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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

Alcazaba

BOOK: Alcazaba
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Judit, conocida por todos como la Guapísima por su extraordinaria belleza, aún no ha cumplido los veinticinco años cuando enviuda de Aben Ahmad al-Fiqui, un musulmán con el que su padre la casó por conveniencia. Tras su muerte, Judit, de origen judío, decide buscar nuevo marido, pero es rechazada tanto por musulmanes como por judíos debido a la situación extrema que se vive en Mérida, una ciudad donde imperan las revueltas y las rencillas y donde todos se toleran pero se temen. La calma tensa que preside la relación entre árabes, beréberes, muladíes, judíos y cristianos muy pronto se resquebrajará. La rivalidad y el miedo, además de la codicia de los gobernantes y los feroces tributos anuales que deben rendir a Córdoba hará que se rebelen contra el poder central de Abderramán II.

Unidos por su odio hacia el emir de Córdoba se aliarán para derrocar el poder detentado en Mérida por el gobernador Marwán y liberarse de su yugo, pero Abderramán II mandará uno de los mayores ejércitos jamás vistos para someter a sangre y fuego a la ciudad… «Destruiré aquella Mérida orgullosa y rebelde. Iré allá y desharé sus murallas contumaces; ¡a cenizas y polvo las reduciré! Solo habrá allí desolación y piedras…»

En esta épica y colosal novela se entrecruzarán las vidas de personajes inolvidables como Muhamad, el hijo de Marwán, que reparte su amor entre Judit, la Guapísima, y Adine, la prima de Judit; el duc Claudio, máximo representante de los cristianos, o el emir Abderramán II, un monarca culto y refinado a la par que cruel y vengativo.

Jesús Sánchez Adalid

Alcazaba

ePUB v1.0

Polifemo7
21.06.12

Título original:
Alcazaba

Jesús Sánchez Adalid, 2012.

Diseño/retoque portada: Alejandro Colucci

Editor original: Polifemo7 (v1.0)

Libro aportado por: ecosrom (epubgratis.me)

ePub base v2.0

A mi sobrino Álvaro, que nació cuando concluía esta novela

y que, por esas cosas de la vida, será emeritense

«¡Ay de Mérida! La ciudad rebelde que yergue

su arrogante cabeza contra el destino…»

(Tomado del
Nafh al-Tib
, de Al Maqqari)

«Tenemos una ciudad fuerte, ha puesto para salvarla murallas

y baluartes: Abrid las puertas para que entre un pueblo justo,

que observa la lealtad; su ánimo está firme y mantiene la paz.»

(Isaías 26, 1-3)

1

Todos los parientes, amistades y buenos conocidos de Aben Ahmad al-Fiqui se reunieron en su casa cuando se enteraron de que había muerto. Las mujeres hacían manifestación de duelo con alaridos y alabanzas al difunto. Cada vez que una de ellas gritaba, enseguida era contestada por las demás y se organizaba el llanto. Se agolpaban a la puerta de la alcoba, sin atreverse a entrar, y contemplaban el cadáver derramando lágrimas y exhibiendo muecas de dolor.

—¡Mirad al desdichado! ¡Qué poca cosa es para los mortales, pero qué grande para la misericordia de Allah!

—¡Grande es Dios! ¡Paz y misericordia para Aben Ahmad al-Fiqui!
¡Allah irhamo!
(Dios sea misericordioso)
¡Allah isalmek!
(Dios otorgue la paz).

El muerto yacía de costado, encogido, de manera que las rodillas se le juntaban con el pecho. Tenía aún los ojos abiertos y una hilera de babas se le descolgaba desde el labio inferior hacia la barba canosa y lacia. El cuerpo tan seco apenas abultaba bajo la sábana que lo cubría. Junto al lecho solo estaba la viuda, la única de las mujeres que permanecía en silencio: Judit al-Fatine, conocida por todo el mundo en Mérida como la Guapísima, por su belleza verdaderamente extraordinaria; aún no había cumplido los veinticinco años y era alta, de hermosa piel trigueña, cabellos dorados, ojos color miel y un aspecto tan sano como el pedernal. Incluso allí, junto a la penosa imagen del cadáver de su marido, admiraba verla, vestida con una sencilla juba de lino crudo y un velo color canela.

