Gerard se detuvo y miró a Rhys, con una expresión cargada de intención.
—Era una distracción, ¿verdad? -Gerard dio un golpe con la mano debajo del cobertor-. Estaba seguro de que esto tenía algo que ver contigo. Me debes una explicación, hermano. En nombre del cielo, dime lo que está pasando.
—Es una buena forma de plantearlo. Te lo explicaré. —Rhys suspiró, compungido—. Aunque te va a costar creer mi historia. Mi relato no empieza conmigo, sino con la mujer que conoces como Mina...
Le contó la historia, en la medida que él la conocía. Gerard lo escuchó en un silencio perplejo. No dijo nada hasta que Rhys llegó al final de su relato, cuando contó cómo había matado a Krell. Entonces Gerard meneó la cabeza.
-Tienes razón, hermano. No estoy muy seguro de creerte. No es que dude de tu palabra -añadió rápidamente-. Es sólo que... es tan inverosímil. ¿Un nuevo dios? ¡Eso es lo que nos faltaba! ¡Y un dios que se ha vuelto loco? Pero que...
Alguien llamó a la puerta y los interrumpió.
Rhys abrió y encontró a un guardia de la ciudad junto con una mujer mayor, vestida con ropas de viaje.
El guardia se llevó la mano a la frente, en señal de respeto hacia Rhys, y después se dirigió a Gerard:
—Tengo información sobre ese kender que estabas buscando, alguacil. Esta señora lo ha visto.
-Así es, alguacil -intervino la mujer con evidentes ganas de hablar-. Acabo de quedarme viuda. Mi marido y yo teníamos una granja al norte de la ciudad. La vendí, porque era demasiado trabajo para mí sola, y ahora estoy mudándome a Solace para vivir con mi hija y su marido. Esta mañana íbamos por la calzada cuando vi a un kender como el que decís. Viajaba con un perro negro y blanco y con una niñita.
—¿Estás seguro de que eran ellos, señora? —preguntó Gerard.
—Segurísima, alguacil —repuso la mujer, cruzando los brazos debajo de la capa con expresión satisfecha—. Me acuerdo perfectamente porque pensé que aquél era un trío muy raro y el kender y la niña estaban en medio de la calzada, discutiendo por algo. Iba a pararme para ver si podía ayudarlos, pero Enoch, que es mi yerno, me dijo que no debía hablar con un kender a no ser que quisiera que me lo robara todo. Fuera lo que fuese lo que el kender se traía entre manos, lo más probable era que no fuera nada bueno y además no era asunto nuestro.
»Yo no estaba tan segura. Soy madre y me daba la impresión de que la niñita se había escapado de casa. Mi hija hizo lo mismo cuando tenía esa edad. Metió todas sus cosas en un saco de arpillera y se fue. No llegó muy lejos antes de que le entrara hambre y diera media vuelta, pero casi me muero del disgusto. Me acordé de cómo me había sentido y lo primero que hice en cuanto llegué a Solace fue contarle al guardia lo que había visto. El me dijo que estabais buscando a ese kender, así que pensé que tenía que venir a decir lo que había visto y dónde.
—Gracias, señora —contestó Gerard— ¿Acaso pudiste ver si siguieron hacia el norte por la calzada?
-Cuando volví la vista, la niña seguía el camino hacia el norte. El kender y el perro la seguían con desgana.
-Gracias, señora. Que Majere te acompañe -dijo Rhys, antes de coger su cayado.
-Buena suerte, hermano Rhys —lo despidió Gerard-. No voy a decir que ha sido un placer encontrarte, porque no me has traído más que problemas. Diré que ha sido un honor.
Alargó la mano y Rhys se la estrechó, apretándola con calidez.
—Gracias por toda tu ayuda, alguacil. Sé que no crees en los dioses, pero, como una vez me dijo un amigo mío, ellos sí creen en ti.
Rhys se paró un momento para decirle a Laura que ya habían localizado a Beleño y que él, el kender y Mina iban a proseguir su viaje.
