—¿Y tu mujer? —le pregunté—. ¿Cómo es Mrs. Johnson júnior?
—No hay ninguna Mrs. Johnson júnior.
—¿No estáis casados?
—Ni casados ni nada.
Giovannino no conoce a su madre, Johnson júnior sólo le ha dicho que, cuando sea mayor, le explicará con lujo de detalles el misterio de su nacimiento.
—¿Un misterio feo? —le preguntó el niño.
—No. No hay nada de feo en tu nacimiento.
Sea cual fuere el misterio, el hijo está seguro de que su padre hizo lo que debía.
En ocasiones Giovannino me parece salido de vete a saber qué lejana profundidad. Quizá porque te mira como si te estuviera espiando. O porque siempre da la impresión de que puede arreglárselas sin ti. Jamás monta una escena por nada, como hacen los demás niños. Nada de gritos. Ni de alborotos. Se adapta a todas las situaciones, como a la comida vegetariana de su abuelo, él que es un niño acostumbrado a los
grilled steaks
americanos, o a los
entrecôtes
y al
pâté de foie
franceses, o a las chuletas a la milanesa. Pero desde que Mr. Johnson le contó lo que les hacen a los patos para obtener el paté, o cómo llevan al matadero a las terneras criadas para convertirlas en bistecs, Giovannino ya no quiere comer carne delante de su abuelo, que se impresiona, pero después, cuando está a solas con su padre, se la come con toda tranquilidad porque le encanta. Respeta las costumbres ajenas, no se enfada con nadie y, si puede decirse de un niño, yo diría que es tolerante. Y también prudente. Se nota que está acostumbrado a estar solo en casa, en ciudades grandes y peligrosas. Pregunta «¿quién es?» cuando alguien llama al timbre. Después abre la puerta despacio, muy despacio, dispuesto a cerrarla enseguida si, por casualidad, se ha dejado engañar por la voz. Entonces la cara se le ilumina, sonríe de oreja a oreja y suelta un «¡eres tú!», no se ha dejado engañar por la voz y el mundo es bueno, como le ha enseñado su padre.
Porque según Johnson júnior al comienzo de la vida es mejor ignorar el mal, siempre que no se te eche encima. Con los niños afortunados, no tocados por el mal, es inútil exponerles la lista de posibles atrocidades que, en cierta manera, no hacen más que empeorar sus pensamientos. Basta con dos o tres normas de seguridad, como preguntar «¿quién es?» antes de abrir la puerta y estar preparado para cerrarla si la voz quiere engañarnos, y no siempre puede decirse que la voz nos haya tendido voluntariamente una trampa, sino que a lo mejor no la hemos oído bien.
En cambio yo siempre tengo miedo de que les ocurra algo malo a quienes quiero. Una fuga de gas, un incendio en el edificio y ninguno de nosotros seguiría existiendo. Y si yo también me muriera, no pasaría nada, pero si durante la explosión no me encontrara en casa y, al regresar, ya no volviera a verlos, entonces no lo soportaría. De verdad, esta vez no lo soportaría. Tengo cuidado, compruebo una y otra vez la llave de paso del gas, los quemadores de la cocina, compruebo que el portón esté bien cerrado a los posibles asesinos. Pero nunca se puede estar seguro.
Anna tenía muchas ganas de conocer a mamá, así que fuimos juntas al pueblo.
Se quedó fascinada con la tapia del jardín, tan alta, con las copas de los árboles que se proyectan orgullosas sobre la calle, con los primeros colores de la primavera, con la elegancia de los muebles y la vajilla en la que la muchacha que cuida a mamá nos sirvió el té. Pero sobre todo con la fina belleza de mi madre.
Anna habló mucho con mamá, le dijo que se quedara tranquila, que yo en Cagliari estoy bien y que no me puede pasar nada porque ella, Anna, trata de hacerme de madre, no en sentido afectivo, faltaría más, porque madre hay una sola, sino en sentido práctico. De manera que en caso de que surja cualquier problema sé a quién dirigirme. Soy una muchacha cariñosa, buena, guapa y es un placer ayudarme. Annina siguió todo el rato ofreciéndole a mamá anécdotas y descripciones de nuestro edificio y cuanto le contaba tenía su punto tranquilizador y alegre y, entre anécdota y anécdota, hacía una pausa y esperaba a que mamá dijera algo. Mamá lo entendió y cada vez que se hacía un silencio, decía: «Es usted muy amable». Decía «es usted muy amable» incluso cuando no venía a cuento, incluso cuando Anna le hablaba de su trabajo en el piso de arriba, que tanto le gusta, incluso cuando le hablaba de las vistas y de los barcos de crucero, que llegan despacio y ocupan todo el ancho de las ventanas, incluso cuando le hablaba de Natascia y de la edad que tiene y de que aunque se sacó la licenciatura con matrícula de honor trabaja de dependienta, pero ya se sabe, son tiempos difíciles. «Es usted muy amable», recalcaba mi madre.
—¡Qué bien lo he pasado! —me dijo Anna cuando regresábamos en el autobús de línea.
—¡Lo has hecho todo tú sola!
