Ahogada en llamas (42 page)

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Authors: Jesús Ruiz Mantilla

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Ahogada en llamas
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En cuanto a Enrique, padre e hijo eran dueños de un silencio propio e insondable. Trataba de visitarle cada día. Lo veía, comían algo juntos. El padre, casi nada; apenas su sopa y algún mendrugo de pan que masticaba con desgana. El hijo poca cosa, sólo algo por cumplir. Lejos habían quedado aquellos almuerzos de puro disfrute; los guisos contundentes y esmerados de Serafina a buen seguro llegaron a apaciguar las discusiones. En los últimos tiempos, Enrique lograba arrancar a ráfagas algún comentario ínfimo a su padre. Un «sí», un «no», un «lo que quieras» acerca de los asuntos económicos de la familia. Gracias a su cuidado y a su sagacidad, el patrimonio no se había visto apenas afectado en los malos tiempos. Pero seguir siendo rico no conseguía aplacar el dolor del patriarca. Tampoco Enrique, con todo el mérito que aquello suponía, consiguió la admiración y el respeto de Diego Martín por ello. El viejo hubiese dado toda su fortuna por evitar el odio cainita que guardaba para su hermano. Porque se decidiese a mover un dedo para ponerle a salvo, cosa que no hizo jamás, más bien al contrario. Enrique había proporcionado información a los falangistas y a la policía sobre Rafael para poner conscientemente en riesgo su vida.

Aun así, con todo el resquemor y el desprecio que Diego Martín sentía hacia el segundo de sus hijos sin conocer siquiera las más miserables maniobras de éste para acabar con su hermano, Enrique prefería la compañía silenciosa de su padre al derrumbamiento permanente de su mujer en casa a la hora de comer. Isabel de la Hoz no había aceptado la muerte de su niño y vagaba por los pasillos y las habitaciones como un fantasma a veces histérico, a veces destruido en llanto, ajena al entendimiento siempre, rota por dentro y por fuera. Culpando de todo a su marido por haberse mostrado demasiado débil, por no haber sido capaz de impedir la locura de que el chiquillo se lanzase a una muerte segura, por carecer de la más mínima ascendencia de autoridad sobre su familia y no preocuparse además de ello, según el criterio de aquella mujer.

Los dos recordaban en silencio el día que les entregaron el cadáver clandestinamente y mediante un pago astronómico a una especie de mercenario traficante de la muerte. Su cara de ángel atravesaba la barba apenas cerrada por una discontinua pelusilla. Los ojos claros cerrados, su rostro aniñado flotaba en medio de una extraña paz. Sus hermanos también lo vieron y quizás eso les marcó con una tristeza paralizante para el futuro: un tiempo en que se cerraron los compromisos. Todas las aspiraciones quedaron muertas, negadas a una generación entera, condenada a no aspirar a nada más allá de la mera supervivencia. Su huella sería una triste nota en la historia, un deambular sin voluntad hacia el destino de un país muerto también, como Quique. Aniquilado en pos de un dominio ciego, negro, obtuso.

Cuando Enrique bajó de madrugada a casa de su padre, todavía lo encontró metido en la cama, con los ojos cerrados y restos del sudor frío en la frente. La habitación, a oscuras, parecía sorda a la sacudida del viento. Los ecos de su último delirio habían quedado sujetos en las paredes. Sobre la aparatosa mesilla de caoba tallada con enrevesados adornos de marquetería reposaba una Biblia que Carmen Revuelta le había hecho besar al escucharle aquellas misteriosas palabras.

Ahogados en llamas, ahogados en llamas…

Puede que la mujer pensara en una última señal de arrepentimiento, en una llamada desesperada de alivio al dolor postrero. Pero aquello era más cosa suya que realidad. Enrique sabía a ciencia cierta que su padre no iba a dar su brazo a torcer y más le pareció lo que le comentó su madrastra un severo y desquiciado ajuste de cuentas en el último momento que otra cosa.

Se acercó al cuerpo. Lo miró fijamente y halló los restos de un hombre derrotado. La boca entreabierta, los pómulos marcados en los huesos, los restos azules de sus delgadas arterias sobre la frente blanquecina, la barba todavía húmeda y las pupilas cerradas en mitad de aquel surco de ojeras que daban testimonio de un tormento final permanente. Visto así, muerto ante sus ojos, Diego Martín conservaba al tiempo una dignidad jamás rendida, una noble altivez en batalla sin tregua. Pero ante todo, en aquella última visión, se imponía para su hijo la lucha interior que había hecho mella en el rostro y ensombrecido todos los silencios con un halo gris que no podía esconder su desesperación. No quedaba rastro del hombre que hace años había intentado enseñar a cada uno de sus hijos el disfrute de la vida, el deber de la felicidad. El dolor y un rencor sordo le habían vencido; lo mismo que al único hijo que le quedaba para acudir a verle de cuerpo presente.

