Ahogada en llamas (33 page)

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Authors: Jesús Ruiz Mantilla

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Ahogada en llamas
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Pero… ¡Pero qué demonios estaba diciendo! El día que propusiera aquello, Isabel le dejaría tirado y se quedaría con los niños. ¡Sacarla de la ciudad! Encerrarla en uno de esos pueblos castellanos de mala muerte, como en un convento. Tendría que dominar la situación. ¿Podría confiar en lo que le había dicho Rafael? No le quedaba otra. No iba a poder sacarle de allí. Debía apechugar.

Pensó en visitar a su hermano mayor en Santa Lucía. Pero era ya mala hora. No se equivocaba. Justo aquella mañana, a Diego le había mandado llamar el obispo y no se encontraba en la parroquia. A esas horas se había llegado ya a la catedral y esperaba en la puerta del despacho a que le recibiera el cabeza de la diócesis, Juan Plaza y García. ¿Qué querría? Era todo un misterio para el mayor de los Martín. Seguramente despachar asuntos poco importantes, problemas con algún feligrés, saber cómo andaba.

A Diego Martín le empezaba a agradar la suntuosidad del obispado. Esos patios tranquilos, donde se agazapaba una extraña paz de naturaleza muerta en mitad de la ciudad; esas plantas que crecían como ajenas a todo, la sensación de virtud controlada entre las piedras. El poder de Dios administrado con equilibrio para evitar desmanes, el ejemplo sistemático de sus delegados en la Tierra.

No tuvo que esperar mucho. Observaba Diego Martín el entorno apaciblemente, nada impresionado. Al fin y al cabo, él había nacido en buena cuna y no caía rendido ante el efecto del lujo como les ocurría a esos curas de mala muerte que habían aceptado los votos para no morir de hambre. Por supervivencia, sin convicción. ¿Qué hacían para no saltárselos?, solía preguntarse a menudo. Si a él le costaba lo suyo y había sentido desde muy temprano la vocación, ¿cómo se las apañaba el resto? Aquellos que sencillamente fingían amor a Dios para escapar así de una vida de asco atada al campo, al ganado. ¿Cómo lo harían?

El asistente del obispo le llamó. Diego Martín encontró a Juan Plaza sentado detrás de la mesa de trabajo. Se levantó para recibirle y el cura le besó el anillo. No notó un gesto serio en su cara, ni un tono preocupante. Cuando le rindió sus respetos, le cogió ambas manos y se las apretó con afecto. Era un hombre afable, carismático, campechano, que conectaba muy bien con los fieles. Anteponía en el trato humano sus años de educador en el entorno de Castilla y Aragón a su formación seria de experto economista. Era ante todo franco y fue muy pronto al grano.

—¿Qué tal, querido amigo?

—Bien, señor, muy bien, adaptándome al nuevo entorno.

—De eso te quería hablar un momento. Hay algún detalle que me gustaría comentar contigo.

—Usted dirá.

—Confío mucho en ti, Diego, y no quiero que haya nada que estorbe tu nueva labor pastoral.

—Muy bien, se lo agradezco, monseñor. Usted sabe bien que siempre me esfuerzo por mejorar.

—Lo sé, lo sé. Pero hay un problema que podría llegar a ser serio si no lo atajamos como es debido.

—Cuénteme.

—Me han llegado comentarios preocupantes sobre algún aspecto de tu vida que puede resultar poco ejemplar. Hablo de una tal Raquel, que al parecer vive contigo.

Diego Martín empezó a incomodarse. Ante eso no le quedaba más remedio que bajar la cabeza y aceptar humildemente el criterio de su superior.

—Recoge las cosas, limpia, cocina. Me ayuda con asuntos domésticos.

—Entiendo… Pero ¿vive o no vive en tu casa?

—No tiene familia, ni adónde ir.

