Albert Speer (94 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Como era de esperar, también discrepábamos en otras cuestiones. Era de gran importancia decidir cómo debía presentarse en aquel proceso el poder de Hitler. Göring, que en otro tiempo había expresado ciertas críticas ante algunas prácticas del régimen, abogaba ahora por reivindicarlo sin reservas. Expuso sin escrúpulos que el sentido y la oportunidad de aquel proceso únicamente podían residir en crear una leyenda positiva en torno al régimen. A mí no sólo me parecía hipócrita engañar así al pueblo alemán, sino que también me parecía peligroso dificultarle de aquel modo la transición hacia el futuro. Únicamente la verdad podría acelerar el proceso de liberación del pasado.

Los verdaderos móviles de las declaraciones de Göring quedaron bien patentes cuando dijo que, aunque los vencedores podían matarlo, al cabo de sólo cincuenta años sus restos reposarían en un sarcófago de mármol y el pueblo alemán lo aclamaría como héroe nacional y mártir. Lo mismo creían de sí mismos muchos de los acusados. En otras cuestiones, Göring tuvo menos éxito: según él, todos estábamos irremisiblemente condenados a muerte de antemano. Por lo tanto, era inútil preocuparse por la defensa, a lo que yo repuse:

—Parece que Göring quiere entrar en el Walhalla con un gran séquito.

En realidad, Göring fue uno de los que se defendieron con mayor tenacidad.

Desde que, en Mondorf y después en Nuremberg, Göring se sometió a una sistemática cura de desintoxicación que lo libró de su afición a la morfina, se encontraba en mejor forma que nunca. Derrochaba energía y se convirtió en la personalidad más imponente del grupo de acusados. Entonces lamenté que no hubiera estado en las mismas condiciones durante los meses que precedieron a la guerra y en ciertos momentos cruciales del conflicto, en los que su morfinomanía lo tornaba débil y condescendiente, pues era el único cuya fama y autoridad también Hitler habría tenido que tomar en consideración. En realidad, fue uno de los pocos que tuvieron suficiente vista para vaticinar el final. Después de haber desaprovechado esa oportunidad, era un disparate y hasta un crimen utilizar ahora las energías recobradas para engañar al pueblo. Porque se trataba de un engaño. Un día, en el patio de la prisión, comentó fríamente cierta noticia sobre unos judíos que habían logrado sobrevivir en Hungría:

—Ah, ¿así que aún quedan algunos? Pensaba que los habíamos liquidado a todos. El responsable debía de ser un inútil.

Yo estaba anonadado.

Mi decisión de asumir la responsabilidad por todos los actos del régimen también pasó por sus momentos de crisis. La única vía de escape que me quedaba consistía en eludir el proceso por medio de una muerte prematura. Algunas noches me invadía la desesperación. Una vez traté de estrangularme la pierna enferma con un pañuelo para provocarme una nueva flebitis. En Kransberg oí que un científico decía que la nicotina de un solo cigarro puro desmenuzado y diluido en agua podía ocasionar la muerte; después de eso llevé durante mucho tiempo un puro picado en el bolsillo. Pero de la intención a la decisión hay un largo camino.

Las misas dominicales constituyeron un gran apoyo para mí. En Kransberg me negué a asistir a ellas, pues no quería aparentar debilidad. Pero en Nuremberg prescindí de estas consideraciones. La presión de las circunstancias me llevó, como a casi todos los demás acusados, con la excepción de Hess, Rosenberg y Streicher, hasta nuestra pequeña capilla.

• • •

Durante las últimas semanas se nos habían apolillado los trajes; los americanos nos habían dado unos monos de dril negro. Ahora pasaron por las celdas unos funcionarios para preguntarnos qué traje queríamos que nos llevaran a la tintorería para el proceso. Todos los detalles, hasta los gemelos, fueron minuciosamente discutidos con el comandante.

Después de que el coronel Andrus realizara una última inspección, el 19 de noviembre de 1945, escoltados cada uno por un soldado, pero sin esposas, fuimos conducidos por primera vez a la sala de audiencia aún vacía. Se nos asignaron nuestros lugares. En primera posición, Göring, Hess y Ribbentrop; yo era el tercero de la segunda fila empezando por el final y me encontraba en grata compañía: a mi derecha Seyss-Inquart, a mi izquierda Von Neurath y delante Streicher y Funk.

Me alegraba de que por fin empezara el proceso; casi todos los acusados compartían esta opinión: que todo termine de una vez.

• • •

El proceso se abrió con el demoledor discurso de la acusación, presentado por el primer fiscal americano, Robert H. Jackson. Una de sus frases me infundió ánimo: la culpa por los crímenes cometidos por el régimen pesaba sobre los veintiún acusados, no sobre el pueblo alemán. Este concepto coincidía exactamente con el efecto secundario que yo esperaba del proceso: el odio que la propaganda de guerra había dirigido hacia el pueblo alemán y que el descubrimiento de los crímenes había hecho aumentar hasta el infinito iba a concentrarse en nosotros, los acusados. Según mi teoría, en una guerra moderna cabía esperar que los dirigentes cargaran al final con las consecuencias, precisamente porque durante la contienda no habían estado expuestos a ningún peligro.
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Por eso, en una carta a mi defensor para darle la pauta de nuestra conducta, le decía que en aquel marco general todo cuanto pudiéramos discutir él y yo para mi defensa me parecía insignificante y ridículo.

