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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

Albert Speer (88 page)

BOOK: Albert Speer
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—Debería pronunciar este discurso. ¿Por qué no lo ha hecho aún?

Después de haberle hablado de mis dificultades, me dijo:

—¿Quiere usted hablar a través de nuestra emisora de Hamburgo? Yo respondo del director técnico. Al menos, en nuestro estudio podrá grabar su discurso en un disco.
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Kaufmann me condujo aquella misma noche al bunker en el que estaban instalados los servicios técnicos de la emisora de Hamburgo. Después de atravesar varias salas vacías llegamos a un pequeño estudio de grabación en el que me presentó a dos técnicos que al parecer ya estaban al corriente de mis propósitos. Por un momento se me pasó por la cabeza que unos minutos después estaría a merced de aquellos desconocidos. A fin de cerciorarme de su fiabilidad y, al mismo tiempo, convertirlos en cómplices, antes de empezar a grabar les informé del contenido del discurso, para que después pudieran decidir por sí mismos si lo aprobaban o, por el contrario, preferían destruir la placa. Entonces me senté ante el micrófono y leí el discurso. Los técnicos permanecieron mudos; quizá estaban asustados, o tal vez los convenció lo que acababan de oír; el caso es que no pusieron objeciones.

Kaufmann se hizo cargo de los discos. Le expliqué en qué condiciones podía radiar aquel discurso sin necesidad de solicitar antes mi aprobación; enumerarlas revela los sentimientos que me dominaban en aquellos días: en el caso de que yo fuera asesinado por iniciativa de algún adversario político, entre los que debía situar en primer lugar a Bormann; en el caso de que Hitler hubiera sido informado de mis actividades y me condenara a muerte; en el caso de que Hitler muriera y su sucesor tratara de seguir imponiendo su desesperada política de destrucción.

Puesto que el capitán general Heinrici no tenía intención de defender Berlín, había que contar con que en pocos días la ciudad sería tomada y habría llegado el fin. Según me dijeron el general Berger, de las SS,
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y también Eva Braun —esta durante mi última visita a Berlín—, Hitler había querido suicidarse el 22 de abril. Sin embargo, Heinrici fue sustituido por el teniente general de paracaidistas Student, a quien Hitler consideraba uno de sus oficiales más eficaces y que en aquellas circunstancias le inspiraba confianza porque era un hombre de cortos alcances. Al mismo tiempo se ordenó a Keitel y a Jodl que enviaran a Berlín a todas las divisiones disponibles.

Yo ya no tenía trabajo, pues no había industria de armamentos. Sin embargo, una viva inquietud interior no me dejaba parar ni un momento. Sin motivo ni razón, decidí que aquella noche me quedaría en la granja de Wilsnack en la que había pasado tantos fines de semana con mi familia. Allí encontré a un colaborador del doctor Brandt, quien me dijo que el médico de Hitler se encontraba preso en una torre de las afueras, al oeste de Berlín. Me describió el lugar, me dio el número de teléfono y me dijo que sus guardianes de las SS eran personas razonables. Estuvimos discutiendo si, dado el caos que reinaría en aquel momento en Berlín, me sería posible liberar a Brandt; también quería ver una vez más a Lüschen y convencerlo para que huyera de los rusos y se refugiara en Occidente.

Estos fueron los motivos que me indujeron a regresar por última vez a Berlín. Sin embargo, tenía un poder mayor que estos pretextos el magnetismo de Hitler. Quería verlo por última vez y despedirme de él. Me parecía que mi partida dos días antes había sido una escapada. ¿Debían terminar así todos aquellos años de trabajo en común? Durante muchos días, mes tras mes, habíamos discutido, casi como camaradas, nuestros proyectos comunes. Durante años nos había recibido a mi familia y a mí en el Obersalzberg y había sido un anfitrión amable y atento. Aquel poderosísimo deseo de volver a verlo evidenciaba la ambivalencia de mis sentimientos, porque racionalmente estaba convencido de que era indispensable y urgente que Hitler muriera, aunque hacía tiempo que era demasiado tarde. Todo lo que había hecho contra él durante los meses anteriores estuvo dictado por el propósito de impedir que arrastrara al pueblo en su caída. ¿Qué podía demostrar nuestra oposición con mayor elocuencia que aquel discurso que había grabado el día anterior y el hecho de que esperara su muerte con impaciencia? Pero precisamente en esto se hacía palpable mi vinculación sentimental con Hitler: mi deseo de no radiar el discurso hasta después de su muerte debía ahorrarle la constatación de que también yo me había vuelto contra él. Mi compasión para con el vencido era cada vez más fuerte. Tal vez muchos de los que formaban su séquito sintieron aquellos días lo mismo que yo. El sentido del deber, el juramento, la fidelidad, el agradecimiento se alzaban frente al sufrimiento personal y a la catástrofe nacional —todo ello causado por una misma persona: Hitler.