—No es cierto. Tu madre, Ofelia, qué nombre maravilloso, ése sí que es un nombre, también participaba. Seguro que se angustiará menos por ti ahora que sabe que tienes amigos.
—Mamá siempre se angustia, pero por cosas inexistentes, ha perdido el contacto con la realidad.
—Si quieres, te acompaño otro día a ver a Ofelia. Podemos cantar juntas. Será estupendo, a coro, tú, Ofelia y yo. Nos haremos famosas. Por cierto, he oído decir que a muchos locos los curan con teatro, cine, música y cosas por el estilo.
Ahora cogemos a menudo el autobús de línea y vamos juntas al pueblo, mientras la primavera se hace más risueña y las orillas del camino se tiñen con el amarillo de las mimosas y la retama y por la tarde, al regresar, el tono azulado de los campos se confunde con el del cielo.
Anna canta las canciones que, seguramente, pese a ser más joven, también conoce mi madre. Estoy sorprendida porque recuerda el ritmo y la letra en inglés, mientras que Annina se equivoca, entonces mamá la corrige, y me parece que sonríe divertida por los disparates.
—¿Y si fingiera estar loca? —le pregunté a Anna en confianza.
—Fingir, no finge, pero ¿sabes lo que le ha pasado a tu madre? Que se ha sentido demasiado pequeña en comparación con lo que le estaba sucediendo, me refiero a la historia de tu padre con esa estudiante. A veces la vida nos resulta demasiado grande. Entonces, igual que hacen los niños, tu madre se puso a llorar con desesperación hasta quedarse dormida y todavía no se ha despertado. Y si quieres mi opinión, hizo bien.
—Anna, ya sé lo que tienes de especial —le dije como si se tratara de un gran descubrimiento—. Mi madre tiene razón, eres amable, eres la persona más amable que he conocido en mi vida.
A estas alturas me siento realmente bien aquí, en Cagliari, y no me quiero ir, como Giovannino. Tiene razón él, en Cagliari el aire huele riquísimo, también en la Marina huele riquísimo, a la sal del mar, a alquitrán, a jabón, a salsa de tomate y a fritura y siempre tienes la impresión de que alguien va a invitarte a subir a un barco a comer calamares.
Y para mí el mar es como para Giovannino. A él no le gusta como suele gustarles a los niños. Cuando lo llevo a la playa del Poetto no hace nada del otro mundo. Corretea, igual que hacía yo de niña cuando veníamos de vacaciones, pero mientras yo corría, recuerdo que para ser veloz me imaginaba que estaba huyendo de algo feo; él, en cambio, corre como si persiguiera algo bonito y quisiera alcanzarlo. Corre de un modo feliz, y llevarlo a la playa es un regalo. Por lo demás, espía el mar, como hace con las personas. Caminamos los dos, sumidos en nuestros pensamientos, y de repente me pregunta si no me parece que ese día las olas son leves y tienen un sonido impertinente, o bien si no me parece que el mar está vestido de lamé.
Sigo preguntándole por qué le gusta tanto Cagliari.
—Porque tiene el mar dentro —contesta, decidido—. Es la ciudad más bonita de todas.
—¡Exagerado! —me escandalizo, dándole un empujoncito—. ¿No irás a decirme ahora que es más bonita que París o Nueva York?
—Es la más bonita. Y yo dentro de un año no me voy con papá. Me quedo aquí.
—¿Sin tu padre? ¿Prefieres Cagliari a tu padre?
—Yo no me voy. Me quedo.
Echamos a andar otra vez y pienso que nunca más debo hacerle estas preguntas. Para Giovannino el mundo es bueno.
Johnson júnior dice que si uno trae hijos al mundo ni en sueños debe pensar en volverse loco o quitarse la vida, y que a mi padre, antes de que se colgara del techo, habría que haberle llenado la cara de puñetazos, y a mi madre, antes de que enloqueciera, habría que habérsela llenado de bofetadas.
Dice que no debo pensar más en ellos, gente indefensa frente a la vida. Dice que nunca somos como nos querrían los demás. Podemos lamentarnos por ello, morirnos incluso. O aceptar ser exactamente al revés, como en las rimas infantiles.
Qué perfecto acuerdo existe entre Johnson júnior y Johnson júnior. Estar bien consigo mismos, no querer ser ni más ni menos de lo que se es.
—¡Vamos, Calamidad, endereza esa espalda y levanta bien esa cabeza, que te convertirás en una gran novelista!
Ya me he entregado por completo a la prosa y los detalles me saltan enseguida a la vista.
He comprendido que es allí donde comienza el futuro y que si prestamos atención a las pequeñeces, tal vez podamos eludir las que son desdichadas.
Por ejemplo, papá antes de morir hacía las cosas de siempre, pero si se prestaba atención, se apreciaban ciertos cambios, en su forma de sentarse, por ejemplo. En lugar de hacerlo en el sillón, con los pies apoyados en un escabel más bajo, se sentaba en una silla, de brazos cruzados, con la cabeza levemente reclinada sobre el pecho y los pies juntos.