Durante muchos meses se fueron acumulando documentos y testimonios que agravaban los crímenes cometidos, independientemente de si cada uno de los acusados había estado personalmente involucrado en ellos. Era terrible, y en realidad sólo se podía soportar porque los nervios se iban insensibilizando de día en día. Aún hoy me persigue el recuerdo de fotografías, documentos y órdenes que parecían tan monstruosos como increíbles, pero cuya autenticidad no ponía en duda ninguno de los acusados.

Por lo demás, la rutina diaria seguía: por la mañana, sesión hasta las doce; descanso para comer en las dependencias del piso superior del Palacio de Justicia; de las catorce a las diecisiete continuaba la sesión; luego, vuelta a la celda, donde me cambiaba de ropa rápidamente, daba el traje a planchar, cenaba y después solía ser conducido al locutorio de la defensa, donde discutía hasta las veintidós horas con mi abogado la marcha del proceso y redactaba las notas para la defensa. Por fin, ya muy tarde, volvía a la celda exhausto y me dormía inmediatamente. Los sábados y domingos no había sesión, pero a cambio se trabajaba más con los abogados. No quedaba mucho más de media hora al día para pasear por el patio.

Entre los acusados, a pesar de que nos hallábamos en la misma situación, no surgió ningún sentimiento de compañerismo. Estábamos divididos en grupos. Prueba de ello era la existencia del jardín de los generales: se había separado una pequeña parte, que no tendría más de seis metros de lado, del jardín de la prisión por medio de un seto bajo. Nuestros militares paseaban siempre por allí, en voluntario aislamiento, a pesar de que debía resultar bastante incómodo moverse en un espacio tan reducido. Nosotros, los civiles, respetábamos aquella barrera. Para el almuerzo, la dirección de la cárcel nos había distribuido en varias salas. Yo estaba con el grupo compuesto por Fritzche, Funk y Schirach.

Recobramos la esperanza de salvar la vida cuando aquella acusación general fue seguida de las particulares, que establecían marcadas diferencias, de modo que en aquellos momentos Fritzsche y yo contamos con recibir sentencias distintas, pues, en comparación, salíamos bastante bien librados.

En la sala de la audiencia no encontrábamos más que rostros desdeñosos y miradas frías. La única excepción era la cabina de los intérpretes, donde podía advertirse algún que otro gesto amistoso; también algunos miembros de la acusación británica o americana dejaban traslucir de vez en cuando algo que podía interpretarse como compasión. Me afectó que los periodistas empezaran a cruzar apuestas sobre el alcance de las sentencias que iban a dictarse, y hubo quien apostó que también nosotros moriríamos ahorcados.

• • •

La vista se suspendió durante varios días para permitir a la defensa realizar los últimos preparativos y después empezó el «contragolpe» del que tanto esperaban algunos. Antes de subir al estrado de los testigos, Göring había prometido a Funk, a Sauckel y a varios más que pensaba asumir sus responsabilidades y que de este modo los exoneraría. Al principio de sus declaraciones, que daban una impresión de valentía, se mantuvo fiel a su promesa; pero al ir entrando en detalles fue asomando la desilusión en las caras de quienes habían cifrado en él sus esperanzas, ya que se dedicó a limitar punto por punto su responsabilidad.

Jackson, el fiscal, llevaba ventaja en su mano a mano con Göring, pues podía ir extrayendo documentos sorpresa de su gran cartera; pero Göring sabía sacar partido del desconocimiento de la materia del que adolecía su contrincante. Al final, a fuerza de evasivas, disimulos y protestas, sólo luchaba por salvar la vida.

Algo parecido sucedió con Ribbentrop y Keitel, los dos siguientes acusados. Aún agravaron más la impresión de querer eludir la responsabilidad; ante cualquier documento que llevara su firma, se remitieron a una orden de Hitler. Lleno de repugnancia, no pude contener la definición de «carteros bien pagados» que luego recorrió la prensa de todo el mundo. Sin embargo, cuando hoy pienso en ello, me parece que en el fondo tenían razón; en realidad se limitaban a transmitir las órdenes de Hitler. Rosenberg, por el contrario, se mostró franco y consecuente. Todos los esfuerzos que hizo su abogado, oficial y extraoficialmente, para que se retractara de su visión del mundo fueron inútiles. Hans Frank, abogado de Hitler y posteriormente gobernador general de Polonia, aceptó su responsabilidad; Funk rebatió los cargos con habilidad y recurriendo a la compasión; el defensor de Schacht, con un gran alarde de retórica, hizo grandes esfuerzos para presentar a su cliente como un golpista, lo cual sólo consiguió debilitar la eficacia del material de descargo. Dönitz, por su parte, luchó encarnizadamente en su defensa y en la de sus submarinos, y experimentó una espléndida satisfacción cuando su abogado pudo presentar una declaración del almirante Nimitz, comandante en jefe de la flota americana del Pacífico, en la que hacía constar que en la guerra submarina se había atenido a las mismas normas que se aplicaban en las operaciones navales alemanas. Raeder causó una impresión de objetividad. La simplicidad de Sauckel resultaba más bien lamentable. Jodl impuso respeto por la precisión y sobriedad de su defensa. Fue uno de los pocos que supieron mantenerse por encima de la situación.

