Alcazaba (14 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

BOOK: Alcazaba
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—¡Claro que lo recuerdo! —asintió Simberto—. Y por eso sé que aún la guerra tiene como meta restablecer la paz. Pero es el reinado de la justicia lo que constituye la perfección de la propia ciudad; porque el orden y la paz pueden reinar sin justicia; pero no serán un orden y una paz justos. ¿Acaso es justo lo que os han hecho? ¿Esa es la paz que quieres? Paz es justicia. Y la justicia como tal exige el culto a Dios, tal como se le debe. Por ello un Estado solo puede ser justo si es cristiano.

—¡Bien dicho! —gritaron algunos de los monjes—. ¡Eso, justicia es lo que necesitamos! ¡No queremos paz sin justicia! ¡Queremos un reino cristiano!

El abad de Cauliana se dirigió a ellos y les recriminó:

—¡Insensatos! ¿Qué decís? Esta casa se rige por la regla de la paz… Los males que padecemos significan simplemente que el bien no es de este mundo, ni siquiera para los cristianos… ¿Qué esperabais? Nuestra tribulación no puede despertar en nosotros otra hambre que la necesidad del pan cotidiano; pero jamás el ansia de venganza… ¡Eso nunca entre los hijos de Dios!

—¡No es venganza lo que pedimos, sino justicia! —le gritó a la cara Simberto.

El duc Agildo se interpuso entre ellos consternado. Extendió los brazos y les rogó:

—¡Por el amor de Dios, dejad de discutir! Así no llegaremos a ninguna parte.

—Tienes razón —dijo el abad de Cauliana—. Dios habla por tu boca, hermano Agildo, duc nuestro. Yo no deseo reñir más… Debemos orar y confiar. No podemos olvidar que la obra es de Dios y que Él cuida de nosotros. ¡No perdamos la fe!

—Vayámonos, pues —propuso el duc—. No turbemos más la paz de este sagrado lugar. Pediremos a los cristianos de Mérida que entreguen donativos para socorreros e informaremos al obispo Ariulfo de todo lo que ha sucedido.

19

El día 24 de junio, al anochecer, la llamada basilícula de Sancti Iohannis tenía un aire fantástico, en el campo que se extendía al otro lado de las murallas, donde apenas se veía envuelta por una masa de altos y negros cipreses. Una gran hoguera ardía delante del templo, enviando resplandores anaranjados a la cúpula, y arriba, en el cielo, palpitaban ya las estrellas.

Una muchedumbre de fieles cristianos se hallaba congregada como cada año, en los alrededores, para celebrar la fiesta del nacimiento del Bautista y pasar después la noche entera en torno a sus candelas. Como era costumbre, vestían sus mejores ropas: vistosos brocados las mujeres y buenas túnicas de fino paño los hombres. Y habían traído sus cestas con las viandas propias de la velada: platos de pollo y cordero, papillas de harina con carne picada; alcachofas, espárragos y pepinos; tortas de sémola y almojábanas; aceitunas, pasas, higos, almendras y nueces. Aunque este año, por la escasez, muchos de ellos tenían que conformarse solo con el llamado «pan de hambre», que estaba amasado con harina de bellotas, castañas, algarrobas y cualquier otro ingrediente considerado pobre por no ser de trigo. No obstante, corría el vino; pues las lluvias feroces no habían caído hasta diciembre y, pese a la sequía, no faltó una media cosecha en la vendimia pasada.

Antes de que la bóveda celeste se oscureciera por completo, el arcediano y el clero aguardaban en el atrio de la iglesia con sus lujosas sobrepellices bordadas de oro. Cuando llegó el obispo custodiado por los acólitos, recibió el sagrado libro del ritual y los turiferarios le incensaron convenientemente. Se inició un canto y se bendijo el fuego con mucha solemnidad, arrojando en él bolas de enebro, puñados de mirra y ramas secas de romero. Una columna de humo blanco y perfumado ascendió paralela a los derechos cipreses. Únicamente faltaba repartir el pan bendito para que se diera inicio a la fiesta.

