Albert Speer (83 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Rohland mandó llamar inmediatamente al castillo Thyssen de Landsberg, sede de la plana mayor del Ruhr, a una veintena de representantes de confianza de la explotación carbonífera. Tras un breve debate, y como si se tratara de lo más natural del mundo, se acordó arrojar la pólvora, los detonadores y las mechas a la «ciénaga» de las minas, para inutilizarlos. A uno de nuestros colaboradores se le encomendó utilizar las escasas existencias de carburante de que disponíamos para sacar del Ruhr todos nuestros camiones. En caso necesario, los camiones y el carburante debían ser puestos a disposición de los combatientes, con lo cual quedarían definitivamente fuera del alcance del sector civil. Finalmente, prometí a Rohland y a sus colaboradores cincuenta ametralladoras de lo que quedaba de nuestra producción para defender de las brigadas de destrucción de los jefes regionales las centrales eléctricas y otras instalaciones industriales relevantes. En aquel momento, en manos de hombres decididos a defender sus fábricas, aquellas armas constituían una fuerza muy importante, pues no hacía mucho que la policía y los miembros del Partido habían tenido que entregar las suyas al Ejército. A este respecto, incluso hablamos de rebeliones abiertas.

Los jefes regionales Florian, Hoffmann y Schlessmann se hallaban reunidos en el pueblo de Rummenohl, cerca de Hagen. Pese a todas las prohibiciones de Hitler, al día siguiente traté una vez más de convencerlos. Se produjo entonces una acalorada discusión con el jefe regional de Dusseldorf, Florian, quien venía a decir que si la guerra se había perdido no era por culpa de Hitler o del Partido, sino del pueblo alemán. De todos modos, sólo las criaturas más miserables podrían sobrevivir a una catástrofe semejante. Hoffmann y Schlessmann, a diferencia de Florian, terminaron por dejarse convencer. Sin embargo, argüían, las órdenes del
Führer
debían ser obedecidas y nadie podía eximirlos de su responsabilidad. No sabían qué hacer. Por si fuera poco, Bormann acababa de comunicarles una nueva orden de Hitler que llegaba aún más lejos que el decreto para destruir las bases de la existencia del pueblo.
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Hitler ordenaba una vez más que «todos los territorios que por el momento no podamos conservar y cuya ocupación por el enemigo sea previsible» fueran evacuados. Para cortar de raíz toda posible réplica, la orden añadía: «El
Führer
está perfectamente informado de las enormes dificultades que entraña esta disposición. Esta medida es el resultado de una reflexión precisa y minuciosa. La necesidad de evacuar queda fuera de cualquier discusión».

La evacuación de millones de personas de los sectores situados al oeste del Rin y de la cuenca del Ruhr, de los centros de población de Mannheim y Francfort, ya sólo podía efectuarse hacia regiones poco pobladas, como Turingia y los llanos del Elba. Una población civil mal vestida y peor alimentada debía invadir una región carente de servicios sanitarios, alojamiento y comida. El hambre, las epidemias y la miseria serían inevitables.

Los jefes regionales que estaban reunidos conmigo coincidían en que el Partido ya no disponía de los medios necesarios para aplicar aquellas órdenes, aunque Florian, con gran asombro de todos, leyó el texto de un entusiasta llamamiento, dirigido a los funcionarios del Partido de Dusseldorf, que iba a mandar imprimir en carteles: cuando se acercara el enemigo, todos los edificios de la ciudad que se conservaran en pie debían ser incendiados y sus habitantes, evacuados. El enemigo no debía hallar más que una ciudad arrasada y vacía.
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Los otros dos jefes regionales empezaron a vacilar. Se mostraron de acuerdo con mi interpretación de la orden de Hitler, según la cual la producción de la cuenca del Ruhr seguía siendo de gran importancia para el armamento, ya que nos permitiría suministrar municiones directamente a las tropas que combatían en ese sector. Así, la destrucción de las centrales eléctricas, prevista para el día siguiente, quedó aplazada y la orden se transformó en una exigencia de paralización.

Inmediatamente fui a buscar al mariscal Model a su cuartel general. Se mostró dispuesto a circunscribir los combates, en la medida de lo posible, a los territorios alejados del núcleo industrial, lo que permitiría reducir las voladuras al mínimo, y a no ordenar que se destruyeran las fábricas.
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Me prometió también que durante las semanas siguientes se mantendría en estrecho contacto con el doctor Rohland y sus colaboradores.