-Es una niñita preciosa y muy dulce. Intenta que se dé un baño de vez en cuando, hermano —pidió Laura, antes de despedirlo con un abrazo, unas cuantas lágrimas y tanta comida como el monje podía llevar.
Desde la ventana, Gerard contempló al monje con su raída túnica naranja abriéndose camino entre el gentío, sin molestar a nadie, para tomar el camino hacia el norte.
—Me pregunto si alguna vez llegaré a saber cómo termina esta extraña historia —se preguntó Gerard. Suspiró profundamente y se acomodó entre los almohadones-. De lo que estoy seguro es de que no nos deparará nada bueno.
Estaba a punto de conciliar el sueño, cuando llegó un guardia para informarlo de que una turba enfurecida estaba descargando su ira contra el Templo de Chemosh.
Morada de los Dioses
Beleño caminaba con paso cansino por la calzada, siguiendo a Mina, mientras murmuraba cosas para sí y arrastraba las botas por el polvo. Mina iba varios pasos por delante, con la cabeza muy alta y la espalda muy recta. Estaba ignorándolo, fingiendo que no lo conocía. Atta trotaba junto al kender, aunque de vez en cuando se detenía y volvía la vista esperanzada, buscando a Rhys.
-Espero que esté bien -dijo Beleño por centésima vez. Fulminó a Mina con la mirada, dio una patada a una piedra y añadió en voz alta—: Si no fuera por cierta persona, podría volver y comprobarlo por mí mismo, ¡y quizá ayudar a salvarlo después de que cierta persona huyera y lo abandonara!
Mina le lanzó una mirada furiosa volviendo la cabeza y siguió caminando, testaruda.
Por lo menos habían logrado escapar de la batalla de Ringlera de Dioses.
La brutalidad del combate y la visión de tantos muertos y heridos habían superado a Mina.
El ruido la confundía y la matanza la horrorizaba. Beleño y Atta acabaron encontrándola agazapada debajo de un matorral, cerrando los ojos con fuerza y tapándose los oídos para no oír los gritos.
A Beleño le costó convencerla de que fuera con él y a punto estuvo de perderla cuando tropezaron sin querer con un sacerdote de Chemosh, encapuchado y de túnica negra. Beleño recitó su hechizo de agotamiento y cuando vio por última vez al sacerdote, éste estaba tumbado boca arriba en medio de la calle, echando una cabezadita fuera de hora.
Rodearon la parte posterior del Templo de Zeboim a la carrera y se metieron por un callejón, hasta que llegaron a un barrio residencial relativamente tranquilo. Los ciudadanos, al oír el clamor de la batalla y temerosos
de que se extendiera hasta su vecindario, habían atrancado todas las puertas y no osaban salir.
Beleño se paró para recuperar el aliento, intentar librarse del flato que tanto le dolía en un costado y tratar de pensar qué podían hacer. Decidió que llevaría a Mina a la posada y la dejaría a cargo de Laura. Después él volvería a buscar a Rhys. Beleño y Atta echaron a andar en dirección a la posada, pero cuál fue su sorpresa al ver que Mina caminaba en dirección contraria.
-¿Adonde vas? -preguntó Beleño, parándose.
Mina se había quedado en el medio de la calle, aferrándose al petate en el que llevaba las reliquias. El saco estaba sucio y cubierto de polvo, porque cuando se le hacía demasiado pesado, Mina lo arrastraba por el suelo. Ella misma tenía la cara mugrienta, cubierta de hollín, el pelo mojado de sudor y las trenzas pelirrojas medio deshechas. El vestido estaba salpicado de manchas de sangre.
—A Morada de los Dioses —replicó Mina.
—De eso nada —la reprendió Beleño—. Vamos a volver a la posada. ¡Tenemos que esperar a Rhys!
-Yo no voy a esperarlo —negó Mina—, Tengo que ir a Morada-de los Dioses... y la pelea va a ponerse peor todavía.