Se adelantaron entonces dos filas de muchachos y muchachas que portaban sobre sus cabezas grandes cestas, en las que iban las roscas y hogazas que debían ser bendecidas. Estas primeras eran para los necesitados y los huéspedes o peregrinos del
xenodochium,
o casa de extranjeros, como se llamaba al hospital que había junto a la basílica de Santa Eulalia; después cada familia se acercaba con sus panes y los repartía según su conveniencia.

Concluido este rito, el obispo Ariulfo se adelantó como unos veinte pasos en el atrio y, dirigiéndose a la multitud, dijo:

—Caros hijos, el Dios de toda paz y todo consuelo esté con vosotros. Pido a sancti Iohannis que os colme de bendiciones y conduzca vuestros corazones al verdadero Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Pero este año, antes de que nos dispersemos por este sagrado campo para compartir el ágape que corresponde a la fiesta, debo deciros algo muy importante.

Se hizo un gran silencio. Todas las miradas estaban pendientes de él.

—Cierto es que son malos tiempos —prosiguió el obispo— y que a veces se tiene la impresión de que se ha dado larga licencia a Satanás para que nos fustigue por nuestros abundantes pecados. Por eso, ¡hay que hacer penitencia! Y con tal propósito, suplico a vuestra ardiente caridad que reunáis alimentos y limosnas de cualquier especie, cuanto podáis, cada uno según el alcance de su peculio, para socorrer a nuestros hermanos los monjes de Cauliana, que han sufrido el robo de todas sus vituallas. Viven para Dios en aquel santo cenobio, entre padres, hermanos legos, estudiantes y criados, más de cien almas de probada virtud. ¡No podemos dejarles morir de hambre! ¡Nuestro Señor os lo premiará! ¡Él duplicará el valor de nuestras buenas obras! ¡San Juan os bendiga, caros hijos!

La muchedumbre prorrumpió en un gran clamor, como un rugido, y la indignación se extendió como fuego en un secarral. Varios jóvenes exaltados se alzaban por encima de las cabezas y gritaban a voz en cuello:

—¡Han sido los moros! ¡Los moros del alfoz! ¡Que lo paguen los sarracenos! ¡Muerte a esa canalla! ¡Ladrones! ¡Perros beréberes! ¡Fuera! ¡Fuera los moros!

El obispo trató de imponer silencio; pero reinaba ya la oscuridad y la gente, irritada, se esparcía formando grupos, vociferando y manifestando con aspavientos su enfado.

El duc, que había presenciado todo junto a su familia, se dirigió a su esposa y le dijo:

—El obispo ha obrado con muy buena voluntad, pero de manera harto imprudente. La noche de San Juan es muy propicia para los arrebatos y las pasiones. Temo que, tal y como andan los ánimos, pueda suceder algo.

—¿Y qué puede suceder? —observó ella—. Es verdad que hay mucho enojo, pero la gente está deseosa de reunirse para compartir la comida y pasar la velada con los suyos. ¡Ya está bien de pesares!

—Humm… —murmuró el duc—. Precisamente por eso…

—¡Vamos, esposo, no seas agorero! —replicó ella, sonriendo y agarrándole por el brazo—. También tú y yo necesitamos un poco de felicidad. He mandado que asen a fuego lento un cordero y tenemos buñuelos, dulces de avellana y turrón. ¡Es San Juan!

Agildo la besó y luego se puso la fina corona que, como una diadema de oro labrado, le ceñía la frente y distinguía su rango. Asintió jovial:

—Es verdad, ¡cuánta razón tienes, Salustiana! Beberé vino y trataré de serenarme. Hemos vivido juntos cosas mucho peores… ¿O no?

—¡Pues claro! —Le devolvió ella el beso—. Hace una noche bella y ya se van encendiendo las candelas. ¡Ay, siempre me acuerdo este día de mis padres!