Supe por Model que las tropas americanas avanzaban hacia Francfort, que era imposible determinar con exactitud las líneas del frente y que el cuartel general de Kesselring iba a ser desplazado al Este aquella misma noche. A eso de las tres de la madrugada llegamos a Nauheim, donde había estado el cuartel hasta entonces; una conversación con el jefe de su plana mayor, general Westphal, dio como resultado que también él prometiera moderarse al aplicar las órdenes de destrucción. Como ni siquiera el jefe de la plana mayor del comandante en jefe del frente occidental podía decirnos cuánto había avanzado el enemigo durante la noche, dimos un rodeo hacia el Este por el Spessart y el Oldenwald en dirección a Heidelberg y cruzamos la pequeña ciudad de Lohr. Nuestras tropas ya se habían retirado y en las calles y plazas se advertía un extraño ambiente de expectación. En un cruce encontramos a un soldado con unos cuantos lanzagranadas ligeros. Me miró sorprendido:

—¿A quién está esperando? —le pregunté.

—A los americanos.

—¿Y qué piensa hacer cuando lleguen?

No tuvo que pensar la respuesta:

—¡Largarme a toda prisa!

Al igual que aquí, en todas partes daba la impresión de que la gente consideraba que la guerra había terminado.

En la Central de Armamentos de Heidelberg, de la que dependían las regiones de Badén y Württemberg, se habían recibido ya las órdenes del jefe regional de Badén para destruir las centrales de agua y gas de mi ciudad natal y de todas las demás de la región. El medio de evitar que se ejecutaran no pudo ser más sencillo: las transmitimos por escrito, pero depositamos las cartas en el buzón de una ciudad que pronto iba a ser ocupada por el enemigo.

Los americanos ya habían tomado Mannheim, a sólo veinte kilómetros, y avanzaban lentamente hacia Heidelberg. Tras una entrevista nocturna con su alcalde, doctor Neinhaus, como último servicio a mi ciudad natal pedí al general de las SS, Hausser, a quien ya conocía del Sarre, que declarara Heidelberg ciudad-hospital y la entregara sin oponer resistencia. Empezaba a clarear cuando me despedí de mis padres. Durante las últimas horas que pasamos juntos, también ellos mostraron la inquietante conformidad que se había apoderado de la sufriente población. Cuando mi coche arrancó, los dos estaban frente al portal; mi padre corrió una vez más hacia la ventanilla y me estrechó la mano mientras me miraba a los ojos en silencio. Intuíamos que no íbamos a volver a vernos.

Tropas en retirada, sin armas y sin equipo, bloqueaban la carretera que iba a Wurzburgo. A la luz del amanecer, varios soldados persiguieron ruidosamente a un jabalí que había salido del bosque. Cuando llegué a Wurzburgo fui a ver al jefe regional Hellmuth, quien me invitó a un suculento desayuno. Mientras comíamos salchichas y huevos, me dijo con la mayor naturalidad que, en cumplimiento de las órdenes de Hitler, había ordenado que se destruyera la industria de rodamientos de Schweinfurt; en una habitación contigua se encontraban ya los representantes de las fábricas y los funcionarios del Partido, aguardando instrucciones. El plan estaba bien trazado: se prendería fuego a los baños de aceite de las máquinas especiales. Con ello, según habían demostrado los ataques aéreos, las máquinas quedarían convertidas en chatarra. Al principio no había manera de convencerlo de que aquello era un desatino, y me preguntó cuándo pensaba emplear el
Führer
el arma milagrosa. A través de Bormann y Goebbels había recibido informes del cuartel general según los cuales el empleo de esta arma era inminente. Como tantas otras veces, tuve que explicarle también a él que no existía. Yo sabía que aquel jefe regional pertenecía a la categoría de los razonables, por lo que le pedí que no ejecutara la orden de Hitler. Añadí que en aquellas circunstancias era un disparate arrebatar a la población las bases imprescindibles de su existencia volando fábricas y puentes.

Le dije que las tropas alemanas se estaban concentrando al este de Schweinfurt para realizar un contraataque y reconquistar los centros de producción de armamentos, lo cual ni siquiera era del todo falso, ya que el alto mando planeaba en efecto un próximo contraataque. El viejo argumento de que Hitler no podría continuar la guerra sin rodamientos volvió a ser eficaz. Lo hubiera convencido o no, aquel jefe regional no estaba dispuesto a cargar con la culpa histórica de haber eliminado todas las perspectivas de triunfo al destruir las fábricas de Schweinfurt.

Al salir de Wurzburgo, el tiempo aclaró. Muy de tarde en tarde nos cruzábamos con pequeñas unidades que, a pie y sin armas pesadas, iban al encuentro del enemigo. Eran unidades de instrucción, destinadas a la última ofensiva. Los vecinos de los pueblos se dedicaban a cavar fosas en sus jardines para enterrar la plata y demás objetos de valor. La población rural nos recibía en todas partes con amabilidad. Sin embargo, la gente no veía con buenos ojos que nos arrimáramos a las casas para ponernos a cubierto de los aviones, ya que con ello poníamos en peligro sus hogares.

—Señor ministro, ¿no podría apartarse un poquito, hasta la casa del vecino? —me gritaron en cierta ocasión desde una ventana.