Mientras Toñina y Carmen Revuelta adecentaban el cadáver, Enrique se sentó cerca del mirador con los ojos perdidos todavía en la oscuridad que comenzaba a rasgar con luz rojiza el amanecer. La permanente lucha de la luz por hacerse camino no le distraía de sus pensamientos. Recorrió inconscientemente, con el café con leche que le había preparado Toñina en la mano, una existencia de encuentros y desencuentros junto a su padre. Tendía a imaginar que en su ilusión de vida eterna, quizás a esa misma hora, podría haber reencontrado a su madre, a Diego, a su nieto. Sonreía en mitad de ese idealismo bobo de difuntos, perdido dentro de ese bucle infantil al que todos los hijos de la tierra se aferran cuando se enfrentan a los momentos terribles que nos colocan en el filo entre ambos mundos. Pero un golpe de viento brusco le hizo despertar. No había nada con lo que consolarse. No existía nada. Tan sólo el rastro de la memoria que de los muertos queda en cada uno de nosotros.

Poco a poco, el irremediable silencio de luto se fue rompiendo en la temprana penumbra de la casa. Primero llegó Manolín. Su madre le había llamado a Monte. Allí vivía en una parroquia de mala muerte adonde le habían trasladado nada más salir del seminario, poco después de acabar la guerra. El cura sintió no haber llegado a tiempo para una extremaunción en condiciones. Dudaba que el viejo la hubiera aceptado. Quizás, siendo él, sí. A esas horas, ante el cadáver, sólo pudo bendecir de alguna manera los restos, rezarle unos responsos y acompañar en lo que hiciera falta.

—¿Cómo ha sido? —preguntó Manuel en voz baja, silencioso, mucho más impresionado que cuando tenía que acudir a la casa de cualquier moribundo desconocido.

—De repente. No ha sufrido nada. Dijo dos o tres cosas inconexas y murió —le contó su madre.

—¿Qué cosas?

—No sé, Manuel, hijo. Pregúntale a doña Carmen. ¿Quieres un chocolate o un vaso de leche?

—No madre, no te apures.

—¿Has desayunado?

—No, pero no te preocupes, de verdad.

—Ahora mismo te preparo algo.

Manolín dejó de apaciguar la insistencia de Toñina y se resignó a lo que dispusiera. Mientras ella se fue a la cocina, se quedó a contemplar el cuerpo inerte de quien había sido para él un auténtico padre. Creyó ver de refilón algún halo de juguetona santidad que quedaría entre los dos en ese momento de intimidad final. Recordaba los mejores momentos: las dudas que le solventaba al hacer los deberes, cómo se sorprendía de su rapidez de entendimiento al clarificarlas y luego le echaba la culpa a los curas diciéndole que eran incapaces de explicar las cosas como es debido a los niños de su edad, las caras que ponía cuando se avecinaba conflicto entre Serafina y su mujer. También sonrió al rememorar ligeramente en otros fogonazos cuando le dio el disgusto de su vida y le anunció que se metía al seminario. Todos esos gritos. Los intentos de Diego de apaciguar la situación. El disgusto de su madre… Aquella verbena que ahora le resultaba cómica pero que entonces fue un drama.

Carmen Revuelta apareció embotada en un luto aseado, vestida de un negro discreto y con el pelo recogido hacia atrás de manera tensa, tirante. Le resaltaban los ojos oscuros apenas enrojecidos por la urgencia de un llanto interior casi constante, las arrugas ennoblecían su dolor en cierta manera estoico y respondió al pésame de Manuel acercando el carrillo para que le diera un beso. Ni siquiera se atrevió el cura a abrazarla en ese primer encuentro. Aún le costaba saltar ciertas barreras emocionales con aquella mujer. Pero el beso fue sentido y ella así lo notó. Por eso agarró su cara todavía muy aniñada con las dos manos, le acarició y le dijo.

—Sabes que eras como un hijo para él.

Manolín bajó el rostro y se comió el llanto como pudo. El seminario le había arrebatado los aspavientos de otras épocas; sus gestos eran comedidos y el llamativo afeminamiento de su adolescencia quedó recogido en algún rincón oculto de su cuerpo perfectamente compuesto ahora para dar misa, rezar rosarios y predicar la palabra de Dios.

—Lo sé, doña Carmen, lo sé.

Marina llegó un tanto trastabillada. Había sorteado las trampas del viento por la calle. Su madre no había querido despertarla de golpe, ni incomodarla para que sufriera con ella esa presencia inmediata de la muerte en las casas cerradas. La llamó a primera hora, se lo dijo casi con crudeza y ella no tardó en bajar. Desde que Rafael se había esfumado, Marina ocupaba la casa que dejó en la plazuela. Quería intimidad, libertad de movimientos y no dar más cuentas de las necesarias a nadie. Su vida se había convertido en algo sencillo, una cuestión de supervivencia solitaria para la edad madura de las mujeres que han sido bellas y han recibido más de un varapalo en la vida.

Abrazó a su madre. Carmen Revuelta notó con su tacto el primer consuelo verdadero de la mañana. Ahora se empezaba a saber sola, y su hija era el único apoyo que podría librarla de futuras amarguras. Marina quiso ver a Diego Martín tal como Enrique y Manuel lo habían hecho antes: a solas, aunque sin pedirlo. No pudo hacerlo. Al menos en ese primer momento. Su madre la acompañó.