—Pues tendrá que marcharse a otro lado. La parroquia de la que te he nombrado responsable exige una actitud intachable. Y sabes mejor que nadie que, con tus méritos hasta ahora, es muy probable que el señor te tenga encomendadas otras responsabilidades. Para eso, bien sabes que debemos mantenernos alejados de cualquier tentación.

—Ella apenas supone ninguna. Es una mujer discreta y virtuosa.

—No me cabe duda. Ni de eso ni de tu fortaleza. Pero éste y no otro es mi deseo. Siento no poder dedicarte más tiempo, querido Diego —zanjó el obispo.

—Lo que usted disponga, señor.

Diego Martín se retiró al instante. Cerró la puerta en silencio y abandonó el complejo de la catedral abatido. Caminaba de vuelta a la parroquia derrotado, ausente. La decisión estaba tomada: debía dejarla. Esa misma noche se lo diría. Se ocuparía de colocarla bien, intentaría mantenerla cerca. No podía romper así, bruscamente. ¿O sí? Quizás eso fuera mejor. Pero no se sentía con fuerzas para arrancársela de golpe.

Dejó de lado los alrededores de la catedral. Encaró la calle del Puente. Ni siquiera sentía todo el tráfico que la atravesaba por debajo. Pensó perderse un poco por el mercado de las Atarazanas, a ver si con suerte le distraían el ruido de los fruteros a media mañana, el jolgorio de los vendedores ambulantes o los olores penetrantes del queso, las hortalizas o las especias. Pero no lo hizo. Siguió por la Blanca y San Francisco y pronto se encontró en las inmediaciones del Martillo y la plazuela. Pero atravesaba todo como un fantasma al que poco a poco le iba invadiendo el rencor hacia su nueva feligresía: «Hipócritas. Malnacidos. Peores pecados os he tenido que escuchar en confesión», se decía.

Pero sabía que lo suyo no tenía arreglo. Debía cumplir con los deseos del obispo si no quería verse relegado a otra diócesis, si no quería tirar por la borda una prometedora carrera confirmada en la misma cita por su superior con aquello de las tareas que el señor probablemente le tenía encomendadas.

Pasó el día como pudo, absolvió los pecados oídos en confesión sin apenas inmutarse, cantó misa apresurada y mecánicamente, sin poner atención a los detalles, deseando que corriera el tiempo lo más rápidamente posible. Bebía el vino de las consagraciones sin medida y fue dejando que se le nublara la razón para no mantener demasiado juicio sobre la realidad aquel día ingrato.

Caída la noche se retiró a casa tambaleándose. La rubia Raquel le esperaba con la cena preparada, cosiendo una de sus camisas a media luz. Diego Martín apenas acertó a decir buenas noches. Ella, con esa perspicacia callejera que da la supervivencia y el lenguaje de los gestos, supo que no era buen día.

—Tiene la cena en la mesa —le dijo la rubia Raquel.

—Ahora voy —farfulló Diego Martín.

Se metió en la habitación, revolvió varios trastos con ruido y salió sin la sotana. Comió con parsimonia y bebió sin juicio. Raquel le miraba de reojo sin decir nada. La mujer se levantó y él la agarró de la cintura. Se apoyó sobre su cadera y lloró. No parecía haber consuelo fácil para aquella pena que se le atragantaba por dentro.

—No vayas a ninguna parte, quédate aquí, quieta, conmigo —dijo el cura.

La rubia Raquel le acarició la cabeza y le besó la coronilla como se besa a un niño recién recogido de una caída aparatosa.

—Aquí estoy, calma, no llore, aquí estoy —susurró la mujer.

Pero no podía imaginar que justo aquella expresión —«aquí estoy»— era la menos indicada para un día así.