Precisamente porque la población se mostraba resignada y amigable y porque por ninguna parte se veían unidades bien equipadas, el proyecto de destruir todos aquellos puentes me afectaba mucho más que desde mi despacho de Berlín.

En las pequeñas ciudades y pueblos de Turingia deambulaban sin rumbo uniformadas formaciones del Partido, especialmente de las SA. Sauckel había llamado a las últimas reservas, hombres maduros y niños de dieciséis años. El
Volkssturm
, las milicias del pueblo, debía oponerse al enemigo, pero ya nadie podía darle armas. Varios días después, Sauckel hizo un vibrante llamamiento animándolo a luchar hasta el final; acto seguido subió a su coche y se fue al sur de Alemania.

El 27 de marzo, a última hora de la tarde, llegué a Berlín. Me encontré con una situación distinta.

• • •

Entretanto, Hitler había ordenado que Kammler, general de división de las SS, aparte de responsabilizarse de los cohetes se ocupara en lo sucesivo del desarrollo y producción de todos los aviones modernos. De este modo excluía de mi jurisdicción el armamento aéreo, pero además dispuso que Kammler podía servirse de mis colaboradores del Ministerio, lo cual originaba una situación muy violenta, tanto en las cuestiones protocolarias como organizativas, y ordenó explícitamente que Göring y yo suscribiéramos el nombramiento de Kammler y nos subordináramos a él. Yo firmé sin formular objeciones, aunque me sentía furioso y herido por aquella humillación; aquel día no asistí a la reunión estratégica. Casi al mismo tiempo, Poser me comunicó que Guderian había sido retirado, oficialmente por motivos de salud; sin embargo, todo el que conociera los procedimientos habituales sabía que Guderian no iba a regresar. Con él perdí a uno de los escasos consejeros militares de Hitler que no sólo estaba de mi parte, sino que siempre había apoyado mis actuaciones.

Por si fuera poco, mi secretaria me presentó las normas, redactadas por el jefe de Transmisiones, para ejecutar la orden de destrucción de todos los bienes nacionales dictada por Hitler. Ajustándose exactamente a sus propósitos, ordenaban destruir todos los establecimientos de transmisiones, no sólo los dependientes de la Wehrmacht, sino también los de Correos, Ferrocarriles, vías fluviales y policía, así como las líneas eléctricas. Por medio de «voladura, incendio o demolición», debían quedar definitivamente fuera de servicio las centrales telefónicas, telegráficas y repetidoras, las líneas eléctricas, antenas y emisoras de radio. En los territorios ocupados por el enemigo no debía ser posible llevar a cabo ni siquiera una reconstrucción provisional de la red de comunicaciones, para lo que no sólo debían destruirse todas las existencias de repuestos, cables y conducciones, sino también los cuadros de distribución y las descripciones técnicas de los aparatos.
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De todos modos, el general Albert Praun me dio a entender que pensaba moderarse al aplicar aquella disposición tan radical.

Por otra parte, se me hizo saber confidencialmente que la organización de los armamentos iba a ser confiada a Saur, aunque bajo la autoridad de Himmler, el cual sería nombrado inspector general de toda la producción bélica.
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Aquella noticia me daba a entender que Hitler pensaba prescindir de mí. Poco después recibí una llamada de Schaub, quien, con alarmante sequedad, me ordenó presentarme ante Hitler aquella misma noche.

Sentí cierta opresión mientras me acompañaban al despacho subterráneo de Hitler. Lo hallé solo; me recibió glacialmente, sin ofrecerme la mano ni contestar apenas a mi saludo, y enseguida, en un tono duro y en voz baja, entró en materia:

—He recibido un informe de Bormann sobre sus conversaciones con los jefes regionales del Ruhr. Usted los ha incitado a no ejecutar mis órdenes y les ha dicho que la guerra estaba perdida. ¿Sabe usted lo que eso puede acarrearle?

Como si acabara de recordar algo muy lejano, cambió de tono, se relajó y, casi como una persona normal, añadió:

—Si no fuera usted mi arquitecto, sería consecuente y adoptaría las medidas que requiere un caso como el suyo.

En parte por franca insubordinación y en parte por fatiga, le respondí, más impulsivo que valiente:

—Adopte las medidas que crea necesarias y no tenga consideraciones hacia mi persona.

Al parecer, Hitler quedó desconcertado, pues se hizo una breve pausa. En tono cordial, aunque en mi opinión muy bien meditado, prosiguió:

—Está usted cansado y enfermo. Por eso he decidido que se tome inmediatamente unos días de vacaciones. Otro dirigirá su Ministerio por usted.

—No; me encuentro perfectamente —respondí con decisión—. No voy a irme de vacaciones. Si no desea que siga siendo su ministro, reléveme del cargo.

En el mismo instante me acordé de que hacía un año Göring había rehusado aquella misma solución. Hitler me respondió, en tono concluyente:

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