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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

Alcazaba (9 page)

BOOK: Alcazaba
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Corrió Agildo al barrio judío y se presentó en casa del almojarife Datiel para exigirle que resolviera el trato y devolviera la pieza en cuestión.

—¡Lo vendido vendido está, a los ojos del Altísimo y a los de los hombres! —sentenció el almojarife—. No puedes reivindicar lo que fue tasado y pagado en su justo precio con dinero de curso legal.

—Nadie puede vender algo que no le pertenece —repuso Agildo—. Ese bien no es propiedad del comes, sino de la santa Iglesia.

—La pila estaba en casa del comes y es parte de su patrimonio. La venta es legal.

—Aquí tienes el dinero, devuelve la pila.

—Eso no sería justo y además es imposible.

—¿Por qué?

—Porque no puedo recibir dinero por algo que ya no es mío —respondió el almojarife con tranquilidad—. La pila es ahora propiedad de Marwán Aben Yunus.

—¡La has vendido! —exclamó con vehemencia el duc.

—No exactamente. Ese objeto se adquirió por encargo de Marwán para ser llevado a Córdoba como obsequio al emir Abderramán.

—¡Judío miserable y…!

—¡Eh, no te consentiré que me injuries en mi propia casa! —rugió el almojarife—. Esa pila la vendió un cristiano y ¿ahora me vas a culpar a mí?

—Si no hubierais ido a San Cipriano a por ella vosotros los judíos…

—¡Ya empezamos! A ver si va a resultar que los cristianos y los musulmanes podéis comprar y vender cuando queráis. ¿No es acaso vuestro barrio un mercado? Pero cuando es un judío el que compra o vende… ¡Siempre igual! Tus antepasados te transmitieron todos esos estúpidos prejuicios y la absurda patraña de que vendimos a tu Dios. ¡Qué pesadez!

—¡Dime de una vez dónde está la pila y no me eches sermones! —inquirió Agildo.

Datiel comentó entonces:

—No te molestes siquiera en intentar recuperarla. La comitiva se puso en camino muy temprano y ya debe de estar a más de media jornada de aquí. Además, aunque la alcances, no te devolverán la pila, puesto que es el más preciado de los presentes que llevan, y estaban muy conformes con la compra, que, como te he dicho un montón de veces, es legal a todas luces.

A pesar de esta recomendación, galopó el duc durante horas, acompañado por uno de sus hijos y seguido por sus criados, en dirección a Córdoba, por la vieja calzada romana. Y alcanzaron la caravana a poco más de cinco leguas de Mérida.

Pero el fatigoso camino lo hicieron en balde, pues el cadí no consintió en devolver la pila alegando parecidos argumentos a los de Datiel.

—Si la pila estaba en la propiedad del comes Luciano, y no hay manera de demostrar que no es suya, la venta es legal, el precio justo y el trato correcto; no hay por qué resolverlo.

—Se causará un grave conflicto en mi comunidad —suplicó Agildo—. ¡Devolved la pila, por el amor de Dios! ¡Es un bien sagrado!

—Eso es asunto vuestro —replicó Sulaymán—. Nuestra ley no contempla esa condición de sagrados para los objetos cristianos vendidos. Pídele cuentas al comes Luciano y no al almojarife, ni a los judíos, ni a Marwán. Para nosotros es una preciosa fuente y nada más, por la que se ha pagado un precio más que suficiente. De manera que no nos entretengas. Sabes bien lo importante que es esta embajada para Mérida y lo que en ella nos jugamos. Consolaos los dimmíes pensando que la fuente servirá para contentar al emir y nos facilitará las cosas en Córdoba.

12

La duración del camino entre Mérida y Córdoba para un jinete diestro era de cinco días; pero una caravana con tropa de escolta, mulas de carga, carretas, equipajes e impedimenta necesitaba diez. Durante la última jornada del viaje, la comitiva enviada por el valí de Mérida descendía por la vertiente sur de Sierra Morena, soportando una desagradable tormenta que descargaba granizos y un feroz aguacero. Marchaban, pues, despacio, atemorizados por los relámpagos y los truenos que retumbaban en los montes.

En cambio, cuando a media mañana divisaron al fin la ciudad en la llanura que se extiende desde las orillas del Guadalquivir, cesó el viento y lució el sol bañando la campiña y haciendo destacar el rojo rabioso de las amapolas, como salpicaduras de sangre, entre los trigales. Más adelante verdeaban los naranjales, los olivos y los almendros que crecían al borde mismo del camino, y los frutales que se extendían hasta los muros. Las torres, los alminares y los tejados brillaron en un cielo puro y azul.

La vieja calzada romana desembocaba en los barrios orientales, que se abrían por la puerta llamada Bab al-Yadid. Antes de entrar, el cadí presentó ante los oficiales los documentos que portaba y pagó la tasa. Recibido el permiso, avanzaron en fila por una calle larga, pasando junto a elevados caserones herméticamente cerrados, que preservaban sus intimidades con rejas apretadas y celosías. Nada se veía detrás de los muros, ni siquiera desde la altura del caballo, excepto las palmeras y los cipreses de los jardines. Atravesaron después un mercado con tenderetes de verduras, frutas y legumbres, entre los que humeaban puestos de fritangas, peces, carne braseada, buñuelos y dulces. El olor a especias y encurtidos era intenso. Los aguadores ofrecían en cada esquina el líquido de sus pellejos en escudillas de bronce.