Aún hoy me alegro de haber cumplido mi propósito de ver a Hitler por última vez. A pesar de todas nuestras diferencias, ofrecerle este gesto después de doce años de colaboración era lo correcto. Es verdad que en aquellos momentos, al salir de Wilsnack, actuaba movido por un impulso casi mecánico. Antes de partir escribí unas líneas a mi esposa para darle ánimos y al mismo tiempo hacerle comprender que no pensaba morir con Hitler. A unos noventa kilómetros de Berlín, una verdadera avalancha de vehículos que se dirigían a Hamburgo obstruía la carretera: modelos viejísimos y automóviles de lujo, camiones y camionetas, motos y hasta autobombas del Servicio de Bomberos de Berlín. Para mí era un misterio de dónde podía haber salido de repente tanta gasolina. Seguramente la guardaban hacía meses para esta ocasión.

En Kyritz encontré a la plana mayor de una división; desde allí llamé por teléfono a la casa de Berlín en la que suponía que se hallaba preso el doctor Brandt a la espera de que se ejecutara su sentencia de muerte, pero lo habían trasladado a un lugar seguro, en el norte de Alemania, por orden expresa de Himmler. Tampoco pude localizar a Lüschen. Sin embargo, no alteré mis planes y anuncié a uno de los asistentes de Hitler que era posible que acudiera a hacerle una visita aquella misma tarde. Estando todavía con la plana mayor en Kyritz supimos que las fuerzas soviéticas avanzaban con rapidez, pero que no era de esperar que Berlín fuera cercado enseguida; era previsible que el aeropuerto de Gatow, a orillas del Havel, permaneciera aún cierto tiempo en poder de nuestras tropas. Así pues, nos dirigimos al gran aeropuerto de pruebas de Rechlin, en Mecklemburgo, donde había presenciado muchas demostraciones y era bien conocido, por lo que podía confiar en que pondrían un aparato a mi disposición. De allí despegaban los cazas que combatían contra las tropas soviéticas situadas al sur de Potsdam. El comandante se mostró dispuesto a llevarme a Gatow en un caza de entrenamiento. Al mismo tiempo, me reservaron dos «cigüeñas» —monomotores de reconocimiento de baja velocidad de aterrizaje— que nos llevarían a mí y a mi oficial de enlace al interior de Berlín y que después podríamos utilizar para el vuelo de regreso. Mientras preparaban el aparato para el despegue estuve estudiando con la plana mayor las posiciones de las fuerzas rusas que indicaban los mapas.

Escoltados por una escuadrilla de cazas, volamos a unos mil metros de altitud en dirección sur; la visibilidad era buena y estábamos lejos de la zona de combate. Desde aquella altura, la batalla de Berlín parecía inofensiva; tras casi ciento cincuenta años, la ciudad iba a ser conquistada otra vez por tropas enemigas. Todo aquello tenía lugar en un paisaje siniestramente tranquilo cuyas carreteras, pueblos y arrabales había recorrido tantas veces. Sólo se divisaban los breves fogonazos de la artillería, apenas más intensos que el breve destello de un fósforo, y las granjas incendiadas que se consumían lentamente. Es verdad que en la frontera oriental de Berlín se veían grandes columnas de humo. El zumbido del motor ahogaba el lejano fragor de la lucha.

Cuando aterrizamos en Gatow, la escuadrilla de cazas siguió volando hacia sus objetivos, situados al sur de Potsdam. El aeropuerto estaba casi desierto. El general Christian, que, en su calidad de colaborador de Jodl, pertenecía al Estado Mayor de Hitler, se estaba preparando para partir. Intercambiamos unas frases triviales. Entonces mis acompañantes y yo subimos a las dos «cigüeñas» que nos esperaban, aunque también habríamos podido ir en coche, y sobrevolamos, en vuelo rasante y saboreando con romanticismo la aventura, la misma pista que recorrí con Hitler la víspera de su quincuagésimo cumpleaños. Poco antes de la Puerta de Brandenburgo aterrizamos en plena avenida, para asombro de los escasos coches que circulaban, mandamos parar a un transporte de la Wehrmacht y nos hicimos conducir a la Cancillería. Era más de media tarde, pues habíamos tardado unas diez horas en recorrer los ciento cincuenta kilómetros que separan Wilsnack de Berlín.

No estaba muy seguro de no correr ningún riesgo al presentarme a Hitler; no sabía si en aquellos dos días habría cambiado de humor. En cierto modo, sin embargo, todo me daba igual. Aunque esperaba que la aventura terminara bien, también habría aceptado un final funesto.

La Cancillería del Reich que yo había construido siete años antes estaba ya bajo el fuego de la artillería pesada soviética, pero en aquel momento los impactos eran todavía escasos. El efecto de los proyectiles resultaba insignificante al lado del montón de ruinas a que los ataques diurnos americanos habían reducido mis edificios en las últimas semanas. Pasé por encima de un montón de vigas retorcidas y por debajo de techos desmoronados y entré en la sala donde durante varios años habían tenido lugar nuestras aburridas reuniones nocturnas, la misma sala en la que Bismarck había celebrado sus consejos y en la que ahora Schaub, asistente de Hitler, estaba bebiendo coñac con varios hombres, la mayoría desconocidos para mí. A pesar de mi llamada telefónica, nadie me esperaba y todos se mostraron asombrados al ver que había vuelto. Schaub me saludó cordialmente, lo cual me tranquilizó, y pensé que no se habían enterado de la grabación de mi discurso en Hamburgo. Luego fue a anunciar mi llegada. Mientras esperaba pedí al teniente coronel Von Poser que utilizara la central telefónica de la Cancillería para localizar a Lüschen y hacerlo venir.