Novelista o no, pienso que no encajo en el mundo, que habría sido mejor si no hubiese nacido, que tiene razón Leopardi cuando dice que «es funesto a quien nace el nacimiento». Pero a Johnson júnior no se lo digo, para no decepcionarlo después de todos los esfuerzos que sigue haciendo para convencerme de lo contrario.
—¡Qué padre! ¡Ah, Johnson júnior ha nacido para ser padre! —dice Anna—. Giovannino es afortunado, no tendrá a su mamá, pero su padre vale por los dos.
Le conté a Johnson júnior que, a mi modo de ver, a mi padre no le quedó otra salida cuando mi madre le dijo: «Ojalá estuvieras muerto». Si un ser querido me dijera «ojalá estuvieras muerta», yo también preferiría morirme. Entonces Johnson júnior se enfadó, se puso hecho un basilisco y me gritó:
—¿Sabes cuántas veces mi madre me dijo a mí «ojalá no hubieras nacido nunca»? ¡Y fíjate, aquí me tienes, vivito y coleando, feliz padre de mi hijo!
Cuando vuelvo del pueblo traigo siempre fruta para los náufragos de la Marina y para Anna un ramo de flores, que ella pone en el florero de cristal de Bohemia. Antes también le traía flores y fruta a Johnson júnior, pero ahora que le he contado más sobre mi padre y mi madre, no las quiere.
—¿Qué edad tenían tus padres? —me preguntó.
—No llegaban a los cuarenta.
—Más jóvenes que yo ahora. Toda la vida por delante. Podían haberse separado e irse cada cual por su camino. Lo siento, pero esta historia no me conmueve. Al contrario, me fastidia. Por favor, no vuelvas a traerme nada más de vuestro jardín. Ni vuelvas a contarme nada más de tus parientes, de tu pueblo, de tu maestra que te llamaba «letrita muda». Cuando seas una gran escritora, tu maestra no se librará de mí, porque la buscaré y cuando la encuentre, la ataré y le meteré en la boca tus libros que a esas alturas estarán publicados y serán famosos, y tu maestra tendrá que mascarlos y tragárselos, mientras yo le digo al oído: «Ricas las letritas mudas, ¿eh? ¡Trágatelas!».
—Pero yo no quiero el éxito —protesto—, porque luego se esperan de ti grandes cosas y después del que te ha hecho famoso ningún libro se considerará digno. ¿Sabes qué dicen de algunos escritores que consiguieron el éxito con un solo libro? ¡Que los restantes parecen escritos por su hermano tonto!
—¡Entonces lo que tienes que hacer es decir enseguida que eres hija única!
Claro, soy hija única, pero ahora tengo una familia numerosa y qué más da si Johnson sénior no es realmente mi abuelo, Natascia no es realmente mi hermana, Anna no es realmente mi madre ni Giovannino un verdadero hijo. Pero un día, y esto lo deseo de todo corazón, me gustaría que Johnson júnior fuese un verdadero marido.
Me gustan las cosas típicas de las familias, por ejemplo, ir a casa de Anna y llevarle algo para remendar, podría dejárselo, pero quiero quedarme en el cuarto de los armarios y oír el ruido de la máquina de coser mientras la olla hierve en el fuego y llena la cocina con su aroma, y me entra hambre y ya no tengo esa delgadez extrema, casi de anoréxica, que tanto preocupa a Annina, ni tengo tantos miedos. Es cierto que sigo pensando que puede incendiarse el edifico, o estallar la bombona de gas, o que detrás del portón pueden acechar los asesinos, pero, tal como me ha enseñado Johnson júnior, calculo las probabilidades en porcentajes. Me hizo notar que las noticias de los periódicos son noticias precisamente porque es raro que ocurran semejantes cosas. Si no fuera así, escribirían: «Hoy no ha habido explosiones en ningún edificio, no se han producido incendios y nadie ha sido asesinado al cruzar el umbral de su casa». Eso significa, dice Johnson júnior, que el mundo es bueno. Y luego añade: «Bueno estadísticamente».
Pero la noche me sigue dando miedo. Prefiero dormir de día, cuando todos están despiertos y vigilan. Porque de noche se van al país de los sueños y soy yo quien debe permanecer atenta y despierta. La noche me gusta. Cuando se encienden las luces de las cocinas y nadie se ha encaminado aún hacia el mundo de los sueños.
En una revista que compro siempre aparecía un artículo sobre el regreso a escena de Levi Johnson, uno de los grandes violinistas de jazz del mundo. Pensé que se trataba de un homónimo, en la foto se veía a un hombre joven que no se parecía al señor de arriba. Pero todo coincidía y el corazón empezó a latirme con fuerza.
El Levi Johnson del artículo había alcanzado la cumbre de su carrera antes de cumplir los cuarenta. Una depresión grave lo había alejado definitivamente de su público.
En cierta ocasión se había dejado entrevistar y había declarado que ya no se consideraba violinista, sino alguien que tocaba ese instrumento, y que estaba encantado de la vida dando clases particulares de violín o exhibiéndose en los barcos de crucero donde las personas lo escuchaban mientras comían. Era un fracasado, pero a esas alturas podía considerarse un fracasado feliz.