Al ruido de los caballos y las carretas, la gente salía a las puertas y la caravana penetró en el corazón de la ciudad entre la expectación pública. Los ciegos y los menesterosos le salían al paso reclamando limosnas y una nube de curiosos se puso detrás de la última de las mulas y siguió a la comitiva encantada con el espectáculo de las monturas, los jaeces, los turbantes de seda, las capas y las libreas de los pajes.

Una vez acomodados en la mejor fonda, Muhamad Aben Marwán y el cadí Sulaymán se acercaron hasta las oficinas de la cancillería del emir y solicitaron la audiencia, tal y como exigían las rigurosas reglas del protocolo. Dirigidos a los Alcázares por los funcionarios, allí les atendió uno de los chambelanes principales, un eunuco alto, estirado, de gestos comedidos y pocas palabras, que se llamaba Sahlul al-Galís.

Cuando el cadí manifestó el propósito de la embajada, el chambelán se puso serio de repente y les despidió diciendo:

—Como es un asunto que atañe a los tesoreros reales, debéis esperar a que los ministros resuelvan con los consejeros de nuestro soberano emir qué ha de hacerse.

—Esperaremos —asintió el cadí Sulaymán—. Pero es necesario insistir en que no venimos solamente por cuenta del valí de Mérida, sino en nombre de toda la ciudad, y que los ministros deben advertir al emir de que los ánimos están muy enardecidos en aquellos dominios suyos.

Sahlul le miró fríamente y contestó circunspecto:

—Comprendo. Aun así, debéis admitir que hay asuntos más urgentes que resolver. Enviad cada mañana a uno de vuestros servidores y se le darán puntuales noticias de las resoluciones de la cancillería. Cuando sea oportuno convocar la audiencia, se os hará saber enseguida. Mientras tanto, disfrutad de la ciudad y no dudéis en solicitar lo que se os ofrezca. Sois huéspedes del emir y él se complace en la felicidad de sus vasallos.

Durante una semana, el criado de Sulaymán Aben Martín fue regularmente a la cancillería cada mañana, y regresó un día tras otro con la contestación de que debían seguir esperando. El cadí empezó a ponerse nervioso y su impaciencia le empujó finalmente a volver él mismo y reclamar ante el chambelán Sahlul. Este le atendió con la misma cortesía que la vez anterior y volvió a despedirle sin comunicarle ninguna novedad.

A lo largo de todo este tiempo, el joven Muhamad actuó con la cautela y la reserva que su padre Marwán le había recomendado. Como disponía de dinero suficiente, se dedicó a gastarlo recorriendo la ciudad y divirtiéndose como uno más de los mercaderes que, venidos desde todas partes, aprovechaban su estancia para disfrutar de Córdoba.

Cuando el cadí regresó a la fonda, frustrado por la demora de la cita en la cancillería, se pusieron los dos a almorzar en el patio. Muhamad comía sin prisas y, mientras masticaba lentamente, observaba a Sulaymán, que callaba pensativo, disgustado.

El joven, con estudiada preocupación, le dijo:

—No está bien que yo lo diga, pero a la vista está que mi padre tenía razón cuando indicó que no sería fácil llegar a Córdoba y reclamar enseguida ante el emir.

El cadí levantó la mirada hacia él y le contestó:

—Ya me doy cuenta de ello y precisamente estaba pensando en que deberíamos llevar a efecto lo que tu padre propuso. ¿Qué te mandó hacer Marwán?

—No es lo más oportuno acudir directamente a los funcionarios del emirato… —empezó diciendo Muhamad, tratando de dar a su voz un tono desapasionado y sincero—. Hay en Córdoba hombres influyentes que comparten la mesa del emir con frecuencia…

—¿Tienes algún nombre? —le interrumpió Sulaymán.

—Sí. Mi padre me dio la dirección y una carta para uno de sus conocidos.

—¿Has ido ya a visitarle? ¿Le has hablado del asunto?

Muhamad sorteó la respuesta con habilidad:

—Estuve en su casa ayer y le llevé los obsequios de parte de mi padre… —Adoptó un tono serio—. Pero no se me ocurriría siquiera levantar en Córdoba la liebre y contar por ahí lo que está sucediendo en Mérida y el peligro de que se encienda una revuelta… ¡Sería una insensatez! Mi padre me instruyó bien con respecto a eso y me ordenó que no hablara del asunto sino en presencia tuya. ¿No es eso lo que debe hacerse?

El cadí sonrió satisfecho; la respuesta sobraba. Solo dijo:

—Creo que no debemos perder ya más tiempo…

—Yo opino lo mismo —observó el joven, muy seguro de sí—. Puedo ir a casa de ese amigo de mi padre mañana a primera hora… Si te parece oportuno, claro.