La sucesión de los interrogatorios respondía al orden en que estábamos colocados. Mi nerviosismo iba en aumento, ya que Seyss-Inquart, mi vecino de banco, estaba ya en el estrado de los testigos. El era abogado y no se hacía ilusiones acerca de su situación, ya que había intervenido directamente en las deportaciones y en los fusilamientos de rehenes. Habló con dominio y terminó el interrogatorio declarando que tenía la obligación de responder de los hechos. Pocos días después de prestar aquella declaración que decidió su destino, una afortunada coincidencia le trajo noticias de su hijo, que había sido dado por desaparecido en Rusia.

• • •

Cuando me dirigí al estrado de los testigos estaba aterrorizado; rápidamente ingerí la píldora tranquilizante que el previsor médico alemán me había entregado. Frente a mí, a diez pasos de distancia, estaba Flächsner en el pupitre de la defensa; a mano izquierda, más elevada, estaba la mesa de los jueces.

Flächsner abrió su grueso manuscrito e inmediatamente empezaron las preguntas y las respuestas. Nada más empezar, manifesté:

—Si Hitler hubiese tenido amigos, seguro que yo habría sido uno de los más íntimos.

Con ello declaraba algo que hasta entonces ni siquiera la acusación había sugerido. Se discutieron infinidad de detalles relativos a los documentos presentados; yo hice algunas puntualizaciones, aunque procurando no dar la impresión de buscar evasivas o querer disculparme.
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Con unas cuantas frases asumí la responsabilidad de todas las órdenes de Hitler que yo había ejecutado. Aunque subrayé que en todo Estado las órdenes tienen que seguir siéndolo para los organismos subordinados, añadí que los altos cargos deben estudiar y analizar tales órdenes a todos los niveles y que no pueden ser eximidos de responsabilidad ni siquiera cuando las órdenes les hayan sido impuestas por medio de amenazas, y dije que para mí era aún más grave la responsabilidad general por todas las medidas, sin excluir los crímenes, que Hitler dictó a partir de 1942, dondequiera y por quienquiera que hubieran sido ejecutadas.

—En el funcionamiento de un Estado —dije ante el tribunal—, uno es responsable de lo que sucede en su jurisdicción; naturalmente, lo es de forma total y absoluta, pero además debe existir una responsabilidad global de los dirigentes respecto a los asuntos decisivos. Porque ¿quién, sino los más inmediatos colaboradores del jefe del Estado, debe asumir la responsabilidad por el desarrollo de los acontecimientos? Sin embargo, sólo debe apelarse a esta responsabilidad global en los asuntos fundamentales, no en los detalles […]. También en un régimen totalitario tiene que existir esta responsabilidad general de los dirigentes; queda descartado eludirla después de la catástrofe, porque si la guerra se hubiera ganado, probablemente todos los miembros del Gobierno habrían reclamado su parte de responsabilidad […]. Yo me considero tanto más ligado a este deber por cuanto el jefe del Gobierno se ha sustraído a la obligación de responder de sus actos ante el pueblo alemán y ante el mundo.
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Hablando con Seyss-Inquart expresé aún más drásticamente uno de estos argumentos:

—¿Qué ocurriría si, de pronto, cambiara la escena y todos actuáramos como si hubiéramos ganado la guerra? ¡Imagínese cómo correrían todos a pregonar sus triunfos y sus méritos! Pero ahora los papeles están cambiados, porque, en lugar de honores, condecoraciones y prebendas, lo que cabe esperar son sentencias de muerte.

Durante las semanas anteriores, Flächsner había intentado en vano disuadirme de asumir la responsabilidad por asuntos ajenos a mi Ministerio. Decía que aquello me podía acarrear fatales consecuencias. Sin embargo, después de hacer mi declaración me sentí aliviado y, al mismo tiempo, contento por no haber cedido a la tentación de esquivar el golpe. Tras decir todo esto, creí estar íntimamente legitimado para iniciar la segunda parte de mi testimonio, que se refería a la última fase de la guerra. Suponía que la revelación de las intenciones de Hitler, desconocidas hasta entonces, de destruir los medios de vida del pueblo alemán una vez perdida la guerra tenía que hacer más fácil dar la espalda al pasado y, además, sería el argumento más eficaz para impedir que se forjara una leyenda en torno a Hitler.
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Estas manifestaciones me valieron la más viva reprobación de Göring y de otros acusados.
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