—Le hemos dejado guapo, ¿verdad?

—Muy guapo, mamá, muy guapo.

Marina vertió otra lágrima silenciosa más. La casa no estaba para histerias. El dolor era una costumbre que había carcomido toda esperanza en el seno de los Martín y aquella muerte representaba, como sólo lo hizo la de Serafina, una pérdida en consonancia con la madre naturaleza. Algo raro en una familia y una ciudad que había soportado el trastoque del orden lógico de las cosas de una manera violentísima en los últimos tiempos.

También Marina pensó en lo bueno cuando se vio delante del cuerpo. Podía sentirse orgulloso Diego Martín de haber dejado en vida la virtud de los recuerdos excelentes, de su maestría para las cosas importantes y sencillas, de su sabiduría certera, que sólo la pena logró cortar con una profunda amargura en los últimos años de su existencia. Pero justo después de dejarse empapar por la nostalgia, Marina se mostró ante sí misma práctica y pensó: «Tengo que decírselo a Rafael cuanto antes.»

Aquella urgencia no iba a cambiar nada. Desde su escondite en la ciudad, el menor de los Martín no podría salir a enterrar a su padre, a besarle la frente, a tocarle las manos por última vez. Sería un suicidio. Era de los personajes afectos a la República más buscados de la ciudad; tanto que las autoridades le imaginaban huido, como toda su familia, que recibía aquellas cartas con sellos de Francia para despistar.

La propia Marina se las enviaba a una amiga en Biarritz y ésta las remitía como si fueran de él a su propia casa. Era sencillo, aunque arriesgado, porque en aquellas épocas el correo se intervenía con frecuencia y los soplos estaban a la orden del día. Pero la torpeza, la improvisación, la dejadez y el descuido en los nuevos encargados del orden era una desviación genéticamente española y por ahora había primado la suerte.

Sólo Marina conocía el lugar donde se encontraba Rafael y le visitaba sin aviso previo para hacerle llegar alimentos, ropa, aseo, papel, pintura y lápices para trabajar, lecturas. Pasaba un rato con él y desaparecía de noche, cuidadosa de que nadie vigilara sus pasos. Cuando el menor de los Martín supo que todo estaba perdido, ocupó un escondrijo en el taller abandonado de su amigo Lavín, el tintorero rojo que salió huyendo por mar después de cerrar el negocio. Quedaba cerca de Calderón de la Barca, en la calle Méndez Núñez. Ahí había resistido bien hasta el momento, sin levantar sospechas, entre el polvo y un abandono del que nadie se preocupaba y que le permitía de vez en cuando salir a estirar las piernas a espacios más amplios que el de su propia madriguera.

Había construido un habitáculo de madera disimulado perfectamente en el hueco de la escalera donde cabía un colchón, una mesita y un hueco con pequeñas perchas y espacio para la comida. Sus hábitos eran sencillos. Intentaba que no se le trastocara el sueño. Si no podía dormir, trataba de espabilarse con los primeros rayos de la mañana. Le llegaban en hilo, por una rendija de la parte inferior que se distinguía perfectamente con la bombilla apagada.

Hacía gimnasia, leía, dibujaba y comía frugalmente dos veces al día. Pero sobre todo le sobraba tiempo para pensar. Pensar en lo que había sido su vida y en una muerte que le podría sobrevenir sin aviso previo. Pensar en huir o quedarse. Pensar en el futuro sin ideales que defender ya en su propio país y con tan sólo un nombre en el horizonte. El de siempre: Marina.

Huirían en cualquier momento. Marcharse a Europa, donde había otra guerra cruenta en pleno desarrollo, no les seducía y Marina tampoco quería irse a América para no alejarse de sus hijos. Necesitaban tiempo de tregua, pasar a Francia cuando las cosas se calmaran era el objetivo. Pocos descuidos debían poner en riesgo la felicidad que les quedaba por delante. Para ello soportaba la presión de estar escondido: para encontrar el momento preciso, la huida segura que les colocara, al fin, en el camino de la dicha.

Pero pasaban los días lentos y sin tregua y el sueño no llegaba. Todo era en cambio negro a su alrededor. La vida, el trabajo, la traición, el hambre, la desesperanza. Negro el entendimiento, negros los silencios y la espera. Negra la premonición constante y pasada de muerte. Negro el negro futuro, como la vida, negra.

Allí, escondido, Rafael permanecía ajeno al mundo, imaginándose la realidad por el confuso lenguaje de los ruidos que le llegaban alrededor. Desde allí, se negaba a notar más tristeza de la necesaria en las voces de los vecinos o la gente corriente. Pero la triste verdad se la acercaba Marina en sus visitas. Eso y la esperanza. Verla, tocarla, besarla era lo único que le mantenía ilusionado por seguir resistiendo de esa manera. Su cuerpo, su sonrisa, su apoyo, su voz, su compromiso ya eterno con él era lo único que daba sentido a lo que tuviera que ocurrir a partir de entonces.

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