Beleño no era capaz de imaginarse cómo podía ser aún peor, pero no lo dijo.
-Entonces te equivocas de camino -fue lo que dijo, en tono áspero-. Morada de los Dioses está al norte. Estamos en la calzada de Haven. —Señaló hacia otra calle—. Por ahí sí se va al norte.
—No te creo. Estás mintiendo para engañarme.
-No es verdad —repuso Beleño malhumorado.
—Sí lo es.
—¡No es verdad!
—Sí lo es...
—Tú tienes el mapa —le gritó Beleño al final—. ¡Compruébalo tú misma!
Mina lo miró sorprendida.
-Yo no lo tengo.
-Sí que lo tienes. ¿No te acuerdas? Lo extendí sobre una piedra cerca de Flotsam y entonces tú decidiste que iríamos caminando rápido y...
Dejó de hablar. Mina se mordía el labio y dibujaba líneas en la tierra con la punta del zapato.
-¡No lo cogiste! -gruñó Beleño.
—Cállate —le ordenó ella con el entrecejo fruncido.
-¡Dejaste mi mapa allí! ¡Tan lejos! ¡En la otra punta del mundo!
—Yo no lo dejé allí. Fuiste tú. ¡Fue culpa tuya! -estalló la niña.
Aquella acusación lo cogió tan de sorpresa que Beleño sólo lograba resoplar.
—Se suponía que tú tenías que coger el mapa y traerlo con nosotros -continuó Mina-. El mapa era responsabilidad tuya porque era tuyo. Ahora no sé qué camino coger.
Beleño miró a Atta en busca de ayuda, pero la perra se había tumbado en la calle, con la panza pegada al suelo y el hocico entre las patas. Cuando Beleño se tranquilizó lo suficiente como para poder hablar sin ducharse con su propia saliva, explicó sus argumentos:
—Habría cogido el mapa, pero echaste a correr tan rápido que no tuve tiempo.
—No quiero hablar más de eso —repuso Mina con suficiencia—. Has perdido el mapa, así que ¿qué vas a hacer?
-Te voy a decir lo que vamos a hacer. Tú vas a volver a la posada y yo voy a buscar a Rhys. Y después todos vamos a disfrutar de una buena cena. No hay que olvidar que hoy hay pollo y...
Pero Mina no estaba escuchándolo. Se acercó a un grupo de holgazanes que mataban el tiempo a la puerta de una taberna con jarras de cerveza, mientras discutían con voz pastosa si debían ir o no a ver qué era todo aquel alboroto.
—Perdón, señores —dijo Mina—. ¿Qué calzada tengo que tomar para ir al norte?
—Ésa, niña —le respondió un joven con un eructo y un gesto impreciso.
—Te lo dije —intervino Beleño.
Mina cogió el petate, se lo colgó al hombro y echó a caminar.
En ese mismo instante, Beleño se dio cuenta de su error. Lo que tenía que haber dicho era que no sabía cuál era el camino hacia el norte y que tenían que esperar a Rhys. Pero ya era demasiado tarde. La vio alejarse, sola y desamparada, y pensó en dejarla ir, pero sabía que Rhys no querría que la abandonase. Aunque Beleño no estaba muy seguro de que sirviera de nada. De todos modos, Mina nunca lo escuchaba.
Miró a Atta, que estaba sentada, mirándolo a él. La perra no le dio ningún consejo. Dejando escapar un resoplido, Beleño echó a caminar penosamente detrás de Mina y hasta allí habían llegado juntos, dirigiéndose al norte, en busca de Morada de los Dioses, y sin Rhys.
Beleño no había cejado en su empeño de convencer a Mina de que debían volver a la posada, pero ella se mantenía inflexible. La discusión se alargó durante varios kilómetros, cada vez más lejos de Solace, hasta que Beleño acabó dándose por vencido y reservó sus fuerzas para caminar. Por lo
menos había una cosa por la que estaba agradecido: como no tenían el mapa, Mina no podía correr al ritmo de los dioses. No le quedaba más remedio que caminar como una persona corriente.