Sería por esta presencia deslumbrante de Judit y porque atraía todo tipo de miradas por lo que el anciano Ferján, tío del difunto, se acercó a ella y le dijo entre dientes:

—Anda, mujer, sal de la alcoba y ve a recogerte, que los hombres debemos ocuparnos del cuerpo.

Ella, obediente, se puso en pie y salió exhibiendo la amenidad plena de su esbelto talle, la delicadeza de su caminar y una expresión pálida y ausente en el preciosísimo rostro. Hombres y mujeres se apartaron en el corredor para dejarla pasar entre ellos, mientras meditaban sobre lo afortunado que debía de haber sido Aben Ahmad, aun habiendo tenido una vida colmada de desdichas.

Porque el difunto marido de Judit fue siempre un hombre común, corriente y nada extraordinario; feo, canijo, que no contaba siquiera con patrimonio o dinero para merecer a una mujer así. Hasta se decía por ahí que no había reunido a lo largo de su miserable vida otra cosa que deudas. Sobre todo desde que, para colmo de infortunios, se cayó del tejado y se destrozó la espalda, quedándose permanentemente hecho un cuatro, como ahora yacía muerto en su tálamo.

No es de extrañar, pues, que los asistentes al duelo pareciesen estar con el deseo de recibir las explicaciones de la Guapísima, acerca de si era verdad o no que ese tullido alfeñique se había pasado todas las noches de su matrimonio envuelto en sudores de amor, gozando de tan extraordinaria mujer, como alardeaba cada día en el
hamman
sin ningún pudor, dejando a jóvenes y viejos babeando de envidia. Y también querían saber qué haría a partir de ahora la viuda, sin una herencia que le garantizase una vida digna y feliz, después de haber tenido que cuidar durante años al enfermo.

Pero, con el muerto reciente, no había de momento tiempo para otra ocupación que no fuera cumplir con la piadosa tarea de prepararlo para la sepultura. Así que un par de vecinos de buena fama entraron en la alcoba y se pusieron a las órdenes del anciano Ferján para iniciar los rituales de limpieza que exige la tradición musulmana antes del entierro. Cerraron primeramente los orificios del cuerpo con algodón perfumado y lavaron y secaron el cadáver antes de envolverlo con el sudario derramando incienso en cada vuelta. Les costaba mucho trabajo enderezar las piernas y tuvieron que hacer uso de unas gruesas cañas y un rollo de vendas a modo de entablillado.

Cuando hubieron terminado estos trabajos, descorrieron la cortina y los presentes que abarrotaban la casa pudieron ver a Aben Ahmad, amortajado ya con dignidad y colocado sobre las angarillas que lo trasladaron a la mejor estancia de la casa. De nuevo las mujeres prorrumpieron en gritos, alaridos y alabanzas, mientras se retiraban para dejar que los hombres rodearan al difunto.

Judit al-Fatine, la Guapísima, sentada en el suelo junto a su anciana cuñada, permanecía con el rostro embozado en el velo color canela, dejando ver solo sus bellos ojos, enrojecidos, brillantes por las lágrimas y perdidos en el vacío.

El viejo Ferján alzó la voz, mandó callar a las plañideras y llamó a los presentes al rezo con estas palabras:

—¡Aquí comienza la oración por el difunto!

Los hombres se alinearon mirando a la alquibla, que caía más o menos hacia la puerta principal, y colocaron sus manos extendidas a la altura de las orejas. Entonces el anciano proclamó:

—¡Dios es lo más grande!

Siguieron las aclamaciones, las promesas, las alabanzas y las súplicas durante un largo rato. Ora miraban todos a la derecha, ora volvían las cabezas hacia la izquierda y, sin perder de vista al muerto, suplicaban:

—Paz y misericordia para él.