Diego Martín se dejó llevar por una rabia que no se atrevía a confesar ante ella. Un rencor indomable le hizo arrancarle el vestido y besarla con la respiración entrecortada, medio ahogada, desesperadamente. Le hizo el amor de manera salvaje, entre sollozos inconsolables y delirios inconexos, estrujando sus diminutos pechos con los dedos incontrolados, perdiéndose entre sus muslos a lametones, a mordiscos. Le vertió el semen y le restregó los restos por todo el cuerpo, como queriendo despedazarse sobre ella para siempre. Pero nada aplacaba su disgusto. Ni las palabras de la rubia Raquel, ni sus inocentes y un tanto desesperadas preguntas, ni su cara de preocupación creciente le arrancó ninguna respuesta.

Se durmió sin un aparente asomo de remordimiento. Ella, en cambio, no pudo conciliar el sueño. A la mañana siguiente, completamente sereno, devuelto de golpe a la realidad, aseado, absolutamente repuesto en su perdida desesperación, la miró mientras degustaba el café del desayuno y le dijo:

—Raquel, debes irte. Hoy mejor que mañana. Encontraremos un sitio en el que puedas quedarte y un trabajo. Prepara tus cosas.

Ella escuchó sin inmutarse la orden. Pero su gesto indiferente ocultaba una atónita tormenta interior. Aquel hombre a quien había consagrado su juventud, su libertad, su tiempo, la dejaba tirada al borde del precipicio, la devolvía a la jungla. Desagradecido, cínico, despreciable. Era capaz de hacerlo con esa frialdad cuando la noche anterior se había hartado de poseerla. No le iba a salir aquello a buen precio. No. No se iba a quedar ella con los brazos cruzados, como ahora, cargando con su impotencia servil a cuestas. Aun así, no reaccionó. Dejó parsimoniosamente lo que estaba haciendo y con un gesto cabizbajo respondió:

—De acuerdo.

SEIS

Por mucho que apareciera el sol, por mucho que un calor repentino y bastardo caldeara en un paréntesis el verdadero rostro del otoño, la ciudad no se fiaba. Las hojas dejaron de caer. Se tomó un descanso ese ciclo caduco de muerte triste e inevitable. Pero aun así, nadie se fiaba del viento, no se fiaba nadie de la luz, ni de la mar apacible, ni de la bruma quieta que todo lo seguía distorsionando. No se fiaba la ciudad de los abrigos, ni de los sudores que destemplaban después su cuerpo de piedra húmeda. No se fiaba de sí misma.

Como tampoco Diego Martín se fiaba de que su decisión contentara a la rubia Raquel. Había encontrado un extraño reto en su mirada. Una obediencia forzada, más de un requiebro, una pena. Hubiese querido explicarle bien todo, pero puede que fuera peor. Ella poseía una inteligencia instintiva ante la que sobraban las palabras. Ella sabía. Ahora se imponía no dejarla tirada en la calle. Proporcionarle cobijo seguro y trabajo.

Necesitaba dinero. Hablaría con Enrique mejor que con su padre. No quería brindarle esta victoria fácil e incontestable sufrida a merced de las debilidades de la carne. Su hermano lo entendería sin necesidad de muchas explicaciones. Necesitaba dinero que prestarle o que regalarle para que abriera un puesto en la plaza: una pescadería, algo que conocía a fondo de sus tiempos con la Chata. O para otro negocio, una mercería, una tienda de ultramarinos, un quiosco, un quiosco de golosinas. Lo que ella quisiera. No le faltaban cualidades. Quizás en los últimos años había dormido toda la fuerza que la salvó de la muerte o la perdición bajo su manto. Él la había absorbido demasiado, lo reconoce. Pero era toda una superviviente cuando la recogió de la calle. Podía volver a despertar su voluntad de lucha por la vida. Eso lo llevaba dentro.

