. ¿Qué palabras temía tanto decir que se había mutilado para no pronunciarlas jamás?

Los Fieles siempre eran amables con ella y trataban de incluirla en sus actividades o conversaciones. Pero Elspeth era tan tímida que cada vez que alguien le hablaba, se escabullía.

Valthonis trataba a Elspeth como trataba al resto de los Fieles; con una cortesía gentil y reservada, sin mostrarse distante, pero siempre un poco apartado. Entre el Dios Caminante y los Fieles se levantaba un muro que nadie podía cruzar. Valthonis era mortal. Como había adoptado la forma de un elfo, no envejecía igual que los humanos, pero acusaba su constante caminar. Siempre dormía a la intemperie y rechazaba el abrigo de una casa o un castillo; y nunca abandonaba el camino, ya lo azotara el viento y la lluvia, bajo el sol o la nieve. Su delicada piel estaba curtida y bronceada. Era delgado y enjuto, sus ropas (camisa y pantalón, botas y una capa de lana) estaban gastadas de tanto viajar.

Los Fieles lo observaban con admiración, conscientes en todo momento del sacrificio que había hecho por la humanidad. Para ellos, casi seguía siendo un dios. ¿Qué sería él para sí mismo? Nadie lo sabía. Solía hablar de Paladine y de los dioses de la luz, pero siempre como un mortal habla de los dioses, devoto y reverente. Nunca hablaba como si hubiera sido uno de ellos.

Los Fieles solían especular entre ellos si Valthonis recordaría que había sido el dios más poderoso del universo. A veces interrumpía sus palabras, su mirada se perdía a lo lejos y arrugaba la frente, como si tratara de concentrarse con gran esfuerzo para recordar algo inmensamente importante. Los Fieles creían que en aquellas ocasiones Valthonis debía de vislumbrar lo que una vez había sido, pero cuando trataba de atrapar el recuerdo, éste se escabullía, tan efímero como la bruma del amanecer. Por su propio bien, rogaban que nunca llegara a recordar.

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