Sentáronse luego en el suelo y oraron en silencio, levantando las manos, antes de decirles a los dolientes:


Allah irhamo
.

A lo que respondían los familiares:


Allah isalmek
.

Atardecía cuando el cortejo fúnebre cruzó el arrabal y, encaminándose por el sendero que discurría al pie de la muralla, llegó al antiguo cementerio que mira hacia el poniente, en la pendiente suave de la ladera que cae sobre el río. El aire era tórrido, bochornoso y saturado por los aromas de las orillas.

Los sepultureros, que se afanaban todavía cavando la tumba, asomaron las cabezas con los rostros sudorosos y llenos de ansiedad al ver aproximarse a los afligidos con el difunto. Hubo, pues, que esperar a que se ahondara la fosa y se hicieron de nuevo todos los rezos, dando vueltas en torno, antes de echarse las rodillas a tierra para recitar las suras como manda la tradición.

Mientras tanto, la viuda y los demás familiares permanecían alejados, con las mujeres, que no se cansaban de gimotear y hacer aspavientos. El sol se ponía a sus espaldas y el cielo se tornaba anaranjado en el horizonte. Abajo el río fluía tranquilo, plateado, en su cauce amplio, flanqueado por juncos y álamos. Los pescadores echaban las redes desde sus barcas y las lavanderas apaleaban la ropa sobre la hierba en la orilla. Rebaños de cabras regresaban a los apriscos, conducidos por escuálidos muchachos de piel oscura.

Un hombrecillo desdentado y de barba en punta, que cabalgaba a lomos de un rucio pequeño, se detuvo a distancia y le preguntó a uno de los dolientes:

—¿Quién es el muerto?

—Aben Ahmad al-Fiqui, el tullido, que se cayó del tejado en la casa de Sanam.

—¡Allah le dé al fin el descanso!
Allah irhamo, Allah isalmek…

2

El día después del entierro Judit estaba por la mañana sentada a la sombra, bajo la tupida higuera que extendía sus retorcidas ramas delante de la casa. Nadie había venido a verla desde que se dispersó el cortejo fúnebre en el cementerio la tarde anterior. Tal vez por eso permanecía expectante, y en cierto modo oculta, entre las verdes hojas. El aroma blando y dulzón de los higos maduros parecía aumentar su tristeza.

Se había puesto un bonito traje nuevo de color blanco que, si no fuera por la pena, le daría aire de fiesta. Recordó la razón por la que se lo hizo, siguiendo el mandato de Aben Ahmad, y el disgusto que le produjo haber aceptado pagar tanto por la tela de seda. El gasto obligó a su marido a desprenderse del robusto esclavo que se ocupaba de llevarle cada día a los baños, introducirlo en el agua, lavarlo, vestirlo y volver a colocarlo en el lecho. «Ya no lo voy a necesitar», había predicho el difunto dos semanas antes de entrar en agonía, adivinando que se acercaba su final. Después de vender al esclavo, le ordenó a la Guapísima comprar la tela y hacerse el vestido. «Te hará falta para encontrar un nuevo esposo», le dijo. Ella en aquel momento no rechistó. Sabía bien que resultaba inútil discutir con Aben Ahmad. Aunque ya tenía decidido que si él moría no volvería a contraer matrimonio.

Estos recuerdos le provocaron enfado y cólera. Entonces pensó ir a deambular por el mercado, como solía hacer todos los sábados por la mañana. Su desolación y su rabia le incitaban a salir e ir hasta allí. Pero la retuvo el temor a que pudiesen pensar mal de ella y tal vez murmurar: «Mirad, ahí va la Guapísima con un vestido flamante, cuando el tullido Aben Ahmad aún está caliente en su tumba». Esto le parecía pavoroso y desproporcionado. Sobre todo porque nadie sabía que ella misma le había jurado a su marido, en el lecho de muerte, que se pondría el vestido nuevo al día siguiente del entierro.

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