Beleño albergaba la esperanza de que Rhys pudiera encontrarlos, aunque no se le ocurría cómo. Rhys creería que estaban heridos o muertos, o escondidos en algún sitio... Tal vez fuera Rhys quien estuviera herido o muerto...
—No voy a pensar en eso —dijo el kender para sí.
Caminaron mucho, mucho tiempo. Beleño esperaba que Mina se cansara pronto y que quisiera descansar y, cada vez que pasaban junto a una posada, insistía en que deberían parar. Mina siempre se negaba y apretaba el paso, con el petate arrastrando detrás de ella.
Los caminantes que se cruzaban por el camino se detenían para observar a aquel grupo tan extraño. Si alguien intentaba acercarse a Mina, Atta le gruñía y advertía a los desconocidos que guardaran las distancias. Beleño ponía los ojos en blanco y levantaba las manos, para dejar claro que él no podía hacer nada al respecto.
—Si os encontráis con un monje de Majere llamado Rhys Alarife, decidle que nos habéis visto y que vamos hacia el norte —gritaba siempre.
La calzada proseguía y lo mismo hacían ellos. Beleño no tenía la menor idea de la distancia que habrían recorrido, pero ya no se veía Solace. La calzada había dado paso a un camino y después a un sendero y, de repente, el camino hacia el norte desaparecía sin previo aviso. En medio se levantaba una imponente montaña y el camino se dividía en dos, una bifurcación rodeaba la montaña por el este y la otra por el oeste.
—¿Por cuál vamos? —preguntó Mina.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —refunfuñó Beleño-. Perdiste el mapa, ¿ya no te acuerdas? De todos modos, este sitio está bien para parar a descansar... ¿Qué estás haciendo?
Mina se tapó los ojos con las manos y empezó a girar sobre sí misma en medio del camino. Cuando ya estaba mareada, se detuvo tambaleante y extendió un brazo, y sus dedos quedaron señalando hacia el este.
—Iremos por ahí —anunció.
Beleño se quedó mirándola, sin poder hablar por el asombro.
—A cambio de un centavo de gnomo, dejaría que te llevase el coco —amenazó a la niña, y después añadió en un murmullo-: Aunque eso no sería muy considerado con el coco.
Echó un vistazo hacia el oeste, por donde el sol desaparecía rápidamente, como si quisiera huir a toda prisa. Las sombras empezaban a deslizarse por el camino.
Beleño empezó a ir de un lado a otro, buscando las piedras más grandes. Cada vez que encontraba una, la levantaba y la llevaba hasta donde estaba Mina, para dejarla caer pesadamente a sus pies.
-¿Qué estás haciendo? —preguntó Mina, cuando el kender volvía ya con la cuarta piedra.
—Marcar el camino —contestó Beleño, mientras arrastraba la piedra número cinco. La dejó en el suelo y después empezó a colocarlas todas. Puso cuatro piedras una encima de la otra y la quinta la dejó a un lado del montón-. De esta forma, Rhys sabrá la dirección que hemos tomado en el cruce y podrá encontrarnos.
Mina observó el montón de piedras y de repente saltó sobre ellas y empezó a tirarla pila cuidadosamente dispuesta por Beleño.
-¿Qué haces? ¡Para! -gritó Beleño.
—¡No va a encontrarme! —le respondió Mina también a gritos—. No va a encontrarme nunca. No quiero que me encuentre.
Cogió una piedra y la lanzó. El proyectil estuvo a punto de darle a Atta, que se apartó de un salto, sorprendida.
Beleño agarró a Mina, tiró de ella y le pegó un azote allí donde la espalda pierde su bello nombre. No pudo dolerle mucho, porque su mano no encontró más que las enaguas. Sin embargo, el azote tuvo el efecto de dejarla paralizada. Se quedó mirándolo boquiabierta y después se echó a llorar.