Se acercaría esa misma mañana al banco a ver a su hermano. No sabía cuánto podría necesitar. Mil duros, dos mil, algo así. Él sabría lo que conviene para abrir un negocio. Él le orientaría. Pero era algo que necesariamente debía quedar entre los dos. También le podía ser útil para el servicio de la casa. Ahora, con los niños, requerían más de dos muchachas. Ella era buena cocinera, otra posibilidad. Aunque de esa forma quedaría demasiado unida a él. Debía esforzarse por romper todos los lazos, aunque doliera. Lo imponía la voluntad de la Iglesia. Es más: era la voluntad de Dios. Él en persona había obrado con sus propios medios para alejarle de aquel intolerable pecado. De aquella tentación ante la que por sí mismo se mostraba incapaz de abdicar. Mejor así. El ojo del Señor le había salvado y le regalaba otra oportunidad. Por menos, muchos clérigos habían sido castigados sin piedad lejos de la civilización o, lo que es peor, habían colgado los hábitos. Y en él, ¿qué era todavía más fuerte? ¿La fe o el amor hacia aquel ser que le atraía hacia una sima ajena a Dios? Bien es cierto que jamás se había sentido tan cerca del cielo y del Todopoderoso que cuando se metía dentro de ella. Nunca, nunca jamás. Pero puede que eso fueran cosas suyas. Siempre hay una fuerza superior que nos clarifica la mente. Y había dictado sentencia con respecto a su destino: aquello era pecado. Debía alejarse, arrepentirse, rezar. Mortificarse también. Ofrecer en sufrimiento su propio sacrificio, su propósito de enmienda.

Pero antes debía ofrecerle refugio y sustento. Quizás lo mejor parecía colocarle en casa de Enrique algún tiempo, hasta que tuviera dónde dormir y levantar el negocio. También se imponía darle a ella misma a elegir. Eso era lo más urgente. Antes de salir, se acercó a la habitación y se lo dijo.

—Raquel, debo consultarte algunas cosas.

Estaba bellísima, con el pelo recogido en una coleta desigual, el rostro terso, blanco, con sus ojos pardos en apariencia serenos y los pómulos acentuados como el pilar de su cara con pliegues de piedra preciosa, de diamante delicado, aquel rostro que debía grabar en la memoria porque probablemente no volvería a ver. La muchacha no respondió. Sencillamente se dispuso a escuchar.

—¿Tienes dónde quedarte?

—No se preocupe.

—Verás, pienso hablar con mi hermano Enrique. Quiero prestarte dinero para que vayas tirando. Quizás lo suficiente para que abras un negocio y vivas un tiempo tranquila.

—Muy bien, se lo agradezco —aseguró la mujer.

—Pero tú, ¿qué prefieres?

—Que me preste el dinero cuanto antes y en paz. No se preocupe por nada. Yo me valgo.

Diego quiso ver con aquella determinación, siempre discreta, en absoluto alterada, que no había problema. Que cada uno podía seguir su camino sin rencillas, sin cuentas, como si nada hubiera ocurrido.

—Esta tarde te digo algo. No te vayas todavía. Prepara todo con calma y te traeré el dinero.

—¿Eso es todo?

—Es todo.

Diego salió de su casa apresurado. Bajó hasta el banco por la plazuela y se tropezó con Arcilla, que ya a esas horas bastante tempranas se tambaleaba un poco. El mendigo iluminado le miró como retándole y le dijo:

—Padre, el pecado se esconde en casa del virtuoso cuando menos lo espera. ¿No es verdad?

—Vete en paz, hijo mío. Mira de rendir tus propias cuentas ante el Altísimo. Yo te doy mi bendición.

—Y yo la mía. Usted la necesita más que este pobre diablo. En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo…

Diego Martín no supo cómo reaccionar. Ni siquiera le echó en cara su atrevimiento, aquella provocación cargada de verdad. Mejor no montar ningún escándalo. Comprendió que se trataba del ojo de Dios. Sintió que le rodeaba, que le advertía por todas partes: primero en boca del obispo y ahora en la chulería de aquel borracho iluminado que le vigilaba. No podía dar un paso en falso. No debía engañarle porque lo pagaría. «Qué difícil se me hace cumplir Tu voluntad», pensó alzando la vista al cielo. Aquel cielo desconcertantemente azul del que, como toda la ciudad, no se fiaba tampoco Diego Martín.

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