—Como debe ser. ¿Quién no se acordará hoy aquí de su infancia?

Los criados habían dispuesto la mesa junto al tronco del ciprés más alto y viejo; el que correspondía al duc desde antiguo y a cuyo pie debían reunirse sus invitados. La hoguera estaba encendida un poco más allá e iluminaba a los presentes. Todos esperaban a que Agildo permitiese que se diera comienzo al banquete. Este levantó la copa, hizo la acción de gracias y luego bebió. Esta era la señal para los comensales y, como los platos estaban servidos, cada uno echó mano a lo que le pareció más apetitoso.

El pueblo se mezclaba y se divertía en esta fiesta sin demasiada diferencia por sus rangos o patrimonios, y no muy lejos resplandecían otras hogueras con familias de condición más humilde que aprovechaban la ocasión para acercarse y saludar al duc o llevarle algún regalo. Él los atendía con paciencia, pero sin ser capaz de manifestar otra cosa que distante aprecio; tal era la frialdad de su carácter.

Estando atendiendo a una de estas familias de súbditos, en la mesa del duc se originó una fuerte discusión. Entonces él se volvió y vio que uno de sus hijos se encaraba con algunos de los invitados y les gritaba:

—¡Ya está bien! ¡No vamos a tolerarlo! ¡Hasta aquí hemos llegado! ¡Toda paciencia tiene su límite!…

El que daba estas voces era el mayor de los hijos de Agildo, Claudio; un joven de poco más de veinte años, alto como su padre, pero mucho más fuerte; rubio, de anchos hombros y altivos ojos grises. Bien le conocía Agildo y debía frenar con demasiada frecuencia su temperamento ardiente y su mucha energía. Por eso se fue hacia él y le recriminó:

—¡Claudio! ¿Se puede saber qué te pasa? ¿Por qué gritas de esa manera?

El joven, en vez de recatarse, alzó de nuevo la voz.

—¡Porque todo esto me parece absurdo!

—¿Qué es lo que consideras absurdo? —le preguntó el padre.

—Estar aquí de fiesta, celebrando la Sanjuanada como si tal cosa, mientras esos moros de Satanás se ríen de nosotros organizándose sus juergas a costa de los pobres monjes de Cauliana. ¡No hay derecho!

—Hijo —dijo el duc—, no sabemos quiénes han sido. Si lo supiéramos, habríamos forzado al valí para que hiciese justicia. Él me ha prometido que dará con los culpables.

Claudio estalló en una irónica carcajada.

—¿Que no lo sabemos? ¡Serás tú el único que no lo sabe, padre! Esta misma tarde, muchos de los que hemos venido hasta aquí hemos atravesado el arrabal y luego el alfoz y hemos visto a esos raposos hartos de comer, con las brasas aún encendidas, las cacerolas llenas y los huesos de los terneros desparramados por doquier. También había cáscaras de pepino, de sandías sin madurar y otras frutas tiradas a la puerta de sus chozas. ¿De dónde van a sacar todo eso sino de los pobres monjes?

El duc fue hacia su hijo y le ordenó entre dientes:

—Calla de una vez; no eches más leña al fuego.

—¿Más leña, padre? —contestó Claudio con suficiencia—. A ver si te enteras de una vez de quién es el que enciende el fuego.

Agildo le propinó una sonora bofetada a su hijo.

—¡Vete a casa! —le mandó con autoridad.

Todos los presentes permanecían en tensión, atentos a la desagradable escena.

El joven Claudio pareció no inmutarse, dejó su copa sobre la mesa, se echó la capa por los hombros y se marchó con una firmeza audaz y desdeñosa.

El padre entonces se dirigió a los invitados y les dijo:

—Aquí no ha pasado nada… ¡Que siga la fiesta!