Sulaymán le miró y se quedó pensativo. Luego propuso:

—Te acompañaré.

Los ojos de Muhamad acusaron el desconcierto que sentía. Pero reaccionó pronto y repuso sonriendo:

—Ni siquiera le dije que vine a Córdoba contigo; ese amigo de mi padre cree que estoy aquí por cuestiones de negocios. No me gustaría ahora desdecirme y parecer que oculto cosas… Si te parece bien, iré yo solo y le entregaré la carta de mi padre. Él me dirá lo que debo hacer y tal vez halle la fórmula de convencer a los funcionarios. Entonces iremos juntos al palacio del emir. ¿No te parece mejor?

El cadí pensó un poco y respondió:

—Está bien; ve cuanto antes y ¡Allah quiera que lo consigas!

13

Delante del Puente Romano de Mérida, al otro lado del río, se extendía una amplia explanada rodeada por un curioso arrabal de casas de adobe, holgadas fondas, cuadras y corrales. En esa zona se detenían las caravanas y se encontraban los negocios donde se concertaban los viajes con destino al sur y a las regiones occidentales del emirato. Era paso obligado para cualquiera que pretendiera entrar o salir. La ancha calzada desembocaba en la cabecera del puente, donde se debía pagar el portazgo en el puesto de guardia para poder cruzar hasta la puerta principal de la muralla.

Un caminante andaba despacio, mezclado con la densa fila de gente que avanzaba hacia el mercado que comenzaba nada más penetrar en la ciudad. Era un hombre de unos veintitantos años, con la cara ennegrecida por el sol, el cabello castaño, los ojos azules y un aire de inocencia extraño, la expresión serena y sonriente. Su indumentaria era común y corriente; túnica corta, cinto y sandalias. Pero algo en su aspecto delataba un origen tal vez lejano, sin que por ello atrajera ninguna mirada extrañada. Porque por aquella época, a las puertas del verano, los mercados se convertían en un hervidero de gentes diversas que acudían aprovechando que el buen tiempo permitía transitar por los caminos.

El viajero se adentró por las calles que formaban el arrabal occidental, siguiendo el adarve río abajo, y pasando por una sucesión de establecimientos y sucias casas, cuyos dueños eran carniceros, desolladores, triperos y curtidores. Las basuras y los excrementos de los animales se amontonaban en todos los rincones y apestaba por la podredumbre de los desperdicios. Más adelante cruzó un arco de piedra y transitó por un descampado donde pululaba gente miserable: inválidos, ciegos, mendigos y borrachos. Apretó el paso ignorando las voces y las súplicas. Anduvo siempre cerca de la muralla y, al bordearla, encontró una fuente y un abrevadero rodeado de bestias. Allí le preguntó a un muchacho:

—¿Sabes dónde está el templo de Santa Eulalia?

—¿Santa Eulalia? Sí, es por ahí. Verás un eremitorio entre huertas y olivares, sigue el camino que discurre de una ermita a otra y encontrarás el santuario de la Mártir.

El viajero enfiló por donde le había indicado y no tardó en ver la cúpula y las cruces que remataban los tejados del monasterio. A lo largo del camino, las ermitas formaban una hilera; todo ofrecía un aspecto agradable, apacible y ensimismado, con grandes nogales en los cercados y ciruelos con frutos en sazón.

El viajero se detuvo y estuvo contemplando el arroyo que discurría sinuoso, entre sus márgenes espléndidamente frondosas. En la otra orilla se veía un prado que amarilleaba, segado ya, y un rebaño de ovejas que pacía. Por encima volaban los arcos de un fabuloso acueducto. Justo en ese instante las campanas repicaron: era sábado. Los ermitaños que cuidaban del rebaño miraron hacia el santuario y se santiguaron.

El caminante retomó la marcha con pasos decididos y se adentró por entre los olivos. Al aproximarse al templo, empezó a oír los cantos y el rumor de las plegarias. Unos muros altos cercaban el conjunto y tuvo que rodearlos para encontrar la entrada. Dos hombretones armados con varas guardaban la puerta y le preguntaron a qué venía.

—Soy peregrino —respondió él.

Bastó esta sencilla respuesta para que le franquearan el paso sin pedirle nada más. Dentro hacía calor, merced a la gran cantidad de lamparillas de aceite y al gentío congregado. Al fondo los monjes entonaban salmos en torno al ábside, vestidos con cogullas blancas, y en el centro destacaban las vestiduras rojas del abad.

Se arrodilló el viajero y se unió a la oración, codo con codo con la apretujada masa de fieles y peregrinos que abarrotaban la nave. Cuando sus ojos deslumbrados se adaptaron a la penumbra interior, quedó admirado por la riqueza del atavío que adornaba el baldaquín que cubría el hipogeo de Santa Eulalia; los velos de seda y oro que colgaban brillaban a las luces oscilantes de las coronas que pendían de la bóveda; como los metales refulgentes, las alhajas y los candelabros que se veían por doquier.

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