• • •

El asistente de Hitler regresó:

—El
Führer
desea hablar con usted.

¡Cuántas veces, durante los últimos doce años, Hitler me había mandado llamar recurriendo a esta fórmula estereotipada! Pero no era en eso en lo que pensaba mientras bajaba los cincuenta escalones que conducían a los sótanos, sino en si volvería a subir sano y salvo. Al llegar abajo, al primero que vi fue a Bormann. Su inusitada cortesía hizo que me sintiera completamente seguro, porque la actitud de Bormann o de Schaub había sido siempre una señal inequívoca del humor de Hitler. Humildemente, me dijo:

—Si habla con el
Führer
…, seguramente le preguntará si cree que debemos quedarnos en Berlín o irnos a Berchtesgaden; es urgente que se haga cargo del mando en el sur de Alemania… Dentro de unas horas ya no será posible llegar allí. ¿Verdad que le recomendará que se vaya?

Era obvio que, si alguien en aquel bunker sentía apego por la vida, ese era Bormann, por mucho que tres semanas antes hubiera conminado a los funcionarios del Partido a vencer toda debilidad y luchar hasta triunfar o morir.
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Le respondí con una evasiva y experimenté una tardía sensación de triunfo frente a aquel hombre que me miraba casi suplicante.

Entonces fui conducido al despacho de Hitler. No me recibió conmovido como unas semanas atrás, cuando le prometí fidelidad. No mostró la menor emoción. Una vez más, me pareció que estaba vacío, acabado, sin vida. Adoptó una expresión profesional bajo la que podía ocultar cualquier cosa y me preguntó qué pensaba de la manera de trabajar de Dönitz. Comprendí claramente que su interés no era casual, sino que tenía que ver con la elección de su sucesor. Aún hoy creo firmemente que Dönitz liquidó la ingrata herencia que cayó inesperadamente en sus manos con más inteligencia, dignidad y consideración que la que habrían podido demostrar Bormann o Himmler. Yo manifesté que mi impresión era francamente positiva e ilustré mis palabras con algunos detalles que sabía que iban a gustarle. Sin embargo, escarmentado por la experiencia, no traté de influir en él a favor de Dönitz para no fomentar su espíritu de contradicción. Hitler me preguntó de repente:

—¿Qué le parece? ¿Debo quedarme aquí o irme a Berchtesgaden? Jodl me ha dicho que mañana se habrá acabado el tiempo.

Mi respuesta espontánea fue que se quedara en Berlín. ¿Qué iba a hacer en el Obersalzberg? Si Berlín caía, la lucha habría terminado de todos modos.

—Creo que, si no hay más remedio, será mejor que termine su vida de
Führer
aquí, en la capital, que en su casa de recreo.

De nuevo me sentí emocionado. En aquel momento me pareció un buen consejo, pero no lo era, ya que seguramente que no se fuera al Obersalzberg alargó una semana la batalla por Berlín.

Aquel día no volvió a hablar de que fuera a producirse un giro decisivo ni de que todavía quedaran esperanzas. Con cierta apatía, con cansancio, como si fuera la cosa más natural, empezó a hablar de su muerte.

—Yo también estoy decidido a quedarme. Sólo quería saber su opinión. —Sin la menor emoción, prosiguió: —No voy a luchar. El peligro de resultar herido y caer vivo en manos de los rusos es demasiado grande. Tampoco quiero que mis enemigos ultrajen mi cuerpo. He dispuesto que se me incinere. La señorita Braun quiere morir conmigo, y antes tendré que matar a Blondi. Créame, Speer, me resulta fácil poner fin a mi vida. Un solo instante y quedaré libre de todo, de esta dolorosa existencia.

Me pareció estar hablando con un muerto. La atmósfera era cada vez más siniestra. La tragedia llegaba a su fin.

Durante los últimos meses había habido momentos en que lo odiaba, en que combatí contra él, le mentí y le engañé; pero en aquel instante me sentí confuso y conmovido.

Entonces perdí el dominio de mí mismo y le confesé en voz baja, para mi propio asombro, que no había llevado a cabo destrucción alguna y que incluso las había impedido. Por un momento, sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no reaccionó. Aquellos asuntos, tan importantes hacía sólo unas semanas, ya no lo afectaban. Me miró fija e inexpresivamente cuando le ofrecí vacilante quedarme en Berlín. No me contestó. Tal vez advirtiera mi falta de sinceridad. Desde entonces me he preguntado muchas veces si no habría sabido siempre, instintivamente, que en aquellos últimos meses había estado trabajando contra él, si no habría sacado las conclusiones pertinentes de mis informes; y también si, al dejarme actuar en contra de sus órdenes, no había dado una prueba más de la complejidad de su enigmática naturaleza. Nunca lo sabré.

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