Comieron y bebieron, pero ninguno parecía divertirse. Estaban como tratando de hallar el ánimo necesario para proseguir la velada. Pero de vez en cuando se quedaban en silencio, cariacontecidos.

Salustiana, que trataba a toda costa de disimular que estaba más triste que nadie, llamó a unos músicos y les pidió que cantaran.

Sonó el laúd melodiosamente y una guapa muchacha inició una copla:

¡Albo día, este día,

Día del ansara, haqqá!

Vestirey mieo al-muddabaj

Wa-nasuqqu-r-rumha xaqqá.

(¡Albo día, este día,

Día de la Sanjuanada, en verdad!

Vestiré mi brocado

Y quebraremos lanzas.)

20

Antes del amanecer, el valí Mahmud se encontraba de pie en la torre más alta de la muralla, mirando consternado a lo lejos, de donde había llegado en plena noche el resplandor de los fuegos que se alzaban en la parte oriental del alfoz. A su lado, el jefe de la guardia le aseguraba cansinamente:

—Han sido ellos, señor valí, los dimmíes cristianos; no hay ninguna duda. Ellos salieron anoche borrachos y anduvieron después de la fiesta de la Ansara dando vueltas por ahí fanfarronamente. Ellos fueron y nadie más. Bordearon las murallas, ocultos en las sombras; les vieron entre los olivares, por la orilla del río, en las alamedas y en el arrabal de los mercaderes… ¡Torpes y necios fueron, pues vociferaban en su delirio! Propagaron infundios y consignas contra la gente beréber del alfoz del poniente… Ya sabes, valí, lo que van diciendo desde hace cuatro días: que son musulmanes los que robaron a los monjes de Cauliana. ¡Esa cantinela corean para justificar su crimen! ¡Ellos, los dimmíes infieles! ¡Los
iblis
les perjudiquen! ¡Ellos han prendido fuego a las casas de los nuestros!

El desasosiego se apoderó de Mahmud y se revolvió en el sitio, dejando vagar la mirada confusa. Y cuando uno de los miembros del Consejo alzó la voz lanzando maldiciones y clamando venganza, se volvió hacia él y habló con amargura:

—Es lo peor que podía pasarnos precisamente ahora; cuando hemos elevado quejas al emir. ¡Esos dimmíes insensatos y preñados de necio orgullo! Si en Córdoba llegan a enterarse de esto, nos harán culpables a nosotros, a las tribus beréberes, por no mantenerlos a raya.

—¿Y qué? —replicó otro de sus consejeros—. ¿Va a reprocharnos Córdoba que venguemos a los nuestros? ¡Es una provocación intolerable!

El valí le agarró por la pechera y, con ira, le espetó:

—¡Estúpido! ¿No lo comprendes? ¿No os dais cuenta ninguno de lo que pasa? Los árabes están deseando vernos metidos en problemas para poner a uno de los suyos en el gobierno de Mérida… No debemos dejarnos guiar ahora por nuestras tripas revueltas, sino por nuestras cabezas. ¡Seamos sensatos!

El jefe de la guardia señaló con el dedo en la dirección del fuego y preguntó conteniendo su rabia:

—¿Vas a dejar impune eso? ¿No me vas a ordenar que vaya a por ellos para crucificarlos en la muralla frente a sus insultantes iglesias?

—No —respondió con rotundidad el valí—. Ahora no es el momento. Ya les daremos su merecido cuando sepamos las intenciones del emir. Si ahora provocamos un conflicto grave con los dimmíes, nos quedaremos solos en el caso de que Córdoba decida oprimirnos aún más. Esperemos a que regrese Sulaymán Aben Martín con el resultado de la embajada. Entonces decidiremos lo que debe hacerse.

A media mañana, el rico Marwán Aben Yunus se hallaba reunido en su casa con varios nobles árabes de la ciudad; hombres de su más íntima proximidad; familiares y amigos en los que sabía que podía confiar plenamente. Con sutileza, les estaba diciendo:

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